En esta conferencia, el Cardenal Arzobispo de Bolonia hace una breve catequesis sobre el valor sacramental del vínculo conyugal entre bautizados. Señala también que existe una caridad conyugal, que es participación del amor de Cristo a la Iglesia. Y muestra algunos retos de la institución matrimonial ante los actuales cambios culturales[1]
He pensado hablaros de conyugalidad[2]. Se puede hacer desde varios puntos de vista. He decidido hacerlo desde el punto de vista de la fe, considerando la conyugalidad entre dos bautizados. No será una reflexión que escuchéis con frecuencia, inmersos como estamos en discursos psicológicos y/o sociológicos. El mío quiere ser un bosquejo de catequesis sobre la conyugalidad. Al mismo tiempo, no se puede ignorar lo que hoy está pasando: la conyugalidad cristianamente entendida se enfrenta a un reto absolutamente inédito. Lo trataré en el último punto.
1. El gran texto clásico sobre la conyugalidad es Ef 5,22-32[3]. No es necesario hacer aquí un análisis detallado del texto. Basta, para nuestro fin, captar la idea de fondo, que es esta: existe una relación[4] entre la relación Cristo-Iglesia y la relación entre el esposo y la esposa (conyugalidad). Fijaos que el autor sagrado habla de “relación” entre dos “relaciones”. Lo explico con un ejemplo sencillo. Si digo: 8:4=10:5, no quiero decir que 8=10 y 4=5. Establezco una relación [de igualdad] entre dos relaciones.
¿De qué naturaleza es la relación que existe entre la relación Cristo-Iglesia y esposo-esposa? Es de naturaleza sacramental o, como dirían los Padres de la Iglesia, mistérica. Procuremos entender bien este punto esencial de la visión cristiana de la conyugalidad.
Debemos partir de lo que se llama economía de la Encarnación. Con esta expresión queremos describir el comportamiento de Dios con nosotros, que se manifiesta de modo supremo y definitivo en Jesús, el Verbo hecho hombre. En virtud de ese acontecimiento −Dios que asume nuestra naturaleza y condición humana−, la divina Persona del Verbo revela y realiza el designio de salvación a favor nuestro, humanamente. Dice la palabra de Dios con palabras humanas; nos salva mediante un acto humano de libertad. La palabra humana dicha por Jesús es un gran misterio, porque es el vehículo de la palabra misma del Padre y, por tanto, del pensamiento, del plan del Padre para el hombre. El acto con el que Jesús se entrega a sí mismo en la Cruz es un gran misterio, porque demuestra humanamente el amor divino hacia el hombre. Podemos decir brevemente: la economía de la Encarnación consiste en la Presencia operativa del Verbo dentro de una humanidad: en un cuerpo y en un espíritu humanos; en una vida humana.
Este modo de comportarse del Verbo encarnado sigue siendo actual. Revela y realiza la redención del hombre sirviéndose de realidades humanas. Lo vemos con la máxima claridad en los siete signos sagrados o sacramentos. En el acto de lavar el cuerpo, como sucede en el bautismo, el Redentor realiza la regeneración sobrenatural de la persona. Pero no es que Cristo realice nuestra justificación con ocasión de la efusión del agua y como al lado de ella. Es mediante y, por así decir, dentro de ese gesto, donde Él realiza nuestra redención. Lo que estoy diciendo tampoco hay que entenderlo como si la efusión del agua fuese una ayuda para que creamos que el Redentor nos redime. El Concilio de Trento enseña que los Sacramentos no han sido instituidos solamente para nutrir nuestra fe [DH 1605]. Y esa enseñanza fue recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica [1155]. La fuerza redentora de Cristo está presente en la efusión del agua y actúa mediante ella. Hablo del bautismo, pero podría hacerlo de cada sacramento. Hablamos de economía de nuestra salvación como economía sacramental.
Y ahora volvamos a nuestra reflexión sobre la conyugalidad. He dicho: entre la relación Cristo-Iglesia y la relación esposo-esposa existe una relación sacramental. Ahora podemos explicarnos mejor.
En la relación conyugal está presente el Misterio de la unidad de Cristo con la Iglesia. Aquello es el signo real de esto. Real significa que no representa el Misterio, quedando fuera de él, externo a él, sino que el matrimonio está en relación intrínseca con el Misterio de la unión de Cristo con la Iglesia y, por tanto, participa de su naturaleza, y está como impregnado por él.
¿Pero, qué quiero decir exactamente cuando hablo de matrimonio? En todo sacramento podemos distinguir como tres estratos. Tomemos por ejemplo la Eucaristía. Existe un primer estrato, el más sencillo, visible y constatable: son las especies eucarísticas, el pan y el vino consagrados. Pero significan realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Son solo aparentemente pan y vino, pero en realidad son el Cuerpo y la Sangre de Cristo [segundo estrato]. Pero el Cuerpo y la Sangre de Cristo están significados por el pan y el vino, es decir, por el alimento, en cuanto Cristo quiere unirse a nosotros del modo más profundo: formar, Él y nosotros, un solo cuerpo [tercer estrato].
Análogamente en el matrimonio. Existe un primer dato, bien constatable: un hombre y una mujer dan mutuamente su consentimiento para ser y vivir como marido y mujer [primer estrato]. Mediante sus vidas, significan una realidad que, como tal, no es visible: la recíproca y definitiva pertenencia. Se llama vínculo conyugal [segundo estrato]. Este vínculo que une a ambos esposos no es principalmente un vínculo moral y legal basado en el principio pacta sunt servanda (los pactos, los contratos se respetan). Es una relación que da una nueva configuración a la persona de los dos cónyuges [segundo estrato]. Pero el vínculo conyugal, por su misma naturaleza sacramental, pide, exige realizarse en la caridad conyugal, que produce la perfecta realización al ser marido y mujer [tercer estrato].
La sacramentalidad del matrimonio consiste o reside propiamente en el vínculo conyugal. Es decir, la unión de Cristo y la Iglesia se significa realmente por el vínculo conyugal. El Misterio de Cristo y de la Iglesia está presente en el vínculo conyugal. Los esposos están unidos el uno al otro con un lazo en el que vive el lazo de Cristo con la Iglesia. San Agustín llamaba al vínculo conyugal el bien del sacramento.
Para entenderlo mejor pensemos en el bautismo. El bautismo tiene un gesto que dura un instante: echar agua en la cabeza. Pero se obtiene, como efecto, una realidad permanente, que configura para siempre a la persona con Cristo: el carácter bautismal. En el matrimonio también hay un acto de breve duración: el consentimiento matrimonial. Pero, como efecto, se obtiene una realidad permanente que trasforma la persona misma de los dos esposos en su relación, porque les convierte en signo real de la unión de Cristo con la Iglesia.
Sin embargo −y el asunto es de suma importancia− los dos esposos son solo ministros del sacramento. ¿Qué significa? Que el vínculo conyugal lo produce Cristo mismo; los dos esposos consienten que Cristo les vincule de modo sacramental. Ha-blando del bautismo, San Agustín dice: no es Pedro, Pablo, Juan el que bautiza, sino que Cristo bautiza mediante Pedro…, lo que vale también para el matrimonio. Es Cristo quien os ha casado, quien os ha vinculado el uno al otro [lo que Dios ha unido…]. Por eso, ninguna autoridad, incluida la del Papa, puede romper un vínculo conyugal cuando ha alcanzado su perfección sacramental. Esa es la conyugalidad: un gran misterio, dice San Pablo. Es un don: el don de Cristo. Es un sacramento: lleva en sí la presencia de la unión de Cristo con la Iglesia.
2. El vínculo conyugal, por su misma naturaleza, requiere penetrar profundamente en la mente, en el corazón, en la libertad, en la psique de los esposos: en toda su persona. Para eso, Cristo da a los esposos la caridad conyugal.
Si cogéis un cristal y lo ponéis delante de una fuente luminosa, refracta los colores del arco iris que están presentes −aunque no se vean− en la luz blanca. Un fenómeno análogo sucede en la vida de la Iglesia. La fuente luminosa de la Caridad −la misma Caridad− asume coloraciones diversas al ser participada. Así, existe la caridad pastoral, propia de los pastores de la Iglesia; la caridad virginal, propia de las vírgenes consagradas; la caridad conyugal, propia de los esposos.
La caridad conyugal radica en la natural atracción recíproca de los esposos, la purifica y la eleva hasta llegar a ser participación de la misma caridad con la que Cristo ama a la Iglesia y la Iglesia a Cristo. Caridad conyugal que también se expresa en el lenguaje del cuerpo: son los dos una sola carne.
Debemos concluir, sin poder profundizar en este gran tema de la caridad conyugal como merecería. Pero vosotros, con vuestro ejemplo expresáis que la caridad conyugal es capaz de una acogida y de una gratuidad espléndida.
3. Después de esta reflexión sobre la conyugalidad a la luz de la fe, no podemos dejar de plantearnos una pregunta, que no es retórico calificar de dramática. Parto de la constatación de un hecho. El matrimonio es el único sacramento que coincide con una realidad creada. Es el mismo matrimonio natural el que es trasfigurado en sacramento. De ahí deriva lo que la jurisprudencia de los tribunales eclesiásticos ha pensado y practicado siempre: no existe verdadero sacramento si faltan sustancialmente los elementos constitutivos del matrimonio natural [libertad de consentimiento, por ejemplo].
Y ahora nos planteamos la pregunta: la conyugalidad, como se piensa, como se constituye y como se vive hoy, ¿tiene una base tal como para poder ser trasfigurada sacramentalmente? Me explico con un ejemplo. Para que se pueda celebrar la eucaristía es necesario que haya vino. Pero, ¿y si el vino se ha avinagrado? La celebración de la eucaristía no sería posible. La pregunta es: ¿existe todavía el vino de la conyugalidad para poder celebrar el sacramento de la conyugalidad? Jamás la Iglesia ha tenido que responder a tal desafío.
El gran sociólogo PierPaolo Donati introdujo genialmente esta reflexión en una metáfora de gran fuerza argumentativa. Habla de un genoma familiar, que es típico de una familia, y que define a esa familia. La pregunta anterior puede ser reformulada así: ¿puede el matrimonio estar a total disposición de la sociedad humana, si no tiene su forma propia, su genoma?
La tendencia cultural que pretende imponerse hoy a toda costa responde afirmativamente a la pregunta. Cosa que no hay que minusvalorar, como está pasando, me parece, en la Iglesia de hoy. El genoma puede ser modificado por el ambiente, hasta obtener un OGM[5]. Así se está proyectando culturalmente una FGM[6] [cfr. PierPaolo Donati, La famiglia. Il genoma che fa vivere la società. Rubettino, Soveria Mannelli, 2013, p. 250].
¿La Iglesia debería tomar nota de esa tendencia, pensando simplemente que la conyugalidad cristiana pueda arraigar en cualquier FGM? Pienso poder decir muy serenamente que, si así hiciese, fallaría en su grave deber de anunciar el Evangelio del matrimonio. Por otra parte, ignorar lo que está pasando tampoco sería real.
Quisiera, pues, indicaros algunas sugerencias que podrían orientarnos ante este desafío tan grave.
