La fe tiene hoy un referente preciso y certero en el Catecismo de la Iglesia Católica
En la nueva evangelización todos hemos de colaborar para transmitir la fe, de modo que sea lo que determina nuestra vida “en Cristo” por el Espíritu, como ofrenda al Padre y servicio al mundo. Y la fe tiene hoy un referente preciso y certero en el Catecismo de la Iglesia Católica
Introducción. 1. El Catecismo del Concilio Vaticano II para la nueva evangelización. a) Los catecismos, al servicio de la educación en la fe. b) El Catecismo de la Iglesia Católica en un mundo globalizado. c) La nueva evangelización: ayudar a “redescubrir” la fe. d) Un Catecismo para hacerlo vida y cultura. e) La fe que se transmite es solamente la fe que se vive. f) El Catecismo y su Compendio: referencias para la “fe vivida”. 2. Estructura y finalidad del Catecismo. a) La importancia del “orden estructural” del Catecismo. b) El objetivo o finalidad del Catecismo. 3. El diálogo del Catecismo con la cultura contemporánea (I). a) El marco de la Trinidad. b) El misterio de Cristo como centro. c) La proyección eclesiológica. d) El acento antropológico. 4. El diálogo del Catecismo con la cultura contemporánea (II). a) Sacramentalidad, lenguaje de los símbolos y cultura de la imagen. b) La moral, fundamentada en la antropología cristiana. 5. La vida cristiana como “culto espiritual”. a) La ofrenda de la propia existencia. b) La Eucaristía como centro. c) La oración, “alma” de la vida cristiana. 6. El dinamismo de la vida cristiana: caridad, evangelización y promoción humana. a) La Eucaristía pide el compromiso en la caridad y en la justicia. b) El deber de la evangelización. 7. Conclusión. Selección bibliográfica.
Alguien dijo que leemos para saber que no estamos solos (de la película “Tierras de penumbra”, Shadowlands, R. Attenborough, 1993). Quizá hoy se podría decir, pensando en los móviles y en fenómenos como el “whatsapp”: llamamos para saber que no vivimos solos.
Y no lo estamos. Al menos los cristianos lo sabemos. La fe nos asegura que Dios nos ha querido salvar no individualmente sino por medio de una familia −la Iglesia−, semilla de unidad en la familia humana.
En la nueva evangelización todos hemos de colaborar para transmitir la fe, de modo que sea lo que determina nuestra vida “en Cristo” por el Espíritu, como ofrenda al Padre y servicio al mundo. Y la fe tiene hoy un referente preciso y certero en el Catecismo de la Iglesia Católica.
El fruto del Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio depende ahora, en gran medida, de nosotros; de que sepamos apoyarnos en ellos para la iniciación cristiana y la formación permanente de los cristianos, de modo que podamos ser en el mundo germen de unidad y de fraternidad.
En las páginas que siguen veremos algunas claves para la lectura del Catecismo y su Compendio. Veremos en primer lugar el papel que han jugado los catecismos en la tradición viva de la Iglesia, al servicio de la educación en la fe. En esa estela se sitúan el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio, como instrumentos adecuados para la transmisión de la fe en la actualidad. Si el Concilio Vaticano II ha sido “la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX” (Juan Pablo II)[1] El Catecismo del Concilio Vaticano II ha venido a convertirse en uno de los instrumentos más importantes para la nueva evangelización.
A continuación estudiamos la importancia del orden estructural del Catecismo y el objetivo o finalidad que se propone.
Un tercer punto trata sobre el diálogo del Catecismo con la cultura contemporánea, manifestado en algunas dimensiones, acentos y opciones que toma, a la hora de “explicar la fe” en nuestro tiempo.
En la misma perspectiva, profundizamos luego en dos de esas dimensiones: la sacramentalidad, puesta en relación con la actual cultura de la imagen; la moral en cuanto fundamentada en la antropología cristiana.
El siguiente apartado aborda cómo el conocimiento amoroso de Dios, que el Catecismo promueve, debe traducirse ante todo en la unión personal con Él, por medio de la oración y los sacramentos, de modo que toda la vida (cuerpo y espíritu, familia, trabajo, actividades sociales y culturales, salud y enfermedad, ocio y deporte, etc.) pueda convertirse en una ofrenda (“culto espiritual”) y un servicio primero a Dios, y desde ahí a los demás. El centro de esa ofrenda personal a Dios que se prolonga en el servicio a los demás, es la Eucaristía. Y el “alma”, por así decirlo, de todo ello, es la oración.
Finalmente se expone el dinamismo de servicio que es la vida cristiana en el mundo, y que implica el compromiso en la caridad, en la evangelización y en la promoción humana.
Los catecismos han tenido un papel importante como instrumentos para la educación en la fe, al servicio de la tradición viva de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio surgen en el contexto actual de la globalización.
Bajo la guía de Juan Pablo II y Benedicto XVI se plantea la necesidad de una nueva evangelización[2] para ayudar a redescubrir la fe a los que no la viven plenamente. Esta necesidad nos está llevando a revalorizar el Catecismo de la Iglesia Católica como el gran instrumento que surge del Concilio Vaticano II. Esta Catecismo se sitúa al servicio del Concilio por mediación del Sínodo (1985) que lo conmemoraba, por la fidelidad de sus contenidos al mismo Concilio, y por inscribirse entre los documentos de aplicación y correcta interpretación del Vaticano II.
De esta manera el Catecismo sirve a la fe que ha de hacerse vida y cultura; pues solo se transmite la fe que se vive. En definitiva, el Catecismo y su Compendio se perfilan como referencias esenciales en la nueva evangelización para la transmisión de la fe.
a) Los catecismos al servicio de la educación en la fe
La fe cristiana puede sintetizarse en las palabras de Jesús cuando envía a sus apóstoles: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en al nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28, 19-20).
Esa es la fe que siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo, predicaron los apóstoles. Es la fe que explican los Evangelios, de forma narrativa, para diversos destinatarios. Es la fe que vivieron y “rezaron” los primeros cristianos (individualmente y en la liturgia de la Iglesia) y la transmitieron a sus amigos, parientes y conocidos, con ocasión de sus relaciones sociales y sus viajes. Ese núcleo primero de la fe cristiana (la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo) se “desplegó” en los primeros siglos a través de “fórmulas de fe”[3]. Las más importantes son los “Símbolos de la fe” o Credos (como el llamado Símbolo de los Apóstoles y el Credo de Nicea-Constantinopla, que seguimos rezando en la misa).
Muy pronto (sobre todo en la época de los Padres de la Iglesia) se elaboran textos catequéticos de ayuda para transmitir la fe. Más adelante, para explicar la fe a los niños ya bautizados desde su primera infancia por sus padres cristianos, nacen los catecismos propiamente dichos. Desde muy pronto contenían, con órdenes diversos, los cuatro elementos o “pilares” de la vida cristiana: el Credo, los sacramentos, los mandamientos y la oración.
Los catecismos explicaban la doctrina cristiana de acuerdo con lo que parecía necesario en cada época. Por ejemplo, se subrayaban determinados aspectos para contrarrestar algunos errores. Con ocasión de la evangelización en el Nuevo Mundo, los misioneros elaboraron catecismos que pudieran servir para transmitir la fe a los indígenas. De la misma época data la clasificación en dos niveles: Catecismo mayor y menor (éste último dedicado a la educación más elemental o a la educación para los niños).
Haciendo un paréntesis señalemos que la catequesis, como se ha entendido desde los primeros cristianos, no se reducía a la educación cristiana de los niños, sino que siempre la Iglesia ha previsto una formación inicial y también permanente de los adultos todo bajo el marco de la catequesis. Sólo en los últimos siglos la catequesis viene identificándose con la formación de los niños. Importa tener en cuenta esto porque siempre que hablemos aquí de “catequesis” nos referimos a la educación en la fe que requieren todos los cristianos, en todas sus edades y circunstancias.
Hasta el Catecismo de la Iglesia Católica actual, el Catecismo mayor más importante fue el llamado Catecismo Romano o Catecismo de Trento, mandado elaborar por el mismo Concilio. Después vinieron algunos catecismos llamados “postridentinos” (los de Belarmino, Ripalda y Astete), elaborados para niños o jóvenes, que ayudaron a formar a muchos cristianos, aunque perdieron la fuerza que el Catecismo Romano había imprimido a la catequesis.
Posteriormente los catecismos se fueron “intelectualizando” y dependieron excesivamente de las polémicas del momento. Por eso la jerarquía de la Iglesia tomó en su mano el impulso de la catequesis. Particularmente San Pío X impulsó la catequesis con su encíclica Acerbo nimis (1905) y su Catecismo mayor, de 1913.
Por distintos motivos en los últimos siglos venía creciendo la necesidad de defender la unidad de la fe: primero por la separación de los protestantes, y luego por la Ilustración y el racionalismo. En el Concilio Vaticano I se pidió un catecismo menor o pequeño (“parvo catecismo”) para toda la Iglesia; pero no se llevó a cabo, quizá por la conciencia de que la unidad de la fe no debe mantenerse a costa de la diversidad de las culturas, siendo así que un catecismo menor debe estar contextualizado para una determinada región o país.
En los tiempos del Vaticano I la catequesis se centraba en la memorización de preguntas y respuestas del pequeño catecismo, seguida de explicación y aplicación a la vida concreta.
Desde finales del siglo XIX hasta el Vaticano II y en adelante se asistirá a una renovación catequética, con resultados desiguales. Sobre todo en Alemania y Francia, se critica la manera con que solía realizarse hasta entonces. Desde la preocupación por el método, se pasó a acentuar el anuncio de la fe. Mientras tanto otros ponían el énfasis en el cambio del contexto cultural, con atención prioritaria a las experiencias y condiciones de los destinatarios, y en diálogo con las ciencias humanas y sociales. Otros insistían en la referencia a la Biblia y la liturgia. Lo cierto es que no se conseguía armonizar todos los aspectos. Y a la vez, muchos seguían con las tendencias anteriores (sobre todo el aprendizaje memorístico, con frecuencia en detrimento de otras importantes dimensiones de la catequesis).
Seguían planteándose de modo acuciante algunas preguntas: ¿cómo transmitir la fe frenando el avance de la descristianización? ¿Cómo fomentar la unidad de la fe en un mundo diversificado culturalmente? ¿Cómo integrar, en la formación de los cristianos, las nuevas perspectivas teológicas y metodológicas, no claramente compatibles? Inesperadamente, a principios de 1959 Juan XXIII anuncia la convocatoria de un nuevo Concilio.
El Concilio Vaticano II (que Pablo VI llamó “el gran Catecismo de nuestro tiempo”) no dispuso la elaboración de un Catecismo universal, sino que decidió impulsar la educación en la fe dando orientaciones para la tarea catequética. Quiso que se hiciera un “directorio sobre la instrucción catequética del pueblo cristiano”, que sería el Directorio catequístico general (1971), mientras se dejaba la “inculturación concreta” de la catequesis para las Iglesias locales, las Conferencias episcopales, los catecismos regionales y otros subsidios adaptados a las distintas edades y a otras circunstancias.
Este primer fruto del Concilio se prolongó después, sobre todo con dos sínodos a los que siguieron las correspondientes exhortaciones: la Evangelii nuntiandi (1974) sobre la evangelización en nuestro tiempo, que entendía la evangelización en un sentido amplio como un proceso equivalente a toda la misión de la Iglesia, y la Catechesi tradendae (1979) sobre la catequesis como elemento de la evangelización. La catequesis se definía como “educación de la fe de los niños, de los jóvenes y adultos, que comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada generalmente de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana” (n. 18).
En el Sínodo extraordinario de 1985, convocado para celebrar el 20º aniversario del Concilio Vaticano II, se pidió un Catecismo universal para toda la Iglesia. Juan Pablo II hizo suya esa petición y encargó su elaboración a una comisión presidida por el Cardenal Ratzinger.
b) El Catecismo de la Iglesia Católica en un mundo globalizado
El Catecismo de la Iglesia Católica vio la luz en 1992, en un momento en que se hablaba de globalización, rápida en la economía y en la comunicación, pero fragmentaria y tardía en lo cultural. Veinte años después somos más conscientes de los problemas que todo ello comporta. La globalización sigue avanzando desde el punto de vista tecnológico. Se impone la cultura de la imagen, como vehículo transmisor de ideas y de certezas. La imagen es capaz de percibir, explorar y comunicar la realidad con nuevas perspectivas. Estos nuevos lenguajes se perfilan idóneos para la transmisión de la fe e incluso para estar presente en la metodología teológica.
La “nueva cultura” presenta luces y sombras que las ciencias humanas y sociales están poniendo de relieve, y que se han hecho evidentes en la crisis económica, que tiene un contexto ético de fondo. Se aspira al diálogo respetuoso y a la comunión entre los grupos humanos, aunque no siempre se logra, sobre todo por la difusión del relativismo y el individualismo. Ha habido un fuerte movimiento migratorio hacia los países occidentales, que está retrocediendo debido a las consecuencias de la crisis. Entre tanto el debate cultural sigue siendo escaso. Y a todo esto se ha sumado lo que Benedicto XVI llama la “emergencia (urgencia) educativa”[4].
