En este artículo, tomando pie del pasado Sínodo Extraordinario, se resume la enseñanza de la Iglesia en relación con la familia (unidad, indisolubilidad, sacramentalidad, etc.). A modo de introducción, se presenta también una breve explicación sobre la naturaleza y el cometido del Sínodo de los Obispos
Desde el momento en que Papa Francisco anunció que en octubre de 2014 habría un Sínodo Extraordinario sobre la familia, como preparación para el Sínodo Ordinario sobre el mismo tema que se tendría el año 2015, se abrió un amplísima discusión sobre cuáles debían ser los temas que habían de tratarse en estos Sínodos. Para algunos medios de comunicación social, parecería que los dos únicos temas serían la posibilidad o no de que los divorciados y unidos en segundas nupcias civiles puedan recibir la Comunión, y la actitud de la Iglesia ante la homosexualidad y las uniones entre personas del mismo sexo.
Trataremos de recordar algunos principios doctrinales en referencia a la familia −que no se ponen en duda, como repite en numerosas ocasiones el Papa Francisco (cfr. Discurso en la clausura de la III Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los Obispos, 18 de octubre de 2014)−, tomando pie del Sínodo Extraordinario que se ha tenido sobre esta temática.
Como introducción, nos parece oportuno, antes de nada, explicar qué es un Sínodo de los Obispos, aspecto ciertamente no secundario si se quiere sopesar cuanto han dicho los medios de comunicación y la misma Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos y, en segundo lugar, subrayar la necesidad de recuperar una adecuada visión antropológica del matrimonio y la familia.
El Sínodo Extraordinario sobre la familia
El canon 342 del Código de Derecho Canónico define el Sínodo de los Obispos del siguiente modo: «El sínodo de los Obispos es una asamblea de Obispos escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos, y ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo». Es una manifestación de la Comunión entre el Santo Padre y los Obispos. Como establece claramente el canon sucesivo, el Sínodo no tiene potestad deliberativa sino consultiva. Por ello, los Sínodos de los Obispos no concluyen con deliberaciones, decretos o documentos doctrinales, sino con propuestas que se someten a la libre consideración del Santo Padre que, ordinariamente, a la luz de las propuestas, y ejerciendo su potestad primacial sobre la Iglesia Universal, realiza una Exhortación Apostólica que trata de los temas estudiados en el Sínodo.
En el caso de los Sínodos sobre la familia, el Santo Padre decidió convocar en primer lugar una Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos para preparar el terreno para la Asamblea General Ordinaria del Sínodo que se realizará en el mes de octubre de 2015.
Exponemos brevemente cómo se desarrolló el Sínodo Extraordinario, para entender el lugar de cada uno de los documentos que fueron saliendo antes y durante el Sínodo. En un primer momento, la Secretaría del Sínodo preparó un cuestionario cuyo fin era el de conocer la situación en las diversas regiones del mundo, para determinar los problemas que debía afrontar. A la luz de las respuestas a los cuestionarios, la misma Secretaría preparó el Instrumentum laboris sobre el que trabajarían y discutirían los Padres Sinodales. En el discurso inicial del Sínodo, el Santo Padre invitó a los Padres a hablar con “parresía”, con apertura y sin miedo a confrontar las ideas. Sobre las intervenciones de los Padres Sinodales, diversamente a como se había hecho en los Sínodos precedentes, en vez de publicar las intervenciones individuales sólo se presentaba un resumen diario que era presentado a los medios de comunicación. Al final de la primera semana, una vez concluidas las reuniones generales, la Secretaría preparó, con ayuda de los peritos, la Relatio post disceptationem, que no fue sometida a votación, la cual centró su atención más en los desafíos y las cuestiones problemáticas que en las luces, lo cual fue criticado por gran parte de los Padres Sinodales, pues entendían que no reflejaba con equilibrio cuanto se había dicho en aquella primera semana del Sínodo. Esta Relatio fue el texto base para la discusión de los círculos menores lingüísticos y como fruto del trabajo de éstos se preparó un nuevo documento, la Relatio Synodi, que fue sometida a votación y aprobada por los Padres Sinodales. Por querer explícito del Papa, fue publicada tanto la Relatio Synodi como la votación de cada uno de los puntos. Sólo tres puntos no obtuvieron dos tercios de votos afirmativos: el n. 52, que presenta las diversas posturas sobre la admisión o no a la Eucaristía de los divorciados y unidos civilmente (104 a favor /74 en contra); el n. 53, acerca de la comunión espiritual que pueden hacer los divorciados vueltos a casar (112 a favor / 64 en contra); el n. 55 que hace referencia a las familias en las que algún miembro tiene tendencia homosexual (118 a favor /62 en contra). Sobre este último punto, es llamativa la diferencia entre lo que se decía en la Relatio postdisceptationem, que dedicaba varios puntos al tema, y la Relatio Synodi, que en el citado n. 55 se limita a recordar lo que ya se contiene en el Catecismo y en un documento de la CDF sobre la no discriminación y la ayuda que se debe a estas personas.
Como resumen de este Sínodo Extraordinario, pueden servir estas palabras de Papa Francisco en su Discurso final, en el que dice que durante esos días hubo «discursos e intervenciones llenos de fe, de celo pastoral y doctrinal, de franqueza, de valentía y de parresia», sin, además, «poner en discusión las verdades fundamentales del sacramento del matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreatividad». En este Discurso, además, el Pontífice pidió tener fe en la misión del Santo Padre como garante de la doctrina y de la unidad, subrayando que el trabajo del Sínodo continuaría cum Petro y sub Petro.
Este primer Sínodo no concluyó con propuestas al Santo Padre, sino que simplemente presentó la relación post-sinodal (Relatio Synodi) en la que se resumen los temas tratados en el Sínodo, que es un documento que servirá de base para la reflexión de la Iglesia durante este año y de orientación para la preparación del Sínodo Ordinario. Debe quedar claro que ni la Relatio post disceptationem que se publicó al final de la primera semana, tras las reuniones generales, ni la Relatio Synodi votada por los Padres Sinodales, son documentos doctrinales, sino consideraciones sobre el matrimonio y la familia que serán objeto de estudio por parte del Sínodo Ordinario de octubre de 2015. Éste concluirá con las propuestas que se presentarán sucesivamente al Santo Padre sobre la familia y el matrimonio y los desafíos de la pastoral ante los diversos problemas que presentan las distintas culturas en las que la Iglesia se encarna. Será el Santo Padre quien dará respuestas, ordinariamente mediante una Exhortación Apostólica, a las diversas cuestiones, problemas y desafíos que le presentarán los Padres Sinodales al final del Sínodo Ordinario.
Teniendo en cuenta cuanto se ha dicho, la actitud de todo el pueblo cristiano debe ser de oración por los frutos que producirá este camino sinodal, encomendando especialmente al Santo Padre Francisco, que no deja de pedir oraciones para poder cumplir fielmente su Ministerio Petrino, y de invocar la asistencia del Espíritu Santo para que ilumine a los Padres Sinodales y a todos los pastores y fieles en general. Cada uno −pastores, padres de familia, docentes, jueces, miembros de instituciones eclesiales, etc.−, desde el ámbito que le es propio, puede contribuir al redescubrimiento de la belleza del “Evangelio de la Familia” y, siempre a la luz de la verdad del matrimonio, debe salir al encuentro de las familias para fortalecerlas en su vocación y también ser de algún modo el buen pastor que busca la oveja herida y la sana, con una actitud que implica, al mismo tiempo −y no podría ser de otro modo−, una profunda caridad y misericordia, junto al respeto de la verdad de las cosas, pues sólo en la verdad se encuentra la salvación que Cristo nos ha ganado.
Hablando sobre la familia, en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, que siguió al Sínodo de los Obispos de 1980 sobre el matrimonio y la familia, afirma San Juan Pablo II: «Familia, conviértete en aquello que eres» (n. 17). La familia tiene una identidad propia que va más allá de las culturas concretas; a la vez, siendo una realidad viva, está en constante desarrollo, como se refleja en la sociedad, la cultura y el orden jurídico.
Para encauzar positivamente los cambios que afectan a la familia, conviene reflexionar sobre su naturaleza y también conocer iniciativas que favorecen y promueven la realización de su identidad y de su misión en cada momento histórico y cultural, porque, como recordaba Juan Pablo II, toda cultura puede y debe ser juzgada a la luz de la naturaleza, de aquello que es digno de la persona humana[1].
1. La familia es para el hombre un ámbito necesario de convivencia
La familia responde y colma la exigencia natural de la persona humana de relacionarse, concretamente en el contexto de la relación de reciprocidad plena entre varón y mujer, y entre las generaciones (padres, hijos, abuelos, nietos, etc.).
La familia es, además, la comunidad de amor y de solidaridad (cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la familia, 22-10-1983, parágrafo E del Preámbulo) que despliega de modo inmediato y natural la inclinación humana al vivir-con. En ella, el ser humano, compenetrando la procreación y educación de la prole con la exigencia subjetiva de adquirir la propia identidad personal, se encuentra a sí mismo en la doble dimensión de persona que se da y de persona que recibe al otro.
Por otra parte, la Iglesia considera a la familia “veluti Ecclesia domestica” (LG, 11; cfr. FC 21; CEC 1657).
2. Unión personal conyugal entre un varón y una mujer
El matrimonio es la alianza entre una mujer y un varón, por la que se dan y se reciben mutuamente en cuanto tales para toda la vida, constituyendo un proyecto común que incide directamente también en el entorno social. La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer. Por tanto, no es una institución puramente humana, a pesar de las numerosas variaciones que ha podido experimentar a lo largo de los siglos y en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes humanas (cfr. CEC 1603).
La relación conyugal, que tiene una dimensión de justicia intrínseca que responde a la verdad de ser persona-varón y persona-mujer, es el núcleo esencial del matrimonio como realidad fundada mediante el consentimiento, une la libertad de la persona −de cada cónyuge− y la verdad de los vínculos familiares. «En el matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto conyugal, todas las responsabilidades que nacen del vínculo creado, que constituye un bien para los propios cónyuges y su perfeccionamiento; para los hijos en su crecimiento afectivo y formativo; para el resto de los miembros de la misma familia fundada sobre el pacto conyugal y los lazos de sangre; y para el conjunto de la sociedad, cuya urdimbre más sólida se funda sobre los valores que surgen de las diversas relaciones familiares (cfr. Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y “uniones de hecho”, 25-28)» (H. Franceschi, Uniones de hecho, en Pontificio Consejo para la Familia, Léxicon. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Palabra, Madrid 2004, p. 1114).
También el sentido del ejercicio de la sexualidad adquiere en el matrimonio su verdadero significado, porque participa en la fecundidad de un amor plenamente personal y responsable, que implica toda la persona en su condición masculina y femenina, que es donada por ambos cónyuge y recibida en cuanto tal por ellos.