Parece, según serias investigaciones, que en las jóvenes generaciones queda una profunda nostalgia de la familia y del matrimonio. Es el dato al que aludí antes. Por una parte, el genoma familia está sometido a intentos cada vez más poderosos e implacables de modificarlo hasta hacerlo desaparecer. Por otra, queda en el corazón del hombre y de la mujer el deseo de matrimonio y familia. Podemos decir que la situación actual nos lleva a tocar fondo. En dos sentidos: en lo que se refiere a mutar el genoma familia; y en el sentido de que nos obliga a tocar el fondo del ser familia, redescubriendo su realidad más profunda.
La primera y fundamental orientación es un gran e incesante compromiso cultural a dos niveles, igualmente importantes:
● Profundizar en la propia postura del pensamiento, dando razón de nuestra concepción de matrimonio y de familia. Y pidiendo también al adversario que haga otro tanto. Al final se verá, por los frutos respectivos, quién está en la verdad: quién vive una vida más humana.
● Profundizar, dar más calidad, a nuestro compromiso educativo con las jóvenes generaciones, educándolas a comprender el corazón de su ser persona. Dada la situación, habrá que replantearse los cursos de preparación al matrimonio.
Para que este compromiso cultural pueda realizarse, hay que evitar tres posturas:
● La posición tradicionalista: confundir el genoma con una precisa morfogénesis histórica de la familia, intentando imponerla incluso a nivel legislativo.
● La elección de las catacumbas: bastan las virtudes individuales, sin pensar en una razonable introducción de la visión cristiana en la sociedad, manteniendo, en definitiva, absolutamente separado el Evangelio del Siglo;
● La posición progresista: buscar un modus vivendi, un reconocimiento de las formas de convivencia que están precisamente minando el genoma de la familia [normalmente esta posición cultural es señalada como acogida de las personas].
La segunda orientación concreta mejor la primera. Ya no podemos tomarnos a la ligera la verdadera y propia revolución cultural que intenta redefinir qué es masculino y qué es femenino. Esta revolución afecta a todos y cada uno de los individuos, pero tiene un objetivo central: la familia. Y se entiende porqué: la razón está en que la familia es el lugar generativo y regenerativo fundamental de la diferencia sexual [Donati, p. 103].
No quiero alargarme más, y concluyo. Creo no equivocarme diciendo que hoy el conflicto radical de las antropologías sucede dentro del matrimonio y de la familia. Ya lo había previsto San Juan Pablo II.
Finalmente, pero no menos importante, la realidad de la conyugalidad cristiana debe manifestarse también públicamente, y eso solo se puede hacer dentro de una red de familias. Os dejo con este pensamiento.
Carlo Caffarra, Cardenal Arzobispo de Bolonia
(Traducción de Luis Montoya)
[1] Traducción castellana de la conferencia del Cardenal Carlo Caffarra, Arzobispo de Bolonia, el 10 de enero de 2015, en el 25 aniversario del fallecimiento de D. Pietro Magnini, fundador del Movimiento Familiaris Consortio (original en www.familiarisconsortio.org).
[2] La conyugalidad es, en primer lugar, la relación que une a los cónyuges, es decir a los esposos que se han entregado recíprocamente uniendo sus vidas y sus cuerpos y expresando esa unión mediante el acto conyugal. En segundo lugar, la conyugalidad es el amor propio de los cónyuges (ndt).
[3] Efesios 5, 22-32: Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavado del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande misterio es este; mas yo lo digo respecto de Cristo y la iglesia (ndt).
[4] No es fácil traducir adecuadamente este juego de palabras. El original emplea primero “relazione” y después “rapporto” que, en este contexto, no son susceptibles de otra traducción que no sea “relación” en ambos casos. Quizá se podría traducir “vinculación”, “trato”, “vínculo”, etc., pero no acaba de ser lo que quiere decir el autor. Cabría, tal vez, traducir el segundo término como “binomio”, pero tampoco sería muy correcto (ndt).
[5] Organismo Genéticamente Modificado (ndt).
[6] Entiendo que se trata de Familia Genéticamente Modificada (ndt).
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