Estas son algunas pinceladas sobre el marco de un necesario diálogo intercultural. Y para este diálogo, importante también dentro de la Iglesia, hace falta, como señalaba el cardenal Ratzinger, un “lenguaje común”, que sea capaz de respetar las legítimas diversidades en el modo de percibir, vivir y comunicar la fe cristiana.
c) La nueva evangelización: ayudar a “redescubrir la fe”
La fe que hemos de transmitir en la nueva evangelización es a la vez asentimiento a Cristo y “despliegue” de contenidos. La fe tiene consecuencias para la inteligencia y para la vida cristiana que es “vida de fe”. Se extiende comunicándose y decrece si no se comparte. Es profundamente personal, de modo que sitúa a cada uno ante una aventura irrepetible, que se deriva del encuentro íntimo con Cristo, y se vive en el “nosotros” de su cuerpo, que es la Iglesia[5]. No resiste ser encerrada en el ámbito privado, sino que posee también una dimensión pública y social. No se compagina con el individualismo, cerrado en el yo, sino que conduce a entregarse sinceramente en servicio de los demás, especialmente de los pobres y los necesitados[6].
La fe debe, en nosotros, abrirse a la razón y a la ciencia; y con ellas, puede construir puentes entre las culturas, en la medida en que razón y ciencia se abran a la trascendencia del espíritu humano; pues, como decía Juan Pablo II ante las Naciones Unidas en 1995, en lo más profundo de cada cultura se encuentra su acercamiento al misterio de Dios.
La fe mueve las montañas del egoísmo e impulsa profundas transformaciones de la historia, normalmente de modo discreto y silencioso, por medio de la vida fiel de los cristianos. Por otro lado, a causa de los límites y el carácter dinámico de la libertad humana, capaz de esclavizarse a sí misma, la fe no encuentra siempre la respuesta que pide.
Hoy estamos llamados a redescubrir la fe en todas sus dimensiones: pide ser vivida, conocida y comunicada (cf. Benedicto XVI, Carta apostólica Porta fidei, 11-X-2011).
d) Un Catecismo para hacerlo vida y cultura
La fe cristiana contribuye al diálogo intercultural en la medida en que ella misma se hace cultura. “Una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad” (Juan Pablo II, Carta por la que se instituye el Consejo Pontificio de la Cultura, 20-V-1982). Y esto significa que la fe ha de iluminar y vivificar las familias y las profesiones, los sistemas de pensamiento, las ciencias y las artes, el ocio y el deporte; también la actividad sociopolítica, en diversidad de opciones y en amable diálogo con los no creyentes, diálogo posible sólo en la medida de la autenticidad y de la apertura de todos a la verdad[7].
Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio son referencia y garantía para poder llevar a cabo ese diálogo, desde la “fe vivida” e iluminada por el Evangelio, en nuestro mundo de “dimensión universal” y “globalizado”. Sin duda que para ello se requieren mediadores dispuestos a estudiar el Catecismo y hacerlo “tema” de su oración” para vivirlo y así poder explicarlo a otros, de manera que pueda informar los comportamientos y las costumbres de las personas, contribuyendo desde dentro de ellas a liberar las “semillas” de verdad, de belleza y de bien, latentes en las culturas. Mediadores también para dialogar sobre la fe, con referencia a este Catecismo del tercer milenio, por los nuevos cauces de transmisión de ideas y conocimientos: sms, blogs, webs, redes sociales.
e) La fe que se transmite es solamente la fe que se vive
La fe que se transmite, o mejor que se contribuye a transmitir (porque la fe es don de Dios), es solamente la fe coherente, la que mueve a realizar la verdad en la caridad, y vive por las obras buscando la verdad.
Ante las variadas dimensiones de la fe, puede surgir el desconcierto de muchos, que se preguntan si los cristianos no habremos fracasado en lo fundamental (la “transmisión de la fe”). En las últimas décadas ha surgido un movimiento pendular en la formación cristiana, que en los siglos pasados se centraba en los conocimientos, hacia una formación que subraya el interés por la vida. Y quizá esto sea tan válido como lo otro, siempre que no se olvide que estamos ante dimensiones de la fe, que no pueden existir cada una al margen de las otras. Los mediadores y las mediaciones más eficaces del Catecismo son las vidas iluminadas y coherentes de los cristianos.
El Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio contienen la exposición autorizada −y sintética en el caso del Compendio− de los cuatro “pilares” que sustentan el edificio de nuestra vida en Cristo: profesar la fe, celebrar los misterios, vivir conforme a la ética cristiana y orar a Dios.
Ambos constituyen una ayuda preciosa para la tarea formativa y un punto de referencia para la elaboración de otros catecismos y subsidios en la educación de la fe. Son luz para redescubrir lo esencial de la fe, que puede ser creído, celebrado y vivido con diversas expresiones; y por tanto, instrumentos valiosos para el diálogo intercultural. Están llamados a ser “alma” del “catecismo vivo” que es, sobre todo, la vida de los cristianos en la sociedad.
Y así, en la estela de la “tradición viva” que es la Iglesia, el Catecismo es un don para la renovación personal y la renovación de la Iglesia misma al servicio de nuestro mundo.
f) El Catecismo y su Compendio: referencias para la “fe vivida”
El Catecismo de la Iglesia Católica se ofrece a la Iglesia como punto de referencia universal y seguro para la fe, en cuanto que es un documento del Magisterio infalible de la Iglesia para la fe. Lo mismo le sucede al Compendio, que no es otro Catecismo, sino una explicación más sintética del mismo Catecismo. Otros subsidios o “catecismos locales”, realizados o al menos autorizados por los Obispos tienen normalmente como destinatarios no la Iglesia universal sino las Iglesias locales, las diócesis concretas o en algunos casos países o zonas culturales similares[8].
Por tanto, no es lo mismo el Catecismo de la Iglesia Católica o su Compendio, que otros catecismos que autores particulares puedan hacer (como sucede con el Youcat: éste tiene la peculiaridad de haber sido aconsejado a los jóvenes de la JMJ-Madrid 2011 por Benedicto XVI).
Por lo demás, ningún catecismo es “definitivo” ni “perfecto”, en el sentido de que siempre puede mejorarse en algunos aspectos. Es lógico que haya, en cualquier exposición de la fe, aspectos más o menos logrados y que conecten más o menos con la propia sensibilidad; por eso puede hablarse de aportaciones o de “luces” que un catecismo puede haber encendido, a la hora de explicar la fe o la vida cristiana, y también de “límites” o expresiones menos logradas o mejorables[9].
Es importante distinguir entre lo que es sustancial e invariable en la fe, en los sacramentos y en la vida cristiana, respecto a lo que es circunstancial o variable, según los tiempos y lugares, en las expresiones de la fe, en la celebraciones de los sacramentos y en las formas de la vida cristiana. La sustancia del cristianismo es siempre la misma. Sus expresiones pueden, y en muchos casos deben variar, manteniéndose intocado lo sustancial. Un buen catecismo ayuda a distinguir lo sustancial de lo variable, por el modo de exponer los contenidos o el tono diferente al afirmar uno u otro aspecto. Para esto hay que tener en cuenta lo que se llama “Jerarquía de verdades” (ver más adelante).
En todo caso se trata de conocer la fe cristiana que es la base de la identidad cristiana. Y la identidad cristiana es previa a la dimensión, también necesaria, del diálogo evangelizador y necesariamente crítico, en el buen sentido, pues hay que enseñar a criticar los elementos de las culturas que no son compatibles con la dignidad humana y con el Evangelio.
Y toda esta formación hemos de darla sabiendo trazar un “mapa” de conjunto, pues no son lo mismo las autopistas y las veredas (es decir, hay que tener en cuenta la “Jerarquía de verdades”, que articulan el Catecismo: el gran tronco de los misterios de la fe, de donde salen todas las ramas y los frutos)
Desde la fe “vivida y pensada”, será posible ese diálogo con todos, comenzando entre los católicos mismos. Un diálogo que aúne la verdad y la caridad, la caridad y la verdad. Y que ponga de manifiesto la belleza del misterio cristiano[10]. Un diálogo que sirva para purificar la razón, también en la vida pública y política. Un diálogo que siempre es comprometedor para todas las partes, pues implica el esfuerzo por ser auténticos para dejarse mejorar por Dios al servicio de todos.
En el videomensaje que Benedicto XVI envió a París para la velada conclusiva del “atrio de los gentiles” (25-III-2011), y que fue visto por miles de jóvenes ante la catedral de Notre Dame, les invitaba a dialogar, los creyentes con los no creyentes y viceversa. Los no creyentes podían pedir a los creyentes que les demostraran la coherencia de su religión mediante la coherencia de su vida. Los creyentes podían animar a no los creyentes a descubrir el tesoro de la fe, que vivifica e ilumina la vida ordinaria y los grandes problemas de la humanidad.
También en medio de los ídolos de hoy la vida cristiana es una luz y una fuerza amorosa capaz de transformar el ambiente, comenzando por la vida de cada uno.
Ahora bien, ¿qué implica la vida cristiana? ¿Cuáles son sus dimensiones fundamentales? ¿Cuáles son las coordenadas para trazar ese mapa que nos oriente en la tarea de la santidad personal y la misión evangelizadora? A todo esto da respuesta el Catecismo de la Iglesia Católica. Y por eso es interesante redescubrirlo y relanzarlo en un momento en que la Iglesia celebra el 50º aniversario del Concilio Vaticano II y el 20º aniversario del Catecismo.
El Catecismo responde a esas preguntas que acabamos de formular, ante todo con su misma estructura, con su misma organización interna. Al estudiar esa estructura se descubre la articulación orgánica de la vida cristiana y de la fe cristiana, y se aprecia el modo en que el Catecismo se sitúa al servicio de su propio objetivo y finalidad.
a) La importancia del “orden estructural” del Catecismo
Estamos, en relación con el Catecismo y su Compendio, ante una cuestión clave. En una conferencia pronunciada en Estados Unidos en 1993[11], Christoph Schönborn −secretario de la comisión redactora del Catecismo− asumía estas palabras de Pedro Rodríguez, autor de la edición crítica del Catecismo Romano o Catecismo de Trento:
“La opción es evidente: el Catecismo Romano, antes de presentar al cristiano lo que ha de hacer, quiere declararle quién y cómo es él (…). De hecho, el orden doctrinal del Catecismo de Trento no tiene cuatro partes, sino que se presenta como un díptico magnífico tomado de la tradición: por un lado, los misterios de la fe en Dios uno y trino, tal como es profesada (Credo) y celebrada (sacramentos); por otro lado, la vida cristiana según la fe –fe que obra por la caridad– expresada en un estilo cristiano de vida (decálogo) y en una oración filial (Padre Nuestro)”[12].
La articulación entre las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica, que sigue en su estructura al Catecismo Romano, se puede resumir diciendo ante todo que la fe cristiana incluye los sacramentos (los “sacramentos de la fe”: cfr. Compendio, n. 228). Sólo con esos dones de Dios, que nos dan una participación de la vida trinitaria a través de la gracia, podemos “luego” vivir una vida coherente a nuestra comunión con Dios. La vida cristiana, presidida por la caridad, es un fruto de los sacramentos que se manifiesta también en el diálogo con Dios: la oración.
En otros términos, la primera parte del Catecismo presenta las obras de Dios para nosotros (la fe y los sacramentos) y la segunda, nuestra respuesta a sus dones (la vida cristiana y la oración). Con la terminología de Santo Tomás, se diría: la Iglesia es communio sanctorum, lo cual significa ante todo la comunión de las “cosas santas” que Él nos da; y también significa la “comunión de los santos”, de aquellos que participan de las “cosas santas”, aunque sea sólo incoativamente, aquí en la tierra.
El Catecismo de la Iglesia Católica muestra una profunda “autocomprensión” de su estructura, concebida como articulación de la exposición de la fe (vid. sobre todo nn. 737-741). La primera parte del Catecismo (el Credo) culmina exponiendo que la misión de Cristo (Verbo encarnado) y del Espíritu Santo (en Pentecostés) están al servicio de la comunión de los cristianos con Dios Padre, que es la Iglesia. La segunda parte muestra cómo por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo místico. La tercera parte se ocupa del fruto de los sacramentos, que es la vida nueva (parte moral). Finalmente, la cuarta parte se centra en una consecuencia fundamental de esa vida nueva: el diálogo con Dios en la oración.
Respecto al Compendio del Catecismo, puede observarse que refleja esa misma “autocomprensión” de la estructura cuatripartita en los nn. 144-146.
b) El objetivo o finalidad del Catecismo
De esta manera, la enseñanza y la finalidad del Catecismo desemboca en el conocimiento amoroso del Dios único y de su enviado Jesucristo, como expresaba ya el Catecismo Romano: “Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer, pero sobre todo se debe siempre hacer aparecer el Amor de nuestro Señor, a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el Amor, ni otro término que el Amor”[13].
