Se han publicado las Actas de la Jornada de Estudio sobre “Misericordia y Derecho en el matrimonio”, organizada por la Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, el pasado mes de mayo de 2014
El volumen, editado en italiano por los profesores Carlos J. Errázuriz y Miguel Á. Ortiz, desea aportar una reflexión sobre la importancia de la misericordia en el derecho matrimonial canónico, teniendo en cuenta los actuales desafíos pastorales sobre la familia, en línea con el Sínodo de Obispos que se celebrará en octubre.
Incluimos la traducción no oficial del texto de la conferencia de Mons. Denis Biju-Duval, Presidente del Instituto Pastoral Redemptor hominis de la Pontificia Universidad Lateranense.
1. La justicia de Cristo.
2. Arrepentimiento y conversión.
3. Jesús justo y misericordioso con la Samaritana.
4. Algunas conclusiones.
Es bastante frecuente, en ciertos discursos llamados “pastorales”, escuchar la idea de que algunas situaciones dolorosas podrían justificar un poner entre paréntesis la doctrina de la Iglesia. Quien quisiera mantenerla a toda costa, con todas sus consecuencias, sería inmediatamente sospechoso de lesionar el principio evangélico de la misericordia, y de ser un fariseo. Se crea, pues, una especie de dialéctica entre los “doctrinarios” y los “misericordiosos”, de la que a menudo se sale mediante compromisos más o menos insatisfactorios: “cierto, hace falta la doctrina, pero no demasiada, porque también está la misericordia; cierto, hace falta la misericordia, pero tampoco tanta, que hay que mantener también un poquito de doctrina”. Algunos problemas teológicos graves subyacen a dicha postura, en particular el modo en que se entienden las nociones de doctrina y de misericordia: la primera reducida a unas leyes externas al pensamiento y al obrar, reglas solamente positivas y, por tanto, modificables según las circunstancias; mientras que la segunda, confundida con un buen sentimiento puramente afectivo. Pero no me detendré en este aspecto del problema. Quisiera, más bien, buscar una respuesta en Jesús mismo, en su modo de enseñar con autoridad y de obrar como buen Pastor. Porque en Jesús no existen compromisos insatisfactorios. Como escribe Pablo, «el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros os hemos anunciado —tanto Silvano y Timoteo, como yo mismo— no fue “sí” y “no”, sino solamente “sí”» (2Cor 1,19). O sea, que Jesús fue maestro de una justicia y de una verdad radical, y en esto fue solamente “sí”. Y Jesús enseñó y practicó una misericordia radical, y en esto fue solamente “sí”. Lo que debemos hacer, pues, es buscar en su corazón y hacer nuestra su profundidad donde, en vez de oponerse la una a la otra, justicia y misericordia se alimenten mutuamente en la misma radicalidad. Así, también nosotros podremos decir como Pablo: «nuestro lenguaje con vosotros no es hoy “sí” y mañana “no”» (1Cor 1,18). De modo que propongo el siguiente recorrido:
1) La justicia radical enseñada, vivida y realizada por Cristo.
2) Arrepentimiento y conversión como principios de unidad entre la misericordia y la justicia.
3) El encuentro con la samaritana, revelación de la prioridad de la gracia.
La justicia en sentido bíblico es una realidad muy profunda. Incluye ciertamente la dimensión judicial: la recompensa a los buenos y el castigo a los malos, como criterio para reconocer los “Justos jueces”, cuyo modelo radical es Dios mismo en su trato con justos y pecadores. Pero hay que ampliar la perspectiva: en sentido fundamental, es justo el hombre que por amor y fidelidad al Dios de la alianza, camina según sus caminos, escucha su palabra y cumple su voluntad. Se trata a la vez de rectitud del corazón y de obediencia en el comportamiento exterior. Este ideal del Antiguo Testamento encuentra encarnaciones más o menos logradas, pero incluyen ciertas dificultades.
