Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
(Is 53,10-11) "Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos"
(Hb 4,14-16) "Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia"
(Mc 10,35-45) "El que quiera ser grande, sea vuestro servidor"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en el Colegio de S. Pedro Apóstol (17-X-1982)
--- Obediencia
--- Respetar y transmitir la doctrina cristiana
--- Abnegación
--- Obediencia
“El Hijo del hombre... no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). Este versículo final del pasaje evangélico de este domingo, que acabamos de leer, nos da el criterio fundamental para entender la naturaleza verdadera de la vocación misionera...
Dicho criterio es el de “servicio” tal y como lo ha vivido y enseñado Jesús. Falsearíamos el significado cristiano de “misión” si no lo enfocásemos con esta luz, si no consideráramos la misión como “servicio”. Este criterio confiere a la misión su verdad y eficacia sobrenatural. Pues, ¿quién es en realidad servidor sino quien ha sido llamado por el Superior y por obediencia a éste acepta el encargo que se le confía?
Pues bien, el Superior a quien el misionero debe servir y por quien es llamado es Dios mismo, y el “servicio” que ha de prestar el misionero es anunciar la Palabra de Dios al mundo. Y, ¿con qué fin? Para gloria de Dios y salvación de los hermanos creados a imagen de Dios y amados por amor de Dios.
Si tal es la vocación misionera, entonces será oportuno reflexionar sobre algunos aspectos estrechamente relacionados con el concepto evangélico de “servicio”.
La virtud primaria del servidor evangélico es la obediencia. Pues la misión, que es encargo divino y sobrenatural, presupone una vocación de lo Alto, y no se puede dar respuesta concreta a esta llamada divina sin espíritu de obediencia sobrenatural, sin disponibilidad generosa a la voz de Dios que nos llama para enviarnos al mundo.
¿Cómo habrá de ser la obediencia del misionero?
--- Respetar y transmitir la doctrina cristiana
Abarca sus facultades más preciadas: entendimiento y voluntad. Por tanto, debe ser en primer lugar obediencia del entendimiento a Cristo-Verdad y, consiguientemente, adhesión práctica de la voluntad: reproducir en nosotros, en el Espíritu, la misma vida de Cristo, siervo obediente del Padre y primer anunciador de su Palabra, porque Él mismo es la Palabra del Padre.
Obedecer a la verdad es la virtud primaria del misionero. Y no siempre es fácil, pues se requieren equilibrio y honradez intelectuales, únicas cualidades que llevan a aceptar con lealtad y valentía la verdad conocida con certeza, evitando pretextos y subterfugios que lleven al relativismo o al subjetivismo. Y de otra parte, también es necesaria la humildad que nos libra de dar por cierto lo que no lo es y de presentarlo como tal.
La verdad cristiana que se ha de anunciar al mundo es en sí absolutamente cierta, universal e intangible porque procede de Dios eterno, fiel e inmutable. Por tanto, es preciso que con verdadero espíritu de fe el misionero asuma esta certeza sin achacar sus propias dudas a la Palabra de Dios y también sin atribuir a sus frágiles opiniones humanas el grado de certeza que sólo la Palabra divina puede tener.
Anunciar a Cristo no es ni puede ser, según la errada interpretación de algunos, erigirse en superiores a los maestros, situándose un escalón más alto que los demás; sino que por el contrario, su pone la humildad de aceptar y luego comunicar una doctrina que no es nuestra sino de Dios, considerándose servidores y deudores de los otros por esta misma doctrina.
Ser misioneros significa “sentirse” enviados por Dios por haber sido realmente llamados en fuerza de signos ciertos y objetivos procedentes de la escucha interior de la voz divina y respaldados por la aprobación y mandato explícito de la Iglesia, que se expresa por sus legítimos Pastores. Sólo esto convierte al misionero en auténtico servidor de la divina misericordia.
Por ello, pensar que se está en posesión —como debe hacer el misionero— de una doctrina divina e infalible cual es la de Cristo, no es de por sí un acto presuntuoso, como algunos piensan, sino humilde conciencia cierta y comprobada de haber recibido a su vez esta doctrina, en su integridad y autenticidad, del Magisterio vivo de la Iglesia a la que Cristo envía sin cesar su Espíritu de verdad.