Otro elemento inseparable de la naturaleza del acto de recíproca donación personal en el matrimonio es la fecundidad. La relación conyugal es esencialmente distinta de la pulsión instintiva de reproducción presente en el reino animal, ya sea en su identidad −a lo biológico se añade la alianza matrimonial y las exigencias psicológicas, espirituales y éticas que presiden el acto biológico−, ya sea por su significado social: transmisión de la vida, cambio generacional y, a través de la educación, inserción de nuevos seres en el marco social, siendo la familia el primero y principal ambiente de “socialización” de la persona humana. Como evidencia el documento final del Sínodo, uno de los desafíos actuales es el de ayudar a los fieles cristianos a profundizar en la doctrina sobre la inseparabilidad entre el significado unitivo y procreativo de los actos conyugales, ayudándoles a superar una visión materialista y utilitarista de la persona que lleva a cerrarse a la dimensión fecunda del matrimonio y a la apertura generosa a la fecundidad. En este sentido, la Relatio Synodi votada al final de la Asamblea Extraordinaria hace un llamamiento a los pastores y a los cónyuges para que descubran y sepan transmitir la belleza de la fecundidad conyugal, haciendo una especial referencia a la doctrina de la Enc. Humanae Vitae del Beato Pablo VI. Es llamativo que dos puntos que tratan directamente de este tema (nn. 57 y 58) fueron aprobados por prácticamente todos los Padres Sinodales (169 placet y 5 non placet; 167 placet y 9 non placet, respectivamente).
3. Unidad e indisolubilidad
Las exigencias objetivas del matrimonio, en el que se unifican y armonizan la entrega natural y la libertad humana, son la fidelidad e indisolubilidad. No se trata de exigencias añadidas arbitrariamente o exteriormente al matrimonio, por motivos sociales ni religiosos, sino que están contenidas en la misma alianza −fundada mediante un acto de libertad personal− realizada por los cónyuges.
La dignidad humana es tan sublime, que el único camino digno para establecer una relación que implique la donación de la propia condición sexual (inseparable de la persona entera) es el matrimonio, el cual funda la identidad de la familia.
En este sentido, es claro el empobrecimiento de la relación humana que se produce en la llamada “unión libre” o en una unión corpóreo-afectiva separada de la fidelidad y la indisolubilidad. Igualmente incompleta es la definición del matrimonio simplemente como comunidad de vida y de amor, porque resulta ambigua: sucede, de hecho, que en ocasiones se aplica a situaciones de vida común y afectivas cuyo ser no es, real e intrínsecamente, “conyugal”, es decir, unión en la propia condición masculina y femenina, debida en justicia y, por su propia naturaleza, fiel, indisoluble y abierta a la vida. De igual manera, en ocasiones se desvirtúa el significado del matrimonio, entendiéndolo como una especie de derecho a la libertad de ejercicio de la sexualidad.
Existen, además, situaciones que tienen semejanza con la unión marital que algunos designan como familias reconstruidas. Son aquellas formadas tras la disolución de una unidad familiar previa. En la actualidad, esas situaciones se dan sobre todo después del divorcio de los cónyuges. Estas uniones, muchas veces basadas en un matrimonio legal y en una casa dirigida por dos adultos varón y mujer, se distinguen, sin embargo, respecto a otras características de la familia fundada sobre la unión indisoluble. En ellas, en efecto, se introduce un nuevo miembro adulto sin relación biológica con los hijos del matrimonio precedente; este adulto trae a veces sus propios hijos; se crean relaciones y papeles nuevos, como la relación con el padrastro (o madrastra) y a la vez con el padre (o madre) natural, la relación con medio-hermanos, la relación con el cónyuge anterior (sobre todo en lo que se refiere a la educación de los hijos); se tiene la custodia sobre hijos que viven con el otro progenitor y visitan al progenitor vuelto a casar; los recursos económicos se comparten incluso de modo competitivo entre los hijos que viven en el nuevo hogar y los que lo visitan, etc. Además, esas situaciones con frecuencia inciden en forma de descrédito del significado del matrimonio en la conciencia personal, ya que la experiencia negativa de las personas afectadas por un divorcio anterior, o por el divorcio de sus padres, suele generar desconfianza hacia la institución matrimonial.
