La participación de la mujer en la Iglesia, uno de los desafíos más importantes que debe afrontar la Iglesia en este siglo XXI
Incluimos el texto de la conferencia de Dª Ana María Vega Gutiérrez, Catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado, en la Universidad de La Rioja, durante las jornadas Diálogos de Teología 2014, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
1. Introducción
El Pontificado del Papa Francisco ha hecho volver a resonar un ritornello latente pero de audición cada vez más clara en las últimas décadas. Me refiero a la participación de la mujer en la Iglesia, uno de los desafíos más importantes que debe afrontar la Iglesia en este siglo XXI, como reconoce el propio Papa[1]. A mi parecer, las claves para afrontarlo ya no radican tanto en la necesidad de profundizar en los presupuestos antropológicos, teológicos o canónicos que avalan la condición y la misión de la mujer en el seno de la Iglesia. Si bien esta tarea nunca pueda darse por concluida definitivamente, dada la inmensa riqueza contenida en la Revelación, considero que en estos momentos hay en la Iglesia católica suficiente claridad en la interpretación del conjunto de verdades del depositum fidei transmitidas por la tradición y el magisterio que afectan a esta cuestión, así como madurez para llevarlas a la práctica. Es cierto que «desde hace tiempo, la inseguridad sobre la cuestión femenina ha penetrado incluso en algunos sectores de la teología y de la vida eclesial. Crece en la medida en la que las confesiones cristianas, que surgieron de la Reforma protestante, permiten, cada vez más, el acceso de mujeres a las funciones pastorales»[2]. En mi opinión, la excesiva focalización en este tema (que, por otra parte, ya no es una quaestio disputata en el ámbito del Derecho constitucional canónico)[3], aparte de constituir un reduccionismo empobrecedor que impide avanzar en otros aspectos más importantes y urgentes para la mayoría de las mujeres, obedece a una arraigada mentalidad clerical que todavía persiste en el seno de la Iglesia, y lo que es aún más sorprendente, también fuera de ella.
Pienso, más bien, que ha llegado el momento de superar mentalidades, prejuicios culturales e inercias multiseculares ajenas al mensaje evangélico y a la constitución divina de la Iglesia, que han lastrado u oscurecido −según el momento− el papel de la mujer en la Iglesia. En mi opinión, se trata de un desafío vinculado estrechamente con la comprensión acerca de la vocación y misión de los fieles en la Iglesia, sobre todo de los laicos. De hecho, Juan Pablo II no dudó en calificar como problemas postconciliares, por su novedad, «los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos y el referente al puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad»[4]. Como él mismo reconocía, «el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida “teoría” sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica “praxis” eclesial»[5]. En definitiva, por cuanto se refiere a la efectividad jurídico-pastoral de la participación de la mujer en la Iglesia, comparto con Bañares que «está abierto el camino para la ejecución en el terreno de los derechos, y queda todavía casi todo por hacer en el campo de las capacidades»[6].
Con este horizonte por delante, abordo los “acentos” del magisterio del Papa Francisco acerca de la mujer en la Iglesia.
2. Los “acentos personales” de los papas del cambio de milenio
Si bien es verdad que «el ministerio petrino tiene una estructura interna, una lógica propia, anterior y superior a quien la asuma y a la que tiene que amoldarse, (…) no menos verdad es que dicho ministerio tiene una plasticidad y flexibilidad grandes de forma que se puede decir con igual verdad que la persona configura el ejercicio del ministerio»[7]. Estos matices o acentos personales son precisamente los que señalan las diferentes prioridades y sensibilidades de cada Romano Pontífice. Desde la perspectiva de la Fe, poco añade que un Papa sea de un lugar u otro; en cualquier caso, es el Vicario de Cristo en la tierra. Pero teniendo en cuenta la lógica de la Encarnación de la fe cristiana, la elección de un Romano Pontífice polaco, alemán o argentino sí aporta claves específicas para entender mejor su magisterio y su particular visión pastoral de los problemas de la sociedad. En mi opinión, esos matices que especifican su labor obedecen no sólo a los diversos contextos culturales de procedencia de cada Papa, que considero importantes en cuanto contribuyen a troquelar su personalidad, sino también a las demandas sociales y pastorales de cada momento histórico. Cada Romano Pontífice ha sido deudor de su tiempo, con sus propios desafíos, por ello las comparaciones son odiosas.
Wojtyla tuvo que hacer frente desde el comienzo de su pontificado a dos mundos desiguales: el mundo de las libertades modernas y el mundo de las dictaduras. «El pontificado, entregado a un atleta de Dios, prometía un gran debate espiritual y geopolítico», sostuvo Levillain[8]. Su centro de atención estuvo prioritariamente en la reivindicación de la libertad política y religiosa y de los derechos humanos, que le hacen acreedor del prestigio internacional e impulsor de una rica y profunda doctrina social de la Iglesia. Pero sobre todo se supo administrador e intérprete de la herencia del Concilio Vaticano II. Y en esta ingente labor contó desde el principio con la inestimable ayuda y la fidelidad del Cardenal Ratzinger, un eminente catedrático universitario de teología, lógico y riguroso. Como se ha dicho con acierto, «ningún alemán ha marcado tanto la imagen y el contenido de la Iglesia católica como él». Siguiendo la descripción de uno de sus mejores biógrafos, «con Juan Pablo II, el Prefecto forma un equipo perfecto. El uno es emocional, fuerte, varonil; el otro, una inteligencia brillante, administrador de la doctrina de la Iglesia hasta sus últimos detalles, sólido, completamente fiable, aunque difieran en su interpretación de, por ejemplo, el milenio: mientras Wojtyla se opone a la decadencia del cristianismo con un movimiento de concentración llevado a través de los medios, Ratzinger confía en que la Iglesia vuelva a concentrarse en sus contenidos, que podrían estar defendidos por un grupo quizá pequeño de los creyentes, pero vivo y auténtico»[9]. Ratzinger ha sido un hombre de pensamiento más que de acción, consciente del valor de la fe para la vida humana en todos los órdenes; su legado teológico y filosófico pasará sin duda a los anales de la historia. Sin embargo, aún hoy, muchos parecen haber olvidado el camino trazado por el Papa Benedicto XVI en casi ocho años de su pontificado: la batalla constante al relativismo ético, la durísima lucha a la pedofilia en la Iglesia, reduciendo al estado laical, en solo dos años (2011 y 2012) a 400 sacerdotes culpables de abusos a menores, el diálogo ecuménico, etc. Un hombre humilde, discreto y prudente en todos sus gestos, algunos sin precedentes, como lo fue su renuncia, realizada con plena normalidad jurídica y con la que «ha abierto una puerta, ha creado una institución, la de los eventuales Papas eméritos»[10], reconoce el Papa Francisco.
En conclusión, lejos de la imagen difundida por los medios, se aprecia una gran continuidad entre los tres pontificados, también en lo relativo a la condición y participación de la mujer en la Iglesia, aunque aborden la cuestión de modos distintos. No podía ser de otro modo, porque ninguno de ellos concibe la revolución o el progreso como ruptura, sino como un paulatino desvelar la riqueza de la Revelación de acuerdo con los signos de los tiempos[11].
A la luz de estas consideraciones introductorias, paso a presentar algunas claves del pensamiento del Papa Francisco que, a mi parecer, nos alumbran para entender mejor su particular visión de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, y así valorar lo que de “nuevo o específico” aporta el Papa. A continuación, trataré de enmarcar su magisterio sobre la mujer en la Iglesia en un panorama más amplio, en el que presentaré, primero, el contexto histórico y cultural en el que se ha desarrollado el feminismo del siglo XX. Y en segundo lugar −y en paralelo−, los hitos más importantes del Magisterio de la Iglesia de estos últimos decenios. Un Magisterio poco conocido en toda su profundidad y, como consecuencia, todavía poco desarrollado desde el punto de vista teológico, jurídico y pastoral. Este doble telón de fondo nos ayudará a comprender mejor las aportaciones del Papa Francisco en este tema. Entre otras razones, porque sus numerosas referencias a la mujer en el primer año de su Pontificado, se enmarcan en esa doble clave de lectura, y lo hace desde una doble perspectiva que se nutre de ese Magisterio que hereda: en primer lugar, el Papa invita a retomar el trabajo de profundización en su condición y promoción de la mujer en la Iglesia y en la sociedad a partir de una sólida base antropológica iluminada por la Revelación[12]. Y, en segundo lugar, alienta a todos los fieles católicos (clérigos, laicos y religiosos) a asumir hasta el fondo −en la teoría y en la praxis eclesial− la responsabilidad que nace del bautismo y de la confirmación[13]. Y es en este preciso contexto donde el Papa subraya la necesidad de contar con el genio femenino en todas las expresiones de la vida social, también en las eclesiales, en las cuales reclama ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva[14].
3. Algunas claves del pensamiento del Papa Francisco
3.1. Un Papa latinoamericano
El Papa Francisco condensa en su persona muchas cualidades inéditas en la historia del Pontificado: es el primer Papa no europeo en muchos siglos y el primero latinoamericano; es el primer Papa religioso después de 181 años y el primer Papa jesuita en la historia de la Iglesia. Y esto ya es mucho, tanto en el plano personal como en el eclesial. Es hijo de inmigrantes italianos de clase media, trabajadora, lo que le ha facilitado comprender las alegrías y dolores de la clase obrera[15]. Asumió tareas de gobierno como Superior provincial de la Compañía de Jesús (1970-1980) en momentos políticamente muy convulsos para Argentina. El marco de su actividad pastoral ha sido el de un país sometido a una profunda inestabilidad política desde 1955, con una represión militar y su secuela de muertes, desaparición de personas y provocación de heridas en el tejido social que todavía no han cicatrizado[16]. Un país con recurrentes crisis económicas, insultantes diferencias sociales reflejadas en la diseminación de las villas miserias, muy “pateadas” por el Papa, donde impulsó la creación de parroquias regentadas por los curas villeros7[17]. Su intensa labor pastoral se desarrolla en un mundo bien distinto del de Europa, en una Sudamérica agitada política y teológicamente por intelectuales y guerrillas. Padece personalmente la fractura dentro de la Compañía de Jesús en Argentina frente a la teología de la liberación: acepta, por un lado, los movimientos sociales que reclamaban justicia social pero, por otro lado, rechaza la mediación política directa para hacer presente y eficaz el Evangelio.
Ser un Papa no europeo comporta una vivencia de la Fe, del gobierno y de la misión de la Iglesia diferente. Procede del continente con el mayor número de católicos del planeta, una Iglesia joven, orgullosa y reconocedora de la evangelización española y portuguesa; más dinámica y vital que la escéptica y cansada Europa. «Europa, a diferencia de América −escribía el entonces Cardenal Ratzinger en el año 2004 en un diálogo con Marcello Pera− está en curso de colisión con su propia historia y se hace a menudo portavoz de una negación, casi visceral, de cualquier posible dimensión pública de los valores cristianos». Por el contrario, «las Iglesias jóvenes logran una síntesis de fe, cultura y vida en progreso diferente de la que logran las Iglesias más antiguas»[18], reconocía el Papa Francisco en la entrevista concedida para la revista La Civiltà Cattolica. Pertenece a un pueblo católico −el argentino− que, como muchos de los latinoamericanos, presenta debilidades −como él mismo las califica en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium− que todavía deben ser sanadas por el Evangelio, algunas de las cuales repercuten directamente en la mujer: «el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.»[19].
El Papa Francisco conoce bien los diferentes rostros de la exclusión que muestra la realidad de los pobres en América latina: las mujeres, los indígenas, los afroamericanos, los inmigrantes, etc. Y junto con el resto del episcopado de la Iglesia católica latinoamericana tomó conciencia de la inaceptable situación deshumanizadora en la que vivían muchas mujeres: el documento de Puebla (1979) habló de la «mujer pobre doblemente oprimida»[20]; el de Santo Domingo (1992) incorporó objetivos pastorales audaces y comprometidos con las mujeres y resumió la situación de las mujeres con palabras de desafío: «a aquella que da y que defiende la vida, le es negada una vida digna; la Iglesia se siente llamada a estar del lado de la vida y a defenderla en la mujer»[21]. El documento de Aparecida (2007) prosiguió el camino iniciado por las Conferencias anteriores, pero con algunas novedades: amplió los fundamentos doctrinales sobre la igual dignidad; introdujo una crítica a la mentalidad machista subrayando las exclusiones múltiples que padece la mujer por ser pobre, mujer, negra o indígena; dedicó mayor atención a las responsabilidades del hombre como esposo, padre y fiel, y profundizó las propuestas de renovación cultural y eclesial[22]. En conclusión, este Documento propone la promoción humana de las mujeres como “verdad implícita en la fe cristológica”, siguiendo el hilo conductor de Benedicto XVI en la V Conferencia, y asume con enorme realismo los retos que la Iglesia latinoamericana debe afrontar respecto a la dignidad y misión de la mujer en la Iglesia y la sociedad. Este rico y complejo bagaje explica que el Papa Francisco “empatice” con la causa de la mujer y la convierta en una prioridad pastoral.
En este mismo orden de cosas, su experiencia directa sobre algunos problemas le ha llevado a considerar ciertas situaciones dramáticas padecidas sobre todo por las niñas y las mujeres como verdaderos desafíos eclesiales. Me refiero, por una parte, a la trata de personas, frente a la cual está impulsando una verdadera cruzada denunciando sin ambages una complicidad cómoda y muda. Y, por otra parte, a la feminización de la pobreza ocasionada por la exclusión, el maltrato y la violencia, que les impide la defensa de sus derechos[23].
3.2. Un Papa que reprocha la autoreferencialidad y lanza a las periferias
En estas preocupaciones pastorales se constata su invitación a salir al encuentro de las múltiples fronteras que genera la sociedad, a vivir en ellas y a ser audaces[24]. El Papa defiende que el fiel cristiano no debe conformarse con domesticar las fronteras desde la lejanía, como en un laboratorio, sino que debe estar inserto en el contexto en que actúa y sobre el que reflexiona. «La nuestra no es una fe-laboratorio −sostiene−, sino una fe-camino, una fe histórica»[25]. Una fe, por tanto, que busca y encuentra el Dios concreto en nuestro hoy, con sus luces y sombras, y no se conforma con lamentaciones que «acaban generando en la Iglesia deseos de orden, entendido como pura conservación, como defensa»[26]. Se aprecia así una preocupación constante en su ministerio pastoral incluso antes de ser Papa, reflejada en diversos momentos y explicitada en su intervención en la congregación general de cardenales previa al cónclave, en lo que podría considerarse su visión del rumbo que debe asumir la Iglesia en estos momentos para ser fiel a su misión. Entonces declaró sin ambages: «los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. (…) Simplificando −concluye−, hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas»[27]. Esta Iglesia autorreferencial se encierra en sí misma y no es fiel al mandato del Señor de ir hasta el fin del mundo predicando el Evangelio, hacia las periferias no solo geográficas, sino también existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria[28]. Por el contrario, el Papa defiende que «lo nuestro es poner en marcha procesos, más que ocupar espacios. Dios se manifiesta en el tiempo y está presente en los procesos de la historia. Esto nos hace preferir las acciones que generan dinámicas nuevas. Y exige paciencia y espera»[29].
3.3. Un Papa que reclama “pastores que huelan a oveja”
El Papa Francisco presenta también novedad en los gestos y en la forma de vida, de lenguaje y de trato directo, es incluso muy poco amigo de protocolos de seguridad. Como él mismo afirma, necesita vivir su vida junto a los demás[30], lo que explica su decisión de vivir en Santa Marta y no en el apartamento pontificio, y marca la impronta de su estilo pastoral de forma muy llamativa. Siguiendo la contraposición de González de Cardenal, necesariamente simplificadora, «si a Ratzinger le preocupan sobre todo la verdad y la santidad de la inteligencia, a Bergoglio le preocupa sobre todo la santidad de la acción y las manos. Si para Ratzinger están en el centro los universales de la razón, de la fe, de la humanidad, para Bergoglio está en el centro los universales del corazón, del sentimiento y de la misericordia respecto de cada hombre concreto»[31]. Esta rápida radiografía ayuda a entender su invitación dirigida a los sacerdotes a «ser pastores que huelan a oveja»[32] , presentes en medio del pueblo, pastores que salen a la búsqueda de las noventa y nueve ovejas perdidas porque se fueron o porque nunca entraron. Este clamor del Papa es especialmente elocuente cuando se dirige a los Obispos, recordándoles su especial responsabilidad de pastores −y no de príncipes− que han de rehuir de todo carrerismo eclesiástico[33]. De igual modo, este servicio a la caridad ha de inspirar cualquier función de gobierno en la Iglesia, alejándose así de lo que el Papa denomina «mundanidad espiritual»[34] Detrás de estos desvelos, se refleja su deseo de que la Iglesia transforme sus estructuras y modos pastorales de modo que sean cada vez más misioneros. En definitiva, una Iglesia que pase de ser ‘reguladora de la fe’ a ‘transmisora y facilitadora de la fe’[35].
3.4. Un Papa que propone una nueva pedagogía del gobierno eclesial
Ciertamente Juan Pablo II ya había acometido una reforma purificadora del ejercicio primacial acentuando la colegialidad «en forma cada vez más adecuada a las exigencias del tiempo presente según las indicaciones del Concilio»[36]. Durante su Pontificado se desarrollaron de modo patente instituciones de colegialidad como el Sínodo de los Obispos, en sus asambleas ordinarias y extraordinarias; sínodos nacionales, regionales o continentales; consultas habituales al Sacro Colegio Cardenalicio; encuentros con los Obispos en sus visitas ad limina, etc. Todo ello subraya la inequívoca relevancia otorgada por el Pontífice a la naturaleza sinodal de la Iglesia, una dimensión desdibujada durante siglos[37]. El Papa Francisco desea seguir roturando esta senda. La necesidad de repensar las estructuras pastorales y de gobierno eclesial, además de ser un clamor unánime puesto de manifiesto en las congregación general de cardenales previa al conclave, apunta también a una personal pedagogía del gobierno aprendida con cierto sufrimiento por el Papa −como él mismo reconoce−, que le ha llevado a valorar cada vez más las consultas[38]. A su parecer, ello requiere, entre otras cosas, cambiar la metodología de los consistorios y de los sínodos para hacerlos más participativos, con una representación de todos los fieles de la Iglesia: religiosos, clérigos y laicos, donde las consultas sean reales, no formales[39]. Así mismo propugna que los dicasterios romanos sean instancias de ayuda, mediadores, no intermediarios ni gestores ni organismos de censura[40]. «Estos cambios −concluye el Papa− reflejan el deseo de poner en marcha la necesaria reforma de la Curia romana para servir mejor a la Iglesia y la misión de Pedro. Éste es un reto importante que requiere lealtad y prudencia. El camino no será fácil y necesita coraje y determinación. Una nueva mentalidad de servicio evangélico debe establecerse en las diversas administraciones de la Santa Sede»[41]. A este deseo responde la creación del Consejo de Economía y el Consejo de Cardenales, entre otras medidas propiciadas por él, de acuerdo con el deseo manifestado por los Cardenales en las congregaciones generales previas al cónclave[42].