Otro punto sobre el que hacemos bien en concentrar la atención es el referente a la índole específica del servicio a realizar. Este consiste en anunciar la Palabra de Dios, como ya he dicho. Ahora bien, está claro que el servidor debe ser capaz de cumplir la labor asignada. Pero anunciar la Palabra de Dios es tarea que sobrepasa las fuerzas naturales del hombre: es tarea sobrenatural. Por su origen, contenido, fin, modos y medios de transmitirse, el mensaje cristiano trasciende esencialmente incluso los mensajes humanitarios o culturales más elevados marcados por una sencilla religiosidad natural. Por su nobleza divina el mensaje cristiano requiere en quien lo comunica y en quien lo recibe un suplemento de inteligencia, por así decir: el intellectus fidei, que transmita la dignidad de su contenido al lenguaje de quien habla y al oído del que escucha. En este sentido habla San Pablo de “lenguaje espiritual” hecho para “hombres espirituales” (cfr. 1 Cor 2).
Sólo manteniendo esta actitud de agradecimiento, de filial disponibilidad y de obediencia al Padre, mediante la comunión espiritual con Cristo y su Iglesia, el misionero estará capacitado para conservar pura en su corazón la grandeza del mensaje recibido, sin degradarlo o diluirlo en la volubilidad de las ideologías terrenas, sin convertirlo en instrumento de orgullo o poder mundano, y sin creer que puede difundirse con otros medios que no sean los evangélicos de pobreza, mansedumbre, sacrificio, testimonio y oración, con la virtud y potencia del Espíritu.
--- Abnegación
La última consideración nace del concepto de misión como servicio: lo que el servidor hace, ¿para quién lo hace? No para sí, si no para los objetivos del Superior. Asimismo el misionero: no trabaja para sí, sino para el reino de Dios y su justicia. Tenemos aquí una interpelación que va más allá de perspectivas meramente terrenas o humanas. No se trata de “aconsejarse de la carne y de la sangre” (cfr. Gál 1,16), sino de escuchar en lo íntimo del propio corazón el “murmullo” de esa (“agua” de que ya habló el gran obispo-mártir San Ignacio de Antioquía: el agua pura y límpida de la fe y la caridad, y que decía: “Ven al Padre, ofrece tu vida por Dios y los hermanos” (cfr. “Carta a los Romanos”, cap. 6, 1-8, 3; Funk 1, 217-223).
El buen servidor se olvida de sí y de sus intereses para cumplir la tarea encomendada. Y el servidor del Evangelio se comportará de la misma manera. Mas como este sacrificio sobrepasa las fuerzas y razones de la sabiduría humana, el misionero, al decir su “sí” in condicional al Padre que lo envía al mundo, confía siempre y sólo, y con tranquilidad renovada en la ayuda divina, que se le concederá sobre todo en el momento de la prueba, que pudiera llegar hasta la cumbre del martirio.
Y cuando en la hora más angustiosa del testimonio en el sufrimiento le parece al misionero que todo se ha perdido, en ese momento precisamente la luz de la fe le hace comprender que, unido a Jesús crucificado, y confiado plenamente a la misericordia del Padre, contribuye a difundir la luz divina de manera mucho más eficaz que cuanto hubiera podido conseguir con los medios humanos, incluso los más eficientes. No es que dichos medios no sean valederos para las misiones, sino que al contrario, son benditos; y sería de desear mayor incremento de los mismos; pero sólo son instrumentos que han de utilizarse según los planes de Dios y las exigencias pastorales de su reino.
La Reina de las Misiones, María Santísima, nos enseña el secreto y alma de este apostolado: ponerse totalmente a disposición de la voluntad del Padre celestial entregando incondicionalmente la vida, para que por la virtud y fuerza del Espíritu Santo concibamos a Cristo en nuestro corazón y lo demos a las almas. Reina de las Misiones, ruega por nosotros. Amén.
DP-325 1982
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
La pregunta de Cristo a estos dos discípulos tras hacerles notar lo improcedente de su petición es todo un desafío: “¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Retengamos hoy en el alma, como una lección inolvidable, la briosa respuesta de estos dos hermanos: “Lo somos”, contestaron.