Otra situación peculiar es la de las uniones en las que no hay matrimonio, pero por motivos que no responden a un rechazo formal del mismo. La ausencia de una relación jurídica clara, fruto de la donación matrimonial que antes hemos explicado, las sitúa entre las llamadas uniones de hecho, pero la ausencia del vínculo institucional no es el resultado de una clara elección positiva, y así difieren, en cierto modo, de las uniones de hecho. Esto se refleja en países en los que «el mayor número de uniones de hecho se debe a una desafección al matrimonio, no por razones ideológicas, sino por falta de una formación adecuada de la responsabilidad, que es producto de la situación de pobreza y marginación del ambiente en el que se encuentran. La falta de confianza en el matrimonio, sin embargo, puede deberse también a condicionamientos familiares, especialmente en el Tercer Mundo. Un factor de relieve, a tener en consideración, son las situaciones de injusticia, y las estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o racistas, confluye agravando mucho estas situaciones de dificultad» (Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y “uniones de hecho”, 6).
4. Sacramentalidad del matrimonio cristiano y fe de los contrayentes
Como desde antiguo han afirmado el Magisterio, la teología y el derecho de la Iglesia, entre bautizados no hay válido matrimonio que no sea, en sí mismo, sacramento de la Nueva Alianza (cfr. can. 1055 § 2 CIC).
La Revelación enseña, en efecto, la sacramentalidad del matrimonio entre bautizados, es decir, que Dios ha querido que el matrimonio previsto en el plan de la creación como signo del amor divino hacia su pueblo, se convirtiera en la plenitud de los tiempos en signo permanente de la unión de Cristo y su Iglesia, y que, por eso, fuese verdadero sacramento de la Nueva Alianza.
Es por ello que la sacramentalidad no es algo yuxtapuesto o extrínseco al ser natural del matrimonio. Es el mismo matrimonio querido por el Creador el que es elevado a la dignidad de sacramento mediante la acción redentora de Cristo, sin que esto suponga una desnaturalización de la realidad natural (cfr. CEC 1617). En el amor conyugal entre bautizados se refuerza la fidelidad propia de la donación mutua de los esposos (cfr. CEC 1647, CEC 1648, CEC 1650-1651). Por ello, la fe personal no es requisito para que el matrimonio de dos bautizados sea sacramento. Basta que “quieran” el verdadero matrimonio, es decir, una unión que en sí misma es fiel, indisoluble y abierta a la fecundidad, que por su misma naturaleza está abierta al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole (cfr. can. 1055 § 1 CIC). En esa voluntad de casarse según el proyecto divino del principio «implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia» (FC, 68). Más que en la voluntad de los contrayentes, la sacramentalidad tiene su fundamento en la voluntad salvífica de Cristo (cfr. Ibidem).
En el n. 48 de la Relatio Synodi se afirma: «Según algunas propuestas, se debería considerar la posibilidad de dar relevancia al papel de la fe de los contrayentes en orden a la validez del sacramento del matrimonio, sin poner en duda que, entre bautizados, todos los matrimonios válidos son sacramento». Este número obtuvo 143 placet y 35 non placet. Al respecto, se pondría la gran dificultad de determinar cuál sería ese grado de fe necesario. San Juan Pablo II, en FC 68, afirma que es suficiente querer lo que la Iglesia entiende cuando celebra el matrimonio; en su Discurso a la Rota Romana de 2003, especificó que esto significa “querer la conyugalidad”, es decir, querer el verdadero matrimonio.
En muchas culturas de nuestros días, sobre todo en el mundo occidental, la familia “está asediada”, usando una expresión de Papa Francisco. Los modelos culturales, sociales y jurídicos de familia que se pretende imponer están en abierta contradicción con la “familia conyugal”, ese conjunto de relaciones familiares que tienen su punto de partida en la relación conyugal, que es la primera relación familiar. En otras culturas el asedio viene de lejos, como es el caso de algunas culturas en las que se niega la igualdad radical entre varón y mujer en cuanto personas y se admite la poligamia.
1. El divorcio
El divorcio, que el Catecismo de la Iglesia Católica califica de “plaga social” (n. 2385), entró en las legislaciones civiles como un remedio a situaciones de crisis, pero se ha convertido en nuestros días, prácticamente, en un derecho de la persona, debido en buena parte a una errada comprensión de la libertad, que es entendida no como la capacidad para elegir el bien, para autodeterminarse a él y alcanzar la perfección a que está llamada la persona humana, sino como total poder de decisión, como fin en sí mismo. Desde esta concepción, no se entiende cómo una persona pueda, en un momento, el del consentimiento, “renunciar para siempre a su libertad”. En este sentido, es necesario superar el pesimismo antropológico en que está inmersa nuestra sociedad, que no cree posible una donación de sí para siempre. La libertad está para la entrega, es requisito para poder amar, pero no es fin en sí misma, es una “libertad para”, es decir, finalizada y no una absoluta indeterminación, una capacidad para elegir siempre y en todo momento. Quien no se compromete para no perder su libertad, termina siendo esclavo de esa concepción de libertad. En este sentido, como repetidamente afirma la Relatio Synodi, es necesario una nueva inculturación de la verdad del principio, que logre presentar la indisolubilidad del matrimonio no como un yugo sino como un don que Dios da a los cónyuges (cfr. Relatio Synodi, 14).
2. La mentalidad anticonceptiva
El matrimonio está abierto, por su misma naturaleza, a la dimensión fecunda. Aunque el fenómeno de la anticoncepción ha existido desde antiguo, la invención de la píldora anticonceptiva en los años 50 ha oscurecido como nunca el significado de la sexualidad humana, permitiendo fácilmente, y al alcance de cualquier persona, la separación de los significados unitivo y procreativo del acto sexual (cfr. HV, 12). Vivimos en una sociedad en la que la sexualidad ha sido banalizada y en la que la fecundidad −las familias numerosas− son vistas con sospecha. El hijo no se considera un don de Dios, sino un derecho individual al que se puede acceder con cualquier medio, como ocurre con la fecundación artificial.
Hay que superar una especie de esquizofrenia en la sociedad moderna: por una parte, se ponen todos los medios para controlar los nacimientos, incluso con políticas impuestas injustamente, sobre todo en las clases más humildes: esterilización, distribución de medios anticonceptivos, denigración de las familias numerosas; por otra parte, sobre todo en personas con medios, el hijo a cualquier costo, con la proliferación de métodos artificiales de fecundación, que no responden a la dignidad de la persona humana, del matrimonio y, sobre todo, del niño, que tiene el derecho a ser concebido en el seno materno y a tener un padre y una madre ciertos que son entre ellos cónyuges. Además, en casi todas estas técnicas, se prevé la selección de embriones, su congelación, el aborto. Ante estas situaciones, hay que promover, también con el ejemplo de las familias cristianas, la belleza de la paternidad y la maternidad enel matrimonio, el carácter de don que supone cada hijo, la confianza en la Providencia divina, la generosidad para renunciar a comodidades superficiales a favor de los hijos, etc. (cfr. Relatio Synodi, 57 y 58).
3. El mal llamado “matrimonio homosexual”
Como se deduce de cuanto hemos explicado precedentemente, sólo puede existir matrimonio entre un varón y una mujer. Siendo el matrimonio una realidad originaria, anclada en la naturaleza misma del ser varón y mujer, ninguna autoridad tiene el poder de redefinir el matrimonio y, tanto menos, decir que es matrimonio la relación entre dos hombres o dos mujeres. Aunque lo hayan llamado “matrimonio” en diversas legislaciones, estas realidades no serán nunca matrimonio, por lo que es un gran error darles tal categoría.
El matrimonio se funda sobre la diversidad varón/mujer y la complementariedad que deriva de ella y, por su naturaleza, está llamado a la fecundidad. Todos estos elementos faltan en las uniones homosexuales. La imposibilidad de reconocerlas como matrimonio no comporta ninguna injusticia o discriminación, porque injusto sería tratar diversamente lo que es igual. Nadie, con objetividad y sentido común, puede afirmar que es lo mismo el matrimonio que estas uniones. En estas uniones falta el presupuesto antropológico, no se dan los bienes que definen el matrimonio, son uniones por su misma naturaleza infecundas.
Es evidente, por otro lado, que esta conclusión es compatible con una comprensión de las personas con tendencia homosexual, a las que la Iglesia facilita (como a todos los fieles) los medios necesarios para vivir de acuerdo con la Voluntad de Dios.
La vía de salida está en superar el reduccionismo al que ha sido sometido el matrimonio, donde lo único que cuenta hoy en día para los ordenamientos civiles son los sentimientos y afectos, independientemente de lo que es digno y bueno para la persona humana y la sociedad. La actitud del cristiano ante esta situación no puede ser derrotista y pesimista, aunque sea posible que no baste una generación para recuperar en la sociedad la verdadera y auténtica noción y belleza del matrimonio que está inscrita en el ser del hombre.
4. Una breve reflexión sobre los divorciados y vueltos a unir civilmente
Este tema, como sabemos, está ahora en el candelero y aparece frecuentemente en los diversos medios de comunicación social, que con frecuencia −con una visión reduccionista− han pretendido centrar toda la atención del Sínodo Extraordinario de los Obispos en este tema. El magisterio se ha mostrado siempre firme en la doctrina al respecto. Baste mencionar dos intervenciones recientes que resultan enormemente claras, tanto desde el punto de vista de la praxis de la Iglesia como desde el de la acción pastoral. Se trata del n. 84 de la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio de S. Juan Pablo II y del n. 29 de la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI. Allí encontramos, por una parte, consejos muy prácticos para las personas que se encuentran en estas situaciones, que no se deben sentir excluidas de la Iglesia y deben ser tratados con caridad pastoral, con la misericordia de la que nos habla Papa Francisco.
Por otra parte, en ambos documentos se explican las razones teológicas, fundadas en la Revelación de Cristo, por las que estas personas, para ser admitidas a la Eucaristía, deben llevar un modo de vida que no contradiga el significado sacramental del matrimonio, que es la unión indisoluble entre Cristo y su Iglesia. No se trata de una pena eclesiástica, sino de una consecuencia de la situación en que se encuentran, que es objetivamente contradictoria con la Eucaristía. Al respecto, se indican tres artículos recientes que dan luces sobre este tema: H. Franceschi, Divorziati risposati e nullità matrimoniali, en «Ius Ecclesiae» 25 (2013), p. 617-639, que expone el Magisterio reciente sobre el tema; M.A. Ortiz, La pastorale dei fedeli divorziati rispostati civilmente e la loro chiamata alla santità, en C.J. Errázuriz M. - M.A. Ortiz (editores), Misericordia e diritto nel matrimonio, Roma 2014, p. 99-129, en el cual se enfoca el tema desde el punto de vista de la llamada universal a la santidad que, mientras no excluye a nadie, a la vez nos muestra las exigencias de la vida cristiana; A.S. Sánchez-Gil, La pastorale dei fedeli in situazioni di manifesta indisposizione morale. La necessità di un nuovo paradigma canonico-pastorale dopo l’Evangelii gaudium, en «Ius Ecclesiae» 26 (2014), en publicación, en el cual el autor propone nuevas vías para explicar el Magisterio de la Iglesia sobre este problema y otros similares.
Para concluir, podemos afirmar que en la atención de estos casos siempre se debe unir una profunda y auténtica caridad con el amor a la verdad, pues sólo en la verdad se logrará el bien de las personas, la salus animarum, que es la ley suprema de la Iglesia. Por ello, la verdadera misericordia no consiste en ignorar los pecados o las situaciones desordenadas, sino en sanarlos y ofrecer a los fieles los medios para que puedan vivir de acuerdo a la verdad.
Héctor Franceschi - Miguel Ángel Ortiz
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíc. Veritatis Splendor, 53: «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos». Él es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo».
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