Esa es también la “fuerza interior” y evangelizadora del Catecismo de la Iglesia Católica (cfr. n. 429) y de su Compendio, que afirma en el n. 80: “… También hoy, el deseo de evangelizar y catequizar, es decir, de revelar en la persona de Cristo todo el designio de Dios, y de poner a la humanidad en comunión con Jesús, nace de este conocimiento amoroso de Cristo”.
La totalidad de la vida cristiana, sobre la base de la fe y los sacramentos, es un servicio a Dios y, por Él, a todas las personas del mundo. La única condición para dar este testimonio del Amor de Dios en el mundo es la comunión de amor con la Trinidad, por la gracia que nos comunica la vida cristiana.
Con frecuencia la liturgia de la Iglesia pone en boca de los fieles plegarias como éstas, dirigida a Dios Padre: “Infúndenos, Señor, el espíritu de tu caridad para que, alimentados del mismo pan del cielo, permanezcamos siempre unidos por el mismo amor. Por Jesucristo, nuestro Señor”[14]. “Señor, Tú que devuelves la inocencia y la amas, dirige hacia ti los corazones de tus siervos, para que acogiendo tu Espíritu con fervor, permanezcan firmes en la fe y eficaces en las obras. Por Jesucristo, nuestro Señor”[15].
El Catecismo de la Iglesia católica, lo hemos dicho ya, se sitúa al servicio del Concilio Vaticano II. De ahí que el diálogo del Catecismo con la cultura contemporánea tome los mismos cauces que tomó en los documentos del Concilio: el marco de la Trinidad, el Misterio de Cristo como centro, la proyección eclesiológica y el acento antropológico.
Se trata de cuatro “autopistas”, o quizá mejor cuatro dimensiones o aspectos que atraviesan el Catecismo en sus diversas partes.
En esas dimensiones o subrayados se reflejan las principales “novedades” que presenta este Catecismo, si se compara con el Catecismo Romano.
Veamos una por una esas cuatro grandes “autopistas” del Catecismo: el marco de la Trinidad, el Misterio de Cristo como centro, la proyección eclesiológica y el acento antropológico.
a) El marco de la Trinidad
La estructura del Catecismo es, en su conjunto, profundamente trinitaria. El marco de la Trinidad se dibuja en el Compendio ya en el punto primero, al explicar el designio de Dios para el hombre:
“Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza”.
Fiel a su metodología pedagógica o catequética, el Catecismo subraya que Dios se revela plena y definitivamente como amor: “Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor (Comp., 42).
Ese amor, que es su propia vida intratrinitaria, el Padre lo revela y entrega al mundo por medio del envío o misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Catecismo habla de la misión conjunta del Hijo y del Espíritu (Catecismo, n. 689). Y el Compendio explica que “la misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables”, pues es el Espíritu Santo el que nos revela a Cristo y nos une a Él (cf. Comp., n. 137), de modo que la misión conjunta se realiza en la Iglesia.
Desde el principio de los tiempos esa misión doble o conjunta del Hijo y del Espíritu (su Palabra[16] y su “aliento”) está activa, aunque no se hace visible hasta la encarnación del Verbo. Cristo (transliteración del griego), o Mesías (del hebreo) quiere decir “ungido” por el Padre con el Espíritu Santo. Jesús no sólo promete el envío del Espíritu Santo, sino que, ante todo, Jesús “posee” el Espíritu desde el primer momento de su concepción en María. El Espíritu está siempre con Jesús: le impulsa y le acompaña con su poder en la oración, en la predicación y en los milagros, y también en la resurrección. Así dice el Compendio: “Toda la vida y la misión de Jesús se desarrollan en una total comunión con el Espíritu Santo” (Comp., 265).
El día de Pentecostés el Espíritu es enviado por el Padre y el Hijo, para continuar en el mundo su función de unificación amorosa que tiene ya en la vida intratrinitaria. En Pentecostés, dice el Compendio, “la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria” (Comp., n. 144).
Esta presencia de Cristo y del Espíritu Santo, enviados por Dios Padre al mundo, como “energías” que dan la vida a la Iglesia, y a cada cristiano en ella, es una de las claves más importantes del Catecismo. Esta es la explicación última de la “eficacia” tanto de la evangelización como de la santidad y el apostolado en la vida personal de cada cristiano; y explica asimismo la transformación del mundo en la que colaboran los cristianos.
La presencia de la Trinidad transversalmente en la estructura del Catecismo se refleja sintéticamente en el texto del Compendio, al explicar cómo se da la relación entre Cristo y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia:
“El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den ‘el fruto del Espíritu’[17]” [primera parte]. “Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo [segunda parte], y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu [tercera parte]. El Espíritu Santo, finalmente, es el Maestro de la oración” [cuarta parte]. (cf. Compendio, nn. 145-146)
Si el Espíritu Santo ha sido, en los últimos siglos para los occidentales, “el Gran Desconocido”, no lo es, desde luego para el Catecismo, que recoge la inspiración y la fuerza vital de Oriente, junto con el “redescubrimiento” del Espíritu Santo a partir del Concilio Vaticano II, particularmente a partir de los años ochenta del último siglo[18].
b) El misterio de Cristo como centro
Tanto en el Catecismo de la Iglesia Católica como en su Compendio, el centro de la estructura viene determinado por Cristo, que lleva a su plenitud la Revelación y con ello el designio de la Trinidad. Más precisamente el centro de la fe cristiana es “el misterio de Cristo”. Nótese bien que se habla del misterio de Cristo y no sólo de la figura de Jesús de Nazaret en su predicación, o de Cristo glorioso actualmente a la derecha del Padre. Así lo expresaba Benedicto XVI en la presentación del Compendio:
“Cristo profesado como hijo único del Padre, como perfecto Revelador de la verdad de Dios y como definitivo Salvador del mundo; Cristo celebrado en los sacramentos, como fuente que sustenta la vida de la Iglesia; Cristo escuchado y seguido en la obediencia de sus mandamientos, como fuente de existencia nueva en la caridad y en la concordia; Cristo imitado en la oración, como modelo y maestro de nuestro comportamiento orante frente al Padre”[19].
El Compendio explicita esta cuestión concretamente cuando trata de cómo el “misterio de Cristo” se nos entrega actualmente en la Iglesia, más aún participamos de él al vivir en el Cuerpo místico (la Tradición y la Escritura “hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo”: n. 14). También cuando explica el papel inseparable del Espíritu Santo respecto a Cristo (la obra reveladora del Espíritu Santo “halla su cumplimiento en la revelación plena del Misterio de Cristo en el Nuevo Testamento”: n. 140).
Asimismo se detiene en explicar que “la liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio pascual” (n. 218), es decir, el conjunto de su pasión, muerte, resurrección y glorificación.
Sobre todo en la liturgia, es el Espíritu Santo el que “hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión” (n. 223). Tanto en la celebración de los sacramentos, centrados en la Eucaristía, como en la celebración de la Liturgia de las Horas[20] se celebra el Misterio de Cristo (cf. n. 243).
El Espíritu Santo, maestro interior de la oración cristiana, “educa a la Iglesia en la vida de oración, y la hace entrar cada vez con mayor profundidad en la contemplación y en la unión con el insondable Misterio de Cristo” (n. 549).
En definitiva, como ha enseñado frecuentemente Benedicto XVI, los cristianos participamos ahora en el Misterio de Cristo no cada uno aisladamente sino a través del “nosotros” de la Iglesia. Esto “no” hace que la relación con Cristo sea menos personal; al contrario, el encuentro personal con Cristo nos une a todos los que están unidos con Él y es lo que nos realiza máximamente como personas y como cristianos.
De esta manera, el amor de Dios, manifestado en Cristo y en el que participamos especialmente por medio de la Eucaristía, se traduce en el amor al prójimo. Por eso el Misterio de Cristo es el misterio del amor de Dios que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos capacita para amar a los demás y transformar el mundo con la luz y la fuerza de la vida divina:
“El amor es ‘divino’ porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea ‘todo para todos’ (cf. 1 Co 15, 28)” (enc. Deus caritas est, n. 18).
Si es importante captar el significado del “Misterio de Cristo” para entender bien el cristocentrismo del Catecismo y de la vida cristiana, no menos sugerente es el desarrollo que hace el Catecismo de “los Misterios de la vida de Cristo”, en plural (cf. nn. 512 ss). Con esta terminología se refiere a momentos o escenas de la vida de Cristo particularmente significativos, también para la piedad cristiana que los contempla, por ejemplo, en el rezo del rosario.
“Toda la vida de Cristo es Misterio”, dice ante todo el Catecismo, llevándonos a profundizar aún más. ¿En qué sentido?
Cabe recordar que la palabra “misterio” (del griego mysterion), que San Pablo utiliza para hablar del “misterio de Cristo”[21], fue traducida al latín, por los santos Padres en los primeros siglos, como “sacramentum”, para expresar mejor que Cristo es el signo visible de la salvación divina.
Dice el Catecismo: “Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación” (n. 774); no hay otro misterio de Dios fuera de Cristo, según San Agustín. Y de nuevo el Catecismo: “La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia” (ibid.).
Pues bien, esta consideración de Cristo como sacramento primordial o radical, del que luego brotan en la Iglesia, los siete sacramentos, es la que está de fondo cuando el Catecismo explica “los misterios de la vida de Cristo”. Todo en su vida es misterio, es “sacramento” en el sentido agustiniano. Y por eso “su humanidad aparece así como el ‘sacramento’, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo” (n. 515). Y de este modo, se explica, “lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora” (Ibid.). A continuación explicará el Catecismo “los rasgos comunes de los Misterios de Jesús”. Y dirá que son Misterios de “revelación”, porque nos revelan el amor del Padre; son misterios de “redención” porque con toda su vida, especialmente por su pasión, nos ha salvado y redimido; y son misterios de “recapitulación” (de capitis, cabeza), porque con su entrega por nosotros, Cristo nos ha restablecido en nuestra vocación primera de ser, en su Cuerpo y bajo Él como Cabeza, imagen y semejanza de Dios[22].
Y termina el Catecismo diciendo que pertenece esencialmente al plan divino de salvación que podamos participar en los misterios de Jesús. En efecto, no solo toda su vida es “para nosotros” y es “nuestro modelo”, sino que “todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros”. Todo lo cual sólo puede realizarse en el Misterio de la Iglesia, Cuerpo (místico) de Cristo (cf. nn. 519-521).
Este luminoso contenido lo sintetiza el Compendio cuando se pregunta ¿En qué sentido toda la vida de Cristo es Misterio? Aquí está la respuesta:
“Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de Jesús conduce a su Misterio invisible, sobre todo al Misterio de su filiación divina: ‘quien me ve a mí ve al Padre’ (Jn 14, 9). Asimismo, aunque la salvación nos viene plenamente con la Cruz y la Resurrección, la vida entera de Cristo es misterio de salvación, porque todo lo que Jesús ha hecho, dicho y sufrido tenía como fin salvar al hombre caído y restablecerlo en su vocación de hijo de Dios” (Comp., n. 101)
Todo ello tiene una gran importancia para comprender, como veremos, la sacramentalidad de la Iglesia y de lo cristiano, o, con otras palabras, la capacidad “significativa y transformadora” de la vida cristiana.
c) La proyección eclesiológica
Otra de las grandes “autopistas” del Catecismo es la proyección, el alcance o el horizonte eclesiológico que transmite. Es decir, la conciencia de que la Iglesia es el ámbito, el hogar, por decirlo con expresión querida a Benedicto XVI, el “nosotros” de la fe.
La Iglesia aparece, en el Catecismo de la Iglesia Católica, en la perspectiva del Concilio Vaticano II. En este Concilio, por primera vez, la Iglesia se expresaba sobre sí misma, acerca de su naturaleza y su misión. En las cuatro grandes constituciones conciliares, la Iglesia (constitución Lumen gentium) se declara situada a la escucha de la Palabra de Dios (const. Dei Verbum), centrada en la celebración de la liturgia (const. Sacrosanctum concilium) y enviada por Dios para la salvación del mundo (const. Gaudium et spes).
El Catecismo enfoca la Iglesia según las grandes líneas de Lumen gentium: como misterio de comunión con Dios y sacramento universal de salvación; desde las grandes “imágenes” de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo; con sus cuatro notas esenciales, las diversas condiciones de los cristianos (los fieles de Cristo: jerarquía, laicos, vida consagrada), y en torno a la “comunión de los santos” en sus diversas fases.
Al mismo tiempo, el Catecismo sitúa la fe y la vida cristiana en el marco de la Iglesia, familia de Dios[23]. Aunque no desarrolla detenidamente esta “imagen”, la recoge en el contexto de la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, como indicando que ese Reino es también una familia:
“Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’. Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3)”. (CEC
Más adelante, y precisamente al ocuparse del origen, fundación y misión de la Iglesia, el Catecismo utiliza expresiones del Concilio Vaticano II (cf. LG 2) para explicar la Iglesia se origina en la Trinidad que la envía para la salvación del mundo. Y en ese marco la Iglesia aparece de nuevo como familia de Dios:
“‘El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina’ a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: ‘Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia’. Esta ‘familia de Dios’ se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido ‘prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos’”(CEC 759).
Este ser la Iglesia “familia de Dios” se relaciona estrechamente con la familia cristiana, a la que se denomina “Iglesia doméstica” (cf. n. 1655), como para indicar que entre la Iglesia, familia de Dios, y la familia, pequeña Iglesia del hogar, debe existir un enriquecimiento mutuo[24]. También por eso entre la familia y el Reino de Dios hay una profunda conexión: “Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: ‘El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre’ (Mt 12,49)” (CEC 2233).
El Catecismo invita a todos los cristianos a participar en la edificación de la familia de Dios. Los Padres de la Iglesia, primeros grandes educadores de la “fe vivida”, explicaban que la vida cristiana consiste en la unión con Dios y con los demás, de modo que se contribuya a la “edificación de la Iglesia”, con terminología paulina. Es decir, a la construcción de este templo que formamos como hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo, del cual los templos materiales son sólo un signo visible. La fe cristiana entiende que se trata de una obra cuya acción principal corresponde a la Trinidad. Al mismo tiempo los cristianos pueden aportar mucho, personalmente, a la edificación o construcción de la Iglesia.
¿Cómo tiene lugar esta edificación de la Iglesia como marco de la vida cristiana? Lo señala con contundencia Tomás de Aquino en su Suma Teológica: “la Iglesia está constituida por la fe y los sacramentos de la fe”[25]. Todo lo demás (la caridad, el servicio de la vida cristiana, la oración, etc.) es fruto de ellos. Otras veces precisa, también en la Summa, que la Iglesia se edifica por la fe, los sacramentos y la caridad.
Esta es la forma de decirlo Benedicto XVI en su primera encíclica Deus caritas est, n. 25: “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)”. Y subraya a continuación que la caridad es tan esencial como la fe y los sacramentos.
El Compendio del Catecismo afirma que la Iglesia, como templo del Espíritu Santo, es edificada por el Espíritu “en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas” (n. 159). En efecto, la fe es don que viene con la Palabra divina y se desarrolla con nuestra colaboración y con la fuerza de la gracia que se nos da en los sacramentos. Completan los dones divinos, la gracia, que sirve de base a las virtudes sobrenaturales, y los carismas[26]: dones especiales que el Espíritu Santo concede a las personas “para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia” (n. 160).
Pues bien, la fe y los sacramentos ocupan la primera y la segunda parte del Catecismo de la Iglesia Católica y de su Compendio. Ese, y no otro, es el “bagaje” fundamental, idealmente hecho vida, con que, desde su amor a Dios, los cristianos pueden servir al mundo; así lo explica la tercera parte del Catecismo sobre la moral cristiana como vida en Cristo, que se completa con la oración en la cuarta parte, como manifestación necesaria de la vida cristiana.
d) El acento antropológico
La estructura cuatripartita del Catecismo, a la que nos hemos referido, es tradicional en cuanto a las cuatro partes. De hecho es un reflejo de lo que vivían ya los primeros cristianos, según Hch 2, 42: “Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles [la fe] y en la comunión [la vida cristiana, presidida por la fraternidad], en la fracción del pan [los sacramentos] y en las oraciones”. Pero la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica no es muy tradicional en cuanto al orden de esas partes, pues el orden que presenta se tomó en el Catecismo de Trento y después muy pocos catecismos han mantenido (concretamente los de De Sanctis y de José de Acosta, en el III Concilio limense).
Pues bien, ese mismo orden se presenta ahora en el Catecismo y su Compendio, solo que de manera nueva, para responder a los interrogantes de nuestra época.
Las tres primeras partes, en contraste con las correspondientes del Catecismo Romano, se dividen en dos grandes secciones, correspondiendo estructuralmente la segunda a la parte análoga del Catecismo Romano. La primera sección en cada una de esas partes es nueva y expresa que “el hombre es el camino de la Iglesia”[27].
En definitiva, en este monumento catequético que Juan Pablo II ha entregado a la Iglesia y al mundo, las dimensiones trinitaria y cristológica de la fe cristiana y la proyección eclesiológica se entrelazan con la dimensión antropológica. “El hombre es el camino de la Iglesia”, anunciaba pedagógicamente Juan Pablo II en su primera y programática encíclica Redemptor hominis (cf. n. 14). Este acento antropológico, muy acorde con el Concilio Vaticano II, es una de las “cosas nuevas” respecto al de Trento. Y esto, según veremos concretamente a continuación, se enseña en el Catecismo a través de tres nuevas secciones.
Veamos el contenido concreto de cada una de estas tres nuevas secciones, al principio de cada una de las tres primeras partes del Catecismo.
─ (I) La primera parte del Catecismo contiene una “antropología fundamental” que ayuda a valorar la dignidad del hombre y del acto de fe (sección “Creo”, “creemos”, nn. 26-184, sintetizada en el Compendio, nn. 1-32).
─ (II) La segunda parte del Catecismo, en la sección titulada “la economía sacramental” (nn. 1076-1209), descubre la riqueza que proviene del “movimiento litúrgico” y de la formulación de la “sacramentalidad” de la Iglesia, realizada por el Vaticano II y desarrollada por la teología que le sucede (ver la síntesis del Compendio, nn. 218-249).
─ (III) La tercera parte del Catecismo se ocupa en los nn. 1699-2051 de “La vocación del hombre: la vida en el Espíritu”, donde se presenta la moral cristiana como llamamiento a la vida de la fe. (La sección correspondiente del Compendio ocupa los nn. 357-433).
Así, ante la pregunta de qué modo la vida (moral) cristiana está vinculada a la fe y a los sacramentos, declara el Compendio del Catecismo:
“Lo que se profesa en el Símbolo de la fe, los sacramentos lo comunican. En efecto, con ellos, los fieles reciben la gracia de Cristo y los dones del Espíritu Santo, que les hacen capaces de vivir la vida nueva de hijos de Dios en Cristo, que es acogido con fe” (n. 357). Y más adelante, al introducir la parte cuarta describe la oración como “relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones” (n. 534).
Profundicemos ahora un poco más en dos de esas dimensiones del Catecismo. En primer lugar, la sacramentalidad de la Iglesia, una perspectiva de fondo (podría decirse que el Catecismo tiene también un trasfondo litúrgico-sacramental) que unifica el diálogo del Catecismo con la cultura actual, en plena sintonía con el lenguaje bíblico y simbólico de la “imagen”, al que asume y proporciona unos horizontes insospechados; a la vez, esta perspectiva se sitúa en perfecta continuidad con lo mejor de la teología cristiana al menos desde San Agustín.
A continuación mostraremos los contenidos de la moral cristiana, tal como los presenta el Catecismo, fundamentados en la antropología cristiana.
a) Sacramentalidad, lenguaje de los símbolos y cultura de la imagen
Cabe detenerse ahora en relación con la segunda y tercera parte del Catecismo. Recuperamos aquí ante todo, la explicación de la sacramentalidad, como propiedad que tiene la Iglesia y todo lo cristiano, en dependencia de Cristo, “sacramento” primordial del Padre, como ya explicamos.
Conviene antes de seguir, clarificar el sentido de los sacramentos. En un punto que ya hemos citado, afirma el Catecismo:
“La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también "los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada ‘sacramento’” (n. 774)[28].
En referencia a la capacidad simbólica de los sacramentos, hay que señalar que los sacramentos no son “meros símbolos”, sino símbolos o signos vivos que contienen y transmiten la vida de Cristo.
Como dice la tradición cristiana con términos de la teología medieval, los sacramentos son “signos e instrumentos” de la unión con Dios que llamamos “vida de la gracia”, vida que Cristo nos da en Él por la acción del Espíritu Santo y así nos une al Padre; vida que participamos con todos los que están unidos en el Cuerpo (místico) de Cristo, que es la Iglesia.
Con otras palabras, los sacramentos son “energías” que provienen de la persona de Cristo y su obra redentora (especialmente de su pasión, muerte y resurrección, que componen el “misterio pascual). Son “huellas” de su paso por la tierra, sobre las que podemos y debemos caminar para vivir “por Cristo, con Él y en Él” (final del canon romano).
Dicho lo anterior cabe explicar cómo la sacramentalidad de lo cristiano se relaciona con el lenguaje de los símbolos y la actual cultura de la imagen. Esto se muestra con claridad en el caso de los “siete sacramentos” , con todo lo que afecta a la liturgia cristiana y de alguna manera con todo lo que afecta a la vida y misión de los cristianos. Y por eso tiene una gran actualidad.
Guardini, que en tantas cosas era un adelantado a su tiempo, escribió en 1927 un librito que tituló “Los signos sagrados”, donde explicaba el sentido de los distintos gestos litúrgicos, que son el “lenguaje del cuerpo” que habla por sí mismo, aunque no seamos plenamente conscientes en ese momento de lo que queremos hacer[29]. Hoy sigue siendo muy necesario, además de enseñar y practicar la adoración a la Eucaristía, también fuera de la Misa[30], dedicarse a esta catequesis litúrgica[31], que se puede y debe realizar en las familias, en la escuela, en las parroquias, etc.
Para aprender y enseñar el significado de estos “signos litúrgicos” debemos darnos cuenta primero de que son realidades de la creación o de la naturaleza (pan, vino), en segundo lugar, signos de la Alianza con Dios (como el aceite con que se ungían los sacerdotes, reyes y profetas) y en tercer lugar, signos de Cristo que les dota de un sentido y una fuerza nuevas, en el contexto de los sacramentos de la vida cristiana. Así el cirio pascual luce desde la vigilia del Sábado santo, abriéndose paso en la oscuridad, por medio de los cristianos, llevando la “luz de Cristo” a las velas de los presentes, que representan sus vidas).
Al mismo tiempo, lo sacramentos se celebran en el marco de la liturgia, y por tanto del tiempo y del espacio. Todo ello debe estar acompañado por los cantos y la música en los modos apropiados en cada caso. También las imágenes forman parte de la liturgia, como vivieron desde los primeros siglos los cristianos. Algunos de ellos fueron mártires en los siglos VII y VIII por defender el uso de las imágenes en el culto (los llamados “iconos” en el sentido originario). El argumento fue que el Hijo de Dios, imagen perfecta del Padre, se había hecho carne visible entre los hombres. Dios había dejado de ser invisible e inaccesible como parecía en el AT donde estaba prohibido representarle. De esta manera el rostro de Cristo o de los santos se pueden representar y transmitir para ayudar a la fe y la devoción de los cristianos. A esto no debemos renunciar, aunque algunos defiendan que el arte moderno no tiene por qué ser “figurativo”.
No olvidemos que el Compendio del Catecismo presenta una colección importante de imágenes del arte cristiano, motivada por la convicción de que la fe no sólo viene “por el oído”, como dice San Pablo (cf. Rm 10,17 según la Vulgata), sino también y en cierto sentido antes, por la vista, según lo que dice San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos…” (1 Jn 1, 3).
Todo esto tiene una particular actualidad en nuestra “cultura de la imagen”, llena de “iconos” de todo tipo. De ahí también la actualidad del arte y de la belleza en la transmisión de la fe[32].
Benedicto XVI explicó, en un discurso al Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales (28-II-2011) que las nuevas tecnologías (internet, las redes sociales, etc.) deben ser consideradas ante todo como una ocasión para profundizar en el modo de ser y de conocer que tenemos las personas (no sólo conocemos por medio de conceptos sino también, y más profundamente, por medio de símbolos e imágenes, que implican de modo más profundo todas las esferas de la persona), y por ello son una oportunidad para establecer relaciones entre nosotros. Por eso también las nuevas tecnologías son una oportunidad, en segundo lugar, para profundizar más en la fe.
En consecuencia, decía el Papa, es responsabilidad de los cristianos el conocer estas nuevas tecnologías para comunicar la fe. Esto implica evangelizar esta “nueva cultura” anteriormente hemos evangelizado otras culturas, purificándolas de lo que sea incompatible con la fe y la moral cristianas. Lógicamente todo ello implica una formación adecuada especialmente para las familias, los niños y los jóvenes.
Lo que aquí nos interesa subrayar es que, sobre todo gracias a los sacramentos, los cristianos podemos y debemos ser “catecismos vivos”, “iconos vivos”, “mensajes vivos” en esta cultura de la imagen.
b) La moral, fundamentada en la antropología cristiana
Respecto a la parte moral, decíamos que comienza por una sección que completa la antropología cristiana. Esta parte general o introductoria (“La vocación del hombre: La vida en el Espíritu”[33]) está inspirada en la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II.
Aquí se nota la especial influencia del personalismo, como corriente de pensamiento que ha contribuido a poner de manifiesto, por ejemplo, cómo la persona se alcanza a sí misma en el otro[34]. En el Catecismo se expone la visión del hombre según la Revelación bíblica, donde se encuentra la razón de ser de todo el obrar cristiano. La explicación de esta visión cristiana del hombre se lleva a cabo en la perspectiva de los Padres de la Iglesia, y concretamente en torno a la categoría bíblica de la imagen de Dios. El cristiano se define como un hijo de Dios en Cristo, creado a imagen y semejanza de Dios.
Este desarrollo tiene dos fases: primero el ser del cristiano desde una perspectiva creacional (un capítulo primero sobre la dignidad de la persona[35] y la comunidad humana[36] como dimensión esencial de la persona, cosa que no siempre se ha tenido en cuenta), y después desde la perspectiva de la Redención (la nueva ley y la gracia[37]).
Tienen especial actualidad, por ocuparse de aspectos que con frecuencia resultan oscurecidos en las explicaciones habituales, los apartados dedicados a las pasiones, la formación de la conciencia y las virtudes.
Así se definen las pasiones en el Compendio:
“Las pasiones son los afectos, emociones o impulsos de la sensibilidad −componentes naturales de la psicología humana−, que inclinan a obrar o a no obrar, en vista de lo que se percibe como bueno o como malo. Las principales son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la cólera. La pasión fundamental es el amor, provocado por el atractivo del bien. No se ama sino el bien, real o aparente” (n. 370). Continúa señalando que las pasiones “no son en sí mismas ni buenas ni malas”; son buenas si contribuyen a una acción buena (pudiendo ser asumidas en las virtudes) y malas, en caso contrario (resultando pervertidas en los vicios) (cf. n. 371).
Respecto a la virtud, se la define como “una disposición habitual y firme para hacer el bien” (n. 377). (Esta clásica comprensión facilita distinguir las virtudes de los “valores”; éstos según autores como Guardini o Spaemann[38], son los contenidos valiosos de la realidad, mientras que las virtudes se configuran como personalizaciones de los valores, de modo que un valor determinado, por ejemplo, el orden, llega a formar parte del modo de ser y de actuar, como algo “propio” que facilita hacer el bien).
Este contexto ayuda a explicar la caridad, dentro de las virtudes teologales (infundidas por Dios para hacernos capaces de vivir en relación con la Trinidad), como sustancia de la vida cristiana (muy lejos, por tanto de la perspectiva que tiende a reducirla a la limosna, la beneficencia o la atención a los enfermos, por importantes que estas actividades sean: lo son como manifestaciones de la caridad, ”virtud teologal por la cual amamos a a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios”; la caridad es “el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley”, “el vínculo de la perfección”, “el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella ‘no soy nada’ y ‘nada me aprovecha’” (Comp., 388).
El último capítulo de esta sección, ya señalado, el de la nueva ley y la gracia, explica cómo por el pecado se destruyó la imagen de Dios en el hombre, tanto en lo individual como en lo comunitario. A través de la justificación y la gracia Dios sale de nuevo al encuentro del hombre constituyéndolo hijo de Dios en Cristo por la acción del Espíritu Santo.
En resumen, la vida moral del cristiano es la nueva vida de quien está unido a Cristo por el Espíritu Santo, en el Cuerpo místico. Su dinámica es la de los dones de Dios y el ser en Cristo. Y en este contexto es preciso entender lo que significa la ley moral para el cristiano. La segunda sección, ya “clásica”, se dedica por entero a los Mandamientos[39]. Un poco antes, el Compendio señala cómo la Iglesia es madre que nutre la vida moral del cristiano:
“La Iglesia es la comunidad donde el cristiano acoge la Palabra de Dios y las enseñanzas de la ‘Ley de Cristo’ (Ga 6, 2); recibe la gracia de los sacramentos; se une a la ofrenda eucarística de Cristo, transformando así su vida moral en un culto espiritual; aprende del ejemplo de santidad de la Virgen María y de los santos” (n. 429, subrayado nuestro).
En un tiempo de nueva evangelización, vale la pena considerar despacio esta afirmación donde se vincula a la vida cristiana nada menos que la credibilidad de la fe, la edificación de la Iglesia y la transformación del mundo:
“La vida moral de los cristianos es indispensable para el anuncio del Evangelio, porque, conformando su vida con la del Señor Jesús, los fieles atraen a los hombres a la fe en el verdadero Dios, edifican la Iglesia, impregnan el mundo con el espíritu del Evangelio y apresuran la venida del Reino de Dios” (Comp., 433).
Profundicemos ahora precisamente en la vida cristiana como culto espiritual[40]. Con sencillez afirma el Compendio: “Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo” (n. 67). Conocer, servir y amar a Dios, y ofrecerle el mundo en acción de gracias: esa es la finalidad de la vida humana. Por eso la vida cristiana se entiende bien como la ofrenda y el servicio de la propia existencia a Dios y, por Él, a los demás.
Esto lo aprendemos y lo vivimos en unión con Cristo. La condición para que la vida cristiana sea la “palabra” ofrecida en diálogo al mundo, la imagen viva de Cristo, es que participe del amor de Dios que se nos anuncia y comunica en Jesucristo, en su misma vida.
La vida de Cristo como ofrenda al Padre se explica así: “¿De qué modo Cristo se ofreció a sí mismo al Padre? Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Él da ‘su vida como rescate por muchos’ (Mc 10, 45), y así reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino que quiere la salvación de todos los hombres” (Comp. 119).
Así es. Los cristianos estamos en el mundo para que toda la humanidad pueda entrar en esta ofrenda de acción de gracias a Dios, y para eso cada uno tiene que su propia vida sea, en lo ordinario de cada día, un culto espiritual: ofrenda y servicio. Así participamos también de la misión de la Iglesia, que existe “para que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo”[41].
En la liturgia de la dedicación de un templo, se recoge el pasaje paulino donde se dice a los cristianos: vosotros sois el templo de Dios, donde habita su Espíritu, edificado sobre el cimiento que es Jesucristo[42]. En el marco de la edificación de la Iglesia, la vida cristiana se centra en la liturgia sacramental, especialmente en la Eucaristía que es, por eso, “fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia”[43].
El Compendio del Catecismo explica que el principal “protagonismo” de la liturgia lo tiene la Trinidad: “El Padre nos colma de bendiciones en el Hijo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, y derrama en nuestros corazones el Espíritu Santo”; “Cristo significa y realiza principalmente su Misterio pascual”, y al entregar el Espíritu Santo a los Apóstoles “les ha concedido a ellos y a sus sucesores el poder de actualizar la obra de la salvación por medio del sacrificio eucarístico y de los sacramentos”; por su parte, “el Espíritu Santo prepara a la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes, hace presente y actualiza el Misterio de Cristo, une la Iglesia a la vida y misión de Cristo y hace fructificar en ella el don de la comunión” (nn. 221-223).
a) La ofrenda de la propia existencia
Pero Dios no quiere obrar sin nosotros. ¿Cuál es, entonces, el papel de los cristianos en la liturgia? Ofrecer su propia vida a la acción de la Trinidad como “culto espiritual”.
“Afirma el Compendio: El culto ‘en espíritu y en verdad’ (Jn 4, 24) de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo, porque Cristo es el verdadero templo de Dios, por medio del cual también los cristianos y la Iglesia entera se convierten, por la acción del Espíritu Santo, en templos del Dios vivo” (n. 244).
Esto es lo que los Padres de la Iglesia llamaban logike latreia, es decir, el culto conforme al Logos, el culto que tiene lugar “por Cristo, con Él y en El”: por la obra del Verbo encarnado, con Cristo-Cabeza y en el seno de su Cuerpo místico, tanto en la tierra como en el cielo. Es el culto cristiano, que se realiza no sólo en los templos de piedra, sino, como decían los Padres, “en el altar del corazón”. La Iglesia entera, y cada uno de los cristianos ejercitan una función verdaderamente sacerdotal.
Un texto entre muchos: “He aquí que nuestra vida se convierte en una continua celebración, animada por la fe en la omnipresencia divina que nos rodea por todas partes. Alabamos a Dios mientras aramos los campos; cantamos en su honor mientras navegamos por el mar y en todas las acciones nos dejamos inspirar por la misma sabiduría”[44].
En su primera parte el Compendio explica que esta función sacerdotal de la vida cristiana se acompaña de la función profética y regia:
“El Pueblo de Dios participa del oficio sacerdotal de Cristo en cuanto los bautizados son consagrados por el Espíritu Santo para ofrecer sacrificios espirituales; participa de su oficio profético en cuanto, con el sentido sobrenatural de la fe, se adhiere indefectiblemente a ella, la profundiza y la testimonia; participa de su función regia con el servicio, imitando a Jesucristo, quien siendo rey del universo, se hizo siervo de todos, sobre todo de los pobres y los que sufren” (n. 155).
Esto es posible, señala el Compendio, porque, por medio de Cristo –verdadero templo de Dios– y la acción del Espíritu Santo “también los cristianos y la Iglesia entera se convierten en templos del Dios vivo” (n. 244). En consecuencia, podría decirse que el alma del “culto externo” es, para la gloria de Dios, el “culto interno” que cada cristiano ofrece −por manos de los sagrados ministros−, presentando en el altar toda su vida para que sea aceptable por Jesucristo. Por el Bautismo todos los cristianos se hacen partícipes del sacerdocio de Cristo. Poseen el “sacerdocio común de los fieles”, lo que les capacita para tomar parte en el culto cristiano y, con el refuerzo del sacramento de la Confirmación, ser testigos y servidores de la fe en todo momento.
El Concilio Vaticano II expresaba esta realidad del “culto espiritual”, que todos los cristianos están llamados a dar a Dios, con referencia particular a los fieles laicos, de una manera nada sospechosa, por cierto, de “espiritualismo” o “intimismo”:
“Todas sus obras, oraciones y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y de cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en ‘hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo’ (1 Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo mismo”[45].
El modo y la “materia” de la ofrenda de los fieles, sobre todo en el caso de los laicos, es, en palabras de san Josemaría Escrivá, el “sacerdocio de la propia existencia”[46]. Solía predicar que todos los cristianos tienen “alma sacerdotal”[47] y que la Misa es el “centro y raíz” de la vida cristiana. Por eso enseñaba también a hacer del día entero una “misa”[48].
Recapitulemos lo que hemos visto en los párrafos anteriores. En unión con Cristo, los cristianos son edificados como templos del Espíritu Santo para gloria del Padre. Así ejercitan el sacerdocio santo −participación del sacerdocio de Cristo− que recibieron en el Bautismo y se disponen a que su vida en Cristo crezca por su participación en la Eucaristía; de un modo pleno cuando reciben la Sagrada Comunión.
Los demás sacramentos se ordenan a este “sacerdocio santo” de todos los cristianos. Por el sacramento de la Penitencia, se recibe de Dios el perdón de los pecados y la reconciliación con la Iglesia, de modo que el que tenía conciencia de pecado grave puede acercarse de nuevo a recibir la comunión eucarística. Por la Unción de los enfermos la Iglesia pide la salud espiritual y, si conviene, también corporal, y la fuerza para unirse a la pasión y muerte del Señor, acto por excelencia de su sacerdocio. Los cónyuges cristianos, gracias al sacramento del Matrimonio, se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, ejerciendo de un modo particular el sacerdocio de los bautizados[49].
Esta ofrenda de la propia existencia puede realizarse también a través del carisma del celibato. Dice el Compendio: “El Matrimonio no es una obligación para todos. En particular Dios llama a algunos hombres y mujeres a seguir a Jesús por el camino de la virginidad o del celibato por el Reino de los cielos; éstos renuncian al gran bien del Matrimonio para ocuparse de las cosas del Señor tratando de agradarle, y se convierten en signo de la primacía absoluta del amor de Cristo y de la ardiente esperanza de su vuelta gloriosa” (Comp., n. 342).
En efecto el celibato es un carisma que cabe en las diversas vocaciones o condiciones cristianas, como referencia a Cristo glorioso y nuestra comunión definitiva con él. En relación con el sacerdocio ministerial, el celibato expresa la representación sacramental de Cristo-cabeza y capacita para la actuación en nombre de Cristo y de la Iglesia. En la vida religiosa, el celibato recuerda a los que peregrinamos en la historia nuestra patria definitiva. Vivido en la condición laical, el celibato remite a la unión íntima con Cristo para una mayor dedicación de servicio y formación, con vistas a la ordenación de las realidades temporales al Reino de Dios desde dentro de ellas mismas, con una intensa dimensión apostólica y de promoción humana.
Así, por la fe y los “sacramentos de la fe” (Santo Tomás de Aquino), y con la ayuda de otros dones como son los carismas, los cristianos “se hacen” lo que son: miembros de Cristo. Y es que “cristiano”, al igual que “Cristo” (=ungido por el Espíritu) es un nombre de misión. En una homilía del siglo II se anima a los cristianos a contribuir, con su coherencia, a la santificación del nombre de Dios en el mundo: “Procuremos edificar con nuestra vida a los que no son cristianos, evitando así que el nombre de Dios sea blasfemado por nuestra culpa”[50]. No es de extrañar que Benedicto XVI, durante su homilía en la Jornada de la juventud en Colonia, animara a los jóvenes a dos cosas fundamentalmente: vivir la Eucaristía dominical y estudiar el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.
b) La Eucaristía como centro
Precisamente en la explicación de la pintura de Joos Van Wassenhove, “Jesús da la comunión a los Apóstoles”, reproducida entre la primera y la segunda parte del Compendio, el texto evoca a los cuarenta y nueve mártires de Abitine (África proconsular). Murieron por afirmar que “sin la Eucaristía, no podemos vivir”[51]. En efecto, la celebración de la Eucaristía ha de prolongarse, como una necesidad vital “en el altar del corazón” del cristiano, para poder celebrarse “sobre el altar del mundo”[52] y en el concierto de las culturas.
“La Eucaristía −señala el Compendio en el mismo lugar− constituye el hilo de oro con el que, desde la última Cena, se anudan todos los siglos de la historia de la Iglesia hasta nosotros. Las palabras de la consagración: ‘Esto es mi cuerpo’ y ‘Este es el cáliz de mi sangre’, son pronunciadas siempre y en todas partes, también en los campos de concentración y de exterminio y en las millares de prisiones aún hoy existentes. En este horizonte eucarístico, la Iglesia fundamenta su vida, su comunión y su misión”.
En palabras del Obispo de Roma[53], “la Iglesia es la red –la comunidad eucarística– en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo. (…) Toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor. Y la Eucaristía, como amor presente de Jesucristo, es el criterio de toda doctrina. Del amor dependen toda la Ley y los Profetas, dice el Señor (cf. Mt 22, 40). El amor es la Ley en su plenitud, escribió san Pablo a los Romanos” (cf. Rm 13-10).
c) La oración, “alma” de la vida cristiana
La oración cristiana, que el Catecismo presenta en su cuarta parte[54], ocupa un lugar igualmente decisivo en el dinamismo de la fe, especialmente en relación con una pedagogía de la santidad[55]. Juan Pablo II emplea esta expresión en su carta Novo millennio ineunte (n. 32) diciendo que esta pedagogía implica ante todo “el arte de la oración”.
Esta cuarta parte del Catecismo es más tradicional por su estructura, puesto que ya tenía una pequeña introducción en el Catecismo de Trento, introducción que ahora se ha ampliado.
Es sabido que en la redacción de esta cuarta parte del Catecismo tuvo un papel muy importante (como también en la sección litúrgica introductoria a los sacramentos) Jean Corbon.
El Catecismo presenta la oración como un don de Dios que busca la Alianza, la comunión de vida con el hombre. Hasta en la oración más sencilla del creyente que procura dialogar con Dios, es Dios mismo el que toma la iniciativa: brota del Espíritu Santo y se dirige al Padre en unión con su Hijo; y expresa la realidad de que somos un solo Cuerpo con Él en la Iglesia.
Se subrayan tres aspectos. Primero, Dios llama a todos a la oración (“vocación universal a la oración”), lo que se manifiesta en el Antiguo Testamento, se perfecciona con Jesús (“la oración es plenamente revelada y realizada en Jesús”: 541-547) y se prolonga en el tiempo de la Iglesia.
Segundo, la “tradición de la oración” (es decir la enseñanza de la oración que se da en la Iglesia, como aspecto de la fe, por medio de la reflexión y la contemplación) se realiza a partir de las “fuentes” de la Escritura, la liturgia, las virtudes teologales y los acontecimientos de cada día; recorriendo un “camino” que va hacia el Padre, por Jesús, en el Espíritu Santo, en comunión con María y en compañía con todos aquellos -que nos enseñan a orar.
Es así como, en tercer lugar, la oración llega a ser “vida de oración”: dedicando tiempos concretos cada día al “recogimiento del corazón” y siguiendo el ritmo de la liturgia. Esa vida de oración tiene sus expresiones (oración vocal, meditación, oración contemplativa). Y supone un “combate” contra los obstáculos que se oponen a la oración, por medio de la humilde vigilancia, la confianza filial y la perseverancia en el amor. La oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17), al llegar la hora de su pasión, recapitula toda oración e inspira las peticiones del Padrenuestro.
En el texto del Catecismo sobre la oración, no sólo encontramos una explicación pedagógica de la oración cristiana, sino que el Compendio recoge modelos concretos y tradicionales de la oración (cf. apéndice “Oraciones comunes”).
En el conjunto del Catecismo y del Compendio se han destacado, además de las “novedades estructurales” ya reseñadas, otras novedades, como el uso de imágenes en el Compendio[56], o el testimonio de los santos (por ejemplo en los recuadros azules con frases breves, repartidas por todo el texto), como fuente para la exposición catequética de la fe. Esto pertenece a los objetivos del Catecismo y sugiere que la experiencia de los santos, su “herencia espiritual”, es fuente de doctrina y de teología, y vehículo para la transmisión de la fe; es decir, con palabras de Juan Pablo II, para “conocer mejor el Misterio cristiano y reavivar la fe” (Fidei depositum, n. 3)[57].
Pues bien, el recurso a los santos y a su testimonio se encuentra también y de modo importante en la cuarta parte sobre la oración. En ella no sólo se expone lo que es la oración y se enseña a orar sino que se explica la doctrina sobre la oración de un modo oracional. Y todo ello está facilitado por la exposición de la tradición orante de la Iglesia, por medio de la oración de los santos.
Y es que oración y santidad, sin ser lo mismo, remiten una a la otra necesariamente. La oración, como se manifiesta de modo paradigmático en la oración de Jesús, es la expresión de la entrega de la propia vida, y es también donde se va comprendiendo mejor, a base de escuchar a Dios, lo que nos pide, más allá de una mera información intelectual. La unidad entre santidad y oración aparecen en el Catecismo y su Compendio en las cuatro partes.
Jean Corbon explicaba que uno de los criterios principales de redacción de la cuarta parte fue “la coherencia profunda con las tres partes precedentes: el mismo Misterio de Cristo, profesado en la fe, celebrado en la liturgia[58] y vivido en el Espíritu Santo, es interiorizado en la oración personal en comunión con la Iglesia (revista “Palabra”, n. 335, enero 1993, p. 12).
Como se ha observado acertadamente, tanto el Catecismo como su Compendio, muestran y expresan con maestría “la unidad entre doctrina y vida, entre fe y piedad, entre conocimiento de Dios y trato con Él”[59]. No sólo muestran que la oración conduce a la sabiduría de la fe y a su comprensión razonable, sino también el camino inverso: que la doctrina conduce a la oración, y ello, tanto en el nivel de la exposición propiamente doctrinal de los misterios de la fe, como de su celebración litúrgico-sacramental, como también de su encarnación en la vida moral. “La oración −señala J. Sesé− brota de todo ello y, al mismo tiempo, lo impregna de ese sentido personal, íntimo y atractivo (enamorado) que es propio de la vida espiritual cristiana”[60].
Por eso, así como la oración de Cristo era la raíz y la expresión de toda su entrega al Padre y a los hombres[61], la cuarta parte del Catecismo puede considerarse, de algún modo, como el “alma”, la luz o la forma de las otras. De ahí que el Catecismo y su Compendio han de ser, para el educador cristiano, fuente de oración personal, para identificarse, si cabe hablar así, con el proyecto educativo de Cristo, desde la participación en su vida y su misión. La oración nos saca de nosotros mismos, porque en ella actúa Dios, que nos introduce en la dinámica de la entrega de Cristo, que es la del amor y del servicio[62].
A servir como buen instrumento para “explicar la fe”, se aprende estudiando los contenidos de la fe misma, mejorando en la participación de la vida sacramental y litúrgica, viviendo cada vez más plenamente la vida cristiana, y, de nuevo y siempre, rezando mejor en la comunión de los santos.
Hay, pues, un auténtico dinamismo que enlaza la fe, los sacramentos y la caridad, como traducción, también al plano social, de las actitudes y la “manera de ser” de Cristo, por parte de cada cristiano y de la Iglesia en su conjunto. Así lo dice una de las proposiciones del Sínodo de los Obispos de 2005:
“Es en el compromiso por transformar las estructuras injustas para restablecer la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, donde la Eucaristía se hace, en la vida, aquello que ella significa en la celebración. (…) Quien participa en la Eucaristía debe comprometerse a construir la paz en nuestro mundo, marcado por muchas violencias y guerras, y hoy en modo especial por el terrorismo, la corrupción económica y la explotación sexual. Condiciones para construir una verdadera paz son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón”[63].
Ya el Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta afirmación: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mt 25, 40)”. Y la encíclica Deus caritas est señala: “Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma” (n. 14)[64].
a) La Eucaristía pide el compromiso en la caridad y en la justicia
La Eucaristía nos abre al amor de Dios, nos hace participar de la vida de Cristo, nos introduce en la dinámica de su entrega; nos hace ver todo con sus ojos, sentir con su corazón, prestarle nuestros brazos para trabajar y nuestros pies para caminar. Desde el encuentro con Cristo y la contemplación de su rostro[65], al hacernos miembros de su Cuerpo místico, nos encontramos con todos los que también lo son o pueden serlo. Y redescubrimos que son nuestros hermanos. Y sus necesidades se hacen las nuestras. No podríamos vivir del pan eucarístico y no percibir el hambre que hay en el mundo. Hambre del pan material y hambre de Dios. El amor a Dios nos abre a las necesidades materiales y espirituales de todos[66].
Por eso la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, sobre la Eucaristía (2007) afirma que “hay que explicitar la relación entre Misterio eucarístico y compromiso social”, pues “la Eucaristía, a través de la puesta en práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la celebración” (n. 89)[67].
Gracias a la Eucaristía, los cristianos pueden transformar su vida en una ofrenda de servicio a Dios y a todas las personas y al mundo, y eso implica una fuerte responsabilidad social. Al mismo tiempo, la catequesis les orienta con vistas a la madurez de su fe cristiana, desde el encuentro con Cristo en “unidad de vida”, y les capacita para participar en la evangelización. La misión cristiana es a la vez evangelizadora y humanizadora.
“En esta misión evangelizadora y humanizadora de la Iglesia –ha dicho Benedicto XVI– participan los fieles laicos de un modo peculiar y acorde con su índole secular, pues viven y actúan allí donde se organiza la vida social, donde se toman las decisiones o se transforman las estructuras que condicionan la vida civil. Ellos han de seguir su vocación específica de ‘buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales’[68] y, por tanto, poniendo sus capacidades profesionales y el testimonio de una vida ejemplar al servicio de la evangelización de la vida social, haciéndola al mismo tiempo más justa y adecuada a la persona humana. Para ello necesitan una sólida formación que les permita discernir en cada situación concreta, por encima de intereses particulares o propuestas oportunistas, lo que realmente mejora al ser humano en su integridad y las características que han de tener los diversos organismos sociales para promover el verdadero bien común”[69].
De ahí que la nueva evangelización es también una ocasión privilegiada para redescubrir lo que la Iglesia denomina “el amor a los pobres” como dimensión esencial de la vida cristiana. ¿En qué se inspira el amor a los pobres?, se pregunta el Compendio. He aquí su respuesta:
“El amor a los pobres se inspira en el Evangelio de las bienaventuranzas y en el ejemplo de Jesús en su constante atención a los pobres. Jesús dijo: ‘Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’ (Mt 25, 40). El amor a los pobres se realiza mediante la lucha contra la pobreza material, y también contra las numerosas formas de pobreza cultural, moral y religiosa. Las obras de misericordia espirituales y corporales, así como las numerosas instituciones benéficas a lo largo de los siglos, son un testimonio concreto del amor preferencial por los pobres que caracteriza a los discípulos de Jesús”. (n. 520, subrayados nuestros[70]).
b) El deber de la evangelización
Como ya hemos visto, el conocimiento amoroso de Cristo (que es el objetivo del Catecismo y de la educación en la fe) conduce al deseo de evangelizar[71]. Conduce al apostolado cristiano (cristiano es nombre de misión) con todo lo que lleva consigo. Esto es, llevar a los demás la “buena noticia” del amor de Dios manifestado en Cristo, para que su vida se renueve y puedan contribuir a la “vida plena” de los otros. Por su unión a Cristo desde el bautismo, cada cristiano es ungido con una misión. Cristiano, decíamos, es nombre de misión[72].
Cada cristiano participa de la misión evangelizadora de la Iglesia. La evangelización es el primer servicio que los cristianos pueden prestar a cada persona y a la humanidad. El Evangelio no resta nada a la libertad humana, al debido respeto de las culturas, a cuanto hay de bueno en cada religión.
Así responde el Compendio a la pregunta: ¿Por qué la Iglesia debe anunciar el Evangelio a todo el mundo?
“La Iglesia debe anunciar el Evangelio a todo el mundo porque Cristo ha ordenado: ‘Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’ (Mt 28, 19). Este mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y a su Espíritu porque ‘quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’ (1 Tm 2, 4)”.
La razón última del apostolado cristiano es, por tanto, el amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven por el “conocimiento de la verdad”; es decir, que lleguen, ya durante su vida terrena, a la plenitud de vida, de alegría y de libertad que sólo se encuentra en unión con Cristo. Obviamente el apostolado cristiano sólo merece ese nombre cuando se realiza en el mayor respeto a la libertad personal[73].
Cada cristiano participa en la evangelización según su condición, dones y vocación propia. Respecto a la mayoría de los cristianos, los fieles laicos o cristianos corrientes, al explicar las características de su vocación, dice el Compendio: “Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis” (n. 190)[74].
El testimonio de la vida y de la palabra, es por tanto, el primer “medio” de apostolado, el primer camino, la primera forma de la evangelización[75]; porque la vida cristiana es manifestación del amor de Dios y, efectivamente, sólo el amor es digno de fe[76]. Eso es lo primero que entienden, “cada uno en su propia lengua” (Hch 2, 6), todas las gentes.
Si la vida cristiana se entiende como ofrenda a Dios y servicio a todas las personas, es fácil redescubrir el lugar central del Misterio de Cristo en la catequesis. En la Eucaristía Cristo asume nuestra vida en su ofrenda al Padre, al mismo tiempo que nos hace vivir su Vida, como garantía del servicio cristiano al mundo.
Desde el encuentro personal con Cristo, los cristianos participamos en el diálogo que nos corresponde como ciudadanos del mundo, y somos en el mundo una imagen viva de Cristo. Desde identidad nuestra, “hablamos” con el testimonio de la conducta −esa es nuestra primera “palabra”, nuestro “mensaje vivo”, nuestra imagen más eficaz− y con las razones de la esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Así podemos ser el “Catecismo vivo” que la nueva evangelización necesita.
En otros términos, sólo con la autenticidad del amor a Dios y al prójimo y profundizando en el conocimiento de la propia fe, los cristianos podemos servir al diálogo entre las culturas y contribuir al mejoramiento de la sociedad, desde la propia condición y posición en la Iglesia y en el mundo. El mejor servicio que podemos prestar a los demás, también en la hora presente de la nueva evangelización, consiste en vivir con plenitud y coherencia –también en el espacio público– la vida cristiana.
Para iluminar esa vida están el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio, como referencia unitaria que se ofrece no sólo a los cristianos −sus primeros destinatarios− sino también a todos aquellos que deseen conocer los elementos esenciales del cristianismo.
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M. SIMON, Un catéchisme universel pour l'Église Catholique: du Concile de Trente à nos jours, Leuven 1992; Le catéchisme de Jean-Paul II: genèse et évaluation de son commentaire du Symbole des Apôtres, Leuven 2000; Le cathéchisme de Jean-Paul II: une élaboration de douze années, “Revue théologique de Louvain” 33 (2002) 211-238
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SUBCOMISIÓN EPISCOPAL DE CATEQUESIS, Catecismo de la Iglesia católica: Guía para su lectura litúrgica y la predicación, Madrid, 3 vols., 1994-1996
J. VERGARA, “Bibliografía selecta sobre el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio”, en C.-J. Alejos Grau (ed.), Al servicio de la educación en la fe…, citado, 2007, pp. 163-182
b) Estudios sobre la primera parte del Catecismo: La profesión de fe[77]
A. AMATO, “Credo in Gesù Cristo il Figlio unigenito di Dio”, en R. Fisichella (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 186-213
J.A. BARREDA, El Catecismo de la Iglesia Católica y la misión, en “Studium”, 33 (1993) 279-296
P. CODA, “Credo nello Spirito Santo”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 214-224
H. DONNEAUD, Note sur l’Église comme “communion” dans le Catéchisme de l’Église Catholique, en “Revue thomiste”, 95 (1995) 665-671
R. FISICHELLA, “La rivelazione di Dio”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 79-93; La risposta dell’uomo a Dio, en ibid., pp. 107-131
C. GARCÍA LLATA, Misterio trinitario y misterio mariano en el Catecismo de la Iglesia Católica, en “Scriptorium Victoriense”, 45 (1998) pp. 245-351
A. GONZÁLEZ MONTES, La fundamentación racional de la dogmática en el Catecismo de la Iglesia Católica: sobre los presupuestos racionales de la fe, en “Diálogo ecuménico”, 33 (1998) 325-336
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P. HENRICI, “L’uomo è ‘capace di Dio’”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 71-78
C. IZQUIERDO, “La revelación de Dios y la fe del hombre, en el CEC”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 177-201
L.F. LADARIA, “Il Creatore”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 156-164; “L’uomo”, en Ibid., pp. 170-176; “La caduta”, en Ibid., pp. 177-185; “Credo la resurrezione della carne”, en Ibid., pp. 298-304; “Credo la vita eterna”, en Ibid., pp. 305-314
L.F. MATEO SECO, “El misterio de Cristo”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 223-248
A. MIRALLES, “Credo la remissione dei peccati”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 295-297
J. MORALES, “Dios y sus criaturas”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 203-222
G.L. MÜLLER, “El señor crucificado y resucitado”, en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J.A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, 1993, ya citado, pp. 111-131
J. ORTIZ LÓPEZ, “La doctrina sobre María en el CEC”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, pp. 249-266
S. PIÉ-NINOT, “I fedeli: gerarchia, laici, vita consacrata”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 253-269; “La comunione dei Santi”, en Ibid., pp. 281-284
J.A. SAYÉS, El tema de la redención el Catecismo de la Iglesia Católica, en “Burgense”, 35 (1994) 321-348
J.R.VILLAR, “Creo en la Santa Iglesia Católica. La Iglesia en el CEC”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 267-293
c) Estudios sobre la segunda parte del Catecismo: La celebración del Misterio cristiano
J. ALDAZÁBAL, La Liturgia y los Sacramentos en el nuevo catecismo, en “Sinite”, 34 (1993) 355-374; La eucaristía en el Catecismo de la Iglesia Católica, en “Phase”, 240 (2000) 471-498
F.Mª. AROCENA SOLANO, El P. Jean Corbon y el Catecismo de la Iglesia Católica, en “Phase”, 245 (2001) 415-424
D. ASHKAR, Transfiguration catechesis: a new vision based on the liturgy and the Catechism of the Catholic Church, San Jose (Calif.) 1996
D. BOROBIO, Antropología litúrgico-sacramental en el “Catecismo de la Iglesia Católica”, en “Phase”, 248 (2002) 109-135
J. CASTELLANO CERVERA, Los misterios de Cristo en el año litúrgico: una relectura del Catecismo de la Iglesia Católica, en “Phase”, 248 (2002) 95-107; El Espíritu Santo y la liturgia: riquezas pneumatológicas del Catecismo, en “Phase”, 248 (2002) 137-149; Teología y espiritualidad litúrgica en el Catecismo de la Iglesia Católica, Valencia 2005
P. FARNÉS, La celebración del misterio cristiano según el Catecismo de la Iglesia Católica, en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J.A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, o.c., pp. 132-151
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d) Estudios sobre la tercera parte del Catecismo: La vida en Cristo
J.A. AGEJAS ESTEBAN, El amor: la apuesta por la verdad: a propósito de un texto del Catecismo, en Société Internationale Thomas d'Aquin: Actas del IV Congreso International de la S.I.T.A., Córdoba 1999, pp. 471-478
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P. CARLOTTI, La vita “in Christo”, en “Salesianum”, 56 (1994) 489-522
A. CHAPELLE, La vie dans le Christ, en “Nouvelle Révue Théologique”, 115 (1993) 169-185; El Catecismo de la Iglesia Católica y las amenazas contra la vida, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 24.9.1993, pp. 10-11 (526-527)
G. COLOMBO, La fede vissuta: dal Catechismo della Chiesa cattolica all'educazione morale oggi, Milano 1994
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J. HONORÉ, La vocación cristiana y la vida en el espíritu, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 7.5.93, p. 10 (238)
D. KONSTANT, Los diez mandamientos, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 10.5.1993, p. 10 (250)
T. LÓPEZ-G. GUITIÁN, “La Moral Social en el CEC”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 369-392
L. LORENZETTI, Catechismo della Chiesa Cattolica: Progetto morale, en “Rivista di Teologia morale”, 98 (1993) 157-159; La carità dalla periferia al centro, en ibid., pp. 161-165
A. MAGGIOLINI, El acto y la virtud de la fe, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 23.4.1993, p. 11 (215)
L. MELINA, The call to holiness in the Catechism of the Catholic Church: The morality and spirituality of “Life in Christ”, en “Communio”, 21 (Fall 1994) 437-449
E. MOLINA, La vida en Cristo: la moral al Compendi, en “Temes d’avui”, 21 (2006) 35-51
D. MONGILLO, Una visione unitaria, en “Rivista di Teologia morale”, 98 (1993) 167-170
G. PIANA, La morale secondo i comandamenti, en “Rivista di Teologia morale”, 98 (1993) 191-195
S. PRIVITERA, “La vocazione dell’uomo: la vita nello Spirito”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 951-970
A. QUIRÓS-J. SÁNCHEZ CAÑIZARES, “La doctrina moral en el CEC”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 349-367
A. SARMIENTO, “Vocación y moralidad cristianas”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 329-347
J.A. SAYÉS, Precisiones sobre la moral del Catecismo, en “Vida Nueva”, 1881 (13.02.1993) 20
D. TETTAMANZI, “Il terzo comandamento“, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 505-514; “Il quarto comandamento“, en Ibid., 515-528
G. VIRGILIO, L’analisi dell’atto morale, en “Rivista di Teologia morale”, 98 (1993) 171-176
e) Estudios sobre la cuarta parte del Catecismo: La oración cristiana
A. BARBAN, La fede pregata: verso una teologia della preghiera con il Catechismo della Chiesa, Milano 1997
CH. BERNARD, “La preghiera nella vita cristiana”, en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 615-633
J. CASTELLANO, “El Padre nuestro”, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 27.8.1993, p. 6 (466); “La oración en el Catecismo de la Iglesia Católica”, en “Teología y Catequesis”, 85-86 (2003) 119-137
J. CORBON, La oración en la vida cristiana, en “L’Osservatore Romano” (ed. española), 2.7.1993, p. 10 (366); “La oración cristiana en el Catecismo de la Iglesia Católica”, en ID., Liturgia y oración, Madrid 2004, pp. 183-225; “Apéndice. Aportación de una sensibilidad oriental a los documentos de la Iglesia católica” (por C. SCHÖNBORN), en ibid., pp. 227-242
J. SESÉ, “Oración y santidad”, en A. ARANDA (ED.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, 2012, ya citado, pp. 393-411
J.M. SOLER, “La oración cristiana en la cuarta parte del Catecismo”, en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J.A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, 1993, ya citado, pp. 182-203
U. VANNI, “La preghiera del Signore: il Padre nostro” en R. FISICHELLA (ed.), Commento teologico al Catechismo della Chiesa Cattolica, 1993, ya citado, pp. 637-668
Ramiro Pellitero
Universidad de Navarra
[Publicado originariamente en Servicio Documentación Montalegre, (Barcelona) nn. 982-983, octubre-noviembre 2012].
[1] Carta Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 57; citado por Benedicto XVI en la Carta apostólica Porta fidei, 11-X-2011 (n. 5), por la que se convoca el Año de la Fe.
[2] Cf. Benedicto XVI, motu proprio “Ubicumque et semper”, por el que se constituye el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, 21-IX-2010; vid. A. Aranda, Nueva evangelización: ¿cómo acometerla?, Madrid 2012.
[3] Como ejemplo de “fórmula de fe”, el Catecismo de la Iglesia Católica recoge (cf. n. 249) de san Pablo este saludo, tomado de la liturgia eucarística: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co 13, 13; cf. 1 Co 12, 4-6; Ef 4, 4-6).
[4] Benedicto XVI, Carta a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[5] “La Iglesia viene a ser el ‘nosotros’ en la fe” (R. Guardini, Sobre la vida de la fe, Madrid 1963, p. 140). Sobre todo a partir de la Eucaristía, ha escrito el Papa actual, “la unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán” (enc. Deus Caritas est, 22-II-2007, n. 14). Vid. también J. Ratzinger, La fraternidad de los cristianos, Salamanca 2004.
[6] Cf. R. Pellitero, “Especialmente con los más necesitados: un signo eficaz del amor", en R. Pellitero, (ed), "Vivir el amor. En torno a la Encíclica Deus Caritas est", Madrid 2007, pp. 109-117.
[7] Cf. Congregación para la Doctrina de la fe, Nota sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002.
[8] “Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial” (Juan Pablo II, Const. apost. Fidei depositum, por la que se promulga el Catecismo de la Iglesia Católica, 11-X-1992, n. 4). “El Compendio, que ahora presento a la Iglesia Universal, es una síntesis fiel y segura del Catecismo de la Iglesia Católica. Contiene, de modo conciso, todos los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia” (Benedicto XVI, Motu proprio para la aprobación y la publicación del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 28-VI-2005).
[9] Cf. J. Ratzinger, Actualidad doctrinal del Catecismo de la Iglesia Católica, texto en “Actualidad Catequética” 195-196 (2002) 369-383.
[10] Cf. Consejo Pontificio de la Cultura, “Via Pulchritudinis”. Camino de evangelización y de dialogo, Madrid 2008; vid. B. Forte, En el umbral de la belleza, Por una estética teológica, Valencia 2004.
[11] Cfr. Ch. Schönborn, El Catecismo de la Iglesia Católica: ideas directrices y temas fundamentales, en J. Ratzinger-Ch. Schönborn, Introducción al Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 1994, pp. 41-66.
[12] P. Rodríguez et al., Catechismus Romanus, ed. crítica, Ciudad del Vaticano 1989, Prólogo, pp. XXVI-XXVIII.
[13] Catecismo Romano, Prefacio, n. 10.
[14] Poscomunión, viernes de la 32ª semana.
[15] Colecta, jueves de la 2ª semana.
[16] “La Palabra divina (…) se expresa a lo largo de toda la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. (…) la Palabra de Dios se transmite en la Tradición viva de la Iglesia (Exhortación Verbum Domini, 30-IX-2010, n. 7).
[17] Ga 5, 22.
[18] Cf. Juan Pablo II, enc. Dominum et vivificantem (18-V-1986); Id., Creo en el Espíritu Santo (Catequesis sobre el Credo, III), Madrid 1997; Comité para el Jubileo del año 2000, El Espíritu del Señor, Madrid 1997; Y. Congar, El Espíritu Santo, Barcelona 1983; J. José Alviar (ed.), Hacia una teología pneumatológica, Pamplona 2006.
[19] Una explicación más detenida, firmada por el Cardenal Ratzinger, se encuentra en la Introducción del Compendio mismo (n. 3).
[20] “La Liturgia de las Horas, oración pública y común de la Iglesia, es la oración de Cristo con su Cuerpo, la Iglesia. Por su medio, el Misterio de Cristo, que celebramos en la Eucaristía, santifica y transfigura el tiempo de cada día. Se compone principalmente de salmos y de otros textos bíblicos, y también de lecturas de los santos Padres y maestros espirituales” (Comp., 243). Vid. J. Castellano, La Liturgia de las Horas. Teología y espiritualidad, Barcelona 2003.
[21] Cf. Rm. 16, 25; Ef., 3, 9; Col., 1, 26.
[22] Nótese que estas tres dimensiones de los misterios de Cristo −revelación, redención y recapitulación−, se corresponden con el esquema teológico del triple oficio (munus) de Cristo (profético, sacerdotal y regio o real). De esas tres “funciones” u “oficios” de Cristo participa el entero Pueblo de Dios y cada uno de los fieles (cf. Comp., 155).
[23] Cf. S. Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Madrid 1986; Ch. Schönborn, Amar a la Iglesia, Madrid 1997; La Iglesia como familia de Dios, R. Pellitero (dir.), Madrid 2010.
[24] Sobre el tema, vid. J. Cañizares, Familia e Iglesia: una relación fecunda e inagotable, en La Iglesia como familia de Dios, obra citada en la nota anterior, pp. 115-144.
[25] Summa Theologica, q. 74, a. 2 ad 3.
[26] Cf. R. Pellitero, Carismas, en Diccionario de Teología, C. Izquierdo y otros (dirs.), Pamplona 2006, pp. 115-121.
[27] Encíclica Redemptor hominis (1979), n. 14.
[28] A la pregunta ¿Qué significa que la Iglesia es sacramento universal de salvación?, responde sintéticamente el Compendio: “La iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano” (Comp. 152).
[29] Cf. R. Guardini, Los signos sagrados, Barcelona 1957; vid. También E. Kapellari, Signos sagrados, Barcelona 1991.
[30] Cf. Benedicto XVI, Homilía en el Corpus Christi, 7-VI-2012.
[31] Sobre la “catequesis mistagógica”, cf. Exhortación Sacramentum caritatis (22-II-2007), n. 64. Cf. R. Guardini, El espíritu de la liturgia, Barcelona 1999; J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia: una introducción, Madrid 2001.
[32] Cf. R. Pellitero, Catequesis y teología de la belleza, en “Teología y catequesis” nn. 107-108 (julio-dic.2008), 151-164.
[33] Cf. Compendio, nn. 357-433.
[34] Para una introducción a la antropología cristiana, cf. J. Mouroux, Sentido cristiano del hombre, Madrid 2001.
[35] En este capítulo (cf. Compendio, nn. 358-400) se estudia al hombre, como imagen de Dios, y nuestra vocación a la bienaventuranza, la libertad, la moralidad de las pasiones, la conciencia moral, las virtudes y el pecado.
[36] Cf. Compendio, nn. 401-414. Estudia la persona y la sociedad, la participación en la vida social y la justicia social.
[37] Cf. Compendio, nn. 415-433, en tres apartados: la ley moral; gracia y justificación; la Iglesia, madre y maestra.
[38] Cf. R. Guardini, La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo (los valores y las virtudes se estudian en la segunda obra), Madrid 2006; R. Spaemann, Ética: cuestiones fundamentales, Pamplona 2010, especialmente el cap. 3 (sobre la conciencia, cf. Ibid., sobre todo el cap. 6); vid. también J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid 2003.
[39] La introducción al Decálogo se cierra con esta pregunta: ¿Es posible cumplir el Decálogo?, y la respuesta, plenamente acorde con la perspectiva del Catecismo: “Sí, es posible cumplir el Decálogo, porque Cristo, sin el cual nada podemos hacer, nos hace capaces de ello con el don del Espíritu Santo y de la gracia” (Comp., 441). En efecto, y por ello la persona de Cristo, por obra del Espíritu Santo, se constituye en norma viva e interior de nuestro obrar. La fundamentación de la moral cristiana encuentra aquí una expresión de sus fundamentos antropológico, cristológico, eclesiológico y sacramental.
[40] Cf. F.-Mª Arocena, Liturgia y vida. Lo cotidiano como lugar del culto espiritual, Madrid 2012.
[41] Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 7. Dentro de esta entera y única misión pueden distinguirse diversas tareas: la tarea o misión “ad gentes” (anuncio de la fe a los no cristianos), la tarea pastoral ordinaria (o autoevangelización de la Iglesia “ad intra”), la tarea ecuménica (promoción de la unidad con los cristianos no católicos) y actualmente la nueva evangelización (dirigida a los cristianos que no viven plenamente su fe). Sobre el ecumenismo, J. Burggraf, Conocerse y comprenderse. Una introducción al ecumenismo, Madrid 2003; Id., Fomentar la unidad. Teología y tareas ecuménicas, Madrid 2011; W. Kasper, Ecumenismo espiritual, Madrid 2007.
[42] Cfr. 1 Co 3, 9-16.
[43] Cf. Exhortación postsinodal “Sacramentum caritatis”, sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, 22-II-2007.
[44] Clemente de Alejandría, Stromata VII, 7: PG 9, 451.
[45] Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 34.
[46] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 96; nn. 87, 102, 154, etc.; Forja, n. 69.
[47] Vid. Surco, n. 499, y Forja n. 369.
[48] Cf., entre muchos textos, Es Cristo que pasa, nn. 87, 102, 154, etc.; Forja 69.
[49] Cf. Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 10.
[50] Homilía de un autor del siglo segundo, vid. la frase en su contexto en el cap. 10.1-12, 1; 13, 1; Funk 1, 157-159.
[51] Ver, en el Compendio, la explicación del cuadro de Joos Van Wassenhove (s. XVI), Jesús da la comunión a los Apóstoles, justo antes de la segunda parte: “La celebración del misterio cristiano”.
[52] Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia (2003), n. 8.
[53] Benedicto XVI, Homilía en San Juán de Letrán, 7-V-2005.
[54] Cf. J. Corbon, La oración cristiana en el Catecismo de la Iglesia Católica, en Id., Liturgia y oración, Madrid 2004, 181-225; también en “Scripta Theologica” 31 (1991) 733-747; J. Castellano, La oración en el Catecismo de la Iglesia Católica, “Teología y Catequesis” 85-86 (2003) 119-137.
[55] Cf. J. Sesé, “Oración y santidad”, en A. Aranda (ed.), “Creemos y conocemos”. Lectura teológica del “Catecismo de la Iglesia Católica”, Pamplona 2012, pp. 393-411; Id., “Para una ‘pedagogía de la santidad’”, en C-J. Alejos Grau (ed.), Al servicio de la educación en la fe: El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 2007, pp. 123-137.
[56] Cf. J. I. Rodríguez Trillo, El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica a través de sus imágenes, en Al servicio de la educación en la fe, obra citada en la nota anterior, pp. 139-162.
[57] Cf. J. Sesé, Para una ‘pedagogía de la santidad’, texto citado, p. 125.
[58] Cf. J. Corbon, Liturgia y oración, Madrid 2004.
[59] J. Sesé, Para una ‘pedagogía de la santidad’, texto citado Ibid. p. 136.
[60] Cf. Ibidem.
[61] Así lo ha puesto de relieve Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret (2 volúmenes, Madrid 2007 y 2011) y en sus catequesis sobre la oración (desde el 4-V-2011), particularmente las correspondientes a la oración de Cristo (del 30-XI-2011 al 15-II-2011). Contamos además con su estudio del Padrenuestro (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, pp. 161-205).
[62] Cf. Benedicto XVI, Audiencias generales del 20 y 27-VI-2012.
[63] Sínodo de obispos de 2005, Proposición n. 48 (la traducción al castellano es mía).
[64] Escribió San Josemaría: “Por el sendero del justo descontento, se han ido y se están yendo las masas. Duele…, pero ¡cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados! –Hace falta volver a meter a Cristo entre los pobres y entre los humildes: precisamente entre ellos es donde más a gusto se encuentra”. Y con su estilo característicamente autobiográfico señalaba también: “Los pobres −decía aquel amigo nuestro− son mi mejor libro espiritual, y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y porque me duele, comprendo que le amo y que les amo” (Surco, nn. 228 y 827).
[65] Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001.
[66] “A Dios le conocemos en el acto de partir el pan, y unos a otros nos conocemos en el acto de partir el pan, y ya nunca más estamos solos” (D. Day, La larga soledad [autobiografía], Santander 2000, p. 303). Vid. R. Pellitero, Abrir las puertas a Dios y a los demás. Al hilo de un pontificado (2), Pamplona 2012.
[67] Cf. H. De Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Madrid 1988; R. Pellitero, "Liturgia y compromiso", en J.L Gutiérrez y otros (eds), “La liturgia en la vida de la Iglesia. Culto y celebración”, Pamplona 2007, pp. 277-289.
[68] Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 31.
[69] Benedicto XVI, Mensaje con ocasión del Encuentro continental para América sobre el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”, 19-XI-2005. Vid. J. L. Illanes, “Secularidad”, en Diccionario de Teología, C. Izquierdo y otros (dirs.), Pamplona 2006, pp. 926-931; R. Pellitero, “Laicos”, en Ibid., 546-551.
[70] Una explicación más amplia, en el Catecismo nn. 2443-2449. Para una introducción al tema, cf. J. Dupont, La Iglesia y la pobreza, en G. Baraúna (ed.), La Iglesia del Vaticano II, I, 3ª ed., Barcelona 1968, 401-431.
[71] “… Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Evangelii nuntiandi, n. 14). Cf. A. Dulles, Evangelization for the Third Millennium, New York-Mahwah, NJ 2009; F. Sebastián, Evangelizar, Madrid 2012.
[72] “Ser cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre −sustancia− de misión” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 98).
[73] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización 3-XII-2007. Por ello los cristianos, como cualquiera otros creyentes, tienen derecho al proselitismo en el sentido genuino del término (actividad dirigida a incorporar personas a una religión), bien distinto de su visión negativa (proselitismo ilícito), hoy muy extendida.
[74] Cf. F. Ocáriz, Los fieles laicos ante la nueva evangelización, en “Palabra”, abril 2012, pp. 18-20.
[75] “La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el testimonio” (Exhort. Evangelii nuntiandi, n. 21). Cf. G. Lorizio, Credibilidad y testimonio cristiano, en Conversión cristiana y evangelización, J. Alonso-J. Alviar, J. (dirs.), Pamplona 2011, pp. 215-226; R. Pellitero, La fuerza del testimonio cristiano, “Scripta Theologica” 38 (2007/2), 367-402.
[76] Cf. U. von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Salamanca 1995.
[77] Reproducimos a partir de aquí una selección bibliográfica sobre las diferentes partes del Catecismo, elaborada por el prof. J. Vergara (a quien agradecemos el permiso para hacerlo), y publicada, en Al servicio de la educación en la fe: el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, C.-J. Alejos Grau (ed), Madrid 2007, pp. 174-182.
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