Por el bautismo participamos de la triple misión de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Las mujeres, al igual que los hombres, somos llamadas por el bautismo a anunciar, celebrar y servir
Incluimos el texto de la conferencia de Dª Teresa Gorriz, Master del Instituto Juan Pablo II para la Familia, de Valencia, durante las jornadas Diálogos de Teología 2014, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
Al hablar de la mujer en la Iglesia, creo acertado empezar haciendo referencia a las palabras del Papa Francisco en su Exhortación apostólica “La alegría del Evangelio”.
«En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador (…). Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos misioneros”. Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús salían a proclamarlo gozosos: “¡Hemos encontrado al Mesías!” (Jn 1,41). La samaritana apenas salió de su dialogo con Jesús se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús “por la palabra de la mujer” (Jn 4, 39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, “enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios” (Hch 9, 20), ¿A qué esperamos nosotros?»[1]
Por el bautismo participamos de la triple misión de Cristo, sacerdote, profeta y rey. Las mujeres, al igual que los hombres, somos llamadas por el bautismo a anunciar, celebrar y servir.
¿Cómo se vivió está presencia de la mujer en la Iglesia en las primeras comunidades cristianas?
Si nos centramos en el Nuevo Testamento, encontramos distintos textos, donde se nos habla de mujeres que seguían a Jesús de Nazaret y servían al grupo de los apóstoles, mujeres que fueron discípulas, que fueron testigos ante la Iglesia de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, mujeres que cuidaban de la comunidad y que compartieron el ardor misionero de los apóstoles.
Veámoslo con algunos ejemplos:
Jesús, un hombre judío educado en el contexto de una sociedad patriarcal −en la que sabemos de la famosa oración que rezaban los varones cada mañana: gracias Dios mío por no haberme hecho mujer, y donde en el décimo mandamiento (cf. Ex 20, 17) la mujer entra en el rango de una propiedad−, es sensible ante el sufrimiento de los más débiles e indefensos. Esa especial atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular aunque no exclusivo, en la maternidad[2], de la cual nos habla el Papa Francisco, es reflejada en la vida de Jesús. Integrando en sí lo masculino y lo femenino, podemos hablar de él como de la persona en sentido pleno. Y desde esa sensibilidad, sorprende cómo en un mundo de hombres, las mujeres fueron objeto de la atención de Jesús, que se fijó en ellas como ejemplo.
Así, valora la ofrenda del óbolo de la pobre viuda, frente al donativo de los ricos (cf. Mc 12, 41-44).
Igualmente, Jesucristo en alguna de sus parábolas, inspirado en la vida cotidiana de la mujer, descubría la forma de transmitir los valores del Reino: la parábola de la levadura que pone la mujer en medio de la masa (cf. Mt 13, 13), la moneda perdida que busca la mujer (cf. Lc 15, 8-10), el remiendo del vestido viejo con un paño nuevo (cf. Mt 9, 16), las doncellas con las lámparas (cf. Mt 25, 1-13), el juez inicuo y la viuda (cf. Lc 18, 1-8). Todas estas imágenes denotan que no era ajeno a la vida femenina, más aún, aprendía de ésta.
También Jesús se fijó en las mujeres como destinatarias del mensaje de salvación:
La suegra de Simón, que después de ser sanada les servía (cf. Mc 1, 31). Seguramente la comunidad de Cafarnaún había sido constituida alrededor de su mesa.
La curación de la hemorroísa y de la hija de Jairo (cf. Lc 8, 40-56) nos habla de esa preferencia de Jesús por los pobres y de entre ellos, las más pobres, mujeres y enfermas, que son objeto del anuncio del Reino de un modo privilegiado a través de los milagros.
La curación de la mujer encorvada, (cf. Lc 13, 10-17) donde Jesús cura en sábado, poniendo así de manifiesto que la Ley está hecha para el hombre y no el hombre para la Ley (cf. Mc 2, 18-3,6).
Las mujeres fueron además objeto de la acogida misericordiosa de Jesús: la mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11); la pecadora que enjuaga los pies de Jesús con sus lágrimas y cabellos y derrama el perfume (cf. Lc 7, 36-50).
Del mismo modo, Jesús se preocupó por su situación de indefensión ante el repudio (cf. Mt 19, 3-6).
Las mujeres también entablan diálogo con Jesús con una proximidad que impresiona, donde no son un sujeto pasivo, sino que toman la iniciativa, inquieren, exigen:
María, su Madre, que ya en el momento de la anunciación reflexiona, pregunta y entra en la dinámica de la Historia de Salvación desde su libertad, siempre abierta a la voluntad de Dios (cf. Lc 1,26-38), en las bodas de Caná anima a Jesús a que inaugure el Reino, a que manifieste su gloria (cf. Jn 2, 1-11).
La mujer sirofenicia, se atreve a cuestionar a Jesús acerca de la participación de los gentiles en el Reino de Dios y logra su reconocimiento (cf. Mc 7 24-39).
Jesús, escuchando el elogio que hace de su madre una mujer: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron, se para con ella a hacer una reflexión sobre el discipulado (cf. Lc 11, 27-28).
