Si la balanza se inclina tan abrumadoramente hacia la concordancia de fe y ciencia establecida, ¿por qué es socialmente percibido como abrumadoramente al revés?">Filmación de la conferencia
En primer lugar, quiero dar las gracias al grupo de Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra por esta invitación, oportunidad que quiero aprovechar muy bien porque considero que algo así se tiene sólo una vez en la vida.
Tratándose de un grupo que se las ha de ver con Ciencia, filosofía y fe, quiero comenzar preguntándome si hay datos científicos que sirvan de apoyo a las posturas filosóficas que cierran la posibilidad de la fe. Una filosofía así es el escepticismo ontológico (dudar que la realidad exista, que haya más que el puro pensamiento) o el escepticismo gnoseológico (dudar que se pueda conocer algo de ella). Pero la Ciencia se propone precisamente conocer ciertos aspectos de la realidad material, por lo que ni siquiera hubiera surgido en un contexto de filosofía escéptica. También impide el paso a la religión −religación del alma con el Creador− la filosofía materialista, es decir la que niega que haya algo más que materia, pues niega a Dios y niega el espíritu humano. Pero ninguna teoría científica podrá nunca apoyar el materialismo porque la ciencia es por su propio método materialista, incapaz de ver nada que no sea materia, que no sea perceptible a los sentidos o a la prolongación de ellos que nos da la experimentación. (La existencia de Dios no es científica como tampoco lo es el ateísmo o el agnosticismo −son filosofía). Y no se me ocurre ya otra postura filosófica impediente de la religión, o al menos de su enseñanza moral, que el determinismo: lo que ahora sucede determina lo que sucederá después. Si es así, la libertad es una ilusión, y por tanto no hay responsabilidad moral. Esta idea filosófica estaría apoyada por un dato científico que pusiese determinismo en la materia, pero no hay, en la actualidad, tal dato científico: la mecánica cuántica pone indeterminismo en cualquier observación de la materia, indeterminismo que se encuentra pues por doquier en los procesos biológicos, por ejemplo en los errores en la duplicación celular responsables de las mutaciones genéticas. Hay pues también lugar amplio para la intervención continuada de Dios en la creación, de modo que no es necesario ver milagro en cada acción de la Providencia. Siendo muy probablemente cuánticos los procesos en el cerebro, son pues compatibles con la libertad en nuestra toma de decisión (“room for freedom”).
No se ve pues que haya datos de la ciencia establecida que por su implicación filosófica sean impedimento para la fe. Podría, con todo, haberlos, pero sin pasar por la filosofía. Se me ocurre tan sólo el poligenismo, cuestión no filosófica pero sí científica que podría poner problemas al tema cristiano del pecado original. Pero la Ciencia ha determinado -por el estudio del ADN mitocondrial- que hay por lo menos una pareja de la que desciende toda la humanidad actual. Basta pues que esa pareja haya cometido el pecado que llamamos original para que, según el designio divino, hayamos nacido todos con las consecuencias de ese pecado, de modo que ni siquiera por aquí se encuentra problema.
Vemos pues que la evolución de la ciencia ha venido en concordancia creciente con la fe, hasta ser ahora total. Cuando se creía que la posición e impulso de las partículas del universo en un momento determina matemáticamente su posición e impulso en el futuro, esto era ciertamente un problema, pero la ciencia actual ya no lo ve así. Lo mismo ha sucedido con la idea científica de la historia del mundo: La idea de un mundo desde siempre existente no se oponía esencialmente a la existencia de Dios, porque entendemos a Dios como causa incausada del mundo en todo momento, y el mismo Santo Tomás dice que su idea de la Causa Primera es ontológica -no cronológicamente- primera, y es compatible con que el mundo no hubiese tenido un inicio temporal. Pero es que ahora sabemos además que el mundo tuvo de hecho un inicio temporal, datado por la ciencia en 13’76 (error no mayor de 0’11) miles de millones de años.
Sin embargo está extendida la creencia de que la religión está como en retirada, como amenazada por los descubrimientos de la Ciencia, cuando de hecho, en varios campos, se ha adelantado a ella. A esto contribuye cierta divulgación de la ciencia que acaba en divulgación de ciencia prometida, de la que se saca conclusiones que se presentan como opuestas a la religión. El lector desprevenido no advierte que esas conclusiones no se han sacado de la ciencia establecida sino de la ciencia prometida, ni advierte que no son ya conclusiones científicas sino opiniones filosóficas muy personales del científico que escribe (y que otros científicos tienen otras); en ocasiones ni siquiera advierte que esas opiniones filosóficas en realidad no se oponen a la fe.
Todo esto lo vemos en acción, por ejemplo, cuando la fe es amenazada para los incautos porque el universo actual fue producido por implosión de otro anterior o porque procede de fluctuaciones cuánticas del vacío: no es ciencia establecida pues no sabemos absolutamente nada anterior a los diez elevado a menos cuarenta y tres segundos del actual universo, ni disponemos aún de la física necesaria −la teoría unificada− para poderlo saber. Y aunque fuera así, esto que se presenta como gran impedimento no lo sería en realidad a la idea filosófica de Dios, pues éste aparecería entonces como causa incausada de ese vacío cuántico, o de ese universo anterior, o de los múltiples universos que algunos ponen −no ciertamente desde la ciencia establecida− como bifurcándose en cada observación cuántica.