3.5. Un Papa “anticlerical”
Otra importante clave de lectura de este Pontificado, útil para comprender su visión acerca de la mujer en la Iglesia, es su tenaz e incisiva crítica a algunas formas de entender la misión apostólica de la Iglesia desde una perspectiva excesivamente clerical, que ignora la función de los laicos, mujeres y hombres, en la Iglesia y desaprovecha su potencialidad evangelizadora[43]. El Papa no duda en calificar el clericalismo como un mal de la Iglesia, un «mal cómplice, porque a los sacerdotes les agrada la tentación de clericalizar a los laicos; pero muchos piden ser clericalizados de rodillas, porque es más cómodo, ¡es más cómodo! ¡Y este es un pecado de ambas partes! Debemos vencer esta tentación»[44]. Se trata de una «complicidad pecadora» −usando la expresión del Pontífice[45]− con importantes consecuencias también para la comprensión del papel de la mujer en la Iglesia, como ha hecho notar el Papa en diversas ocasiones.
Por un lado, ese clericalismo rampante ha contribuido a deformar la potestad de orden al identificarla con el poder. Se trata de un modo cultural machista muy extendido dentro y fuera de la Iglesia, para el que es inconcebible entender el gobierno como servicio. A esta perspectiva obedecen las frecuentes reivindicaciones feministas y de algunos teólogos -con mucho eco en un sector de la prensa ignorante del tema- que, repicando este error machista, defienden el sacerdocio de la mujer como una manifestación de la igualdad y promoción de la mujer dentro de la Iglesia. Esta solución -reflejo de un «machismo con polleras (faldas)»[46], como la denomina el Papa- no es la que él propone cuando apuesta por ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. No hay que confundir la función con la dignidad y la santidad. Por el contrario, cuando hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad», como ya aclaró Juan Pablo II[47]. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que utiliza Jesucristo al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere “jerárquica”, hay que tener bien presente que «está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo»[48]. Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Y concluye el Papa, «aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia»[49].
Por otra parte, lejos de simbolizar la emancipación de la mujer, la ordenación sacerdotal supone subordinación, como bien percibieron algunas feministas católicas que acabaron rectificando sus demandas iniciales. Ingresar en un ordo supone entrar en una relación de inserción orgánica y dependencia, una pretensión muy ajena a la liberación feminista[50]. Nada cambia ni puede cambiar, pues, respecto a la posición de la Iglesia en relación a la ordenación sacerdotal de las mujeres. No se debe perder nunca de vista que la Iglesia no encuentra la fuente de su fe y de su estructura constitutiva en los principios de la vida social de cada momento histórico. Esta doctrina ha sido zanjada ya por Juan Pablo II[51] y exige un asentimiento definitivo de los fieles, pero no en virtud de una expresión de infalibilidad del Papa, sino de la obligatoriedad de continuar en la Tradición. Por consiguiente, el Sumo Pontífice «ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe»[52]. A fin de tutelar la naturaleza y la validez del sacramento del orden, cualquier fiel que atente conferir el orden sagrado a una mujer, así como la mujer que atente recibir el orden sagrado, incurre en la excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica[53].
Esa deformación intraeclesial del servicio comporta también otras consecuencias que repercuten sobre todo en la valoración del trabajo de las mujeres en la Iglesia, denunciadas por el Papa con mucha claridad. Nos referimos a la confusión −«deslizamiento», lo define el Romano Pontífice− del papel de servicio de la mujer en la Iglesia o en algunas organizaciones eclesiales hacia un papel de servidumbre[54]. Estas situaciones suponen, sin duda, un abuso y una vulneración del principio de igualdad de todos los fieles en la Iglesia, recogido en el canon 208 CIC 83.
Lejos de estas desfiguradas caricaturas de la misión de la mujer en la Iglesia, «donde ahora hace de monaguilla, ahora lee la lectura, o es la presidenta de Caritas»[55], el Papa defiende y reta a ir más allá en la explicitación de papel y carisma de la mujer. «No se puede entender una Iglesia sin mujeres, pero mujeres activas en la Iglesia, con su estilo, que llevan adelante. (…) En la Iglesia, se debe pensar en la mujer desde este punto de vista: de decisiones arriesgadas, pero como mujeres»[56].
4. Los desafíos: las reivindicaciones feministas
A pesar del papel activo y reconocido a la mujer en sus primeros siglos de andadura, la Iglesia no fue ajena a la institucionalización jurídica y teológica de la discriminación de la mujer, que arrancaba de una exégesis masculinizante de los textos bíblicos −enlazada con una teología rabínica que afirmaba que sólo el varón era imagen de Dios− y de una idea varonil y estrictamente paternal de Dios. Este proceso se plasmó en el Decreto de Graciano y perduró incluso en el CIC 17, aunque incorporó tímidos avances[57]. Por otra parte, durante esos siglos asistimos a una ausencia o casi invisibilización de la voz de la Iglesia en estos temas. Y cuando lo hizo, en el siglo XIX, apenas conectó con los cambios sociales y jurídicos que estaban aconteciendo en esos momentos[58]. Paradójicamente, así como supo adelantarse a algunos graves problemas sociales de los siglos XVIII y XIX consecuencia directa de las revoluciones industriales y de un capitalismo salvaje (como, por ejemplo, el movimiento obrero, los derechos de los trabajadores, la creación de los sindicatos, etc.), no prestó apenas atención a la cuestión de la mujer hasta los años 60. Y hubo que esperar al Pontificado de Juan Pablo II para comenzar a ver materializada una respuesta antropológica y teológica profunda y sólida que sirviera de fundamento a todos las demás problemas vinculados al status social y jurídico de la mujer dentro y fuera de la Iglesia. Ahora bien, para acometer este desafío y hacer justicia a la realidad es necesario contextualizar histórica y culturalmente la condición de la mujer. Sería ingenuo pensar que el reconocimiento de la igual dignidad de la mujer y de sus derechos es un problema que sólo afecta a la Iglesia. Considero importante, por tanto, ver cómo discurre el feminismo a lo largo del siglo XX, aunque sea de modo esquemático, para comprender mejor los retos que debe afrontar hoy el Magisterio.
El comienzo del feminismo como movimiento social, ideológico y político, se suele situar a finales del siglo XVIII, y desde entonces sigue en continua evolución[59]. Su itinerario ha discurrido por tres grandes etapas: el feminismo ilustrado (1673-1789), el liberal-sufragista (desde el manifiesto de Séneca de 1848 hasta el fin de la Segunda Guerra mundial) y el contemporáneo, que comienza en el 68 y en la que estamos todavía inmersos. «El feminismo ilustrado −describe Valcárcel− se presenta como una polémica, sobre todo acerca de la igualdad de los talentos y las vindicaciones de educación y elección de estado; el liberal continúa la lucha por la educación a la que añade los derechos políticos, elegir y ser elegida, y se centra por consiguiente en el acceso a todos los niveles educativos, las profesiones y el voto. El feminismo contemporáneo comienza con una lucha por los derechos civiles para irse centrando en los derechos reproductivos, la paridad política y el papel de las mujeres en el proceso de globalización»[60]. No obstante, cabría incluso introducir una cuarta etapa, inaugurada con el nuevo milenio, que denominamos “revisionista” porque cuestiona los planteamientos ideológicos y algunas de las aparentes conquistas de los feminismos de las anteriores etapas.
4.1. El feminismo ilustrado
Las primeras reivindicaciones feministas estuvieron vinculadas a las revoluciones de finales del siglo XVIII, pero no antes[61]. Un claro reflejo fue la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía redactada por Olympe de Couges (1791), que murió guillotinada. Este feminismo se sirvió de la Ilustración para atacar los argumentos religiosos que algunos enarbolaban para justificar la inferioridad de la mujer: las mujeres heredaban la condena de Eva y su posición de inferioridad era el resultado de la aplicación de la justicia divina a su incitación al pecado original. Pero en el plano político, todas estas revoluciones conceptualizaron la ciudadanía y los derechos correspondientes en términos masculinos, con la sistemática exclusión de las mujeres. El molde rousseauniano de ciudadanía defendió un modelo de feminidad que la división de papeles políticos sacralizó[62]. Las mujeres no pertenecen al orden de lo público-político porque pertenecen al doméstico-privado. No se puede ser mujer y ciudadano, lo uno excluye a lo otro. Son consideradas, en su conjunto, la masa pre-cívica que reproduce dentro del Estado el orden natural. En definitiva, no son ciudadanas porque son madres y esposas[63]. De igual modo, los proyectos de reforma liberal y de democracia posteriores consagraron una democracia masculina: pensada “por” y “para” hombres blancos y de clase media[64]. De acuerdo con los principios hegemónicos de la modernidad, el varón era el único modelo de lo humano[65]. Desde su visión ilustrada, este primer feminismo defendió que la jerarquía masculina es un privilegio injusto avalado por prejuicios inmemoriales. Su radical novedad consistió precisamente en dar el nombre moderno de “privilegio” a la ancestral jerarquía entre los sexos; ello implicaba la subversión de un orden que muy pocos querían ver producirse. Con ello variaba el marco conceptual que hizo posible proseguir la argumentación. Por eso, Valcárcel apunta con razón que «el feminismo aparecía como un hijo no deseado de la Ilustración»[66].
4.2. El feminismo liberal sufragista
La segunda etapa del feminismo fue el de las mujeres sufragistas de Inglaterra y Estados Unidos de América que reivindicaron justamente los derechos liberales: voto y educación. En Inglaterra lo logran entre 1832 y 1928, en Norteamérica en 1869. En Europa las propias feministas temen el voto de mujer por ser más conservador. Este feminismo lucha contra el patriarcado y la subordinación real de la mujer en esa época, reivindica la igualdad, el acceso de la mujer a la educación, su autonomía económica, la mejora de la situación de la mujer casada, etc., pero lo hará con propuestas y planteamientos filosóficos diferentes. Estas dos tradiciones explican los debates contemporáneos y sus implicaciones jurídicas[67]. El feminismo individualista de la tradición anglosajona y americana surge del liberalismo inglés de raíces protestantes. Exalta la autonomía del individuo, los derechos individuales civiles y políticos (el derecho al voto y el acceso al trabajo, principalmente). El feminismo relacional continental europeo tiene su origen en los ambientes franceses y alemanes socialistas. Defiende la pareja como unidad básica y los derechos de las mujeres como mujeres y prioriza los derechos sociales y económicos. Ambos planteamientos tiene en común el rechazo de la discriminación pero difieren también en la actuación que se espera del Estado para lograr la igualdad. El feminismo liberal exige del Estado los derechos civiles y la intervención del Estado en la esfera política, pero en cuanto a los llamados derechos de la personalidad reclama la abstención, el “laissez faire”. El feminismo socialista no hace distinción entre lo público y lo privado, de manera que el logro de la igualdad exigiría el intervencionismo estatal también en la transformación de lo privado; por este motivo también será más explícito con la desaparición del matrimonio y la familia, la abolición de la paternidad y maternidad, etc. Con el tiempo ambos feminismos pedirán la legalización de divorcio y el control de la natalidad (por ideas maltusianas, será una cuestión manejada desde el poder según intereses económicos y estatales; el aborto se extiende antes en los países marxistas). También hubo diferencias entre los feminismos en el ámbito de las Iglesias (el feminismo católico es más asistencial y solidario; el protestante más liberal) frente al feminismo de corte marxista, sobre todo en cuestiones relacionadas con el enfoque de la sexualidad, del matrimonio y de la familia. Los feminismos cristianos reivindicaron el acceso de la mujer a la educación, al trabajo y a la política sin renunciar a sus funciones familiares. Por el contrario, los socialismos utópicos propugnaron la liberación sexual y la erradicación del matrimonio y la familia en cuanto que son consideradas instituciones opresoras propias del capitalismo burgués.
En este contexto, a finales de los años cincuenta, aparece por primera vez el término «rol de género»[68] para describir los comportamientos asignados socialmente a los hombres y a las mujeres. Esa categoría subraya la construcción cultural de la diferencia sexual, esto es, el hecho de que las diferentes conductas, actividades y funciones de las mujeres y los hombres son culturalmente construidas, más que biológicamente determinadas[69].
Durante las dos décadas siguientes a la segunda Guerra Mundial, el feminismo decae al haber logrado parte de sus objetivos (sufragio universal y derechos educativos de la mujer de la mujer, incorporación al trabajo, legislaciones divorcistas, etc.) y por la necesidad de reconstruir Europa después del conflicto. Se inicia un período en el que el objetivo consistía en alejar a las mujeres de los empleos obtenidos durante el período bélico, devolviéndolas al hogar. Con este fin se pretendió que aceptaran la división tradicional de funciones que, para entones, fue reacuñada. Era necesario el retorno a la antigua división público/privado, esta vez no naturalizada -como ocurrió en la modernidad- sino concebida complementariamente. Ahora las mujeres modernas, que eran ciudadanas y tenían formación, eran libres de elegir permanecer en su hogar y no salir a competir en el mercado laboral. Como reacción se alzaron voces de denuncia alertando que las conquistas sufragistas no habían logrado producir apenas cambios en la jerarquía masculina; el orden patriarcal (social y político) se mantenía incólume[70]. Sus exponentes más claros son Simone de Beauvoir (El segundo sexo, 1949) y Betty Friedam (La mística de la feminidad, 1963). A este feminismo no le importan tanto las reivindicaciones, como ocurrió con las ilustradas y las sufragistas, cuanto las explicaciones, pero no tuvo eco hasta años después, con la llamada revolución sexual de los 70.
4.3. La tercera ola del feminismo: la revolución sexual y la ideología de género
Este feminismo hereda las mismas premisas ideológicas pero las utilizan de modo beligerante, revolucionando las costumbres y el reparto de roles. Acuñan el término “patriarcado” para significar el orden socio-económico, moral y político que mantenía y perpetuaba la jerarquía masculina. Este feminismo está imbuido por las ideas marxistas y el liberalismo sexual, plasmadas en gran parte de la agitación del mayo del 68 y vinculadas a movimientos antisistema y contraculturales (hippies). Desde esas premisas consideran la subordinación biológica y las estructuras patriarcales (el matrimonio prostituye a la mujer, afirman) como las causas principales de la desigualdad de la mujer. Propugnan una revolución sexual de clases donde se eliminen todas las diferencias, incluidas las biológicas (amor libre, los hijos son de todos, etc.) y un absoluto control de la reproducción por parte de la mujer (anticoncepción y aborto). Se plantean la subversión del orden normativo heredado, que no se limita a lo estrictamente legal sino que abarca también las costumbres, la moral, etc. Sus dos grandes objetivos fueron la abolición del patriarcado y convertir lo personal en político. Con ellos se perseguía borrar las fronteras tradicionales entre lo público y lo privado. Las principales exponentes de este período fueron Kate Millet (Sexual Politics, 1970) y Sulamith Firestone (The Dialectic of Sex: The Case for Feminist Revolution, 1970).
Casualmente, en 1968, el psicoanalista Robert Stoller definió la “identidad de género” en sus estudios sobre los trastornos de la identidad sexual, y concluyó que ésta no está determinada por el sexo biológico, sino por el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias, ritos y costumbres atribuidos a cierto género[71]. El feminismo académico anglosajón impulsó el uso de este concepto en los años 70 para enfatizar que las desigualdades entre mujeres y hombres son socialmente construidas y no biológicas. Para este feminismo, «la distinción entre la diferenciación sexual −determinada por el sexo cromosómico, gonadal, hormonal, anatómico y fisiológico de las personas− y las interpretaciones que cada sociedad hace de ella, permitía una mejor comprensión de la realidad social y perseguía un objetivo político: demostrar que las características humanas consideradas femeninas son adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en lugar de derivarse naturalmente de su sexo biológico»[72]. Tomaba ahora plena vigencia el mensaje lanzado prematuramente por la existencialista atea Simone de Beauvoir: «¡no naces mujer, te hacen mujer!». Se parte, por ello, de una hostilidad hacia lo biológicamente propio de la mujer porque limita la total autonomía e independencia. Esto explica la visión extremadamente negativa de la maternidad que caracteriza a buena parte de este modelo feminista.
De acuerdo con esta perspectiva, el feminismo de la tercera ola se unió a los defensores de las políticas de identidad o reconocimiento (minorías étnicas, indígenas, activistas homosexuales y transexuales, etc.) para reclamar nuevos enfoques de las teorías sobre la justicia. En su opinión, el derecho no corresponde a las necesidades de las mujeres ni a las de las minorías, sino a las necesidades que los hombres y la mayoría social que consideran que aquellos tienen; de ahí la ineficacia del ordenamiento jurídico para resolver sus problemas reales. Denuncian que determinados derechos, concebidos como universales, se aplican de tal modo que suponen la perpetuación de la desigualdad. Por ello, todos estos grupos abogan por una revisión del principio de igualdad y de las relaciones de poder que subyacen en las estructuras sociales, jurídicas y políticas del modelo liberal, al que califican de asimilacionista y androcéntrico. Y ello exige desmontar prácticas, valores sociales, instituciones y normas jurídicas. Por este motivo, el feminismo impulsó un repaso sistemático de todos y cada uno de los códigos legales, morales, culturales, etc. a fin de detectar y eliminar cualquier resquicio de discriminación sexual. Y encontró eco en la antropología individualista del neoliberalismo radical, apoyándose además en diversas teorías marxistas y estructuralistas, así como en algunos postulados de la revolución sexual impulsada por Wilhelm Reich (1897-1957) y Herbert Marcuse (1898-1979). Cualquier actividad sexual resultaría justificable. La heterosexualidad, lejos de ser obligatoria, no sería más que una de las opciones de práctica sexual. Como la identidad genérica (el gender) podría adaptarse indefinidamente a nuevos y diferentes propósitos, correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que le gustaría pertenecer en las diversas etapas de la vida y el derecho debería reconocer y amparar jurídicamente cualquier opción siempre que no vulnerase los derechos de los demás. De igual modo, la reproducción biológica podría asegurarse con otras técnicas que los estados deberían no sólo respetar sino garantizar para satisfacer el derecho a la salud sexual y reproductiva[73].