El encuentro con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-45), se puede poner en paralelo con el que mantuvo Jesús con Nicodemo (cf. Jn 3, 1-21). Y es a través del testimonio de esta mujer como la gente de su pueblo se acerca a Jesús.
María, la hermana de Lázaro, es presentada como modelo de escucha, para todos los discípulos; Jesús dice de ella: Solo una cosa es necesaria María pues ha escogido la mejor parte y no le será quitada (Lc 10, 42).
También aparecen las mujeres en el Evangelio dando su testimonio:
María, la madre de Jesús, en el Magnificat (cf. Lc 1, 46-55); Isabel, al encontrarse con la madre de su Señor (cf. Lc 1, 42-43); la profetisa Ana, de la que no tenemos sus palabras pero sí la referencia de su testimonio (cf. Lc 2, 38). Igualmente Marta, la otra hermana de Lázaro, que después de entablar un diálogo profundo sobre la resurrección, hace una confesión de fe, al estilo de Pedro (cf. Mt 16, 16), y declara: Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo (Jn 11, 27).
Juan en su Evangelio, y en distintas ocasiones, destaca ese papel activo de la mujer en la evangelización. Recordemos lo que hemos dicho anteriormente de la samaritana y lo mismo se puede decir de las mujeres al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 25) y de las mujeres testigos primeros de la Resurrección, con María la Magdalena que reconoce al resucitado, y corre a anunciarlo a los apóstoles (cf. Jn 20, 16).
En los Hechos de los Apóstoles encontramos un grupo mujeres perseverando en la oración a la espera del Espíritu Santo (cf . Hch 1, 14).
Y si repasamos las cartas paulinas, vemos cómo las mujeres de estas comunidades cristianas participan de la misma misión y gozan del mismo reconocimiento que los hombres. Pablo nombra explícitamente a algunas de ellas: Evodia y Síntique, que lucharon por el evangelio (Flp 4,2); Prisca o Priscila, la esposa de Aquila, presentada como colaboradora (cf. Rom.16, 3-4); Febe, hermana y protectora de la iglesia de Céncreas (cf. Rom 16, 1); María (Rom 16, 6), Trifena, Trifosa, Pérsida, que han trabajado con afán como auténticas cristianas (Rom 16, 12).
También se habla de parejas de misioneros que trabajan en plano de igualdad, Aquila y Priscila, Andrómico y Junia, a los que llama apóstoles (cf. Rom 16, 7).
Estas mujeres eran discípulas, líderes en su comunidad, apóstoles, ministros del culto, catequistas misioneras…, muchas de ellas gente sencilla, pero comprometidas en el anuncio del Evangelio.
Podemos concluir esta parte de la exposición, recordando a san Pablo en su carta a los Gálatas, donde afirma que por el bautismo todos somos iguales, y que en el Reino de Dios no cabe la distinción entre hombre y mujer, esclavo o libre… (cf. Gal 3, 26-28). La dialéctica del poder es superada por la dinámica del amor, del servir. El poder tiene una capacidad de seducción que esclaviza, divide, excluye. El amor (servicio) tiene una capacidad de entrega que libera, suma, crea comunidad, crea Iglesia.
La consideración hacia la mujer que los paganos vieron en el cristianismo fue una de las razones de su difusión en el imperio romano. Y a lo largo de la Historia encontramos ejemplos de mujeres mártires, testigos, santas, doctoras de la Iglesia, fundadoras… que han entregado su vida por el Evangelio, que han edificado el Reino de Dios, la Iglesia.
¿Y hoy? Sólo hemos de entrar en una parroquia y observar la feligresía que acude a una Eucaristía, el número de mujeres es mucho mayor que el de hombres. Si ya nos centramos en el ámbito familiar, las abuelas y madres han sido durante mucho tiempo las encargadas de iniciarnos en la fe a través de la oración; muchos de nosotros hemos recibido el primer anuncio de ellas; el número de mujeres catequistas, agentes de pastoral, religiosas que en lugares de misión atienden todos los aspectos de la pastoral, es muy significativo. En la base, el número de mujeres comprometidas en la Iglesia es más numeroso que el de hombres, pero no vamos a entrar en una comparativa de cifras, pues no tiene demasiado sentido, y no es objeto de esta reflexión.
Desde mi experiencia personal, en la Iglesia nunca me he sentido desplazada, he estudiado lo mismo y en los mismos lugares que mis compañeros los sacerdotes y religiosos, he participado en la pastoral al mismo nivel que los hombres, he dado clases en el Instituto de Ciencias Religiosas compartiendo claustro con otros hombres y mujeres, soy miembro del Consejo de Pastoral de mi parroquia, en ninguno de estos ámbitos he percibido prejuicios, ni rechazo. Es verdad que me he encontrado con sacerdotes muy sensibilizados respecto a la corresponsabilidad de todos los bautizados en la Iglesia.
El propio Papa Francisco da fe de lo anterior: «Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos, y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica»[3]. Sin embargo, el Papa nos advierte: «Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social, por ello se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales»[4].
