Los mártires son testimonio vivo de Cristo. Ellos no antepusieron nada al amor de Dios, ni siquiera la propia vida, y esa es su gran lección; nos enseñan con su vida -y sobre todo con su muerte-, el camino que conduce verdaderamente a la fraternidad entre los hombres, a la justicia, a la libertad y a la paz
Incluimos la transcripción de la ponencia oral de Mons. Juan Antonio Martínez Camino, Obispo auxiliar de Madrid, durante las jornadas Diálogos de Teología 2014, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia, en el mes de febrero ppdo.
El Papa Francisco, en la preciosa Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, habla en el número 35 sobre una pastoral en clave misionera de testimonio en el mundo, y es el epígrafe en el que se encuadra esta conferencia: “Una pastoral en clave misionera −escribe− no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad ni verdad, y así se vuelve más contundente y radiante”.
“Contundente y radiante”, como la figura del Papa Francisco. El Papa Francisco tuvo la generosidad de dirigirse en un videomensaje gravado para la ocasión a la gran asamblea eucarística que el pasado octubre se reunió en Tarragona para la beatificación de 522 mártires del siglo XX en España.
En ese breve videomensaje, con su característico estilo conciso y neto, vino a repetir esto mismo que dice en Evangelii Gaudium y que es un pasaje central de la misma: “Los mártires nos ayudan con su ejemplo y su intercesión a no ser cristianos de barniz, sino sustanciales”. Cristianos sustanciales.
El siglo XX ha sido el siglo de los mártires cristianos y de las víctimas de los totalitarismos, que se cuentan por decenas de millones. Pero casi nadie habla de ello, casi sólo los judíos, los hermanos judíos, que no cesan −como pueblo de la memoria que son− de recordar el holocausto que en el siglo XX pretendía hacer desaparecer a su pueblo. El tema de las victimas del siglo XX, y de los mártires cristianos en particular, es un tema tabú, porque estas catástrofes y genocidios son difícilmente compatibles con la imagen idealizada que ha sido elaborada por los altavoces de la ideología del progreso acerca del siglo XX, que se nos presenta sólo como el siglo del progreso y de las declaraciones de los derechos humanos.
Aunque eso es verdad, también es el siglo de los genocidios mayores de la Historia, y la Iglesia no olvida a sus mártires y tampoco a ninguna de las víctimas inocentes de la violencia ejercida por regímenes muy desarrollados técnicamente, con una maquinaria industrial capaz de exterminar poblaciones y pueblos enteros pero, al mismo tiempo, desarrollados poco humanamente; ateos y antihumanos.
El Papa Juan Pablo II −pronto ya santo− ha sido sin duda la figura profética que ha puesto sobre el candelero la luz de los mártires del siglo XX. Él había vivido en primera persona el siglo del martirio. En su atormentada tierra polaca la Iglesia sufrió primero la persecución a causa del totalitarismo nazi, y luego le tocó el turno al totalitarismo comunista hasta fechas cercanas a nosotros.
La historia del gran Papa mártir, abatido por las balas en la Plaza de San Pedro y librado providencialmente de la muerte, es una especie de resumen del siglo de los mártires. Juan Pablo II merece muy bien, entre otros muchos que merece, el título de Papa de los mártires del siglo XX, igual que aquel otro Papa de la antigüedad, San Dámaso, mereció el título del Papa de los mártires, por la obra de culto y de memoria de los mártires de la época del Imperio Romano.
Juan Pablo II celebró en 1987 la primera beatificación de mártires de la persecución de los años 30 en España, la de las Carmelitas Descalzas de Guadalajara. Habían pasado ya 50 años desde su martirio. Desde entonces hasta la última beatificación, la de Tarragona, los mártires de España que han alcanzado la gloria de los altares son 1523, de los cuales 11 son santos y el resto, 1512, beatos. Y serán si Dios quiere más en los próximos años, pues fue elevadísimo el número de personas que dio el supremo testimonio del amor a Jesucristo uniendo su sangre a la Sangre del Señor.
El martirio fue en el siglo XX un patrimonio de muchos cristianos en toda Europa y en todo el mundo. También de las Iglesias ortodoxas y de las comunidades protestantes, que se vieron enriquecidas con esta gracia. Juan Pablo II puso de relieve que los mártires abren un nuevo camino ecuménico, son los primeros ecumenistas para el presente y el futuro de la Iglesia, porque su sangre fue una ofrenda común más allá de las tristes divisiones que nos separan a los cristianos todavía. Una ofrenda común basada en la unidad de la fe, en el mismo amor a Dios.
Las cifras de España son enormes, pero palidecen ante las que conocemos de otros lugares, sobre todo de Rusia. En España fueron 12 obispos los que fueron asesinados por ser obispos. En Rusia fueron 250 obispos ortodoxos, obispos en la sucesión apostólica. Si en España fueron unos 7.000 los sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados por su condición de tales, en Rusia las cifras son verdaderamente escalofriantes: 200.000 miembros del clero y del monacato (obispos, sacerdotes, monjes, diáconos y religiosas) fueron asesinados entre 1917 y 1980. Y solo entre 1937 y 1938 fueron arrestados en Rusia 165.100 sacerdotes ortodoxos de los que fueron fusilados 105.000. Las cifras se encuentran en un libro precioso de Andrea Ricardi que se titula precisamente “El siglo de los mártires”, publicado en Barcelona en 2001.
Entre los hermanos ortodoxos mencionemos al menos el nombre del arzobispo de Petrogrado Benjamín, fusilado en 1922 y canonizado por la Iglesia ortodoxa rusa en 1992. La Iglesia ortodoxa rusa ha canonizado unos 1700 nuevos mártires −como ellos los llaman−. Escribía el obispo Benjamin de Petrogrado poco antes de morir: “los tiempos han cambiado. Ha surgido la posibilidad de padecer sufrimientos por amor a Jesucristo”.
Cuando en 1939 la persecución termina en España, la vorágine persecutoria continúa en la Unión Soviética, y se reproduce en muchas otras partes de Europa, que siguió siendo espectadora del martirio de los cristianos de todas las confesiones además del holocausto de los judíos desatado por los nazis.
El tributo de sangre del clero polaco después de que Hitler invadió Polonia en 1939 fue enorme. Desde 1939 hasta 1945 murieron unos 3.000 sacerdotes católicos polacos, de los cuales 1.992 sacerdotes fueron asesinados en los campos de concentración nazis. Sólo en el campo de Dachau, cerca de Munich, murieron 787 sacerdotes polacos, para los cuales había unas barracas especiales. Entre ellos cabe recordar al obispo de Wloclawek, Michal Kozal, envenenado con una inyección letal y beatificado por Juan Pablo II en Varsovia en 1987, el mismo año de la beatificación de mártires del siglo XX en España. Como también hay que mencionar que, todavía en 1984, fue arrojado vivo al río Vístula, en Varsovia, el joven sacerdote Jerzy Popieluszko, beatificado en 2010 por decreto del Papa Benedicto XVI.
Del ámbito de lengua alemana conocemos bien el nombre, el rostro, la historia y la peripecia martirial de unos 700 obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas y laicos que murieron perseguidos por su fe. Recordamos aquí solo un par de nombres, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, martirizada en Auschwitz en 1942, cerca de Cracovia, de quien Juan Pablo II dijo que su vida era como la síntesis de nuestro siglo. Mencionamos también a dos jóvenes sacerdotes alemanes ya beatificados, Karl Leisner, muerto en 1945 y Gerhard Hirschfelder en 1942, y al obispo de Rumania Juan Scheffler, de habla alemana, muerto en 1952 y beatificado en 2011.
De los miles de mártires de la Ucrania soviética han sido beatificados ya 28 grecolatinos, entre ellos 9 obispos. Muertos todos a causa de la persecución bolchevique entre 1947 y 1973.
De Croacia conocemos las fotografías y las biografías de 663 mártires de las épocas nazi y comunista, entre ellos cuatro obispos, de los que menciono sólo al beato Luis Stepinac, arzobispo de Zagreb recientemente beatificado.
No hablamos de Rumania, no hablamos de Bielorusia, no hablamos de otros muchos sitios de Europa. Estas breves referencias no recogen en su integridad ni siquiera los datos referentes a Europa. Menos aún los referentes a China, Corea, a Vietnam, a Méjico, a otras partes del mundo, a África, de los cuales nos tenemos que limitar a evocar los miles de mártires de todo el mundo.
Sólo diré algunas cosas de la persecución que arrecia en Méjico entre 1926 y 1929: muchos sacerdotes fueron asesinados entonces solo por decir Misa. El libro ya mencionado de Riccardi habla de 90 sacerdotes. También hay mártires laicos en Méjico que fueron muertos simplemente por ser católicos, en algunos casos resistentes pacíficos contra las leyes represoras de la libertad religiosa. En 2005 fueron beatificados 9 laicos junto con 2 sacerdotes en el estadio de Jalisco. El beato Anacleto González Flores, abogado, era el cabeza de este grupo. En el año 2000 Juan Pablo II había beatificado al sacerdote San Cristóbal Magallanes y 24 compañeros mártires de México. El más conocido en España será seguramente el beato Miguel Agustín Pro, sacerdote jesuita fusilado el 23 de noviembre de 1927 y beatificado en 1988. Fue asesinado sin juicio alguno ante las cámaras y ante un grupo de invitados del gobierno de Plutarco Calles.
No cabe duda, el siglo XX ha sido el siglo de los mártires, una gran persecución se desató contra los cristianos en todo el mundo y particularmente en Europa. Solo teniendo presente estos amplios horizontes de Europa y del mundo entero se puede comprender en su justa medida lo que sucedió en España en los años 30 del siglo pasado. No fue un caso español.
El mundo lo olvida, quiere ocultarlo, quiere callar sobre este asunto. Pero Juan Pablo II conocía bien el gran don de Dios del martirio para el siglo XX. Quería ponerlo sobre el candelero, como he dicho antes. Conocía bien el inmenso tesoro espiritual −desconocido incluso para los cristianos−, que son los mártires del siglo XX. ¿Por qué aquel empeño del Papa santo? Es lo que voy a tratar de explicitar muy elementalmente en esta segunda parte de mi intervención.
El Papa polaco y santo estaba convencido de que, igual que los mártires romanos de los tres primeros siglos fueron sin duda la semilla básica de la que brotaron los frutos de la evangelización de Europa en el primer milenio, así también la sangre de los mártires del siglo XX está llamada a fecundar la evangelización del tercer milenio, es decir, la Nueva Evangelización, y me atrevo a añadir que no habrá Nueva Evangelización fecunda y completa mientras no haya un conocimiento, un amor y un culto adecuado a los mártires del siglo XX. ¿Por qué? No son difíciles de comprender las razones de la profética convicción de Juan Pablo II: los mártires del siglo XX son personas de la misma fibra espiritual que los de los primeros siglos y que los de todas las épocas. Aunque en el siglo XX en número han sido más que los de todos los siglos anteriores juntos, son cristianos que llegada la hora de la verdad se han mostrado capaces de no anteponer nada a su fidelidad a Jesucristo y a la fe; nada, ni siquiera la vida. Prefirieron morir a traicionar su fe.
En el año 259, al obispo de Tarragona, Fructuoso, y a sus diáconos, Augurio y Eulogio, el gobernador romano de la ciudad les pedía una cosa muy sencilla, y era que ofrecieran incienso en el anfiteatro de la ciudad a los dioses de Roma, entre ellos al emperador. Ellos no lo hicieron, y fueron quemados vivos en el anfiteatro de la ciudad. En 1936, el joven sacerdote menorquín, Juan Huguet, el beato Juan Huguet, beatificado el 13 de octubre pasado en Tarragona, en presencia de dos de sus hermanos, de 94 años −pero que él tenía entonces 23 años− acababa de ser ordenado sacerdote en Barcelona hacía un mes. El joven sacerdote escucha de un militar que acababa de llegar a su pueblo de Ferreries que, si no quería morir tenía que escupir a un crucifijo que se le acababa de caer de la sotana que le acababan de obligar a quitarse. Y él dijo que no, que no lo iba a hacer, y fue asesinado a sangre fría por aquel militar de un tiro en la cabeza en el ayuntamiento de su pueblo. Pudieron librarse de la muerte tanto Fructuoso como el beato Juan Huguet. Es una elección clara y libre. Los perseguidores siempre tienen una excusa política. Puede ser traición a Roma o puede ser traición a la revolución y al progreso, pero siempre hay en el corazón de los mártires un amor más fuerte que la muerte como dice la Escritura Santa. Siempre hay en la intención de los verdugos un odio objetivo a la fe profesada por sus víctimas. Para los romanos la fe cristiana era odiada porque la consideraban una causa de corrupción del civismo de los súbditos de Roma y de la unidad de la res publica que ponía en peligro la supervivencia política y social de aquel sistema. Los revolucionarios de la Europa del siglo XX y de otras partes del mundo pensaban que la fe cristiana era el opio del pueblo, o bien el veneno que paraliza las fuerzas del superhombre y que le impide tomar su destino en sus manos y ser libre. Tanto en la Roma pagana, feliz y madre, como en el estado totalitario moderno, supuestamente creador del hombre nuevo, estas ideologías ocupaban, de hecho, el lugar de Dios y violentaban por tanto la conciencia de quienes no podían reconocer otra divinidad que la de Aquél que ha creado el Cielo y la Tierra y que ha revelado plenamente su omnipotencia en la debilidad de la Cruz de Jesucristo.
Estos son los mártires, la misma personalidad, la misma fibra humana y espiritual en el siglo III y en el siglo XX, y serán y están llamados a ser actores principales de la Nueva Evangelización. Por tres motivos: un motivo general, uno específico y otro de actualidad y conveniencia.
Motivo general: los mártires nos ayudan a entender cómo crece la Iglesia. La Iglesia siempre ha florecido y florecerá también hoy y en el futuro como comunión de los santos. El Evangelio no prende en el corazón de los hombres a base de discursos, a base de doctrinas −por muy santas que sean−, y si son falsas peor todavía. No prende a base de palabrería cargada de los tópicos, lugares comunes y modas de la sociedad, de la política o de la Iglesia, −que también hay modas en la Iglesia−. Las palabras de moda no hacen cristianos. El Evangelio atrae y cautiva las mentes y las voluntades en virtud del testimonio de los santos, que son el cauce ordinario de la gracia de Cristo. Ellos son quienes han vivido la comunión con el Santo y la vida cristiana es la comunión con el Santo. Ellos son los testigos de la misericordia infinita del Padre, y sin testigos no hay evangelización.
El Papa Francisco no se cansa de decir que el pueblo cristiano y la Iglesia es un pueblo memorioso, lo dice el número 13 de Evangelii Gaudium y en el número 14 dice que la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción. Proselitismo, ¿qué quiere decir?, ¿que no hay que hacer apostolado? ¿que no hay que ir alma a alma? ¿que no hay que hablar de Jesucristo? No. Proselitismo quiere decir hablar de teorías, progresistas o conservadoras, hablar de teorías a la gente para convencer de teorías. Eso es proselitismo y así la Iglesia no crece. La Iglesia vive de la memoria de Jesucristo, y la veneración de los mártires, primer testimonio de la memoria de Jesucristo, acompaña a la Iglesia desde sus orígenes. “Si a Mí me han perseguido, también lo harán con vosotros”. Una Iglesia que no es perseguida es una Iglesia que no vive del escándalo de la carne de Cristo. Y en el mensaje que la Conferencia Episcopal Española publicó este año con motivo de la beatificación de Tarragona se cita a pie de página un escrito del entonces cardenal de Buenos Aires, el Papa Bergoglio, donde dice: “El estado de persecución es normal para la existencia cristiana, con tal de que se viva con humildad, no con aquello de que ‘a mí en humilde no me gana nadie, ni en mártir’, y no con victimismo. Lo importante es que el estado de persecución es el estado normal de la Iglesia”.
“Si a Mí me han perseguido, también lo harán con vosotros”. Jesús hace referencia con estas palabras al misterio de la iniquidad y del mal. El mal no puede ser vencido con el mal, sino con el bien. Y por eso Él, el Mártir, el Testigo del Padre, aceptó la persecución y la cruz. No fue a la cruz obligado. La aceptó libremente y la anunció a sus discípulos, y es un criterio de autenticidad de la vida de la Iglesia. La Iglesia venera por ello más a los mártires que a los otros santos. Hoy no sé si se nos ha olvidado un poco esto, pero lo dice el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia. La Iglesia venera más a los mártires que a los otros santos. Ellos se han configurado con Cristo en su muerte salvadora y la intención de vencer al mal con el bien y con el perdón. Sobre el sepulcro de los mártires la Iglesia celebraba la Eucaristía en Roma, y todavía es costumbre habitual celebrar la Eucaristía sobre las reliquias de los mártires porque ellos completan de un modo muy especial lo que falta a la pasión salvadora de Cristo. Y ¿qué es lo que le falta a la pasión de Cristo?: el testimonio supremo del amor de los bautizados, aquel que le ofrecen aceptando la muerte y ofreciendo el perdón como el mismo Cristo.
Esta es la primera razón de por qué los mártires del siglo XX son motores primeros de la Nueva Evangelización, de la evangelización del tercer milenio. Es una razón general que sirve para hoy y que ha servido siempre en la vida de la Iglesia.
Existe en segundo lugar una razón específica: la identificación perfecta con Cristo propia de los mártires pone de relieve que en los mártires triunfa la Gracia sobre la seducción de los ídolos. Los ídolos tienen caras distintas en cada época. En el fondo son siempre los mismos, pero tienen una cara y aspecto distintos en cada época. La Iglesia florece cuando se aparta de los ídolos de cada momento, y se vuelve al Dios vivo y verdadero. Los mártires del siglo XX han sido, en palabras de Juan Pablo II, “los testigos de la gran causa de Dios en el siglo del ateísmo”, del ateísmo de masas.
Fueron las ideologías ateas de uno y otro sesgo político, no estamos hablando de política, sino de algo más profundo. Fueron esas ideologías las que subyugaron y esclavizaron a los pueblos, las que hicieron abatirse sobre el mundo −y en especial sobre Europa en el siglo XX−, todo lo contrario de lo que falsamente prometían: la muerte de millones de víctimas. Y millones no es una palabra retórica. La opresión de sociedades y naciones enteras, junto con las guerras más destructivas de la Historia. Ese fue el contexto histórico específico del martirio de los cristianos y de la muerte de tantos millones de inocentes en el siglo XX.
Los mártires del siglo XX dan testimonio de todo lo contrario de las ideologías ateas de su época, dan testimonio de las ideas claves del Papa Francisco en Evangelii Gaudium y en sus intervenciones, dan testimonio de la prioridad de Dios (nn.12 y 267): “Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama”. Aunque no nos sirva en el sentido utilitario de las cosas y de “arreglar” el mundo; evangelizamos para la mayor gloria de Dios. Es la prioridad de Dios la clave, de la que habla en el número 12 y en tantos otros sitios.
Los mártires son testimonio vivo de Cristo. Ellos no antepusieron nada al amor de Dios, ni siquiera la propia vida, y esa es su gran lección; nos enseñan con su vida −y sobre todo con su muerte−, el camino que conduce verdaderamente a la fraternidad entre los hombres, a la justicia, a la libertad y a la paz.