Comienza entonces a fraguarse una deconstrucción de la antropología de raíces cristianas sobre la que se venían apoyando los fundamentos culturales y normativos de la mayoría de los ordenamientos jurídicos occidentales en cuestiones vinculadas con la sexualidad, el amor humano, el matrimonio, las relaciones de parentesco, etc. Para ello se servirán de una nueva agenda política en la que los derechos sexuales y reproductivos ocupan un lugar prioritario. Ciertamente se trata de reivindicaciones aisladas en los años 60 y 70, revolucionarias para su momento, que comienzan a calar en el pensamiento filosófico y en la psicología, pero apenas que son asumidas en un primer momento por las legislaciones estatales. No obstante, la hoja de ruta del lobby de estos grupos estaba bien trazada: había objetivos a corto, medio y largo plazo que se han ido cumpliendo.
El siguiente objetivo del feminismo fue lograr una mayor visibilidad en el espacio público y político mediante el sistema de cuotas y la paridad lograda a través de la discriminación positiva, para poner fin al “techo de cristal” que impedía a la mujer ascender en las escalas jerárquicas y organizacionales[74]. En este nuevo contexto hace su aparición, en la década de los 80, la tensión entre el feminismo radical o de la igualdad (asimilación a los varones) y el feminismo cultural o de la diferencia, que no reniega de lo específico femenino (reivindican la experiencia maternidad sin varón, la homosexualidad femenina, la escritura femenina, etc.). Frente al esencialismo femenino, por definición reduccionista, se aprecian dentro del feminismo reivindicaciones jurídicas diferentes respecto a los derechos sexuales y reproductivos, que pasan a convertirse en el centro de batalla en los años 90, con motivo de las Conferencias internacionales sobre Población y Desarrollo (El Cairo, 1994) y sobre la Mujer (Pekín, 1995): unas exigen la intervención del Estado y el derecho a liberarse de la maternidad (despenalización de los anticonceptivos, aborto, etc.); otras solicitan la intervención proteccionista del estado para satisfacer su maternidad en solitario (inseminación artificial, FIVET, etc.)[75].
4.4. La cuarta ola: el feminismo revisionista
Este feminismo se inicia con el nuevo milenio y realiza una autocrítica a partir de los resultados obtenidos hasta el momento: el antinatalismo no obedece a los verdaderos deseos de las mujeres, las incorporadas al trabajo no quieren pagar el precio de no ser madres para triunfar en el mundo laboral, tampoco renuncian a constituir familias con padre y madre ni quieren desentenderse de su biología. Pero reclaman que el hombre no se desentienda de sus responsabilidades como padre: ellas se han incorporado al trabajo sin renunciar a la familia, pero ellos no han entrado todavía y no acaban de asumir su responsabilidad paterna. Las feministas excesivamente centradas en sí mismas, comprueban que la presunta liberación sexual de la mujeres ha beneficiado una vez más a los hombres, pues la mujer trabajadora no ha renunciado a las tareas domésticas, ni a la maternidad y educación de los hijos; lo único que ha ocurrido es que se le ha multiplicado el trabajo y está obligada a demostrar que es capaz de llegar a todo con excelencia. Como concluye Badinter, «para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de sus alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria del imperialismo masculino»[76]. Todo ello supone un replanteamiento antropológico de las identidades masculinas y femeninas. Ya no se pretende un mundo de dos sexos aislados que discurren en paralelo sino una reconstrucción conjunta de los espacios público y privado. Se abandona el enfrentamiento dialéctico marxista entre los dos sexos y se prioriza la implicación de los varones en el logro de la igualdad real[77]. Este giro revisionista se aprecia en autoras como Betty Friedman (The Second Stage, 1981), Germaine Greer (Sex and Destiny, 1984) o, más recientemente, Evelyne Sullerot (Lettre d’une enfant de la guerre aux enfants de la crise, 2014).
En este nuevo contexto nacen los feminismos del cuidado y del servicio a la vida[78], que revalorizan el enfoque femenino de la bioética, dando primacía a la calidad en las relaciones interpersonales, insistiendo en la importancia de los sentimientos y sobre todo en la actitud de cuidado. Frente al modelo de bioética de la autonomía, basada en el pensamiento deductivo, racional, pragmático e individualista, se defiende otro más emotivo, empático, basado en la virtud y la calidez de la experiencia interpersonal. Se trataría pues de feminizar toda la bioética, extendiendo esta actitud al resto de la sociedad, especialmente a los varones[79]. En este mismo orden de cosas, este feminismo revaloriza el servicio social y doméstico de las mujeres (se comienza a exigir que se contabilice la producción del trabajo doméstico en el PIB nacional, aunque sean horas impagadas) y se incorporan también elementos del ecologismo y del pacifismo.
Frente a las insuficiencias de los anteriores planteamientos, va abriéndose camino otro modelo de feminismo, el comúnmente denominado de la igualdad en la diferencia, o de la reciprocidad y complementariedad[80]. Conserva y ahonda en la defensa de la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, pero rompe con planteamientos antagónicos y dicotómicos. La igualdad no debe implicar necesariamente igualitarismo porque acaba comportando injusticias. Sus nuevas preocupaciones son: lograr un mercado laboral flexible que facilite la conciliación pues no encuentran progresista que el empleador controle su maternidad, articular la igualdad/diversidad mediante medidas de discriminación indirecta (políticas de cuotas y tratamientos preferenciales) y alcanzar una verdadera corresponsabilidad en el cuidado del hogar y en la crianza y educación de los hijos.
A pesar de estas posturas revisionistas, persisten algunos feminismos radicales unidos a otros colectivos que reivindican la deconstrucción antropológica fraguada en los años 60 y 70. Estos feminismos han logrado globalizar una buena parte de sus postulados sirviéndose de escenarios y plataformas internacionales y de reinterpretaciones de algunos derechos humanos para generar nuevos derechos −los derechos sexuales y reproductivos, la salud sexual y reproductiva−, que buscan imponer a los estados mediante la legalización del derecho al aborto, las técnicas de reproducción asistida, el alquiler de úteros, las uniones de hecho, los matrimonios homosexuales, etc.[81]. Lo cierto es que son ya bastantes los países que han incorporado esas nuevas pretensiones a sus legislaciones nacionales, al tiempo que los medios de comunicación han contribuido a difundir esos modelos por todo el planeta[82].
5. Las respuestas: hitos del magisterio pontificio acerca de la igualdad entre el hombre y la mujer y de su misión y participación en la sociedad y en la Iglesia
Volvamos ahora a la respuesta del Magisterio a los distintos desafíos que, como acabamos de ver, son cronológicamente diferenciados y de calado muy diverso, lo que explica que las respuestas magisteriales tengan un mismo fondo y diversos matices en cada caso. Pueden resumirse en dos líneas temáticas que apuntan al genio de la mujer en ámbitos diferentes: a) las vinculadas a los fundamentos antropológicos y teológicos de la dignidad personal de la mujer y sus consecuencias en la moral sexual y matrimonial y b) las relacionadas con su participación directa en la vida y misión de la Iglesia, ya sea rechazando su ordenación sacerdotal, ya sea clarificando los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico.
La primera línea ha sido mucho más desarrollada que la segunda porque ha sido la más necesaria para afrontar los retos de la deconstrucción antropológica propiciada por el feminismo. No obstante, el Papa Francisco considera que ya ha llegado el momento de impulsar la segunda línea de acción para explicitar su papel y su carisma de manera más incisiva[83]. Veamos brevemente cada una de ellas, de la primera me ocupo a continuación, y la segunda la abordo en la última parte de la exposición.
Como ya indiqué, desgraciadamente, apenas encontramos eco positivo a las reivindicaciones de igualdad en dignidad y de derechos del hombre y de la mujer en el Magisterio de los siglos XIX y comienzos del XX, cuando comienzan a visibilizarse los primeros feminismos. Ese Magisterio, acorde a los esquemas culturales del momento, remarca en exceso la exégesis paulina de la sumisión de la mujer respecto al hombre, así mismo considera la emancipación de la mujer como una falsa libertad y su igualdad con el hombre/marido como antinatural[84]. Ciertamente, esas intervenciones requieren ser contextualizadas y, por lo tanto, matizadas, porque -a mi parecer- mezclan cuestiones puramente culturales con otras vinculadas a la ley natural, sin apenas diferenciar la distinta carga moral de unas y otras[85].
5.1. Juan XXIII
Este Papa vio un signo de nuestro tiempo en la conciencia que tiene la mujer de su propia dignidad y en el ingreso de la mujer en la vida pública. Fue el primer Papa que no habló ya de la subordinación de la mujer al marido ni sólo de la vocación de la mujer como madre, sino que se refirió a su dignidad y la igualdad de derechos respecto al hombre tanto en la esfera privada como pública[86]. Vivió el primer feminismo e intuyó sus consecuencias: hizo despertar a la Iglesia de su letargo ante este reto pastoral, e impulsó la celebración del Concilio Vaticano II para dar respuesta a éste y a otros muchos desafíos de la modernidad que reclamaban una Iglesia más receptiva y abierta.
5.2. El Concilio Vaticano II
El Concilio sentó las bases y marcó las rutas para responder a este signo de nuestro tiempo[87]. Fue revolucionario y profético en su magisterio sobre el laicado, una de las coordenadas esenciales para interpretar el Magisterio reciente sobre la dignidad y la función de la mujer en la Iglesia. El Concilio Vaticano II supuso para la Iglesia casi un cambio de paradigma. Contribuyó a explicitar las bases de la posición de la mujer en la Iglesia: articuló armónicamente, por un lado, la defensa de la igualdad radical en su condición de persona y, por otro lado, la valoración −que se traduce en reconocimiento y promoción− de su especificidad femenina, esto es, de su particular modo de ser y de obrar en cuanto mujer[88]. En esta labor conciliar adquirió especial valor la elaboración de una nueva eclesiología, en la cual se constataba con claridad que los conceptos de fiel −común a todos los miembros de la Iglesia− y laico −aquellos fieles cuya misión eclesial consiste principalmente en la santificación de las estructuras temporales− no comportan ninguna distinción de derechos y deberes en función de los sexos. Esta nueva riqueza conciliar quedó bien plasmada en el Mensaje final del Concilio, que constituye el primer reconocimiento formal del papel de las mujeres a favor de la Iglesia y de la sociedad: «llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga»[89].
5.3. Pablo VI
Pablo VI expresó también el alcance de la cuestión de la mujer instituyendo, a petición de la Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1971, una Comisión especial cuya finalidad era el estudio de los problemas contemporáneos en relación con la «efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de las mujeres»[90]. Son los años en los que están cuajando las revoluciones sexuales bajo el lema “lo privado es público”, plasmadas en algunos importantes “logros”, como la legalización de los anticonceptivos y el reconocimiento del aborto como un derecho en la sentencia Roe and Wade del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (1973). El Papa afronta esos desafíos promulgando la controvertida y profética encíclica Humanae Vitae (1968) que detalla la doctrina moral católica sobre los métodos anticonceptivos y otras medidas que se relacionan con la vida sexual humana. Y el 15 octubre de 1976, la Congregación para la Doctrina de la Fe publica la Declaración Inter insigniores negando la admisión de las mujeres al sacerdocio.
5.4. Juan Pablo II
El Pontificado de Juan Pablo II marca un punto de inflexión muy claro en el tema de la mujer dentro y fuera de la Iglesia: lo afronta de lleno y con un background muy concreto. En este empeño refleja además una sensibilidad muy especial explicable, en mi opinión, por dos razones relacionadas entre sí: por la importancia que concede al papel y misión de los laicos en la Iglesia y por su biografía personal, en la que concurren algunas circunstancias que le ayudaron a conectar desde el primer momento de su labor sacerdotal con esta preocupación pastoral. Nos referimos a su prematura orfandad, a sus experiencias directas del nazismo y del comunismo y a las atrocidades cometidas con las mujeres, a su intuición de artista y de poeta, a su intensa actividad pastoral con jóvenes y matrimonios jóvenes, de donde nacerán los precedentes del Instituto Juan Pablo II para la familia, a su excelente preparación como profesor de ética imbuido de una perspectiva fenomenológica que tanto influyó en su visión personalista de la ética, bien reflejada en su catequesis sobre la teología del cuerpo, el amor y matrimonio, que ha dado tantos frutos pastorales y jurídicos, estos últimos plasmados en el Código de Derecho canónico de 1983.
De mil modos y maneras y en numerosos documentos el Papa hablará de la urgencia de defender y promover la dignidad personal de la mujer y, por tanto, su igualdad con el varón[91]. No duda en reconocer y alabar los esfuerzos realizados por las mujeres que lucharon por «defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado (…)». Y el Papa concluye «mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que «ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad. ¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el corazón de cada hombre»[92].
Su mayor aportación, a mi parecer, radica precisamente en su profundización en los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición masculina y femenina, que considera un prius para entender y defender la presencia activa de la mujer en la Iglesia y en la sociedad[93]. La Carta Apostólica Mulieris Dignitatem sobre la dignidad y la vocación de la mujer, es, sin duda, su principal aportación en este sentido. El Papa Francisco la ha definido como «un documento histórico, el primero del Magisterio pontificio dedicado totalmente al tema de la mujer»[94]. Como reconocería el Papa Benedicto XVI con ocasión del XX aniversario de este documento pontificio, «la relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye sin duda alguna un punto central de la cuestión antropológica, tan decisiva para la cultura contemporánea y en definitiva para toda cultura»[95]. Pero además es un texto con un sello muy personal del Papa[96], redactado casi a la vez que se celebraba el Sínodo episcopal sobre La vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II (1987) y publicada antes de la Exhortación postsinodal por deseo del Papa.
Según Jutta Burgraf, «la Carta Apostólica Mulieris dignitatem fue publicada en un tiempo en el que se puede observar un cambio en el movimiento feminista. Ya no estaba tan de moda el feminismo radical, de matiz ecologista, con sus cultos rituales de brujería y la proclamación del poder mágico-materno de la mujer; más bien se había extendido un feminismo "moderado" social (corporate feminism) de las así llamadas "mujeres de carrera". En él, matrimonio es tolerado, con tal que no amenace la autonomía de la mujer y no limite las posibilidades profesionales con la "trampa de la maternidad". En la actualidad, los partidos políticos más contrapuestos ideológicamente, convergen en el compromiso de ampliar las cuotas de acceso de las mujeres a las diversas profesiones, incluida la militar. Por otro lado, a pesar de todas las tentativas de emancipación, avanza de forma alarmante la comercialización de la mujer en la publicidad, en el cine, en el turismo y hasta en las bellas artes»[97].
El Papa asume la reconstrucción antropológica requerida por el nuevo contexto social, cultural y político, contando desde el primer momento con la inestimable ayuda del entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Ratzinger. Por este motivo, presento a la vez las aportaciones de ambos en este período. Podríamos decir que fue una de sus principales empresas en la aplicación del Concilio y en el diálogo de la Iglesia con un mundo sometido a vertiginosos cambios en apenas medio siglo. Algunos de esos cambios son de gran calado, como es el caso de los relacionados con las conexiones entre la ley natural, la persona humana, los derechos humanos y la familia. Una confusión que ha ido in crescendo hasta pulverizar esos conceptos y su vivencia en la conciencia de muchas personas e incluso de sociedades enteras, como bien constata el instrumentum laboris del Sínodo sobre la familia[98].
El punto de partida de su magisterio para afrontar este reto consiste en tomar en consideración las dos tendencias principales que aglutinan las reivindicaciones feministas antes descritas y hoy inculturizadas en diversas partes del mundo, sobre todo en occidente: por una parte, estaría el feminismo que afronta la subordinación de la mujer desde la contestación y confrontación dialéctica de los sexos, replicando la lucha de clases y la correspondiente estrategia de lucha por el poder; por otra parte y como consecuencia de la anterior, nos encontramos la tendencia feminista que reclama cancelar las diferencias por ser efecto de los condicionamientos histórico-culturales. Las diferencias corpóreas (sexo) se minimizan para liberar a la mujer de todo determinismo biológico, mientras que la dimensión cultural (género) se considera fundamental para la emancipación de la mujer, posibilitándose un modelo nuevo de sexualidad polimorfa que toda persona podría configurar según sus deseos.
Las consecuencias de esta perspectiva las describe con acierto el Cardenal Ratzinger: no sólo tiene «su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de familia», sino que además, «refuerza la idea de que la liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas Escrituras, que transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia consideraría sin importancia e irrelevante el hecho de que el Hijo Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina»[99].
El Papa afronta la valoración crítica de estas concepciones antropológicas actuales partiendo de los datos doctrinales extraídos de la antropología bíblica acerca de la sexualidad y el amor humano, articulada en una secuencia de tres fases, que describo muy sintéticamente: a) los designios creadores de Dios, b) la ruptura introducida por el pecado original y c) la superación de las consecuencias de esa ruptura mediante la redención. A continuación me limito a ilustrar cada una de estas fases con citas literales de Juan Pablo II y del Cardenal Ratzinger que condesan la doctrina de la Iglesia al respecto, acompañadas, en su caso, con una breve glosa personal a sus intervenciones.
5.4.1. Los designios creadores de Dios
Como certeramente apunta Burggraf, «el Santo Padre retrocede hasta nuestros orígenes, hasta el libro del Génesis, y lo interpreta de nuevo. Eva ya no es “la tentadora", sino la pareja de Adán, que está, por así decirlo, “a su mismo nivel”. Esta forma de iniciar la consideración de la historia toma en cuenta y en serio a las mujeres, a pesar de que, durante siglos, su actuación ha permanecido oculta»[100]. Para Juan Pablo II «es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad»[101]. Al estudiar las intenciones divinas en la creación de la persona humana se deducen importantes presupuestos sobre la dignidad de la mujer y su misión en el mundo, que enuncio seguidamente:
a) La idéntica dignidad humana del hombre y de la mujer en lo común (como personas) y en lo específico (masculinidad y feminidad)
La premisa fundamental de la que parte el Papa es la siguiente: «la verdad revelada sobre el hombre y la mujer como ‘‘imagen y semejanza de Dios'' constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana. (…) Es esta humanidad sexuada la que se declara explícitamente “imagen de Dios” (Gen 1, 27)»[102]. El cuerpo y el alma constituyen la totalidad unificada corpóreo-espiritual que es la persona humana, que necesariamente sólo puede existir como hombre o mujer. En su totalidad de cuerpo y alma está orientado a revelar esa imagen primigenia y alcanzar así su realización personal[103].
Por ello el Papa no duda en afirmar que «la mujer es otro yo en la humanidad común»[104]. «La mujer, al igual que el hombre, lleva en sí la semejanza con Dios, y fue creada a imagen de Dios en lo que es específico de su persona de mujer y no sólo en lo que tiene de común con el hombre. Se trata de una igualdad en la diversidad (cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 369). Así pues, para la mujer la perfección no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer: su perfección, que es también un secreto de afirmación y de relativa autonomía, consiste en ser mujer, igual al hombre pero diferente. En la sociedad civil, y también en la Iglesia, se deben reconocer la igualdad y la diversidad de las mujeres»[105].
Juan Pablo II rompe con una antigua tradición, que creía comprobar la inferioridad moral y espiritual de la mujer y, por esta razón, le impedía adoptar decisiones importantes y exigía que la esposa se sometiera incondicionalmente a su marido y señor[106]. Por el contrario, el Papa aporta una exégesis de la sumisión de la mujer mencionada en la Carta a los Efesios[107] mucho más acorde con la antropología bíblica antes descrita que la mantenida hasta entonces en la Iglesia. «Esa sumisión ha de entenderse y realizarse de un modo nuevo: como una “sumisión recíproca en el temor de Cristo” (cfr. Ef. 5, 21)» −afirma−, de modo que «en la relación marido-mujer la “sumisión” no es unilateral, sino recíproca»[108]. El Papa no duda en romper con esos precedentes negativos y en declarar que «el desafío del “ethos” de la redención es claro y definitivo»[109].
b) La diversidad complementaria: el genio específico de la mujer
La unidad y la igualdad de hombre y mujer en la vocación a la autorrealización a través de la entrega de sí no cancela de hecho la diversidad. Antes bien, el Papa subraya la riqueza humana que encierra el genio específico de la mujer[110], invitándola no sólo a no renunciar a esa especificidad sino también a aportarla a la sociedad y a la Iglesia en cuanto valor insustituible para la verdadera promoción humana. En este sentido, destaco dos aspectos del genio femenino especialmente remarcados por el Magisterio.
b.1) La mujer es guardiana del ser humano, de su humanidad. Juan Pablo II fundamenta esta afirmación humanística sobre una base teológica, con la convicción de que Dios ha confiado el ser humano de un modo específico a la mujer, ya que su misión particular está en el orden del amor[111]. Se corrobora así que la feminidad es más que un simple atributo del sexo femenino. Esta palabra designa la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro[112]; de reconocerle, acogerle y amarle por el único y valioso hecho de ser persona[113].
Cuando faltan esas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad y de la Iglesia el que se ve empobrecido, el que sufre soledad y violencia, y se vuelve, a su vez, generador de múltiples egoísmos y violencias. «Si todas esas riquezas no se integran −suscribía el entonces cardenal Bergoglio− una comunidad religiosa no sólo se transforma en una sociedad machista sino también en una sociedad austera, dura y mal sacralizada»[114]. En definitiva, ante el peligro de una gradual desaparición de la sensibilidad por lo que es esencialmente humano, propiciado por el unilateral progreso material de la humanidad, se precisa que aparezca claro el “genio” de la mujer, su sensibilidad por el ser humano, simplemente porque él es hombre[115].
b.2) La maternidad. Vinculado con lo anterior, el Papa defiende que «la maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y éste es precisamente el “papel” de la mujer»[116]. Sin embargo, Juan Pablo II[117] y el Cardenal Ratzinger[118] interpretan esta afirmación a la luz de lo expuesto con anterioridad para evitar reduccionismos biologicistas y confusiones, desgraciadamente frecuentes a lo largo de la historia. Esas interpretaciones han constituido un lastre en la verdadera promoción de la mujer porque se han interpretado como el único destino esperado de la mujer, no como una opción consciente y libre. Además de oscurecer e invisibilizar así todas sus potencialidades en otros ámbitos del desarrollo humano (político, intelectual, cultural, artístico, económico, etc.), estas interpretaciones reductivas han contribuido no pocas veces a una instrumentalización de la mujer en los ámbitos privado y público (por ejemplo, a través de políticas natalistas o antinatalistas) y a la irresponsabilidad procreativa y paterna de los hombres. Se comprende así que una gran parte del feminismo culpe a la maternidad de la mayoría de los males de las mujeres a lo largo de la historia y busquen la emancipación de la mujer mediante la renuncia de una parte esencial de su identidad femenina[119].
c) La diferencia vital entre la feminidad y masculinidad está orientada a la comunión en la entrega recíproca de sí
«La diversidad no significa oposición necesaria y casi implacable»[120], antes bien la igual dignidad de las personas se realiza como complementariedad física, psicológica y ontológica, dando lugar a una armónica “unidualidad” relacional[121]. Según el génesis (Gen 2, 4-25), el hombre necesita una ayuda que le sea adecuada, pero el término no designa aquí un papel subalterno, de inferioridad o instrumentalización, sino una ayuda vital y recíproca. El hombre necesita entrar en relación con otra persona que se encuentre a su mismo nivel[122]. Por ello el Papa subraya que «el auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: “No eres su amo −escribe san Ambrosio− sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor”. El hombre debe vivir con la esposa “un tipo muy especial de amistad personal”», concluye[123].
Yendo incluso más lejos en la proyección de esta dualidad complementaria, «la cooperación del hombre y de la mujer es condición de desarrollo de la humanidad y de su obra de dominio sobre la naturaleza»[124]. Consecuentemente conduciría a una pérdida irreparable para la mujer y para la sociedad concebir la promoción y la realización personal de la mujer como una reproducción mimética del modelo masculino[125].
5.4.2. La ruptura del designio originario por el pecado
Ahora bien, este proyecto creador se rompe por el pecado original que introduce un conflicto entre ser y deber ser: la ruptura con Dios trae como consecuencia una triple ruptura ulterior: una ruptura en su mismo yo; una ruptura en la relación entre hombre y mujer, y, finalmente, una ruptura entre ser humano y creación. La relación entre hombre y mujer, que a partir de la semejanza con Dios hubiera debido ser una relación constituida por un recíproco don de sí llega a ser ahora una relación de dominio, como dice Génesis 3, 16[126]. En vez de entregarse, el hombre intenta dominar a la mujer. En lugar de la comunión se tiene una opresión, que al mismo tiempo destruye la estabilidad de la relación. La mujer, que originariamente tendría que haber sido co-sujeto del hombre en su existencia en el mundo, es reducida por él a objeto de placer y de explotación[127]. En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto y el amor que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la mujer. Pero como afirmaba el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, «por más trastornadas y obscurecidas que estén por el pecado, estas disposiciones originarias del Creador no podrán ser nunca anuladas. (…). Tal alteración no corresponde ni al proyecto inicial de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por lo tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada»[128].
Es clave, entonces, distinguir las estructuras de pecado, así como las costumbres, instituciones o normas que consagran culturalmente, dentro y fuera de la Iglesia, el machismo «o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares −afirma Juan Pablo II−»[129]. Esas estructuras son inmorales −pecaminosas− y reprochables en cuanto contrarias a las disposiciones del Creador. Precisamente la idéntica dignidad humana de esa dualidad originaria ha impulsado a los Papas a identificar y denunciar con energía cualquier construcción cultural que legitime la discriminación contra la mujer e ignore la novedad del cristianismo, como hizo Benedicto XVI al inaugurar los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida, 2007)[130]. Esas diversas manifestaciones de dominio o de falta corresponsabilidad por parte del hombre constituyen en la actualidad verdaderas prioridades pastorales, tal y como lo han puesto de manifiesto los trabajos preparatorios del Sínodo de la familia[131].
5.4.3. La restauración del desorden mediante la Redención
«La superación del pecado −la redención− debe por tanto manifestarse también en la superación de esta perversión en el restablecimiento de un orden conforme a la creación, en el retorno del “objeto” al “co-sujeto”. En relación con esto, el Papa, en su Carta Mulieris Dignitatem, ilustra insistentemente cómo la acción redentora de Cristo comporta también el restablecimiento de los derechos y de la dignidad de la mujer»[132]. «Hace falta romper, pues, esta lógica del pecado y buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del hombre pecador»[133].
Considero esencial asumir en la Iglesia este esquema en todos los sentidos, pero especialmente en el terreno pastoral y en el jurídico. El machismo es una consecuencia del pecado original que no puede bendecirse desde púlpitos, confesionarios o aulas. Son heridas de la naturaleza humana convertidas en cultura. Desgraciadamente, esos parámetros culturales no sólo son asumidos consciente o inconscientemente de manera indiscutida, sino muchas veces convertidos en norma dentro y fuera de la Iglesia, ignorando la novedad del cristianismo. Por ello suscribo con Azcuy que «cuando el machismo penetra en las estructuras, ya no hay espacio para la dignidad, la participación y las relaciones de reciprocidad en el amor y en el cuidado mutuo; por eso, no basta la conversión del corazón, sino que también se necesita una transformación de las estructuras. Como respuesta a la situación de desigualdad y violencia que viven muchas mujeres, es imprescindible plantear una antropología inclusiva fundada en la fe cristológica»[134].
Una de las más valiosas aportaciones de este Magisterio reciente en este sentido ha sido la de acometer una exégesis de la Sagrada Escritura más acorde con el designio originario del Creador. A través de ella se denuncian sin ambages los abusos cometidos contra las mujeres, durante siglos valorados injusta e hipócritamente de forma desigual (por ejemplo, el adulterio, las madres solteras, las prostitutas, etc.). Destaco, en este sentido, la exégesis de Juan Pablo II del episodio evangélico de la mujer adúltera y su valiente denuncia a las nefastas consecuencias de los cobardes anonimatos de muchos hombres, que no sólo no se responsabilizan de sus actos sino que además propician juicios, normas o instituciones que con impune hipocresía castigan a las mujeres con mayor dureza[135].
Esa encomiable labor interpretativa alcanza también al discutido significado paulino de la sumisión de la esposa al marido. Como ya mencioné, Juan Pablo II zanja la cuestión subrayando que «en la relación marido-mujer la sumisión no es unilateral, sino recíproca»[136]. Por lo tanto, es injustificable cualquier tipo de sumisión de la mujer en el matrimonio, entendida como dominio o desigualdad. Esta imagen reforzada de la igual dignidad de ambos cónyuges alcanza su formulación jurídica en la concepción paritaria del matrimonio del Código de Derecho canónico de 1983. El c. 1135 lo expresa con claridad: «ambos cónyuges tienen igual obligación y derecho respecto a todo aquello que pertenece al consorcio de la vida conyugal». El vínculo matrimonial es único y engendra idénticos derechos y obligaciones para ambos cónyuges. Así pues, no caben valoraciones diferentes de la exclusión o del abuso de los derechos/deberes matrimoniales, basadas en razones culturales. Por el contrario, siempre y en cualquier parte debe garantizarse la íntima verdad de la recíproca y total entrega conyugal[137], que implica asumir la responsabilidad procreativa y educativa como única y la misma para ambos cónyuges. Como recuerda Juan Pablo II, «es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de “igualdad de derechos” del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial»[138]. En definitiva, la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y a su paternidad que no debe eludir[139]. En este sentido, la pastoral familiar debería formar y acompañar a los hombres para asumir con más dedicación y compromiso esta faceta de su vocación matrimonial y paterna.
Paradójicamente, ha sido una buena parte del feminismo (con eslóganes como “mi vientre es mío”) la que ha contribuido a dejar fuera de juego a los hombres en los asuntos procreativos y a vaciar de sentido la paternidad. La liberación de la maternidad a favor de la causa femenina ha logrado una peligrosa banalización del aborto, que solo pasa factura a las mujeres. Ahora bien, sin minimizar la gravedad moral del aborto ni sus consecuencias penales[140], los Papas Juan Pablo II[141] y Francisco[142] asumen los dolorosos condicionamientos que llevan a las mujeres a abortar y no dejan de señalar y exigir responsabilidades a quienes ejercen esa presión. En primer lugar, «el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo»[143]. También comparten esa responsabilidad los médicos y el personal sanitario, cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida, quienes gestionan las estructuras sanitarias que practican los abortos, así como los legisladores, políticos, instituciones internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del aborto en el mundo[144].
Sin embargo, ni la existencia de estas complicidades ni la de las diversas razones que pueden presionar a la mujer para abortar, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente. «No debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión», concluye el Papa Francisco[145].
Por el contrario, los Papas del nuevo milenio retan a los responsables políticos a buscar alternativas que no penalicen la maternidad. Abogan por políticas de conciliación laboral que permitan a las mujeres ejercer libremente sus opciones, sin recriminar ni juzgar injustamente a las que optan por una u otra solución[146]. A su parecer, «el problema no es solo jurídico, económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto[147]. Por ello es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos[148]. Ello requiere, entre otras cosas, convertir la política familiar en eje y motor de todas las políticas sociales, a fin de garantizar condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad y una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia[149].
5.5. Benedicto XVI
El rico magisterio de este Papa crece a la sombra de dos décadas de servicio fiel a Juan Pablo II, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Muchas de sus aportaciones están plasmadas en la doctrina expuesta con anterioridad. De su breve pero intenso Pontificado subrayaría algunas intervenciones que confluyen en una crítica directa a la filosofía del gender y a otros reduccionismo antropológicos, por lo que suponen de negación radical de la creaturalidad y filialidad del hombre, aislado en una soledad dramática[150].
El Papa advierte que la insidia más temible de esta corriente de pensamiento es la absolutización del hombre: «el hombre quiere ser ab-solutus, libre de todo vínculo y de toda constitución natural. Pretende ser independiente y piensa que sólo en la afirmación de sí está su felicidad»[151]. En consecuencia, sólo existiría el hombre en abstracto, y después el hombre dispondría siempre y exclusivamente de manera autónoma una u otra cosa como naturaleza suya. «El gender se reduce, en definitiva, a la auto-emancipación del hombre de la creación y del Creador», concluye Benedicto XVI[152]. Estas corrientes culturales y políticas tratan de eliminar y confundir las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana, considerándolas una construcción cultural. Se impugna, pues, la esencial dualidad del ser humano, varón y mujer, como dato originario, como naturaleza de la persona humana. Y esa negación arrastra consigo la familia como realidad preestablecida por la creación, como también la prole, que se convierte en objeto al cual se tiene derecho[153]. «Pero de esta manera vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador»[154], concluye el Papa, pues «cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre»[155].
Frente a estas amenazas, el Papa propone una renovada investigación antropológica que, basándose en la tradición cristiana, incorpore los progresos de la ciencia y las nuevas sensibilidades culturales; una “ecología del ser humano” que tenga presente el designio originario de Dios, que ha creado el ser humano varón y mujer, con una unidad y al mismo tiempo con una diferencia originaria y complementaria. Estos presupuestos no pueden considerarse una metafísica superada. «El testimonio a favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir»[156]. La naturaleza humana y la dimensión cultural deben integrarse en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y completan.
El Papa insta además a un sano discernimiento cristiano ante estas graves ideologías, en especial cuando se trata de cooperar con instancias internacionales en el campo del desarrollo y de la promoción humana. Esa vigilancia crítica debería a llevar a rechazar cualquier financiación y colaboración que directa o indirectamente favorezcan proyectos o acciones que contrasten con la antropología cristiana[157]. Por el contrario, la Iglesia siempre está comprometida en promover a la persona humana según el designio de Dios, en su dignidad integral, en el respeto de su doble dimensión vertical y horizontal, intrínsecamente ordenada a la relación y socialización.
En conclusión, el Magisterio pontificio de los últimos decenios ha llevado a cabo un importante discernimiento acerca de las transformaciones culturales y sociales que han repercutido en la identidad y el papel de la mujer en la familia, en la sociedad y en la Iglesia. El balance en su conjunto es positivo: se ha recuperado en gran medida la igualdad originaria en la interpretación de la antropología bíblica y en el ámbito jurídico-canónico. Pero todavía hay retos importantes que afrontar en la evangelización de las culturas y en la praxis eclesial. El entonces cardenal Bergoglio lo resumía certeramente: «el enemigo de la naturaleza humana −Satanás− pega donde hay más salvación, más transmisión de vida, y la mujer −como sitio existencial− resultó la más golpeada de la historia. Ha sido objeto de uso, lucro, de esclavitud, fue relegada a un segundo plano»[158]. La Providencia dispuso que pocos años después asumiera la enorme responsabilidad de contribuir a devolver el papel y la misión que le corresponde a la mujer en la sociedad y en la Iglesia.
El Papa Francisco asume ese rico depósito con un estilo pastoral propio, para algunos “rompedor”. Así lo puso pronto de manifiesto en la entrevista publicada en la Civiltà; a la pregunta de Spadaro sobre con qué Iglesia sueña, contesta: «veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad». Defiende una pastoral misionera que «no se obsesiona por transmitir de modo desestructurado un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero −prosigue− se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús. (…) La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Solo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales». Y en este preciso contexto sostiene: «no podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos»[159]. No se trata, sin embargo, de minusvalorar la trascendencia moral de esas conductas y su nefasto impacto en la sociedad y en la familia, sino de plantear la evangelización de la cultura con otro lenguaje y otra sensibilidad en los que sin duda deben estar presente y directamente implicadas las mujeres.
6. Aportaciones del genio femenino a la sociedad y a la Iglesia
A la luz de cuanto se ha expuesto con anterioridad, el Magisterio Pontificio del nuevo milenio invita a las mujeres a «ser promotoras de un “nuevo feminismo” que, sin caer en la tentación de seguir modelos “machistas”, sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación»[160]. Entre otras razones, porque «no se puede lograr una hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es “humano”, sin una adecuada referencia a lo que es “femenino”»[161]. Juan Pablo II ya manifestó su interés en la necesidad de reflexionar con mucha atención «sobre el tema del “genio de la mujer”, no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la eclesial»[162].
Pero, lejos de cualquier tipo de esencialismo femenino, el Magisterio recuerda que los valores femeninos son ante todo valores humanos: la condición humana, del hombre y la mujer creados a imagen de Dios, es una e indivisible. «Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como lucha de sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad»[163].
Esa humanización aspira a que la riqueza de los valores femeninos sea también asumida por los hombres en la construcción de la sociedad y de la Iglesia, en cuanto elementos esenciales de la perfección humana. «Sin estas actitudes, sin estas dotes de la mujer,- advierte el Papa Francisco- la vocación humana no puede realizarse»[164]. Y ello implica, entre otras cosas, reconocer el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social donde están implicadas las relaciones humanas y el cuidado del otro[165]. Consecuentemente, se ha de facilitar por todos los medios que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales.
6.1. La necesidad de profundizar en la explicitación del papel y del carisma de la mujer en la Iglesia
También en la Iglesia ha llegado el momento de «pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica»[166]. Paulatinamente se ha ido tomando conciencia en el seno de la Iglesia de la discriminación de hecho que padecen las mujeres, la cual «responde a una resistencia a que la mujer ocupe plenamente el puesto que en el desarrollo de la Iglesia le compete. Muchas veces de modo inconsciente, otras veces con apoyo en falsas razones, y todo ello con la mejor intención»[167]. Éste es el desafío que el Papa Francisco ha querido afrontar desde el inicio de su Pontificado. Se trata de una necesidad sentida por el Papa desde hace tiempo. Ya siendo cardenal declaró que «la presencia femenina en la Iglesia no se ha destacado mucho, porque la tentación del machismo no dejó lugar para visibilizar el lugar que les toca a las mujeres de la comunidad»[168]. Considera que la mujer tiene una función específica en el cristianismo, reflejada en la figura de María. Es la que acoge a la sociedad, la que contiene, la madre de la comunidad. El hecho de que la mujer no pueda ejercer el sacerdocio no significa que sea menos que el varón. Más aún, él subraya que en la concepción católica la Virgen es superior a los apóstoles; de hecho, cuando hablamos de la Iglesia, lo hacemos en femenino[169]. «La mujer −sostiene− tiene una sensibilidad especial para las “cosas de Dios”, sobre todo en ayudarnos a comprender la misericordia, la ternura y el amor que Dios tiene por nosotros. A mí me gusta incluso pensar que la Iglesia no es “el” Iglesia, es “la” Iglesia. La Iglesia es mujer, es madre, y esto es hermoso»[170].
Todos estos elementos invitan a ir más allá en la explicitación del papel y del carisma de la mujer en la Iglesia[171]. Podría decirse, incluso, que el Papa convierte las virtualidades del genio femenino en uno de los principios inspiradores de la reforma de la Iglesia –incluida la de la curia romana-, pues la reforma que él considera prioritaria es la que afecta a las actitudes. A su parecer, las reformas organizativas y estructurales son secundarias, vienen después. La «revolución de la ternura»[172] −como él mismo la denomina− que precisa hoy la Iglesia debe constituir la seña de identidad de todo fiel cristiano[173] y especialmente ha de inspirar la labor pastoral[174]; una labor que “facilite los sacramentos” porque «es más importante la gracia que toda la burocracia», advierte el Papa[175].
En este horizonte, «las mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes»[176]. Si se me permite el símil, la carga genética del ADN de la Iglesia tiene incorporado, al mismo tiempo, lo propio y específico tanto de la masculinidad como de la feminidad en cuanto riqueza complementaria del humanum. Carece, por tanto, de sentido que esa riqueza que corresponde al designio originario del Creador desde el principio se pierda por una incompleta y disarmónica participación de los hombres y de las mujeres en la misión salvífica de la Iglesia[177]. Ignorar la perspectiva femenina en la tarea apostólica y en el gobierno de la Iglesia constituye, sin duda, un empobrecimiento. Por este motivo, el Papa Francisco desea que ese genio femenino esté también presente de forma activa en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes en la Iglesia[178].
Algunos sólo son capaces de interpretar este deseo del Papa en la recurrente clave clerical que concibe la promoción de la mujer en la Iglesia únicamente a través del sacerdocio femenino. Esta reductiva visión supone además un desconocimiento de las enormes posibilidades que encierra la riqueza de ministerios y carismas en la Iglesia. Por el contrario, quienes defienden esas posturas prefieren atrincherarse en estructuras caducas que han perdido la capacidad de respuesta y se encierran, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad[179]. Esa diversidad no perjudica a la unidad, sino que la enriquece.
Cuando la colaboración en las funciones de gobierno y en el ejercicio de los ministerios se fundamenta en el sacerdocio común de los bautizados[180], las posibilidades se amplían y ya no hay diferencias entre hombre y mujer, como tampoco entre una madre de familia y una religiosa. Precisamente éste ha sido uno de los aspectos más notables de la eclesiología conciliar: la participación y la corresponsabilidad de todos los fieles en la vida y en la misión propia de la Iglesia, fundadas en los sacramentos del bautismo y de la confirmación[181]. Este principio de igualdad −recogido en el c. 208 CIC 83− radica en la igual condición de hijo de Dios de todo fiel cristiano, llamado también por igual a la santidad y al apostolado. De este principio se derivan claras consecuencias jurídicas: en primer lugar, todos los fieles tienen igual personalidad jurídica. Por lo tanto, no es más persona el clérigo que el laico; en segundo lugar, toda situación jurídica es igualmente respetable y exigible en todos. En tal sentido, tiene la misma fuerza el deber de obediencia a la jerarquía, que el deber de ésta de respetar los derechos de los fieles; en tercer lugar, todos los fieles tienen los mismos e iguales derechos fundamentales, sin distinción de raza, sexo, rito, lengua o nacionalidad; en cuarto lugar, a todos los fieles se les debe trato igual, que no idéntico[182].
Este nuevo contexto supera cualquier clericalismo que minusvalore o limite injustificadamente la participación de los laicos en la vida de la Iglesia, así como cualquier planteamiento estamental[183]. Bajo esta nueva perspectiva cobra todo su sentido el reconocimiento de una participación más activa e incisiva de la mujer en la Iglesia, incluidas las estructuras donde se toman decisiones importantes.
6.2. La participación de los laicos en la misión y en el gobierno de la Iglesia
Los sacerdotes no pueden pretender hacerlo todo en la comunidad que se le ha confiado. Han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos. Y cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exijan −según las normas establecidas por el derecho universal− pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. Sin embargo, «el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor»[184], una advertencia que sale al paso de una particular forma de concebir la promoción de los laicos en la Iglesia eminentemente clerical. Desde esta óptica, los logros principales se identificarían con la posibilidad de realizar cada vez más funciones cultuales de las que realizan los ministros sagrados: por ejemplo, acceder estable o temporalmente –en el caso de las mujeres- a los ministerios laicales[185]; actuar como ministro extraordinario del bautismo[186]; dar la comunión[187], predicar en una iglesia u oratorio[188]. Pero esta aparente ampliación de posibilidades del laico −hombre o mujer− en la Iglesia corre el riesgo de desviar lo propio de cada función hasta llegar a desvirtuar su identidad eclesial. En definitiva, lo propio de los laicos −hombres o mujeres− es la participación en la liturgia, y la función sustitutiva de los ministros sagrados en algunos casos y actividades es sólo eso: sustituir[189]. En cambio, los laicos tienen reconocidas algunas facultades para realizar tareas eclesiásticas que no requieren el orden sagrado, como veremos a continuación. Pero no se trata de derechos sino de capacidades. Esto implica que no pueden exigirlo por un título de justicia puesto que no les compete por ser laicos, como bien precisa Bañares[190]. Se trata de oficios eclesiásticos que pueden ser ejercidos por laicos, pero de por sí no añaden plenitud a su condición laical.
Por otra parte, en la actualidad, no existe un consenso interpretativo que permita dar una respuesta clara a si los laicos pueden participar o ejercer la potestad de régimen o jurisdicción[191]. La solución del Código de Derecho canónico es más bien ecléctica, como hace notar Viana, pues “el Código contiene unas normas que, aun reconociendo el engarce de la potestad eclesiástica con el sacramento del orden, no excluyen, sin embargo, el ejercicio de la potestad eclesiástica por parte de laicos»[192]. Por una parte, el c. 129 proclama que los ordenados in sacris son sujetos hábiles para la potestad de régimen, pero los laicos («los demás fieles», dice con mejor criterio el paralelo c. 979 § 2 del CCEO) pueden cooperar en el ejercicio de esa potestad según el derecho[193]. Por otra parte, el c. 274 § 1, proclama que solo los clérigos pueden obtener oficios que requieran la potestad de orden o bien la potestad de régimen[194]. Y a su vez, el c. 1421 § 2 admite que un laico pueda ser titular del oficio de juez[195], una de las manifestaciones más características de la potestad de régimen (cfr. c. 135 § 1).
La interpretación armónica de estos cánones no es en absoluto sencilla, según advierte la doctrina[196]. Pero comparto con Viana que sobre la base de los cánones 129 § 2 y 1421 § 2 se puede afirmar que existen amplias posibilidades de cooperación de los laicos en el ejercicio de la potestad, más allá incluso de tareas meramente auxiliares del gobierno al estilo de la administración económica o la gestión administrativa. Esas posibilidades pueden ampliarse a través del oficio con la potestad vicaria o bien al margen del oficio, mediante la atribución de potestad delegada (c. 131 § 1 del CIC)[197]. Por el contrario, los cc. 129 § 1 y 274 § 1 del CIC quedarían reservados a los oficios de capitalidad, los cuales requieren siempre el sacerdocio.
En resumen, los laicos, ya sean hombres o mujeres, no pueden ser titulares de los oficios capitales en la Iglesia (Romano Pontífice y Obispo diocesano) ni de los que comportan la plena cura animarum[198]. En los titulares de estos cargos confluyen siempre el orden y la jurisdicción. Los laicos tampoco ejercitan habitualmente la potestad ordinaria, propia o vicaria[199]. Subrayo la circunstancia de habitualmente porque la potestad vicaria no se recibe del sacramento del orden sino de la correspondiente misión canónica que otorga el titular del oficio capital[200]. En consecuencia, más allá de las razones de conveniencia, la estructura de estos oficios auxiliares no excluye por su naturaleza que los laicos puedan ser vicarios[201]. Tampoco se excluye que puedan ejercitar una potestad delegada, ya sea en el ámbito administrativo o en el judicial; en cambio están excluidos de la potestad legislativa.
En consecuencia, un laico puede ser juez diocesano (c. 1421 § 2) y actuar como tal en el tribunal colegial, de modo que en caso de paridad su voto puede ser decisivo para la sentencia. Puede ostentar también los siguientes oficios: asesor del juez único (c. 1424), auditor (c. 1428 § 2), promotor de justicia y defensor del vínculo (c. 1435), procurador y abogado (c. 1483), notario (cc. 1437 y 483), perito (c. 1574) y puede ser designado por el juez para la audiencia de las partes o testigos en ciertos casos (c. 1528). En el proceso penal, pueden ayudar en las investigaciones preliminares del proceso (c. 1717 § 1) y ser perito en el proceso penal administrativo (c. 1718 § 3). También puede ser miembro del departamento o consejo encargado de encontrar y proponer una solución justa en los recursos contra los decretos administrativos (c. 1733 § 2).
Con respecto a la administración de los bienes de la Iglesia, un laico puede ser ecónomo de la diócesis (c. 494) y administrador de los bienes eclesiásticos (cc. 1282 y 956). También pueden asumir otras funciones administrativas como la de canciller de la diócesis (c. 483 § 2), legado del Romano Pontífice u observador y representante de la Santa Sede en las conferencias internacionales (c. 363). Además, los laicos en determinadas circunstancias pueden colaborar en la atención pastoral de la parroquia (c. 517 § 2).
Por último, aparte de algunas funciones litúrgicas ya señaladas[202], los laicos pueden cooperar con el Obispo y los presbíteros en el ejercicio de algunos ministerios de la palabra (c. 759), mediante su participación en la catequesis y las misiones (cc. 776, 774 § 2, 784, 785, 851 y 1063) o su predicación en iglesias u oratorios excluida la homilía (c. 766)[203]. También pueden recibir e impartir enseñanza en las universidades católicas y facultades eclesiásticas (cc. 810-813 y 818).
En definitiva, si es verdad que el laico no poder sustituir al pastor en los ministerios que requieren el sacramento del orden, también es verdad que el presbítero no puede sustituir a los laicos en los ámbitos donde éstos son más competentes que ellos[204], ya sean hombres o mujeres. Sólo el clericalismo que denunciábamos más arriba explica «la poca disponibilidad de muchos presbíteros (sacerdotes y obispos) a dejar el control de papeles de responsabilidad que no exigen el ministerio ordenado a los laicos. (…) Esto −de hecho− da lugar a una cierta inmovilidad clerical que, a veces, parece temer dejar espacio a las mujeres y, por tanto, reconocer el espacio que merecen en donde se toman decisiones importantes», manifiesta el Cardenal Kasper[205].
La mujer mediante su participación del sacerdocio común aporta los aspectos específicos de su feminidad; y precisamente por esta razón recibe algunos carismas que abren caminos concretos a su misión. Ciertamente, «en la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden; ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerio (Christifideles Laici, 51). Pero sí puede participar en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, en las consultas y en la elaboración de las decisiones»[206]. De ahí que las mujeres, como cualquier laico, tengan la posibilidad de participar en algunos consejos en los que incluso la presencia de los laicos es obligatoria, como ocurre con el consejo de asuntos económicos (cc. 492 § 1 y c. 537) y el consejo pastoral (c. 512, § 1 y cc. 536 § 1 y 519) tanto como a nivel diocesano como parroquial. También pueden participar en sínodos diocesanos (c. 463 § 1, 5 º y § 2) y en los concilios particulares (c. 443 § 4). Más aún, según la propuesta del Sínodo sobre los laicos, «deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil»[207]. En todos estos campos la contribución de las mujeres preparadas puede dar una contribución de sabiduría y moderación, de valentía y de entrega, de espiritualidad para el bien de la Iglesia y de la sociedad[208].
El Papa Francisco también quiere impulsar cambios en la reforma de la curia romana «para servir mejor a la Iglesia y la misión de Pedro. Con esta finalidad ha instituido el Consejo consultivo de Cardenales, para ayudarlo en el gobierno de la Iglesia universal y estudiar un proyecto de una Constitución que sustituiría a la constitución apostólica Pastor Bonus sobre la organización de la Curia romana, promulgada por Juan Pablo II el 28 de junio de 1988[209]. Esta Constitución reconoce la posible adscripción de los laicos a los dicasterios (no de las congregaciones) no sólo como oficiales y consultores sino como miembros. Es el caso de los Consejos Pontificios para la familia, para los laicos (recordemos que la mitad de los laicos son mujeres), para la cultura, para las comunicaciones sociales, para la promoción de la nueva evangelización, para la justicia y la paz, etc.[210]. No obstante, la participación de los laicos en estos órganos está recortada por dos limitaciones: la primera, sólo los cardenales y obispos son miembros propiamente dichos de las congregaciones[211]; la segunda, la resolución de los asuntos del dicasterio que requieran la potestad de régimen están reservados sólo los ordenados in sacris[212]. Ambas limitaciones corroboran que el legislador ha optado por una interpretación restrictiva del c. 129 § 2 del CIC, limitando el voto de los laicos en los dicasterios. Sin embargo, como bien precisa Viana, esta solución conlleva consecuencias no muy congruentes con los principios jurídicos colegiales, al reservar la votación de algunas cuestiones a los cardenales y obispos miembros del dicasterio, y sustraer esa competencia a la asamblea plenaria, que es el órgano más importante, por definición, del coetus colegial, al que se han de reservar el tratamiento y eventual votación de las cuestiones de mayor significado[213].
Estas restricciones evidencian la necesidad de superar vacilaciones que afectan a la oportuna participación de los fieles laicos en la misión de la Iglesia, incluidas sus estructuras de gobierno, para lo cual habría que recurrir a soluciones que encajasen en la mejor tradición del derecho canónico.
Entiendo que estas vías son las que está explorando el Papa Francisco, de las que también se beneficiarían las mujeres. El único criterio para evaluar las candidaturas debería ser la preparación, la competencia y el espíritu de servicio. Suscribo con el Cardenal Kasper que «esto podría ayudar a sanar el clericalismo y el carrerismo en la Curia, que son vicios terribles»[214]. El Papa Francisco ha mostrado ya su compromiso en este sentido, al nombrar a siete expertos laicos de diversas nacionalidades, con competencia financiera y de reconocida profesionalidad, en el nuevo Consejo de Economía, como miembros de pleno derecho con derecho al voto[215] y al reforzar la presencia de teólogas en la Comisión Teológica Internacional, hasta constituir más del 16% en la composición de la Comisión[216].
En conclusión, podemos afirmar que se ha avanzado mucho en la denuncia de cualquier discriminación de la mujer, dentro y fuera de la Iglesia. También se ha reforzado el principio de igualdad y el concepto de laico y fiel en el plano normativo. Sin embargo, siendo estos avances muy positivos, la asunción de oficios o ministerios eclesiásticos no creo que deba presentarse como paradigma de vocación cristina, y mucho menos de promoción de la mujer en la Iglesia. Hay todavía mucho por conquistar en las mentalidades y en la cultura para que el genio femenino se valore dentro y fuera de la Iglesia y, de este modo, no se pierda la riqueza de al menos la mitad de la humanidad.
Ana María Vega Gutiérrez
Catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de La Rioja
[1] En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 24 de noviembre de 2013, el Papa sostiene: «las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente» (n. 104).
[2] J. BURGGRAF, Para un feminismo cristiano: reflexiones sobre la Carta Apostólica "Mulieris Dignitatem", «Romana», 20 (2007), (Disponible en: http://www.opusdei.es/es-es/article/para-un-feminismo-cristiano-reflexiones-sobre-la-carta-apostolica-mulieris-dignitatem/; última consulta: 20/04/2014).
[3] Así lo dispuso Juan Pablo II en Ordinatio Sacerdotalis, 22 de mayo de 1994; y lo corroboraron después Benedicto XVI y Francisco.
[4] Juan Pablo II, Christifideles laici, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, 30 de diciembre de 1988, n. 2.
[5] Ibíd.
[6] J.I. Bañares, La consideración de la mujer en el ordenamiento canónico, «Ius Canonicum», XXVI, n. 51 (1986), p. 264.
[7] O. González de Cardenal, De Ratzinger a Bergoglio, los vuelos en la Iglesia, «El cronista del Estado social y democrático de Derecho», 43 (2014), p. 4. El autor presenta un sugerente análisis de los tres últimos pontificados en pp. 4-19.
[8] Y proseguía: «el pontificado de Juan Pablo II estaba llamado a ser –según la opinión pública- una anamnesis, es decir, un recuerdo y una explicitación del sentido de Iglesia en el último cuarto del siglo XX. Le fue asignada una función de modernidad responsable» (P. Levillain, Jean Paul II, Karol Wojtyla, en ID. (dir.), Dictionnaire historique de la Papauté, Fayard, Ligugé/Poitiers, 1994, p. 957.
[9] P. Seewald, Benedicto XVI. Una mirada cercana, Palabra, Madrid, 2006, p. 289.
[10] Entrevista al Papa Francisco en La Vanguardia, 16 de junio de 2014 (Disponible en: http://www.lavanguardia.com/internacional/20140612/54408951579/entrevista-papa-francisco.html#ixzz34cxRQtmO; última consulta: 13 de junio de 2014).
[11] «Para mí −sostiene el Papa Francisco−, la gran revolución es ir a las raíces, reconocerlas y ver lo que esas raíces tienen que decir el día de hoy. No hay contradicción entre revolucionario e ir a las raíces. Más aún, creo que la manera para hacer verdaderos cambios es la identidad» (Entrevista en La Vanguardia, 16 de junio de 2014, cit.).