Esto para el Papa Francisco es un gran desafío para la Iglesia actual: «Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza −es decir, como fuente capital de la gracia− no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros. De hecho, una mujer, María, es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere jerárquica, hay que tener bien presente que está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia[5].
Hay pues, un primer reto, no identificar potestad sacramental con poder, no confundir función con dignidad y santidad. Recuerda el Papa al hablar del sacerdocio, que la función de la autoridad se debe ejercer como servicio, y no como poder y dominio. Y, a la vez, un segundo desafío: ver el lugar de la mujer como nos decía el Papa, allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de Iglesia.
También el Papa, al hablar de la mujer en la Iglesia, en una declaraciones realizadas el 12 de octubre de 2013, en ocasión de los 25 años de la encíclica Mulieris dignitatem alertaba del riesgo de convertir el servicio en servilismo, porque «la mujer −indicó Francisco−, conserva una sensibilidad particular por las cosas de Dios, especialmente porque nos ayuda a entender la misericordia, la ternura y el amor que Dios tiene por nosotros. Yo sufro, y lo digo de verdad, cuando veo en la Iglesia o en algunas organizaciones eclesiales que el rol de servicio de la mujer se desliza hacia un rol de servidumbre, su presencia en la Iglesia tiene que ser valorizada mayormente, evitando en particular transformar su rol de servicio en una tarea servil».
Otro gran riesgo que detecta es «reducir el papel de la mujer en la Iglesia a un simple rol social, y de promover una especie de emancipación que, al ocupar los espacios sustraídos a los hombres, abandona lo femenino».
Esto último es muy importante. No podemos, al reivindicar la igual dignidad, perder lo peculiar de nuestra feminidad, que es lo que puede enriquecer a la Iglesia y a la sociedad. La Iglesia se empobrece cuando la mitad de los bautizados, que son las mujeres, no tienen voz, ni presencia, y se empobrece más cuando la mujer, copiando y asimilando lo masculino, pierde por el camino «el genio de lo femenino», en expresión del Papa Francisco.
Es importante que redescubramos y desarrollemos la mirada de la mujer, su punto de vista; la maternidad, con todo lo que ello conlleva de acogida, de crear hogar; la entrega y la disponibilidad; su forma de entender la ternura, atención y cuidados; su sentido práctico y estético; su capacidad multidisciplinar; la intuición femenina; la paciencia perseverante, que siempre espera…
Todo esto tiene que estar al servicio de la Iglesia, cuando se hace teología, en la exégesis, la liturgia, en la catequesis, la pastoral, y también en los lugares de gestión y decisión de la Iglesia.
¿Cómo? Ahí está gran el reto, porque desde mi punto de vista esto no va a conseguirse sólo como consecuencia de la aplicación de un decreto, es un trabajo en primer lugar fruto de la educación.
Por tanto, hay que educar a las mujeres y hombres en el sentido auténtico de la autoridad y el servicio, en la línea de la teología del Cuerpo místico de Cristo, eliminando connotaciones de lucha de clases y género, y todo ello empezando por la familia. Creando un hogar en el cual los hijos crecen viendo a los padres amarse y en el que se asumen las tareas domésticas desde lo que cada uno es capaz de hacer para servir mejor; donde las relaciones son de respeto, afecto, consideración y donde la autoridad se gana y se merece y no se impone; porque es una autoridad que escucha, corrige desde el amor, sirve, se compromete, está ahí cuando se la necesita, brota de la experiencia. Donde se pronuncian las tres palabras claves para la convivencia en familia: “gracias, perdón, permiso”[6].
Desclericalizando las comunidades parroquiales, pero no porque falten sacerdotes, la corresponsabilidad no es el resultado de una carencia, sino que forma parte de la identidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, donde todos los carismas están al servicio de su edificación.
En las diócesis, dónde las distintas comisiones pueden no tener necesariamente como responsable o cabeza, un sacerdote, o un varón, y si lo tienen es porque es la persona que mejor puede servir en ese ámbito.
Para dar respuesta a este desafío, es fundamental también la formación en los seminarios, preparando a los seminaristas, para este modelo de Iglesia. Educar para vivir desde la igualdad, eliminando prejuicios y suspicacias, no vamos a quitarnos poder unos a otros.
Nos encontramos con muchos ejemplos de vida comunitaria que hoy, en la Iglesia, están viviendo la corresponsabilidad. En este sentido, en estos últimos años algunas congregaciones religiosas, superando sus miedos, han creado fundaciones dirigidas por laicos hombres y mujeres, que hacen posible que el carisma fundacional no se pierda por la escasez de vocaciones; han sabido rodearse de personas que aman a la Iglesia y el carisma específico de dicha congregación, y que no ven la pertenencia a la fundación como un medio de promoción, ni de poder, o un foro para una reivindicación beligerante, sino como un modo de servir al Reino de Dios, como un medio para que ese carisma recibido del Espíritu Santo para edificar la Iglesia, esté presente en ella.
Pienso pues, que debemos empezar a recorrer esos caminos de comunión que necesita nuestra Iglesia, y en donde «el genio de la mujer», tiene mucho que aportar. Muchas gracias.
Teresa Gorriz
Master del Instituto Juan Pablo II para la Familia. Valencia
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |