Este artículo desarrolla la conocida frase “el tiempo es superior al espacio”, que el Papa propone, en la Exhortación Apostólica ‘Evangelii gaudium’, como uno de los principios que caracterizan la acción evangelizadora
La Lumen fidei es la primera encíclica del Papa Francisco[1], pero se puede decir que fue escrita a cuatro manos con el Papa Benedicto, como se declara explícitamente en el incipit: el material de base ya estaba preparado en el precedente pontificado. En ese sentido se trata de un documento «puente» que une y muestra la armonía de modo casi tangible entre los dos Papas.
En una primera lectura, parece sencillo distinguir las distintas manos en el texto. Así, la que aparece en el n. 57, prácticamente al final del documento, del principio de que el tiempo es superior al espacio, hizo pensar en seguida que nos encontrábamos ante una clave de lectura teológica significativa del nuevo pontificado. Esto fue confirmado en la entrevista a La Civiltà Cattolica del 19 de septiembre de 2013[2], donde el Papa Francisco explica también los orígenes de dicho principio. Pero es en la Evangelii gaudium nn. 222-223[3] donde aparece formulado con toda su fuerza, presentándose como elemento que configura la acción pastoral y de gobierno del Pontífice.
En el presente artículo se intenta un análisis sumario de dicho principio, procurando exponer su alcance y raíz teológica. En particular, se asume la perspectiva, sugerida en el mismo contexto de las afirmaciones del Papa Francisco, de los atributos de Dios y cómo se reflejan en su obrar. De aquí, a través de la conexión patrística entre economía e inmanencia, se pondrá de relieve que la afirmación de que el tiempo sea superior al espacio recuerda la singularidad y el valor particular de la historia en la concepción cristiana y, por tanto, apunta a una verdadera y propia teología de la historia.
Como se ha dicho, la primera vez que el principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio aparece en el magisterio del Papa Francisco es al final de la Lumen fidei, en el cuarto capítulo dedicado a la ciudad de Dios, antes de la conclusión mariana. En el n. 57, la fe se presenta como luz que ilumina las tinieblas y guía en el camino, en el contexto del sufrimiento humano aliviado por la compasión y cercanía de los santos, como Francisco de Asís y la Madre Teresa de Calcuta. A los pobres y a los leprosos Dios no les responde con un razonamiento, sino con una presencia que les acompaña, «una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento, para abrir en ella un resquicio de luz». En Cristo, Dios se une al dolor humano, dando origen a la fe (cf. Hb 12,2) y a la esperanza. El discurso entra así en la dimensión escatológica, porque la esperanza lleva a alzar la cabeza, no para rebelarse sino para mirar adelante, tomando conciencia de que «solo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar fundamentos sólidos y duraderos nuestra sociedad». Así, fe y esperanza son inseparables entre sí y están dinámicamente unidas a la caridad que dilata el corazón del hombre hasta abrazar en Cristo a todo hombre y a Dios mismo. Se descubre así que el futuro es don divino y, por tanto, casa eterna que hace habitable el presente y seguro el camino. Aquí irrumpe el principio teológico objeto del presente análisis:
No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que «fragmentan» el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza (LF 57).
El contexto del principio es, pues, el de la esperanza y la relación entre el presente y el futuro. Inmediatamente surge la oposición polar respecto al espacio[4]. Este está ligado a la fragmentación, al límite, mientras el tiempo dice relación a una fuente infinita. Por eso, el obrar cristiano debe excluir a priori toda solución que reduzca el tiempo a espacio, o sea, que rebaje un pensamiento que va de la presencia de dicha fuente a un pensamiento finito.
La referencia a la cristalización reaparece literalmente en la entrevista a La Civiltà Cattolica, donde el contexto teológico es más rico, de tal modo que se pone mejor de relieve la profundidad y el alcance de la afirmación:
Dios se manifiesta en una revelación histórica, en el tiempo. El tiempo inicia los procesos, el espacio los cristaliza. Dios se encuentra en el tiempo, en los procesos en curso. No hay que privilegiar los espacios de poder respecto a los tiempos, también largos, de los procesos. Nosotros debemos empezar los procesos, más que ocupar espacios[5].