Una, ya denunciada por los profetas mucho antes de que Jesús mismo lo hiciese de manera radical, es el legalismo, o sea, centrarse en la conformidad exterior a la ley. Uno se considera justo si cumple el reglamento, que mezcla los preceptos de Dios con los añadidos por los doctores de la ley. Si el criterio es exterior, esa justicia obedece tanto a la lógica del orgullo humano, como a la del conformismo social. Ante esa deriva, Jesús ofrece una radicalización decisiva del sentido de la justicia. La sitúa ya en la profundidad del corazón del hombre, como demuestra su enseñanza de las bienaventuranzas (Mt 5-7). Si el adulterio no comienza con el acto exterior, sino con la mirada concupiscente hacia la mujer, si el “no matar” incluye la prohibición de la cólera y del insulto, si la limosna, la oración y el ayuno deben practicarse en secreto, es precisamente porque la justicia evangélica hunde sus raíces en la verdad de las intenciones del corazón, y no solo en la conformidad exterior.
Sin embargo, muy pronto algunos concluyeron que sería suficiente solo la intención, y que el acto exterior no tendría ya ninguna importancia. Es un grave error de interpretación. Porque Jesús habla también de actos exteriores: el insulto, encerrarse en la propia habitación, dar un vaso de agua al más pequeño de los hermanos, hacer el bien al enemigo, etc. Su perspectiva consiste en hacer brillar la verdad profunda de dichos comportamientos: la pertenencia total, interior y exterior, al reino de Dios y el don de sí, el servicio del auténtico bien de los hombres. En la parábola del buen samaritano, ese bien incluye también las heridas del cuerpo. Y Jesús, el Justo por excelencia, no solo enseña esa justicia, sino que la vive y se pone como el perfecto modelo. Vemos que la comunión vive con el Padre, y que hacer su voluntad en el don total de sí es el horizonte de todo su ministerio. Vemos también que dicha intencionalidad se traduce en actos exteriores de bondad hacia los hombres: una bondad que le alcanza interiormente cuando perdona los pecados, y también exteriormente cuando cura los cuerpos, se preocupa del descanso de sus discípulos o gasta tiempo y energía para predicar y dialogar. El misterio de su pasión y de su cruz demuestra definitivamente que la justicia que Él vive no radicaliza lo interior en detrimento de lo exterior, sino que radicaliza ambos: Cristo no solo nos ama de buena intención, sino que realiza y cumple ese amor en el misterio de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada por nosotros.
Dicha radicalidad enseñada y realizada por Jesús manifiesta entonces una segunda dificultad: pone al descubierto la condición pecadora del hombre y su incapacidad para vivir las exigencias de dicha justicia. Era tan difícil satisfacer los muchos preceptos exteriores, que solo la pequeña élite de los fariseos lo pretendía (y tampoco lo lograban). El hombre se hace cargo de modo mucho más claro de la impureza de su corazón y de sus intenciones. Descubre ese potente freno al don total de sí que es tal vez más peligroso que las pasiones carnales: su propio orgullo. El hombre sabe bien que puede encontrar la vida solo si la da, pero experimenta el riesgo de perderla para siempre porque se ve incapaz de renunciar al dominio sobre ella. La Cruz, en definitiva, señala la máxima revelación de la justicia de Dios. En ella, los hombres “contemplan al que traspasaron”, toman conciencia de la gravedad de su pecado que es la causa de tal horror y del precio que el Hijo de Dios paga para rescatarlo. En ella ven que amar de ese modo no está al alcance de sus capacidades humanas.
Es la misma Cruz la que pone remedio al drama del pecado que ella revela. En ella, Jesús no es solo víctima de la maldad humana, sino que la acoge para redimirla, la sufre para perdonarla. En la cruz, Jesús cumple la justicia no solo por su cuenta, sino como principio de justicia ofrecido a todos los pecadores. Su costado fue traspasado por la lanza de nuestros pecados, pero de esa misma llaga manan el agua y la sangre de nuestra salvación. En tal sentido, como escribe Pablo, Cristo es “justo y justificante”. En su sacrificio se cumple toda justicia y se realiza toda misericordia a nuestro favor. Si Cristo nos hace justos, significa que su gracia no solo nos salva del pecado y de la pena que se sigue, sino que nos hace capaces de vivir «una vida nueva» (Rm 6,4), y de «ofreceros vosotros mismos a Dios, como quienes han pasado de la muerte a la Vida, y haced de vuestros miembros instrumentos de justicia al servicio de Dios» (Rm 6,13). Solo la misericordia divina nos permite pasar del estado de esclavos del pecado al de hijos de Dios libres, justificados y justos.
Pero como no hay justicia sin rectitud de corazón, dicho proceso supone una profunda reorientación de nuestra libertad: de esclava de sí misma, apegada a sí como a un ídolo, tendrá que ser «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). A esa reorientación, la Sagrada Escritura la llama “arrepentimiento” y “conversión”. Son la condición ineludible para que se realice esa misericordia que no sería tal si no diese en nosotros frutos de justicia.
La llamada “arrepentíos”, “convertíos”, resuena en todo el Nuevo Testamento. Desde el comienzo de su ministerio, Jesús la une estrechamente a la aceptación del Reino de Dios, hecho presente en Él por misericordia. En la conclusión de su primer discurso misionero, el día de Pentecostés, Pedro responde así a sus oyentes, compungidos por haber crucificado a Cristo: «Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo para que os sean perdonados los pecados, y así recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Arrepentirse, convertirse, es una decisión personal que es posible porque nos la ofrece la misericordia, y es precisamente condición para que pueda ser verdadera y propia misericordia en cuanto da frutos de justicia. ¿Cuáles son los contenidos concretes de dicha decisión?
Ante todo, hay que considerarlas siempre como dimensiones del encuentro con Cristo que salva. El arrepentimiento es un cierto dolor, un “estar compungidos” según la expresión de los Hechos: es el dolor por haber crucificado a Jesús con sus pecados. La conversión es un cambio profundo de vida, un odio a los propios pecados y una firma decisión de no volver a cometerlos, y eso gracias a Cristo y para seguir a Cristo. Esto no excluye, obviamente, otros motivos que la tradición teológica llama “atrición” o “contrición imperfecta”: también se pueden odiar los pecados por miedo al infierno, por los remordimientos de conciencia que ya no se soportan, o por las consecuencias desastrosas de los propios actos. El hijo pródigo tuvo que acabar cuidando cerdos, con el estómago vacío, para ser consciente de que podía volver a su padre donde sería tratado mejor, incluso como simple obrero. Pero es en la gracia de Cristo, y en vista de Cristo, cuando dichos sentimientos, todavía centrados en sus propios intereses, se vuelven verdadero y auténtico arrepentimiento y conversión en sentido teológicamente pleno.
Pretender los beneficios de la misericordia sin arrepentirse significaría considerar de poca importancia haber crucificado a Cristo. Pretender misericordia sin convertirse significaría excluir precisamente los frutos que dan sentido a la misericordia: su meta no consiste solamente en sentirse mejor pensando que el peso de nuestros pecados ha sido anulado, sino sobre todo en acomodar nuestros corazones a la comunión real con Dios, es decir, hacernos justos, lo cual no ocurre sin esa reorientación de nuestra libertad en Cristo, que se llama conversión.
Aquí surge una pregunta fundamental: ¿es posible la conversión? Todos experimentamos las recaídas habitualmente en los mismos pecados: ¿no será quizá hipócrita hacer una promesa que sabemos que no podemos mantener? A este propósito, se puede pensar en los que en el pasado eran llamados por los teólogos morales los “consuetudinarios”. Hoy se habla de diversas “dependencias” vividas por algunos: el alcohol, la droga, el sexo, la TV, internet, etc. En ciertos casos, quien confiesa determinados pecados, ¿acaso no está casi seguro de recaer poco después? En realidad, el pecado más insidioso, del que somos consuetudinarios al máximo se llama orgullo: ¿cuánto tiempo pasa entre nuestra confesión y una nueva actitud de orgullo? Entonces, ¿para qué sirve confesarlo y, como se dice en el acto de contrición, decidir “nunca más pecar”? También hay que tener en cuenta todas las decisiones fundamentales de la vida, cuyas consecuencias han creado situaciones consolidadas de las que se hace dificilísimo volver atrás.
Dicha pregunta permite algunas precisiones importantes. Como hemos señalado, una misericordia que se contentase con un vago lamento, sin verdadera y auténtica conversión, no sería misericordia. En el otro extremo, una misericordia que suponga que ofrezcamos una garantía de impecabilidad total para el resto de nuestra vida terrena nunca podría darse, ya que tal garantía está fuera de nuestras capacidades. Vemos que esos dos desequilibrios, aparentemente contrarios, tienen un punto en común: negar la prioridad de la gracia en nombre de un vago estado afectivo, por un lado, o de un voluntarismo pelagiano, del otro. Creer en la prioridad de la gracia, en cambio, significa creer también en su fecundidad en nuestra vida, incluso en materia de lucha contra el pecado. La gracia nos hace capaces de lo que éramos incapaces, y no por magia, sino a través de decisiones que ella hace posibles, decisiones que conciernen tanto a la meta como los a medios que hay que asumir.
El vago lamento puede convivir con el rechazo a convertirse. Se considera, por ejemplo, que en este o en aquel pecado ya no hay nada que hacer. O se piensa que determinada situación contraria a la voluntad de Dios está demasiado consolidada para poderse liberar de ella. En dichos casos, aunque con algún lamento, se da acogida al pecado y no hay conversión. También aquí se manifiesta un déficit de esperanza. El camino justo consiste en emprender o continuar la ruta sin desanimarse, aunque sea cojeando, incluso a veces cayendo, pero contando con la mano de Cristo para levantarnos y sostenernos en los esfuerzos en los que perseveraremos por su amor. En esa actitud, la conciencia de nuestra extrema debilidad no se niega en un voluntarismo, ni es excusa para rechazar la conversión, sino que fortalece las razones de volver a poner solo en Cristo nuestra total confianza y, arraigados en Él, movilizar nuestros recursos para que se cumpla en nosotros la voluntad del Padre.
En dicha perspectiva, podemos ver concretamente que el despliegue de la misericordia de Cristo en nuestra vida nunca podrá separarse del crecimiento en nosotros de la justicia a través de sucesivas conversiones. Al contrario, una comprensión de la misericordia que daría excelentes razones para no convertirse sería ciertamente equivocada. Los encuentros de Cristo con los pecadores son indicativos de esta pedagogía divina y del camino espiritual. Me detendré en el diálogo de Jesús con la Samaritana, tanto porque sus “cinco maridos” tienen que ver con el tema de esta jornada, como porque se trata también de uno de los encuentros cuyo testimonio evangélico está más profundizado.
De manera análoga a tantos diálogos de Jesús en el Evangelio de Juan, el encuentro con la samaritana pone de relieve una especie de malentendido inicial: la sed de Jesús (“dame de beber”) y el agua viva de la que habla son de naturaleza espiritual, mientras que el agua a la que se refiere inicialmente la samaritana es la material, la del pozo de Jacob. Pero ese malentendido es el que permite también el encuentro. El agua material representa la felicidad terrena, incluida la que la samaritana ha buscado al multiplicar las relaciones afectivas. Ofrecer agua viva por parte de Jesús de algún modo sale al encuentro de esa búsqueda, aunque la supera radicalmente. Se ve en el modo en que este diálogo paradójico abre progresivamente a la samaritana a la cuestión de la adoración auténtica y al misterio de la identidad misma de Jesús. La mujer comprende quién es Él, porque Jesús “me ha dicho todo lo que he hecho”, y “deja allí su cántaro” para anunciarlo a la gente de su pueblo. Según el simbolismo subyacente, “dejar el cántaro” significa dejar la búsqueda terrena de la felicidad y, por tanto, convertirse, cambiar de vida: en particular, renunciar a las falsas relaciones con los hombres.
Se ve aquí el carácter inseparable de la misericordia de Jesús y la conversión de sus beneficiarios. Es un dato casi constante. A la mujer adúltera Jesús le pide “no peques más”. A la pecadora, le son perdonados sus “muchos pecados porque ha amado mucho”, exprensándolo en los gestos de arrepentimiento y conversión que Jesús señala a Simón el fariseo: lavarle los pies con las lágrimas, cubrirlo de lágrimas y perfumarle (cfr. Lc 7, 44-48). Si de Zaqueo Jesús puede decir que “la salvación ha entrado en su casa”, es por las decisiones que toma para demostrar su conversión y reparar los daños de sus pecados: dar la mitad de sus bienes a los pobres y compensar cuatro veces más lo que había robado (cfr. Lc 19, 8-9). Así pues, el perdón misericordioso del Señor asume totalmente las exigencias de la justicia. Hay que señalar también que, como en sus encuentros personales con los pecadores, Jesús no busca nunca fáciles excusas, ni siquiera con el pretexto de liberarlos de los remordimientos. No se entretiene en dificultades afectivas o conyugales que quizá podrían explicar en parte los desórdenes morales de la samaritana, de la pecadora o de la adúltera. No pretende ver en la pequeña estatura de Zaqueo la fuente de sus intentos de compensarla con la prepotencia que su profesión le permitía ejercer sobre la gente. Se sitúa decididamente en el plano de la libertad y de la responsabilidad que Jesús les devuelve al encontrarles.
Este último punto pone en evidencia la radical prioridad de la iniciativa de Jesús: su perdón no es la recompensa de los méritos adquiridos por los pecadores en sus esfuerzos por cambiar de vida. Por el contrario, es la iniciativa de su amor misericordioso, sin condiciones previas, la que hace posibles dichos actos de conversión. En otras palabras, Jesús no dice a la Samaritana: “Primero arregla tu vida conyugal, y luego ya veremos si podemos hablar del agua viva”. No dice a Zaqueo: “Repara primero a tus víctimas y, cuando lo hayas hecho, ya veremos si ceno en tu casa”. Al revés, su iniciativa de ir a buscarles con amor, allá donde estén y en el estado en que estén, es la que despierta en ellos el deseo de devolver amor por amor y cambiar de vida. En ese momento, les queda la posibilidad de alejarse de ese deseo profundo, rechazando convertirse. Si desgraciadamente fuera así, los pecadores se irán tristes, como el joven rico, no por insuficiencia de la misericordia que se les ofrece, sino por decisión personal de no abrirse a ella.
Tal como la enseña y la practica Jesús, acoger la misericordia no consiste en hacer como si el pecado nunca hubiese existido, olvidándose de las decisiones que hay que tomar para salir de él realmente. Es dejarse amar por Cristo que «murió por nosotros […] cuando aún éramos pecadores» (Rm 5,8), haciéndose realmente disponible a las necesarias conversiones de las que su gracia nos hace capaces. Solo así se sale de modo equilibrado y dinámico tanto del permisivismo como del rigorismo.
Si el argumento de la misericordia se convierte en un pretexto para no convertirse, es decir, para no cambiar en los puntos donde nuestras decisiones de vida crucifican a Jesús, podemos estar seguros de que hay un malentendido en su auténtica naturaleza. Desgraciadamente, muchas decisiones, muchas actitudes pastorales y muchas predicaciones reducen la misericordia a un buen sentimiento que no le cuesta nada a nadie. No se trata entonces de auténtico perdón de los pecados y de verdadera liberación de los mismos, sino de la idea —en realidad no cristiana— de que no tienen ninguna importancia, ya que Dios nos ama de todos modos. La consecuencia verdaderamente poco misericordiosa que se sigue consiste en dejar a las personas presas de la esclavitud de sus pecados, haciendo que crean que han sido liberados. Desgraciadamente, cierta “rebaja” de los sacramentos entra en esta lógica.
Por otro lado, tampoco debemos minusvalorar el peso del moralismo. Está alimentado por los medios de comunicación que se quedan en el detalle de la doctrina moral de la Iglesia prescindiendo del desarrollo de la relación viva con Cristo. Desgraciadamente, también nosotros caemos en la trampa cuando somos más insistentes en “defender la doctrina” que en anunciar la gozosa noticia de la salvación y de la vida en Cristo. Es verdad que son dos aspectos que no se oponen. Pero siempre es necesario un examen de conciencia pastoral sobre ese punto: a las samaritanas de hoy, ¿les hablamos en seguida de sus cinco maridos, oscureciendo el agua viva de la misericordia de Cristo, o empezamos con la buena noticia del agua viva gracias a la cual podrán entender que los cinco maridos son una herida de la que es posible curarse?
Denis Biju-Duval. Presidente del Instituto Pastoral “Redemptor hominis” de la Pontificia Universidad Lateranense.
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