Ellos fueron capaces de resistir a la injusticia y a la opresión sin traicionar su conciencia ni el amor a Dios porque esperaban el Cielo. Este mundo deja de tener sentido pleno cuando se convierte en la meta última de la vida humana, cuando no se espera el Cielo. Es muy difícil construir la justicia en la ciudad de los hombres cuando esta tarea ímproba de construir la justicia es fiada únicamente a las capacidades y a la justicia humana. El siglo XX lo ha puesto de relieve con la elocuencia de los hechos. Renegar de Dios es renegar a la postre también del ser humano.
Sólo Dios basta. Cuando el ser humano acoge a Dios, el ser humano lo tiene todo, y a quien lo tiene todo, a quien ha encontrado el tesoro del que Jesús habla tanto en sus parábolas, ya no le falta nada, y entonces no teme quedarse sin algo, no teme ya a la muerte, y entonces puede entregar la vida libremente por causa del amor y de la justicia, perdonando incluso a quienes se la arrebatan injustamente creyendo que le hacen mal, porque Dios es el único tesoro, que vale más que la vida. “Tu gracia, oh Dios, vale más que la vida, te alabaran mis labios”.
Y, por último, la intercesión de los mártires del siglo XX es de la máxima actualidad porque el ateísmo sigue secando la vida espiritual y cultural de nuestra Europa y de nuestra España en nuestros días. Ahora bajo la forma, tal vez dominante, del relativismo hedonista (pero de otras muchas formas); una forma que va camino de imponerse a los pueblos como una nueva forma de dictadura y que ya está poniendo en cuestión derechos humanos fundamentales. No hace falta aquí desarrollar esto mucho más.
Se pretende olvidar a los mártires porque en este contexto resultan testigos molestos de la verdad del Evangelio y de la verdad del ser humano. Porque los mártires se convirtieron y son verdaderos hombres nuevos, capaces de salir de sí mismos, capaces de generosidad, capaces de ir al encuentro del otro con un gesto de fraternidad y de perdón.
Sin embargo, la Iglesia que desea evangelizar el tercer milenio ni quiere ni puede olvidar a los mártires. Ella es enviada a la misión en comunión con ellos, que son los testigos del Dios vivo, cuya fuerza se muestra en la debilidad de la Cruz y en la caridad de los misioneros. ¿Queremos un tercer milenio iluminado por el Evangelio donde se pueda vivir para la gloria de Dios de modo que todos los seres humanos, fuertes o débiles, de nuestra mentalidad u otra, donde todos los seres humanos, sin discriminación, sean respetados como personas, dotadas de una dignidad inviolable? ¿Lo queremos? Pues hemos de vivir el Evangelio y comunicarlo de todas las maneras posibles sin olvidar a los mártires, porque ellos son nuestros intercesores privilegiados que nos previenen contra los ídolos de nuestros días, contra las ideologías, y nos ayudan a insertar nuestra vida con la vida de Cristo.
Esto es el cristianismo, vivir en Cristo; y ¿cómo? Conociendo a los mártires, haciéndolos conocer, para vivir en comunión con ellos, para pedir su intercesión orando con ellos, por medio de ellos, y viviendo y promoviendo el amor a ellos y su culto. Para ello hay instrumentos, hay libros, quiero mencionar uno de un autor valenciano de primera categoría, historiador reconocido, D. Vicente Cárcel Ortí, que acaba de publicar la BAC en dos volúmenes y se titula “Los mártires del siglo XX”. Allí están recogidos diversos estudios y las biografías de cada uno de ellos. Esos dos volúmenes se pueden completar con un álbum en el que aparecen las fotos y datos de los 1.523 santos y beatos mártires del siglo XX en España. Muchas gracias por su atención.
Mons. Juan Antonio Martínez Camino
Obispo auxiliar de Madrid
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