El núcleo teológico central surge aquí con fuerza: Dios se manifiesta en el tiempo, se encarna, se revela y está siempre presente en la historia, de tal modo que, como los discípulos con Jesús, el cristiano debe seguir, debe caminar con, renunciando a la seguridad de los espacios. Eso permite también advertir que la afirmación no excluye el valor de los lugares, porque Dios se ha revelado no solo en un tiempo sino también en lugares determinados. Pero la misma dinámica de la revelación empuja a todo lugar, superando la lógica de la singularidad del espacio, porque en esos lugares concretos comenzó un proceso que, a través de la respuesta libre del hombre, está destinado a alcanzar todos los pueblos hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28,19).
Ya Abraham, Moisés, los discípulos y, en primer lugar, María aprendieron ese modo de obrar de Dios, que empieza procesos más que atrincherarse en espacios. Dios se hace hombre hasta la muerte, haciéndose encerrar en el espacio del sepulcro, pero el sentido de todo esto es el proceso que así empezó, que libera de la muerte para siempre, haciendo desbordar la vida en cada hombre. Dicho modo de actuar debe ser el paradigma del obrar cristiano que, en cuanto apóstol, siempre debe salir de su tierra hacia las periferias, siempre tiene que dejar la seguridad de los espacios para seguir a su Maestro que sigue caminando en el tiempo.
La formulación del principio pone en evidencia una característica que aparece cada vez más en el magisterio del Papa Francisco: su visión pastoral no es solo fruto de su experiencia o de algunas dotes humanas que lo caracterizan, sino que sale del núcleo mismo del cristianismo, percibido por el Pontífice en toda su fuerza, también teológicamente rompedora.
Efectivamente, desde sus albores, desde el primer meditar de María en su corazón movido por el «nada es imposible para Dios» que le comunicó el ángel (cf. Lc 1,37), la teología es pensamiento que nace del obrar de Dios en la historia, pensamiento del acontecimiento, a posteriori y no a priori. El Papa Francisco parece poner el obrar cristiano precisamente en la secuencia que, del obrar divino en la historia, lleva a la constitución de un pensamiento auténticamente cristiano y, por tanto, a una teología que pueda informar la praxis. Se va del obrar divino al obrar del cristiano, pasando por el pensamiento que nace de la meditación del darse de Dios en la historia.
Desde esta perspectiva, el principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio se sitúa en el corazón de la acción pastoral del Papa Francisco, como se ve por las fuentes citadas en la misma entrevista. Son esencialmente san Ignacio de Loyola y san Juan XXIII. A propósito del primero, dice el Pontífice:
Siempre me llamó la atención la máxima con la que se describe la visión de Ignacio: Non coerceri a maximo, sed contineri a minimo divinum est. He reflexionado mucho sobre esta frase en orden al gobierno, a ser superior: no dejarse restringir por el espacio más grande, sino ser capaces de estar en el espacio más estrecho. Esta virtud de lo grande y de lo pequeño es la magnanimidad, que de la posición en la que estamos nos hace mirar siempre al horizonte. Es hacer las cosas pequeñas de cada día con un corazón grande y abierto a Dios y a los demás. Es valorar las cosas pequeñas dentro de grandes horizontes, los del reino de Dios[6].
La máxima ignaciana habla del obrar divino, que no necesita grandes espacios, sino que se hace pequeño, que sabe hacerse cercano, entrar en los sufrimientos, en los límites, precisamente porque es Dios. Es tan grande que puede hacerse pequeño. Y el Papa Francisco relee la afirmación en términos de magnanimidad, presentando esta virtud como clave del gobierno y de la autoridad, en cuanto asegura siempre la apertura a la relación con el Altísimo, que es el único capaz de hacerse verdaderamente cargo de las situaciones concretas. De este modo, la sentencia de Ignacio une la dimensión teológica de los atributos de Dios y la esperanza que, a través de la oposición polar de espacio y tiempo, se vuelve clave de la acción para la construcción del reino de Dios.