El Señor que conocía sobradamente lo que hay en el corazón de cada hombre y que no se dejaba impresionar por ardorosos arrebatos -a Pedro que estaba dispuesto a dar la vida por Él le dirá: “no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces” (Jn 13, 38)-, viendo la resolución de Santiago y Juan, aseguró: “lo beberéis, y os bautizaréis”. En una época en que el sentimentalismo se impone a la libertad y al dominio de sí en muchas gentes, y en la que las simpatías y antipatías, las ganas y desganas, los flechazos a primera vista, los estados de humor imponen su ley a la razón y a la voluntad, la libertad, y que frente a todo esto se piensa que no hay nada que hacer y lo sensato es dejarse llevar, declarando que la mejor manera de librase de una tentación es ceder a ella con la consiguiente pérdida del control sobre nosotros mismos, la respuesta de estos dos discípulos es toda una lección de carácter, de personalidad.
Hay que amar a Dios con todo el corazón, apasionadamente, con el calor y la fuerza de Santiago y Juan, poniendo todo la seriedad de que seamos capaces en lo que Dios nos ha confiado. Si nuestra conducta fuera el producto de decisiones fríamente calculadas no viviríamos íntegramente la caridad. “A la perfección moral, enseña S. TOMÁS, pertenece que el hombre se mueva al bien no sólo según la voluntad, sino también según el sentimiento”.
Cada uno de nosotros debería llevar, con la ayuda de lo alto, un ser decidido a todo, un ser que ante los desafíos -esos obstáculos que se interponen en el camino- conteste: Possumus! ¡Sí, Señor, podemos! Podemos superar nuestras deficiencias, suprimir nuestras rencillas y derribar los muros que nos separan. Podemos controlar más esa lengua murmuradora y calumniosa que tanto daño hace y que nos aleja de Dios y de los demás. Podemos preocuparnos más de los demás viviendo una fraternidad más servicial y atenta. Podemos trabajar con más intensidad y perfección huyendo de chapuzas e improvisaciones. Podemos ser más sobrios y pacientes.
¡Podemos! El Señor nos ayudará porque Él ha depositado su Amor en nuestros corazones y el amor es más fuerte que la muerte.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores"
Is 53,10-11: "Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años"
Sal 32,4-5.18-19.20 y 22: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti"
Hb 4,14-16: "Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia"
Mc 10,35-45: "El Hijo del Hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos"
Es la última parte del Canto del Siervo. Hace pensar en que el triunfo final será la recompensa a tanto dolor, por voluntad divina, ya que "lo que el Señor quiere prosperará por sus manos".
La misión con que se ha presentado Jesús será norma para sus discípulos. Ellos habrán de ser servidores igual que el mismo Jesús. Él completará la idea de servicio con la entrega por nosotros: "Dar su vida en rescate por todos".
La alusión en la 2.a lectura al "trono de la gracia", equivalente al "trono de Dios", nos muestra que el acceso a ese trono es posible precisamente por la obra redentora del sumo sacerdote Jesucristo.
Cuando al hombre de hoy se le ofrecen oportunidades de cambio y mejoría, suelen ser aceptadas con condiciones: que no compliquen la vida ni comprometan demasiado. Así no es posible cambiar, porque a nadie se le hace mejor si él no quiere. La oferta siempre es un servicio y la aceptación un favor a uno mismo.
— "Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo» (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora. «Sanad a los enfermos...»" (1505; cf. 517. 440).
— "Por su obediencia amorosa a su Padre, «hasta la muerte de cruz» (Flp 2,8), Jesús cumplió la misión expiatoria del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos» (Is 53,11)" (623).
— "Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1 Jn 2,2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10,17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,31)" (606; cf. 2716. 2749).
— "Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido para ser servido sino para servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente «reinar» sólo «sirviendo», a la vez el «servir» exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el «reinar».... para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio" (Juan Pablo II, RH 21).
El Evangelio nos retrata a un aparente perdedor, que siempre ganó, y a unos supuestos ganadores, que acabaron perdiendo.
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