[12] Francisco, Discurso a los participantes del seminario organizado por el Pontifico Consejo para los laicos, con ocasión del XXV aniversario de la Mulieris dignitatem, 21 de octubre de 2013.
[13] «En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante» (Evangelii Gaudium, 102).
[14] Cfr. Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 102 y 103.
[15] «Estas circunstancias vitales le han ayudado a desarrollar una de las características más evidentes de su personalidad: la austeridad, manifestada en sus pocas necesidades, el uso de transportes públicos y su desprendimiento de los bienes materiales» (M. Fazzio, El Papa Francisco. Claves de su pensamiento, Rialp, Madrid, 2013, p. 22).
[16] Ibíd., p. 26.
[17] Sobre esta experiencia pastoral, vid. ibíd., pp. 44-47.
[18] Despierten al mundo. Diálogo del papa Francisco sobre la vida religiosa, Entrevista realizada por Antonio Spadaro, Disponible en: http://www.razonyfe.org/images/stories/Entrevista_al_papa_Francisco.pdf, p. 12 (Texto original en italiano: «La Civiltà Cattolica», 3918 (2013), pp. 466-467). En adelante, «La Civiltà Cattolica»).
[19] Francisco, Evangelii Gaudium, 69.
[20] Cfr. Documento de Puebla, III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1979, nn. 299, 419, 443, 834-849 y 1135, nota: «Los pobres no sólo carecen de bienes materiales, sino también, en el plano de la dignidad humana, carecen de una plena participación social y política. En esta categoría se encuentran principalmente nuestros indígenas, campesinos, obreros, marginados de la ciudad y, muy en especial, la mujer de estos sectores sociales, por su condición doblemente oprimida y marginada».
[21] Cfr. Documento de Santo Domingo, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 1992, n. 106; vid. también nn. 104-110.
[22] Cfr. Documento de Aparecida, IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 2007, nn. 451-463.
[23] En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 211-212 llega a afirmar: «Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: “¿Dónde está tu hermano?” (Gen. 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda». Vid. también el discurso del Papa Francisco a los nuevos embajadores, 12 de diciembre de 2013 y el Mensaje para la campaña cuaresmal de fraternidad en Brasil, 25 de febrero de 2014.
[24] En su primera Misa Crismal de Jueves Santo, el 28 de marzo de 2013, sostuvo: «Hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones».
[25] «La Civiltà Cattolica», p. 24.
[26] Ibíd.
[27] Texto entregado por escrito, de puño y letra, por el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio al arzobispo de La Habana, cardenal Jaime Ortega (Disponible en: http://www.zenit.org/es/articles/discurso-decisivo-del-cardenal-bergoglio-sobre-la-dulce-y-confortadora-alegria-de-evangelizar; última consulta: abril 2014).
[28] El Papa advierte: «Debemos salir de nosotros mismos hacia todas las periferias existenciales. Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar la dulce y confortadora alegría de evangelizar» (25 de marzo de 2013). Vid. así mismo su homilía en la misa de Pentecostés, el 19 de mayo 2013.
[29] «La Civiltà Cattolica», cit., p. 19.
[30] «Hay algo fundamental para mí: la comunidad. Había buscado desde siempre una comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de comunidad. (…) Yo, la verdad, sin gente no puedo vivir. Necesito vivir mi vida junto a los demás» («La Civiltà Cattolica», cit., p. 4).
[31] O. González de Cardenal, De Ratzinger a Bergoglio…, cit., p. 14.
[32] Francisco, Misa Crismal de Jueves Santo, el 28 de marzo de 2013: «El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con “olor a oveja” −esto os pido: sed pastores con “olor a oveja”, que eso se note−; en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres».
[33] En el discurso dirigido a los Obispos de nuevo nombramiento organizado por la Congregación para las Iglesias orientales, el 19 de septiembre de 2013, el Papa glosó lo que significa pastorear: «acoger con magnanimidad, caminar con el rebaño, permanecer con el rebaño. Un obispo que vive en medio de sus fieles tiene los oídos abiertos para escuchar “lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7) y “la voz de las ovejas”, también a través de los organismos diocesanos que tienen la tarea de aconsejar al obispo, promoviendo un diálogo leal y constructivo. No se puede pensar en un obispo que no tenga estos organismos diocesanos: consejo presbiteral, los consultores, consejo pastoral, consejo de asuntos económicos. Esto significa estar precisamente con el pueblo. Esta presencia pastoral os permitirá conocer a fondo también la cultura, los hábitos, las costumbres del territorio, la riqueza de santidad que allí está presente. ¡Sumergirse en el propio rebaño!. Y aquí desearía añadir: que el estilo de servicio al rebaño sea el de la humildad, diría también de la austeridad y de la esencialidad. Por favor, nosotros pastores no somos hombres con la «psicología de príncipes» −por favor−, hombres ambiciosos, que son esposos de esta Iglesia en espera de otra más bella o más rica. ¡Esto es un escándalo! (…). ¡Estad bien atentos en no caer en el espíritu del carrerismo! ¡Eso es un cáncer! (…).
»Acoger, caminar. Y el tercer y último elemento: permanecer con el rebaño. Me refiero a la estabilidad, que tiene dos aspectos precisos: “permanecer” en la diócesis y permanecer en “esta” diócesis, como he dicho, sin buscar cambios o promociones. No se puede conocer verdaderamente como pastores al propio rebaño, caminar delante, en medio o detrás de él, cuidarlo con la enseñanza, la administración de los sacramentos y el testimonio de vida, si no se permanece en la diócesis. (…) Ved, la residencia no es requerida sólo para una buena organización, no es un elemento funcional; tiene una raíz teológica. Sois esposos de vuestra comunidad, ligados profundamente a ella. Os pido, por favor, que permanezcáis en medio de vuestro pueblo. Permanecer, permanecer... Evitad el escándalo de ser “obispos de aeropuerto”. Sed pastores acogedores, en camino con vuestro pueblo, con afecto, con misericordia, con dulzura del trato y firmeza paterna, con humildad y discreción, capaces de mirar también vuestras limitaciones y de tener una dosis de buen humor. Esta es una gracia que debemos pedir nosotros, obispos. Todos debemos pedir esta gracia: Señor, dame sentido del humor. Encontrar el medio de reírse de uno mismo, primero, y un poco de las cosas. Y permaneced con vuestro rebaño».
El Papa ya había insistido en esta idea de servicio en la caridad en su discurso a los nuncios, el 21 de junio de 2013, al referirse a una de las tareas principales y más delicada del servicio de los representantes, la de llevar a cabo el estudio para los nombramientos episcopales: «Estad atentos a que los candidatos sean pastores cercanos a la gente, padres y hermanos, que sean amables, pacientes y misericordiosos. Que amen la pobreza, tanto la interior como libertad para el Señor, como la exterior, que es sencillez y austeridad de vida, que no tengan una psicología de "príncipes". Estad atentos a que no sean ambiciosos, a que no busquen el episcopado −volentes nolumus− y a que sean esposos de una Iglesia, sin estar constantemente buscando otra. Que sean capaces de "cuidar" el rebaño que les ha sido confiado (…)».
[34] En la homilía pronunciada con ocasión del nombramiento de nuevos cardenales, el 24 de febrero de 2014, el Papa indicó: «Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser “cauces” por los que fluye su caridad. Esta es la actitud, este debe ser el comportamiento de un cardenal. El cardenal −lo digo especialmente a vosotros− entra en la Iglesia de Roma, hermanos, no en una corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos, preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: “Sí, sí; no, no”; que nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de la santidad. Pidamos nuevamente: “Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu”».
[35] Siendo Arzobispo de Buenos Aires afirmó: «no podemos permanecer en un “estilo clientelar” −que, pasivamente, espera que venga el cliente, el feligrés−, sino que tenemos que tener estructuras para ir donde nos necesitan, hacia donde está la gente, hacia quienes deseándolo no van a acercarse a estructuras y formas caducas que no responden a sus expectativas ni a su sensibilidad. (…) La conversión pastoral nos llama a pasar de una Iglesia “reguladora de la fe” a una Iglesia “transmisora y facilitadora de la fe”» (Tomado de M. Fazzio, El Papa Francisco…, cit., pp. 41-42). El Papa también glosa esta idea en la entrevista concedida para la revista «La Civiltà Cattolica», p. 13: «En lugar de ser solamente una Iglesia que acoge y recibe, manteniendo sus puertas abiertas, busquemos más bien ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos, capaz de salir de sí misma yendo hacia el que no la frecuenta, hacia el que se marchó́ de ella, hacia el indiferente. El que abandonó la Iglesia a veces lo hizo por razones que, si se entienden y valoran bien, pueden ser el inicio de un retorno. Pero es necesario tener audacia y valor».
[36] Juan Pablo II, Discurso a los cardenales y prelados de la curia romana, el 28 de junio de 1980, «Acta Apostolicae Sedis», LXXXII, 646.
[37] Cfr. E. De la Lama, Juan Pablo I y Juan Pablo II en los umbrales del tercer milenio, en J. I. Saranyna (Ed.), Cien años de Pontificado Romano. De León XIII a Juan Pablo II, EUNSA, Pamplona 1997, pp. 228-229.
[38] «En mi experiencia de superior en la Compañía, si soy sincero, no siempre me he comportado así, haciendo las necesarias consultas. Y eso no ha sido bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía de muchos defectos. Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una generación entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven. Tenía 36 años: una locura. Había que afrontar situaciones difíciles, y yo tomaba mis decisiones de manera brusca y personalista. Es verdad, pero debo añadir una cosa: cuando confío algo a una persona, me fío totalmente de esa persona. Debe cometer un error muy grande para que yo la reprenda. Pero, a pesar de esto, al final la gente se cansa del autoritarismo. Mi forma autoritaria y rápida de tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios y a ser acusado de ultraconservador. Tuve un momento de gran crisis interior estando en Córdoba. (…) Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la que me creó problemas. Todo esto que digo es experiencia de la vida y lo expreso por dar a entender los peligros que existen. Con el tiempo he aprendido muchas cosas. El Señor ha permitido esta pedagogía de gobierno, aunque haya sido por medio de mis defectos y mis pecados» («La Civiltà Cattolica», cit., pp. 9-10).
[39] «La Civiltà Cattolica», cit., p. 10.
[40] Ibíd., 16.
[41] Francisco, Discurso al Consejo de economía, 2 de mayo de 2014.
[42] Refiriéndose a estos cambios, el Papa Francisco afirma: «No soy ningún iluminado. No tengo ningún proyecto personal que me traje debajo del brazo, simplemente porque nunca pensé que me iban a dejar acá, en el Vaticano. Lo sabe todo el mundo. Me vine con una valija chiquita para volver enseguida a Buenos Aires. Lo que estoy haciendo es cumplir lo que los cardenales reflexionamos en las Congregaciones Generales, es decir, en las reuniones que, durante el cónclave, manteníamos todos los días para discutir los problemas de la Iglesia. De ahí salen reflexiones y recomendaciones. Una muy concreta fue que el próximo Papa debía contar con un consejo exterior, es decir, con un equipo de asesores que no viviera en el Vaticano» (Entrevista en La Vanguardia, 16 de junio de 2014, cit).
[43] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 103.
[44] El Papa prosigue: «El laico debe ser laico, bautizado, tiene la fuerza que viene de su bautismo. Servidor, pero con su vocación laical, y esto no se vende, no se negocia, no se es cómplice del otro… No. ¡Yo soy así! Porque allí está en juego la identidad. En mi tierra oía muchas veces esto: “¿Sabe? En mi parroquia hay un laico honrado. Este hombre sabe organizar… Eminencia: ¿por qué no lo hacemos diácono?”. Es la propuesta inmediata del sacerdote: clericalizar. A este laico hagámoslo… ¿Y por qué? ¿Porque es más importante el diácono, el sacerdote, que el laico? ¡No! ¡Este es un error! ¿Es un buen laico? Que siga así y crezca así. Porque allí está en juego la identidad de la pertenencia cristiana. Para mí, el clericalismo impide el crecimiento del laico. Pero tened presente lo que he dicho: es una tentación cómplice entre dos. Porque no habría clericalismo si no hubiera laicos que quieren ser clericalizados. ¿Está claro esto? Por eso os agradezco lo que hacéis. Armonía: también esta es otra armonía, porque la función del laico no puede cumplirla el sacerdote, y el Espíritu Santo es libre: algunas veces inspira al sacerdote para que haga algo; otras, al laico. Se habla en el consejo pastoral. Son muy importantes los consejos pastorales: una parroquia −y en esto cito el Código de derecho canónico−, una parroquia que no tenga consejo pastoral y consejo de asuntos económicos, no es una buena parroquia: le falta vida» (Papa Francisco, Discurso a los miembros de la asociación “Corallo”, aula Clementina, 22 de marzo de 2014).
[45] Tomada de M. Fazzio, El Papa Francisco, cit., p. 42.
[46] «La Civiltà Cattolica», cit., p. 17. Esta misma expresión ya la había utilizado antes al valorar las consecuencias de un determinado tipo de feminismo en J. Bergoglio y A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, D.F. Rosemberg (Ed.), Debate, Barcelona, 2013, p. 102.
[47] Juan Pablo II, Christifideles laici, 30 diciembre 1988, 51.
[48] Ibíd. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 27. Vid. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter Insigniores, 15 octubre 1976, VI.
[49] Francisco, Evangelii Gaudium, 211.
[50] Refleja esta problemática: J. Ratzinger, La sal de la tierra, Ed. Palabra, Madrid 1997, 2ª ed., p. 227.
[51] Ordinatio Sacerdotalis, 22 de mayo de 1994: «Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (n. 4).
Los motivos por los que la Iglesia no tiene la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal están expuestos, por ejemplo, en la Declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial, aprobada por Pablo VI, el 15 de octubre de 1976, y en varios documentos de Juan Pablo II, como la Ex. ap. Christifideles laici, 51 y la Carta ap. Mulieris dignitatem, 26, así como en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1577. Acerca de esta cuestión puede verse: E. Molano, La mujer y el sujeto del orden sacerdotal. Un comentario a la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis, en Ius Canonicum, 44, 8 (2004), pp. 707-733.
[52] Respuesta de la Congregación de la Doctrina de la fe acerca de la doctrina de la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis, 28 de octubre de 1995, AAS 87 (1995) 1114. Tal y como aclara esta Congregación, «la intervención del Papa se había hecho necesaria, no simplemente para reafirmar la validez de una disciplina observada en la Iglesia desde el inicio, sino para confirmar una doctrina» (n. 4) «conservada por la Tradición constante y universal de la Iglesia» y «enseñada firmemente por el Magisterio en los documentos más recientes»: doctrina que «atañe a la misma constitución divina de la Iglesia» (ibid). De este modo, el Santo Padre deseaba aclarar que la enseñanza de que la ordenación sacerdotal debe reservarse solamente a los varones, no podía considerarse como “discutible”, ni se podía atribuir a la decisión de la Iglesia «un valor meramente disciplinar» (ibid).
[53] Vid. el Decreto de la Congregación para la Doctrina de la fe, de 19 de diciembre de 2007, AAS 100 (2008), 403: «Quedando a salvo cuanto prescrito en el can. 1378 del Código de Derecho Canónico, cualquiera que atente conferir el orden sagrado a una mujer, así como la mujer que atente recibir el orden sagrado, incurre en la excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica.
Si quien atentase conferir el orden sagrado a una mujer o la mujer que atentase recibir el orden sagrado fuese un fiel cristiano sujeto al Código de Cánones de las Iglesias Orientales, sin perjuicio de lo que se prescribe en el can. 1443 de dicho Código, sea castigado con la excomunión mayor, cuya remisión se reserva también a la Sede Apostólica (cfr. can. 1423, Código de Cánones de las Iglesias Orientales)».
[54] Así lo reconocía en el Discurso a los participantes del seminario organizado por el Pontificio Consejo para los laicos, con ocasión del XXV aniversario de la Mulieris dignitatem, 21 de octubre de 2013: «Sufro −digo la verdad− cuando veo en la Iglesia o en algunas organizaciones eclesiales que el papel de servicio −que todos nosotros tenemos y debemos tener− que el papel de servicio de la mujer se desliza hacia un papel de servidumbre. No sé si se dice así en italiano. ¿Me comprendéis? Servicio. Cuando veo mujeres que hacen cosas de servidumbre, es que no se entiende bien lo que debe hacer una mujer. ¿Qué presencia tiene la mujer en la Iglesia? ¿Puede ser mayormente valorada? Es una realidad que me interesa especialmente».
[55] «La Civiltà Cattolica», p. 3.
[56] Ibíd.
[57] Vid. un análisis de esa evolución en el ámbito canónico en C. Peña, Status jurídico de la mujer en el ordenamiento de la Iglesia, «Revista española de Derecho canónico», 54 (1997), pp. 685-693; A. Zannoni Messina, La presenza della donna nella vita della Chiesa, en A. Di Felice (Dir.), Il Laici nel Diritto della Chiesa, Città Vaticana, 1987, pp. 129-134 y J. I. Bañares, La consideración de la mujer en el ordenamiento canónico, cit., pp. 246-250. No obstante, si prescindimos de análisis históricos anacrónicos, hay que reconocer que la Iglesia asumió un papel muy importante en la defensa de la dignidad de la mujer y en la atención a sus necesidades mediante diversas obras benéficas durante esos siglos. Así mismo la resolución canónica de los conflictos matrimoniales se llevó a cabo con una percepción mucho más clara de la igualdad de los derechos y obligaciones dimanantes del vínculo matrimonial que las que regían entonces en el ámbito civil.
[58] Aluden a ese magisterio: Mª A. Félix Ballesta, La mujer en el Derecho canónico, «XV Jornadas de la Asociación española de canonistas», Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1997, pp. 102-106 y S. Demiel, Cambio en la posición jurídica de la mujer en la Iglesia desde el CIC 17 al CIC 83, en G. Ludwig (Ed.), Las mujeres en la Iglesia, Madrid, 2000, pp. 244-247.
[59] Vid para esta evolución histórica: R. J. Evans, Las feministas (los movimientos de emancipación de la mujer en Europa, América y Australia 1840-1920), Siglo XXI, Madrid, 1980; G. Solé, Historia del feminismo (siglos XIX y XX), EUNSA, Pamplona, 1995; M. Elósegui, Diez temas de género. Hombre y mujer ante los derechos reproductivos, EIUNSA, Pamplona, 2002, pp. 19-41 y A. Valcárcel, Feminismo en el mundo global, Cátedra, Madrid, 2008, pp. 15-108.
[60] Ibíd., pp. 56-57.
[61] Su primer gran precedente fue la obra de Poullain de la Barre, De la igualdad de los dos sexos (1673) y la obra clásica Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft (1792), escrito durante la revolución francesa.
[62] En el libro V del Emilio (1762), Rousseau describe así la distribución de roles entre los sexos: «en lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el varón y siempre se encuentran diferencias (…). Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral. (…) El uno debe ser fuerte y activo, el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia. Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza, más antigua que el amor mismo.
»Si el destino de la mujer es agradar y ser subyugada, se debe hacer agradable al hombre en vez de incitarle; en sus atractivos se funda su violencia, por ello es preciso que encuentre y haga uso de su fuerza. El arte más seguro de animar esta fuerza es hacerla necesaria con la resistencia. Uniéndose entonces el amor propio con el deseo, triunfa el uno de la victoria que el otro le deja alcanzar. De ahí el acometimiento y la defensa, la osadía de un sexo y el encogimiento del otro, la modestia y la vergüenza con que la naturaleza armó al débil para que esclavizase al fuerte»
[63] Cfr. A. Valcárcel, Feminismo en el mundo global, cit., p. 67.
[64] M. Nash, Género y Ciudadanía, «Ayer», 20 (1995), p. 244.
[65] Cfr. J. Ballesteros, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 128 y ss.
[66] A. Valcárcel, Feminismo en el mundo global, cit., p. 71.
[67] Sigo en esta descripción el análisis de M. Elósegui, Diez temas de género, cit., pp. 21-27.
[68] Como categoría de análisis, el concepto “género” es utilizado por primera vez en 1955, en el ámbito de las ciencias sociales, propuesto por el antropólogo John Money.
[69] Cfr. C. Murguialday, Voz Género, en K. Pérez de Armiño (Dir.), Diccionario de Acción humanitaria y desarrollo, Icaria y Hegoa, 2000 (Disponible en http://www.dicc.hegoa.ehu.es/listar/mostrar/108, última consulta: abril 2014).
[70] Por ejemplo, en España permanecía vedado por ley a las mujeres el acceso a la diplomacia, la magistratura o el ejército; y de facto a la política, la medicina, la economía o la ingeniería.
[71] Stoller llegó a la conclusión de que género «es un término que tiene connotaciones psicológicas y culturales más que biológicas; si los términos adecuados para el sexo son varón y hembra, los correspondientes al género son masculino y femenino y estos últimos pueden ser bastante independientes del sexo biológico» (R. Stoller, Sex and gender, Hogarth Press and Institute of Psychoanalysis, London, 1968, p. 187).
[72] C. Murguialday, Voz Género, cit.
[73] Vid. una exposición de estas tesis en J. Burggraf, Género (Gender), en Consejo Pontificio para la Familia (Coord.), Lexicón: Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas, Ediciones Palabra, Madrid, 2004, pp. 517-519.
[74] Cfr. A. Valcárcel, Feminismo en el mundo global, cit., pp. 98-108.
[75] Me ocupé de analizar esas reivindicaciones en A. Mª Vega Gutiérrez, Los derechos reproductivos en la sociedad postmoderna: un defensa o una amenaza contra el derecho a la vida?, en J. Vidal Martínez (Coord.), Derechos reproductivos y técnicas de reproducción asistida, Comares, Granada, 1998, pp. 1-52.
[76] E. Badinter, La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993.
[77] Vid. la descripción de este feminismo en M. Elósegui, Diez temas de género, cit., pp. 38-40.
[78] Cfr. J. Elshtaim, Public/Man, Private/Woman, Women in Social and Political Thought, New Jersey, Princenton, 1981.
[79] Vid. una exposición de este nuevo modelo de bioética en A. Aparisi, Discursos de género y bioética, «Cuadernos de bioética», XXV (2014/2ª), pp. 260-263.
[80] Describe los presupuestos y consecuencias del modelo de complementariedad: A. Aparisi, Discursos de género y bioética, cit., pp. 263-269.
[81] Me ocupé de describir esas estrategias y su penetración en los ordenamientos jurídicos internacionales en A. Mª Vega Gutiérrez, Políticas familiares en un mundo globalizado, Navarra Gráfica, Pamplona, 2002.
[82] España es, en este sentido, un buen ejemplo: de la despenalización del aborto al derecho al aborto, la difusión de las técnicas de reproducción asistida homólogas y heterólogas, de la FIVET, el divorcio exprés, la legalización de las uniones de hecho y del matrimonio de homosexuales, la adopción por parejas homosexuales, las prestaciones sanitarias por cambio de sexo, etc.
[83] «Una Iglesia sin mujeres es como un Colegio apostólico sin María –afirma-. El papel de la mujer en la Iglesia no es solamente la maternidad, la mamá de la familia, sino que es más fuerte; es precisamente el icono de la Virgen, de María, la que ayuda a crecer a la Iglesia. Pero dense cuenta de que la Virgen es más importante que los Apóstoles. Es más importante. La Iglesia es femenina: es Iglesia, es esposa, es madre» («La Civiltà Cattolica», cit., p. 3).
[84] Vid. León XIII, Encíclica Arcanum Divinae Sapientae (1880): «El marido es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera; esto es, que a la obediencia prestada no le falten ni la honestidad ni la dignidad. Tanto en el que manda como en la que obedece, dado que ambos son imagen, el uno de Cristo y el otro de la Iglesia, sea la caridad reguladora constante del deber. Puesto que el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia... Y así como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo» (n. 8) y en la Encíclica Rerum Novarum (1891): «Finalmente, lo que puede hacer y soportar un hombre adulto y robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño. (...) Igualmente, hay oficios menos aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los hijos y a la prosperidad de la familia» (n. 31). El Papa Pío XI en la encíclica Casti Connubii (1930), retoma nuevamente el argumento de la sumisión de la mujer al varón (n. 10) y afronta las reivindicaciones de emancipación de la mujer en los siguientes términos: «muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro; que, al ser iguales los derechos de ambos cónyuges, defienden presuntuosísimamente que por violarse estos derechos, a causa de la sujeción de un cónyuge al otro, se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta emancipación de la mujer. Distinguen tres clases de emancipación, según tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la vida de la prole que hay que evitar o extinguir, llamándolas con el nombre de emancipación social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que se las libre de las cargas conyugales o maternales propias de una esposa (emancipación ésta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, porque pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social, finalmente, en cuanto apartan a la mujer de los cuidados que en el hogar requieren su familia o sus hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin preocuparse de aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios, aun a los públicos.
»Pero ni siquiera ésta es la verdadera emancipación de la mujer, ni tal es tampoco la libertad dignísima y tan conforme con la razón que comete al cristiano y noble oficio de mujer y esposa; antes bien, es corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar doméstico del custodio que lo vigila siempre. Más todavía: tal libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de la mujer misma, pues si ésta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá −si no en la apariencia, sí en la realidad− en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de placer o capricho del hombre» (n. 27).
[85] Baste pensar, por ejemplo, en la reticencia para reconocer la emancipación económica y social de la mujer, lo que comportó hasta fechas relativamente recientes que la mujer necesitara la autorización del marido para disponer de su patrimonio o para viajar. O el diferente tratamiento penal del adulterio en España hasta 1973, castigado con mayor dureza para la mujer que para el hombre.
[86] En la Carta Encíclica Pacem in terris, 41, el Papa sostiene: «Es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida pública. Este fenómeno se registra con mayor rapidez en los pueblos que profesan la fe cristiana, y con más lentitud, pero siempre en gran escala, en países de tradición y civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana». Por otra parte, ya entonces el Papa solicitaba medidas sociales que facilitaran la conciliación entre trabajo y familia: «Por lo que se refiere a la mujer, hay que darle la posibilidad de trabajar en condiciones adecuadas a las exigencias y los deberes de esposa y de madre» (n. 19).
[87] Vid. entre otras referencias a la mujer, las de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, nn. 9, 29, 34, 49, 52 y en n. 60 se afirma: «las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural», y las del Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares, 9: «Ya que en nuestros días las mujeres toman cada vez más parte activa en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor participación suya también en los varios campos del apostolado de la Iglesia».
[88] Cfr. Gaudium et Spes, n. 60. Cfr. J. I. Bañares, La consideración de la mujer en el ordenamiento canónico, cit., pp. 250-252.
[89] Mensaje del Concilio a las mujeres, 8 diciembre 1965, nn. 13-14.
[90] AAS 65 (1973) 284 ss.
[91] Cfr. Juan Pablo II, Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981): AAS 74 (1982), 81-191; Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS80 (1988), 1653-1729; Carta a las familias (2 de febrero de 1994): AAS 86 (1994), 868-925; Carta a las mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812; Catequesis sobre el amor humano (1979-1984): Enseñanzas II (1979) - VII (1984); Carta a las mujeres, 29 de junio de 1995. Vid. también las iniciativas que impulsó a través de diferentes Dicasterios de la Curia romana: Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual (1 de noviembre de 1983): Ench. Vat. 9, 420-456; Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (8 de diciembre de 1995): Ench. Vat. 14, 2008-2077.
[92] Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 29 de junio de 1995, n. 6.
[93] Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 1.
[94] Francisco, Discurso a los participantes en el seminario organizado por el Consejo Pontificio para los laicos con ocasión del xxv aniversario de la Mulieris dignitatem, 12 de octubre de 2013.
[95] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional para conmemorar el XX aniversario de la Mulieris dignitatem, 9 de febrero de 2008.
[96] En Cruzando el Umbral de la Esperanza, Juan Pablo II le expresaba al entrevistador Vittorio Messori que «todo lo que escribí sobre el tema en la Mulieris Dignitatem lo llevaba en mí desde muy joven, en cierto sentido desde la infancia. Quizás influyo en mí también el ambiente de la época en que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y consideración por la mujer, especialmente por la mujer-madre». Expresiones ratificadas por el cardenal Stanislaw Dziwisz en Una Vida con Karol en el capítulo 24 donde él agrega que «fue precisamente por haber constatado la cada vez mayor falta de respeto hacia la mujer, hasta llegar a ser considerada mero objeto de placer, que el Papa quiere devolverle la dignidad a la mujer y reconocerle la misión específica que cumple en la sociedad y en la vida de la Iglesia».
[97] J. Burggraf, Para un feminismo cristiano…, cit
[98] Sínodo de los obispos, III Asamblea General Extraordinaria, Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización. Instrumentum laboris, Ciudad del Vaticano, julio, 2014, nn. 21-24: «(…) En los distintos contextos culturales, hoy el concepto de “ley natural” resulta ser, como tal, bastante problemático, incluso incomprensible. Se trata de una expresión que se entiende de modos diferentes o sencillamente no se entiende. Numerosas Conferencias Episcopales, en contextos extremadamente distintos, afirman que, aunque la dimensión esponsal de la relación entre hombre y mujer generalmente se acepta como una realidad vivida, esto no se interpreta conformemente a una ley universalmente dada.
»Asimismo, de las respuestas y observaciones resulta que el adjetivo “natural” suele ser interpretado según un matiz subjetivo de “espontáneo”. Las personas son orientadas a valorar el sentimiento y la emotividad; dimensiones consideradas “auténticas” y “originales” y, por tanto, que “naturalmente” hay que seguir. Las visiones antropológicas subyacentes recuerdan, por una parte, la autonomía de la libertad humana, no necesariamente vinculada a un orden objetivo natural, y, por otra, la aspiración a la felicidad del ser humano, entendida como realización de los propios deseos. (…)
»También la noción de “derechos humanos” se ve generalmente como una referencia a la autodeterminación del sujeto, no anclada en la idea de ley natural. Al respecto, muchos observan que los sistemas legislativos de numerosos países se encuentran con que tienen que reglamentar situaciones contrarias al dictado tradicional de la ley natural (por ejemplo, la fecundación in vitro, las uniones homosexuales, la manipulación de embriones humanos, el aborto, etc.). En este contexto, se sitúa la creciente generalización de la ideología denominada gender theory, según la cual el gender de cada individuo resulta ser sólo el producto de condicionamientos y necesidades sociales, dejando de este modo de tener plena correspondencia con la sexualidad biológica.
»Además se señala ampliamente que lo que establece la ley civil −basándose en el positivismo jurídico, cada vez más dominante− se convierte también en moralmente aceptable en la mentalidad común. Lo que es “natural” lo suelen definir solamente el individuo y la sociedad, que se han convertido en los únicos jueces para las decisiones éticas. La relativización del concepto de “naturaleza” se refleja también en el concepto de “duración” estable en relación a la unión matrimonial. Hoy, un amor se considera “para siempre” sólo en relación a cuánto puede durar efectivamente».
[99] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, 31 de mayo de 2004, n. 3.
[100] Cfr. J. Burggraf, Juan Pablo II y la vocación de la mujer, 19 de mayo de 2011 (Disponible en: http://www.almudi.org/Noticias/ID/309/Juan-Pablo-II-y-la-vocacion-de-la-mujer#Z12; consultado en septiembre 2014).
[101] Juan Pablo II, Carta a las mujeres, n. 7.
[102] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, 31 de mayo de 2004, nn. 2 y 3.
[103] Juan Pablo II, Alocución, 9 de enero de 1980.
[104] Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 6.
[105] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, 22 junio 1994, n. 3.
[106] Cfr. J. Burggraf, Juan Pablo II y la vocación de la mujer, cit.
[107] «Las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer» (5, 22-23a).
[108] Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 24.
[109] «La convicción de que en el matrimonio se da la recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo y no solamente la sumisión de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de apremiar a las generaciones que se han ido sucediendo, una llamada que los hombres deben acoger siempre de nuevo» (ibíd.).
[110] Juan Pablo II, Carta a las mujeres, nn. 9-10.
[111] «Dios ha confiado el ser humano, de un modo específico, a la mujer, siempre y en cualquier caso, incluso en las condiciones de discriminación social en las que pueda encontrarse, ya que su misión particular está en el orden del amor» (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 30).
[112] «Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas −y la historia pasada y presente es testigo de ello− posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana» (J. Ratzinger, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 13).
[113] Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, Sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995, n. 99).
[114] J. Bergoglio y A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, cit., p. 101.
[115] J. Ratzinger, Presentación de la carta apostólica Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer, 30 de septiembre de 1988.
[116] Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 18. «Aunque este generar pertenezca al mismo tiempo al hombre y a la mujer, sin embargo es también verdad que “el hecho de ser padres... es una realidad más profunda en la mujer... la mujer es ‘la que paga’ directamente por ese común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma”. Esta idea todavía se profundiza más a través de la afirmación de que el hombre frente al proceso de gestación y del nacimiento se descubre siempre “fuera”. De este modo él, en múltiples aspectos, debe aprender de la madre el ser padre» (Ibíd.).
[117] «Todo lo que las diversas ramas de la ciencia dicen sobre esta materia es importante y útil, a condición de que no se limiten a una interpretación exclusivamente biofisiológica de la mujer y de la maternidad. Una imagen así “empequeñecida” estaría a la misma altura de la concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso se habría perdido lo que verdaderamente es esencial: la maternidad, como hecho y fenómeno humano, tiene su explicación plena en base a la verdad sobre la persona. La maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don» (Ibid).
[118] «Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la virginidad −audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas− tiene al respecto gran importancia. Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico» (J. Ratzinger, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 13).
[119] El Papa Francisco denunciaba en estos términos esta situación: «hay dos peligros siempre presentes, dos extremos opuestos que afligen a la mujer y a su vocación. El primero es reducir la maternidad a un papel social, a una tarea, incluso noble, pero que de hecho desplaza a la mujer con sus potencialidades, no la valora plenamente en la construcción de la comunidad. Esto tanto en ámbito civil como en ámbito eclesial. Y, como reacción a esto, existe otro peligro, en sentido opuesto, el de promover una especie de emancipación que, para ocupar los espacios sustraídos al ámbito masculino, abandona lo femenino con los rasgos preciosos que lo caracterizan» (Francisco, Discurso a los participantes del seminario organizado por el Pontificio Consejo para los laicos, con ocasión del XXV aniversario de la Mulieris dignitatem, 21 de octubre de 2013).
[120] Ibíd., 4.
[121] Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 8. Esta entrega es vivida serenamente tal como expresa el tema de la desnudez: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro» (Gen 2, 25). De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la femineidad, «desde ‘‘el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir» (ibíd., 6).
[122] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 6.
[123] Familiaris Consortio, n. 25.
[124] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 4.
[125] El entonces cardenal Bergoglio afirmó en este sentido: «el feminismo, como filosofía única, no le hace ningún favor a quienes dicen representar, porque las ponen en un plano de lucha reivindicativa y la mujer es mucho más que eso. La campaña de las feministas del veinte logró lo que querían y se acabó. Pero una filosofía feminista constante tampoco le da la dignidad que merece la mujer» (J. Bergoglio y A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, cit., p. 102).
[126] «En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa, de modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones que se establecerán a partir de entonces entre el hombre y la mujer: “Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gen 3,16). Será una relación en la que a menudo el amor quedará reducido a pura búsqueda de sí mismo, en una relación que ignora y destruye el amor, reemplazándolo con el yugo de la dominación de un sexo sobre el otro» (Cardenal J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, cit., 6).
[127] J. Ratzinger, Presentación de la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer, 30 de septiembre de 1988.
[128] Id., Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, nn. 6 y 8.
[129] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n. 25.
[130] «Aún persiste una mentalidad machista que ignora la novedad del cristianismo, el cual reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el sólo hecho de ser mujer, donde se recurre a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales, para sostener la desigualdad de los sexos, donde se penetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltratos y explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante los fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete». El Papa volvería a este argumento en Discurso a un congreso internacional para conmemorar el XX aniversario de la carta apostólica Mulieris Dignitatem, 9 de febrero de 2008.
[131] Cfr. Sínodo de los Obispos, III Asamblea general extraordinaria los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización, Instrumentum laboris, Ciudad del Vaticano, 2014, nn. 27, 64-67.
[132] J. Ratzinger, Presentación de la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem de Juan Pablo II sobre la dignidad y la vocación de la mujer, cit.
[133] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, cit., 8.
[134] V. R. Azcuy, El Evangelio, carta fundamental de la dignidad de las mujeres, en L’Osservatore Romano, 1 de noviembre de 2014 (Disponible en: http://www.news.va/es/news/el-evangelio-carta-fundamental-de-la-dignidad-de-l; consultado en octubre 2014).
[135] «Jesús parece decir a los acusadores: esta mujer con todo su pecado ¿no es quizás también, y sobre todo, la confirmación de vuestras transgresiones, de vuestra injusticia “masculina”, de vuestros abusos? Esta es una verdad válida para todo el género humano. El hecho referido en el Evangelio de San Juan puede presentarse de nuevo en cada época histórica, en innumerables situaciones análogas. Una mujer es dejada sola con su pecado y es señalada ante la opinión pública, mientras detrás de este pecado “suyo” se oculta un hombre pecador, culpable del «pecado de otra persona», es más, corresponsable del mismo. Y sin embargo, su pecado escapa a la atención, pasa en silencio; aparece como no responsable del “pecado de la otra persona”. A veces se convierte incluso en el acusador, como en el caso descrito en el Evangelio de San Juan, olvidando el propio pecado. Cuántas veces, en casos parecidos, la mujer paga por el propio pecado (puede suceder que sea ella, en ciertos casos, culpable por el pecado del hombre como “pecado del otro”), pero solamente paga ella, y paga sola. ¡Cuántas veces queda ella abandonada con su maternidad, cuando el hombre, padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a tantas “madres solteras” en nuestra sociedad, es necesario considerar además todas aquellas que muy a menudo, sufriendo presiones de dicho tipo, incluidas las del hombre culpable, “se libran” del niño antes de que nazca. “Se libran”; pero ¡a qué precio! La opinión pública actual intenta de modos diversos “anular” el mal de este pecado; pero normalmente la conciencia de la mujer no consigue olvidar el haber quitado la vida a su propio hijo, porque ella no logra cancelar su disponibilidad a acoger la vida, inscrita en su “ethos” desde el “principio”» (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 14).
[136] «Todas las razones en favor de la “sumisión” de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el “temor de Cristo”» (Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 24).
[137] «La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de “placer”. La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona» (Ibid., n. 12).
[138] Ibid., n. 18. «El hombre –prosigue el Papa- debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: “no sé”, “no quería”, “o has querido tú”. La unión conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artífice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer. ¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos» (Ibid., n. 12).
[139] «Él debe colaborar responsablemente ofreciendo sus cuidados y su apoyo durante el embarazo e incluso, si es posible, en el momento del parto. Para la “civilización del amor” es esencial que el hombre sienta la maternidad de la mujer, su esposa, como un don. En efecto, ello influye enormemente en todo el proceso educativo. Mucho depende de su disponibilidad a tomar parte de manera adecuada en esta primera fase de donación de la humanidad, y a dejarse implicar, como marido y padre, en la maternidad de su mujer» (Ibid., n. 16).
[140] Juan Pablo II declaró que «el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 59).
El Código de Derecho Canónico de 1983 sanciona que «quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae», es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido. Cfr. Código de Derecho Canónico, cc. 1398 y 1329; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 1450.2 y 1417.
[141] Juan Pablo II afirmaba en la Evangelium vitae: «Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer» (Evangelium vitae, 62). En ese mismo texto dedica una reflexión especial para las mujeres que han recurrido al aborto: «La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre» (Evangelium vitae, 99).
[142] En el mismo sentido, el Papa Francisco afirma en Evangelii Gaudium, 214: «No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?».
[143] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 59.
[144] Ibíd.
[145] Francisco, Evangelii Gaudium, 214.
[146] En opinión del Papa, esa conciliación exige un discernimiento que presupone oración asidua y perseverante. Vid. el Discurso del Papa Francisco a las participantes en el Congreso nacional del centro italiano femenino, 25 de enero de 2014.
[147] «Se necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo II, “será un honor para la sociedad hacer posible a la madre −sin obstaculizar su libertad, sin discriminación psicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras− dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad”» (J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, cit., n. 13).
[148] Juan Pablo II, Evangelium vitae, 91.
[149] Ibíd.
[150] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria del Consejo Pontificio Cor Unum, 19 de enero de 2013. Vid. también en este sentido, las orientaciones de la Conferencia episcopal española, XCIX Asamblea plenaria, La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, Madrid, 26 de abril de 2012, en especial nn. 45-81.
[151] Ibíd.
[152] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 21 de diciembre de 2012.
[153] Ibíd.
[154] Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 22 de diciembre de 2008, n. 1.
[155] Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 21 de diciembre de 2012.
[156] Benedicto XVI, Discurso a la curia romana, 22 de diciembre de 2008, n. 1.
[157] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la plenaria del Consejo Pontificio Cor Unum, 19 de enero de 2013.
[158] J. Bergoglio y A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, cit., p. 102.
[159] En este mismo sentido, refiriéndose a repercusión de la ideología de gender en la mentalidad anticonceptiva, el instrumentum laboris del sínodo sobre la familia sostiene: «a este propósito, muchas voces señalan la necesidad de ir más allá de las condenas genéricas contra dicha ideología —cada vez más penetrante—, para responder de manera fundada a esa posición, hoy ampliamente difundida en muchas sociedades occidentales. En ese sentido, el descrédito dado a la posición de la Iglesia en materia de paternidad y maternidad no es más que una pieza de una mutación antropológica que algunas realidades muy influyentes están promoviendo. La respuesta, por tanto, no podrá ser sólo relativa a la cuestión de los contraceptivos o de los métodos naturales, sino que deberá plantearse a nivel de la experiencia humana decisiva del amor, descubriendo el valor intrínseco de la diferencia que marca la vida humana y su fecundidad» (n. 127).
[160] Cfr. Juan Pablo II, Evangelium Vitae, n. 99. Vid. también Benedicto XVI, Discurso a un congreso internacional para conmemorar el XX aniversario de la carta apostólica Mulieris Dignitatem, 9 de febrero de 2008; Francisco, Discurso a las participantes en el Congreso nacional del centro italiano femenino, 25 de enero de 2014.
[161] Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, n. 22.
[162] Juan Pablo II, Carta a las familias, 29 de junio 1995, 10.
[163] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 14.
[164] «Estos nuevos espacios y responsabilidades que se han abierto, y que deseo vivamente se puedan extender ulteriormente a la presencia y a la actividad de las mujeres, tanto en el ámbito eclesial como en el civil y profesional, no pueden hacer olvidar el papel insustituible de la mujer en la familia. Las dotes de delicadeza, peculiar sensibilidad y ternura, que abundantemente tiene el alma femenina, representan no sólo una genuina fuerza para la vida de las familias, para la irradiación de un clima de serenidad y de armonía, sino una realidad sin la cual la vocación humana sería irrealizable. Esto es importante. Sin estas actitudes, sin estas dotes de la mujer, la vocación humana no puede realizarse» (Francisco, Discurso a las participantes en el Congreso nacional del centro italiano femenino, 25 de enero de 2014).
[165] Francisco, Evangelii Gaudium, 103. Como reconocía el entonces Cardenal Ratzinger, «un pueblo y sus miembros aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones» (J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, n. 14).
[166] Juan pablo ii, Christifideles Laici, 51. El subrayado corresponde al original.
[167] A. Del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona, 1969, p. 279.
[168] J. Bergoglio y A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, cit., p. 101.
[169] Ibíd.
[170] Id., Discurso a los participantes del seminario organizado por el Pontificio Consejo para los laicos, con ocasión del XXV aniversario de la Mulieris dignitatem, 21 de octubre de 2013.
[171] Francisco, Conferencia de prensa durante su vuelo de regreso a Roma, con ocasión d la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 28 de julio de 2013.
[172] Vid. Francisco, Evangelii Gaudium, n. 88; Francisco, Visita ad limina de los obispos de Timor oriental, 17 de marzo de 2014. No deja de sorprender que el Romano Pontífice recurra hasta en diez ocasiones al término “ternura” en la Encíclica Evangelii Gaudium, aclarando además que, lejos del patrón cultural comúnmente extendido, la ternura no es una virtud de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes (vid. Francisco, Evangelii Gaudium, 288).
[173] «Jesús quiere que toquemos la miseria humana –afirma el Papa-, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (Francisco, Evangelii Gaudium, n. 270).
[174] En opinión del Papa, «los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse. El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios clérigos de despacho”» («La Civiltà Cattolica», 13).
[175] Francisco, Misa matutina en la capilla de la domus Sanctae Marthae, 8 de mayo de 2014, en L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 20, viernes 16 de mayo de 2014.
[176] J. Ratzinger, Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, cit., 16. «Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones diferentes, con o sin responsabilidades públicas, tales actitudes determinan un aspecto esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun tratándose de actitudes que tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad» (ibíd.).
[177] Vid. acerca de la copresencia y colaboración de hombres y mujeres en la Iglesia, vid. Christifideles Laici, n. 52.
[178] «Afrontemos hoy este desafío: reflexionar sobre el puesto específico de la mujer incluso allí donde se ejercita la autoridad en los varios ámbitos de la Iglesia» («Civiltà Cattolica», 17).
[179] Vid. Francisco, Homilía en la Santa Misa con los movimientos eclesiales en la solemnidad de pentecostés, Plaza de San Pedro, 19 de mayo de 2013.
[180] Como advierte la Exhortación apostólica Christifideles Laici, «los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo» (n. 21). Si bien «los ministerios ordenados expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, no sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles» (n. 22).
[181] Cfr. Const. Lumen Gentium, nn. 30 y 32 y decr. Apostolicam Actuositatem, nn. 2 y 3.
[182] Cfr. J. Hervada, Elementos de Derecho constitucional canónico, EUNSA, Pamplona, 2001, 2ª ed., p. 50.
[183] Entendemos aquí por laico el fiel no ordenado (cfr. c. 207 § 1).
[184] Cfr. Juan Pablo II, Christi Fideles Laici, n. 23. Vid. Id., también Audiencia general, 2 de marzo de 1994, n. 5. El can. 230 § 3 CIC 1983 prescribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho».
[185] Cfr. c. 230 CIC 83.
[186] Cfr. c. 861 CIC 83.
[187] Cfr. c. 910 CIC 83.
[188] Cfr. c. 766 CIC 83.
[189] Cfr. J. I. Bañares, La consideración de la mujer en el ordenamiento canónico, cit., pp. 259-260.
[190] Ibid., p. 261.
[191] Ya en 1976 había sido planteada a la Congregación de la Doctrina de la Fe una consulta sobre si los laicos podrían participar en la potestad de régimen. La respuesta, fechada el 8 de febrero de 1977, afirmaba que desde el punto de vista dogmático, los laicos quedarían excluidos solamente «de los oficios intrínsecamente jerárquicos», de los que son capaces los que reciban el orden sagrado. Cfr. Pontificium Consilium de Legum Textibus Interpretandis, Acta et Documenta Pontificiae Commissionis Codici Iuris Canonici Recognoscendo: Congregatio Plenaria diebus 20-29 octobris 1981 habita, Typis Polyglottis Vaticanis, 1991, 37.
[192] A. Viana, El problema de la participación de los laicos en la potestad de régimen. Dos vías de solución. Utilizo el manuscrito original por cortesía del autor. El artículo aparecerá publicado en “Ius Canonicum”, Volumen 55, Número 108, (2014). Alude también a la voluntaria imprecisión de este canon: P. Lombardía, Lezioni di diritto canonico, Milano 1985, p. 129.
[193] El c. 129 establece: «§ 1. De la potestad de régimen, que existe en la Iglesia por institución divina, y que se llama también potestad de jurisdicción, son sujetos hábiles, conforme a la norma de las prescripciones del derecho, los sellados por el orden sagrado. § 2. En el ejercicio de dicha potestad, los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho». Cfr. también c. 979 del CCEO.
[194] El texto del c. 274 es el siguiente: § 1: «Sólo los clérigos pueden obtener oficios para cuyo ejercicio se requiera la potestad de orden o la potestad de régimen eclesiástico». El c. 274 § 1 del CIC no tiene paralelo en el CCEO.
[195] «La conferencia episcopal puede permitir que también los laicos sean nombrados jueces, uno de los cuales, en caso de necesidad, puede integrar el tribunal colegiado». Cfr. también c. 1087 § 2 del CCEO.
[196] Cfr. M.E. Olmos Ortega, La participación de los laicos en los órganos de gobierno de la Iglesia (con especial referencia a la mujer), en “Revista Española de Derecho Canónico” 46 (1989), pp. 97-101. Vid. también la bibliografía citada por A. Viana, El problema de la participación de los laicos en la potestad de régimen…, cit.
[197] Cfr. A. Viana, El problema de la participación de los laicos en la potestad de régimen…, cit. y E. Labandeira, Tratado de derecho administrativo canónico, Pamplona, 19932, pp. 86 y 87.
[198] Conforme al c. 150 del CIC 83, «el oficio que lleva consigo la plena cura de almas, para cuyo cumplimiento se requiere el ejercicio del orden sacerdotal, no puede conferirse válidamente a quien aún no ha sido elevado al sacerdocio».
[199] Son también oficios dotados de potestad propia por derecho pontificio: los prelados territoriales y abades territoriales (c. 370 del CIC), los ordinarios militares y prelados personales (c. 295 del CIC), los superiores mayores de institutos clericales de derecho pontificio y los superiores de sociedades de vida apostólica con las mismas características.
[200] Acerca de la potestad vicaria, vid. A. Viana, Naturaleza canónica de la potestad vicaria de gobierno, en Ius canonicum 28 (1988) 99-130; Idem, Potestad vicaria, en J. Otaduy et al., Diccionario General de Derecho Canónico, vol. VI, Cizur Menor 2012, 336-341.
[201] Cfr. en el mismo sentido, A. Gutiérrez, An mulieres possint esse Vicarii episcopales, en “Commentarium pro religiosis et missionariis” 60 (1979), pp. 206 y 209. El derecho requiere el sacerdocio como condición de idoneidad para los oficios de vicario general, vicario episcopal o vicario judicial: vid. cc. 478 § 1, 1420 § 4 del CIC 83.
[202] El c. 230 § 1 prohíbe a la mujer ejercer los ministerios de lector y acólito. Esta prescripción ha sido criticada por la doctrina y valorada como un residuo de la normativa postconciliar. Vid., en este sentido, M. Blanco, La mujer en el ordenamiento jurídico canónico, en “Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado”, 20 (2009), pp. 10-12.
[203] Vid. C. per il Culto divino, Direttorio per le celebrazioni domenicali in assenza del presbitero, 2 de junio de 1988 y C. per il Clero, Istruzione su alcune questioni circa la collaborazione dei fedeli laici al ministero dei sacerdoti, 15 de agosto de1997, art. 7.
[204] Juan Pablo ii, Audiencia General de 13 de julio de 1994, n. 2.
[205] Entrevista al Cardenal Walter Kasper de Stefania Falasca, en Avvenire, 2 de marzo de 2014.
[206] Ibíd.
[207] Ibíd.
[208] Juan pablo II, Audiencia General de 13 de julio de 1994, n. 2.
[209] En sus primeras reuniones la labor de los cardenales ha consistido en el análisis de todas las Congregaciones y Consejos Pontificios. La sexta reunión del Consejo, celebrada en septiembre de 2014, se ha centrado en dos focos principales: el primero ha versado sobre los laicos y la familia, incluida la cuestión de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, y el segundo ha abordado la justicia y la paz, los migrantes y refugiados, la salud, la protección de la vida y la ecología. Vid. Vatican Information Service, Ciudad del Vaticano, 15 septiembre 2014.
[210] Más de una década antes, Lombardía ya apuntaba que «nada impide que en una futura organización eclesiástica, un laico, hombre o mujer, desempeñe oficios equivalentes a los que en la actualidad corresponden al Cardenal Secretario de Estado, al Prefecto de un dicasterio de la Curia romana, a un Nuncio o a un juez eclesiástico a cualquier nivel» (P. Lombardía, Los laicos, «Il diritto ecclesiastico», 83 (1972), p. 309).
[211] Vid. art. 3 § 2 de la Pastor Bonus.
[212] Vid. art. 7 de la Pastor Bonus.
[213] Cfr. A. Viana, El problema de la participación de los laicos en la potestad de régimen…, cit. El autor aclara en la nota 66: «En efecto, en la curia romana algunos Consejos pontificios (concretamente los de Laicos, para la Familia y para la Cultura) cuentan con un comité de presidencia formado exclusivamente por cardenales y obispos y que sirve de ayuda al presidente del dicasterio. Este instrumento orgánico es una manera práctica de compensar la presencia de laicos en esos Consejos, sobre todo en los dos primeros, de modo que, además de la reunión plenaria del dicasterio, el comité de presidencia decidirá las cuestiones que exijan el ejercicio de la potestad de régimen, a la vista de que está compuesto por clérigos. Sin embargo, mediante esta solución se privilegia la actividad de un grupo de miembros del dicasterio frente al pleno, cuando el órgano más importante debería ser la reunión plenaria colegial, por más que se reúna raramente y se entienda bien la necesidad de un órgano colegial más reducido que despache las cuestiones inaplazables. En realidad, no deja de plantear interrogantes de principio el hecho de que alguien pueda intervenir en las sesiones plenarias de un colegio en calidad de miembro y al mismo tiempo no pueda intervenir en la deliberación de algunas cuestiones reservadas a un órgano de suyo menos importante que la asamblea plenaria: en efecto, “Nella sessione plenaria, dopo che ne è stato informato il Sommo Pontefice, sono trattate le questioni di maggiore importanza, che abbiano natura di principio generale, o altre che il capo dicastero ritenga necesario”» (art. 113 § 1 del Regolamento Generale della Curia Romana, de 30.IV.1999, en AAS, 91 (1999), 629-687. Cfr. sobre todos estos aspectos A. Viana, La participación de fieles laicos en la potestad de los dicasterios de la curia romana», en M. Blanco et al. (eds.), Ius et iura. Escritos de derecho eclesiástico y de derecho canónico en honor del profesor Juan Fornés, Granada 2010, 1109-1122 (Disponible en: http://www.unav.es/canonico/antonioviana).
[214] En la entrevista al Cardenal Walter Kasper publicada en Avvenire, 2 de marzo de 2014, el Cardenal manifestó: «la presencia femenina puede ser preciosa incluso en las oficinas dedicadas a la administración, a los asuntos económicos, en los tribunales. Ámbitos de competencia en los cuales sobresalen las demostradas capacidades profesionales de las mujeres, aunque no hayan sido adecuadamente consideradas hasta ahora». De igual modo, «una mujer podría estar siempre presente en las decisiones de las Congregaciones, por ejemplo, en la Congregación de la Educación católica, para la Causas de los Santos o en la Congregación para la Vida Consagrada, y podría perfectamente desempeñar el papel de subsecretario».
[215] El Consejo fue establecido por el Motu Propio Fidelis et Dispensator Prudens, el 24 de febrero de 2014, junto a la Secretaría para la Economía y la Oficina del Auditor General.
[216] En el actual quinquenio (204-2019) han sido nombradas cinco teólogas, dos religiosas y tres laicas: Sor Prudence Allen, R.S.M. (Estados Unidos); Sor Alenka Arko, de la Comunidad Loyola (Federación Rusa-Eslovenia); Moira Mary McQueen (Canadá - Gran Bretaña); Tracey Rowland (Australia) y Marianne Schlosser (Austria - Alemania).
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