Se trata, pues, de mirar siempre el presente con ojos de eternidad, con una mirada «sintonizada» en la de Dios. Dicha «concordia» la encuentra el Papa Francisco en el principio de buen gobierno propuesto por su predecesor san Juan XXIII:
Esta máxima ofrece los parámetros para asumir una posición correcta para el discernimiento, para sentir las cosas de Dios a partir de su «punto de vista». Para san Ignacio, los grandes principios deben ser encarnados en las circunstancias de lugar, de tiempo y de personas. A su modo, Juan XXIII se puso en esa posición de gobierno cuando repitió la máxima Omnia videre, multa dissimulare, pauca corrigere, porque, aun viendo omnia, la dimensión máxima, consideraba actuar en pauca, en una dimensión mínima. Se pueden tener grandes proyectos y realizarlos actuando en pocas cosas mínimas. O se pueden usar medios débiles que resultan más eficaces que los fuertes, como dice también san Pablo en la Primera Carta a los Corintios[7].
La fuerza de la acción de gobierno se presenta en una perspectiva auténticamente teológica, es decir, anclada en el paradigma divino, en el «modo de hacer» de Dios. No se trata de controlar, de reformar, de trasformar, sino de individuar esos pocos elementos a través de los cuales Dios quiere derramar su fuerza en la historia, iniciando un proceso que será más eficaz que cualquier acción de fuerza humana, porque sigue la lógica divina, que desde los inicios, desde la primera evangelización, guía y asegura el camino de la Iglesia.
Pero eso manifiesta el papel del discernimiento: se convierte en elemento esencial de la acción, que debe fundarse en la lectura de los signos de los tiempos[8]. La prisa de la acción se revela negativa para la acción misma, porque el obrar cristiano −y en particular al labor de gobierno− puede ser conformado al obrar divino solo si se dedica tiempo al discernimiento, solo si se escucha a las personas, solo si se parte del sufrimiento concreto y real. Desde esa perspectiva, la fuerza con la que el Papa Francisco pone en el vértice de sus preocupaciones la caridad, la pobreza y la cercanía a quien sufre no tienen una dimensión exclusivamente moral, sino que son reflejo de un obrar también de gobierno profundamente marcado en el obrar divino y en la vida de Aquel de quien el Pontífice es vicario.
En la Evangelii gaudium el principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio aparece en el cuarto capítulo dedicado a la dimensión social de la evangelización, como primero de los cuatro principios en los que se articula la sección sobre el bien común y la paz social. El Papa Francisco los define «cuatro principios relacionados a tensiones bipolares propias de toda realidad social» y, por tanto, los considera íntimamente unidos a la doctrina social de la Iglesia (cf. EG 221). Son fundamentales para «la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común» (EG 221). Parece interesante notar que en la Exhortación apostólica el principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio se encuadra en un contexto más grande, que se refiere a los que la Iglesia tiene para ofrecer al hombre de hoy para ayudarlo a gestionar y vivir la diferencia, capacidad hoy radicalmente en crisis en un contexto social donde la relación fundada en una matriz teológica trinitaria ha sido suplantada por un enfoque dialéctico[9].
El principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio asume, pues, en la Evangelii gaudium una dimensión propiamente teológica y filosófica, que se hace aún más evidente por los tres principios que lo acompañan: a) la unidad prevalece sobre el conflicto; b) la realidad es más importante que la idea; c) el todo es superior a la parte. Todos se anotan como respuesta a la tensión entre plenitud y límite, como muestra EG 222:
Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», considerado en sentido amplio, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre delante, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio circunscrito. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte más grande, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para progresar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
Vuelve de nuevo la expresión «tensión bipolar», que encuadra la superioridad del tiempo sobre el espacio en el reto que la vida presenta a todo hombre cuyo corazón, lleno de un deseo infinito[10], se encuentra constantemente con el límite. La dialéctica con el otro, que envenena la vida social y pone en peligro la subsistencia, es la reacción más difundida por parte de la naturaleza humana herida por el pecado original.
René Girard puso magistralmente en evidencia que el fenómeno religioso natural surge precisamente de la necesidad de defender la vida de la sociedad humana ante ese instinto perverso. Y su mismo análisis demuestra la singularidad absoluta de Cristo ante la tendencia dialéctica del hombre que busca arreglar la diferencia y el límite haciendo de chivo expiatorio. Esta última actitud se puede reformular como protección del propio espacio en detrimento del otro, estrategia que no tiene en cuenta la relación con una fuente de bien más grande, indicada y hecha accesible por Cristo, precisamente, en el tiempo.
El Académico de Francia, que desde hace muchos años reside en Stanford, California, encuentra la causa de dicha tendencia en la corrupción de la estructura imitativa que caracteriza al hombre en cuanto imagen del Hijo de Dios, estructura imitativa que Cristo habría redimido con su perdón en la cruz. Jesús no es el chivo expiatorio, sino que se ofrece como chivo expiatorio, es decir, como Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, para desvelar el mecanismo mimético y brindar a todo hombre un camino concreto para liberarse, imitando al mismo Cristo[11].
Mirar el presente con los ojos de Cristo quiere decir contemplarlo a partir de la seguridad de la relación con Dios Padre, redimiendo el momento presente de la tentación de ser reducido a espacio −y, entonces, cristalizado− gracias a la referencia al tiempo. Nótese que el Papa Francisco habla de «construcción de un pueblo». En esto recuerda la concepción de pueblo que se halla en Romano Guardini, en su análisis de la obra de Dostojevskij:
El pueblo del que habla son los hombres que vemos todos los días, pero tras ellos se entra en otra esfera, en un ámbito originario y esencial, y los hombres reales son pueblo en la medida en que revelan la presencia de esa otra esfera. Ese pueblo está cerca de Dios[12].
Igualmente guardiniana, como se ha dicho, parece la referencia a la oposición polar, que el teólogo italo-alemán definía del siguiente modo:
Esa relación peculiar en la que dos momentos se excluyen el uno al otro y, sin embargo, se unen el uno al otro, esa relación que aparece en toda determinación cuantitativa, cualitativa y de forma, la llamo oposición[13].
No se pretende aquí sostener que Guardini sea la fuente del Papa Francisco, sino solo que ambos se dirigen al viviente concreto y, por eso, de su pensamiento surge una estructura análoga que garantiza un enfoque no reduccionista, que sea fiel a la esencia del Evangelio.
Claramente, el documento magisterial se dirige al obrar eclesial, no solo para cuanto se refiere al gobierno, sino para toda comunidad, superando una tentación común que es la de dar preeminencia a la lógica humana del espacio en detrimento de la lógica divina del tiempo: «Dar prioridad al tiempo significa ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios» (EG 223). Dicha formulación recuerda también la paternidad, en cuanto la generación es precisamente dar inicio a una vida que luego se desarrollará. En este sentido, el principio teológico tiene una profunda raíz trinitaria y parece apuntar al núcleo más decisivo de la paternidad del Santo Padre.
El discurso del Papa Francisco es profundamente práctico y toca directamente la cuestión del poder, que no es criticada en sentido meramente moral, sino que se afronta desde la perspectiva teológica. Se trata de privilegiar con paciencia el inicio de procesos, prescindiendo de la búsqueda del resultado inmediato y del control, a los que incluso el sentido de responsabilidad y las mejores intenciones podrían llevar. El valor propiamente teológico del principio se descubre en las palabras del beato Pedro Fabro, citadas en referencia a la condición que hace posible el crecimiento y la libertad de las personas:
Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es indispensable dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios» (EG 171).
La clave hermenéutica del principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio, que permite obrar libremente y, por tanto, como hijos, es puramente teológica, o sea, la afirmación de la presencia y de la manifestación de Dios en la historia[14].
El principio de la superioridad del tiempo respecto al espacio parece ser un fil rouge[15]de gran profundidad teológica. Apunta a una concepción propiamente teológica de la eternidad divina, entendida de modo no meramente estático, ni como expresión de un estado absoluto que excluye toda posibilidad de relación. Esto era típico de la metafísica griega, para la cual existían solo el espacio y la medida, de modo que el tiempo se reducía a ellos. El Dios Uno y Trino, el Dios que se hace carne, en cambio, es vida que engendra vida y, por tanto, eternidad que se expresa como capacidad de presencia y relación en toda grieta de la historia, hasta en la más oscura. Nada escapa al amor de Dios.
En este sentido, la concepción propiamente teológica de eternidad se traduce en una concepción propiamente teológica del tiempo, que se puede leer como teología de la historia. Esta es más que nunca necesaria en una época de crisis como la de la conciencia contemporánea, paradójicamente cargada de sentido histórico, pero cada vez menos capaz de formular el pensamiento de la historia[16].
Esto se debe traducir en una comprensión del obrar de la Iglesia que refleje lo más fielmente posible el obrar de Dios, no de modo meramente imitativo −cosa imposible per sé a causa de la trascendencia divina− sino como trasparencia en la propia vida de la misma presencia divina en la historia. El tiempo es superior al espacio porque la vida de la Iglesia y su principio dinámico son las misiones divinas que están arraigadas en las procesiones eternas. El tiempo puede traer siempre novedades y nunca es demasiado tarde −nunca hay espacio para el pesimismo−, porque el Padre engendra eternamente al Hijo de tal modo que la Trinidad es fuente perenne de novedad. Verdaderamente nada es imposible para Dios.
En este sentido, la concepción profundamente teológica de la superioridad del tiempo respecto al espacio recuerda la conexión patrística entre economía e inmanencia, que también la teología del siglo XX procuró recuperar con fuerza. Desde esta perspectiva, la tarea del teólogo es dejarse invadir por el asombro en la contemplación del obrar divino para ayudar a cada hombre a actuar a partir de dicha luz.
El Papa Francisco llama así a los teólogos a poner su trabajo al servicio del nexo vital entre el obrar de Dios y el obrar cristiano, para que los hombres puedan ser atraídos por Cristo y hacerse pueblo en Él, el pueblo de Dios.
Giulio Maspero, en la revista PATH de la Pontificia Academia Theologica (PATH 13 (2014) 317-329)
(Traducción de Luis Montoya)
[1] Cf. Francisco, Carta encíclica Lumen fidei (29-VI-2013) (LF), en «Il Regno-Documenti» 13 (2013) 385-404.
[2] Cf. A. Spadaro, Intervista a Papa Francisco, en «La Civiltà cattolica» III (2013) 449-477.
[3] Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (24-XI-2013) (EG), en «Il Regno-Documenti» 21 (2013) 682.
[4] Para la referencia a la oposición polar, véase R. Guardini, L’opposizione polare: saggio per una filosofia del concreto vivente, Opere di Romano Guardini, Morcelliana, Brescia 1997.
[5] Spadaro, Entrevista a Papa Francisco, 468.
[6] Ibid., 453.
[7] Ibid., 453-454.
[8] Cf. ibid., 454.
[9] Cf. P. Donati, La matrice teologica de la società, Rubbettino, Soveria Manelli 2010.
[10] Ratzinger escribió: «La sed de infinito pertenece a la misma naturaleza del hombre, es más, es su esencia» (J. Ratzinger, Guardare Cristo, Jaca Book, Milano 2005, 15).
[11] R. Girard, Vedo satana cadere come la folgore, Adelphi, Milano 2001, 33. El diálogo con la teología tuvo profundo influjo en René Girard, cf. R. Schwager, Brauchen wir einen Sündenbock? Gewalt und Erlösung in den biblischen Schriften, Kösel-Verlag, München 1989 y R. Girard, La pietra dello scandalo, Adelphi, Milano 2004, 80.
[12] R. Guardini, Dostojevskij, Morcelliana, Brescia 1951, 15.
[13] Guardini, L’opposizione polare, 29.
[14] El principio aflora repetidas veces en las enseñanzas del Papa Francisco. Véase, por ejemplo, en un contexto pastoral, el mensaje del 16 de junio de 2014 a los participantes en el Congreso diocesano de Roma: «Debemos recuperar la memoria, la memoria de la Iglesia que es pueblo de Dios. Hoy nos falta el sentido de la historia. Nos da miedo el tiempo: ¡nada de tiempo, nada de recorridos, nada, nada! ¡Todo ahora! Estamos en el reino del presente, de la situación. Solo este espacio, este espacio, esto espacio, y nada de tiempo. Hasta en la comunicación: luces, el momento, el móvil, el mensaje… El lenguaje más abreviado, más reducido. Todo se hace de prisa, porque somos esclavos de la situación. Recuperar la memoria de la paciencia de Dios, que no tuvo prisa en su historia de salvación, que nos ha acompañado a los largo de la historia, que ha preferido una historia larga para nosotros, de muchos años, caminando con nosotros».
[15] Fil rouge: expresión francesa que se puede traducir por “hilo conductor” o “factor principal”. Me inclino por la última (ndt).
[16] Cf. F. Botturi, Senso storico e storicità. L’aporia de la fine de la storia, en C. Esposito et al. (ed.), Verum et certum, Levante Editori, Bari 1998, 71.
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