Llegamos así a la primera pregunta: Si la balanza se inclina tan abrumadoramente hacia la concordancia de fe y ciencia establecida, ¿por qué es socialmente percibido como abrumadoramente al revés?
A una pregunta análoga llegamos en la cuestión del papel histórico del cristianismo en el desarrollo de la Ciencia. A un lado de la balanza está la “constante oposición” de la Iglesia a la ciencia, de la que se pone siempre el mismo ejemplo −en realidad porque no hay otro−: el caso Galileo. No es cierto que se le permitiera mantener la movilidad de la Tierra como hipótesis física es decir como verdad probable −como algunos, con intención apologética, creen− sino que sólo se le permitió mantenerlo como hipótesis matemática o ficción útil para el cálculo. Y porque desobedeció esta prohibición (pues creía haber encontrado una demostración en las mareas) fue condenado al confinamiento de por vida en su villa Bellosguardo en Arcetri. Quienes esto exigían (Roberto Bellarmino) creían que lo hacían según la mente de Copérnico y que eso era lo propio de la Ciencia. No se daban cuenta de que, más allá de las matemáticas, un nuevo tipo de conocimiento de la realidad estaba naciendo basado en la experimentación, un conocimiento que no se limita a establecer ficciones o modelos matemáticos útiles, sino que intenta describirla. Lo que prohibieron y condenaron en Galileo fue lo que creían extralimitación de su terreno e invasión del campo Escriturístico que a ellos competía (campo no ya científico sino religioso en que el tribunal del Santo Oficio abusó durante mucho tiempo con la crueldad propia de la época, es decir, mucha crueldad, sin que yo vaya a hacer aquí apología alguna, porque no la hay). Pero aunque nada haya en esto defendible, no admitiré tampoco la manida afirmación de que el caso Galileo supuso una rémora para la astronomía pues se siguió enseñando el sistema Copernicano, con mención de que era hipotético −lo único que se exigía− y cuando, en 1929, Bradley encontró la aberración de la luz, es decir, cuando dejó de ser una hipótesis, ya sólo se enseñó este sistema. Y menos admitiré que la obediencia a esta prohibición se ponga como excusa para el atraso científico de España, pues España nunca ha sido atrasada en astronomía, y en nuestra Escuela de Estrelleros de Salamanca se ha enseñado el sistema Copernicano desde 1565 (Cuando Galileo tenía un año) El Índice de Libros Prohibidos español fue el único que no incluyó aquella prohibición. Si acaso, puede hablarse de una consecuencia del caso Galileo para la Ciencia, pero muy positiva, aunque, claro está, no pretendida: al no poder seguir en 1633 con su actuación astronómica se puso a redactar (en sus “Discorsi”) las leyes del movimiento que había encontrado empíricamente en 1608 y que estaba a punto de redactar cuando en 1609 se encontró con el telescopio, leyes que son la base de la Ciencia newtoniana (Sus descubrimientos como astrónomo no tienen la importancia crucial de éstas, pues todos tienen al menos otros codescubridor, y además Galileo no había encontrado nada esencialmente nuevo desde 1611).
Y, contra lo que se cree, no hay más casos de persecución de la Iglesia a un científico. El tan recordado final en la hoguera de Giordano Bruno −con todo lo que tiene de cruel y de escándalo para un creyente− no fue el caso de un científico. Y la muerte en la hoguera de Miguel Servet no fue persecución de la Iglesia Católica sino persecución personal de Calvino, y no en razón de sus ideas científicas. Tan es así que hay que retrotraerse mil doscientos años en la historia para encontrar un caso de persecución, el linchamiento de Hypatia de Alejandría en 416 por un grupo de fanáticos cristianos dirigidos por el lector Pedro −así lo dice el testimonio de Sócrates Escolástico en 440 y no que fuese S. Cirilo sino que sobre su Iglesia cayó el oprobio. Ni fue por los conocimientos matemáticos de Hypatia −de los que en parte tenemos noticia por Sinesio de Cirene, un alumno suyo obispo de la Tebaida− sino por el influjo que sus ideas paganas tenían sobre Orestes. Se une por ignorancia este linchamiento a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría que tuvo lugar en el curso de varias guerras muy anteriores. Y su única relación con el cristianismo es que los libros salvados de ella se habían llevado al templo de Serapis que fue demolido en 391, cuando a instancias del obispo de la ciudad, Teófilo, el emperador Teodosio dio orden de demoler los templos paganos de Alejandría. Pero el mismo cronista, el cristiano Paulo Osorio, dice que “en algunos templos se hallaron cofres con libros, y los nuestros se los llevaron” (Lo más probable es que su destino fuese la Biblioteca de Constantinopla, que llegó a tener más de 200.000 volúmenes).
A un lado de la balanza, pues, un caso, apenas dos, a lo largo de dos mil años de historia. Al otro, en primer lugar, la conservación de la ciencia antigua: la ingente labor de monjes copistas medievales, algo tan contrario a la creencia de que el cristianismo medieval despreciaba la Ciencia y de que acabó con la ciencia antigua. No fue así por la sencilla razón de que la ciencia antigua nunca acabó sino que pasó al mundo del Islam al ser tomada Alejandría en 641, la ciudad donde estaba concentrada la actividad científica, que aún perduraba: en el siglo VI había nacido allí la teoría del movimiento con el cristiano nestoriano converso Juan de Filopón de Alejandría. La situación, a grandes trazos, viene a ser ésta: Desde principios de nuestra era, en Atenas sólo había labor de comentaristas, y esta siguió floreciendo en Bizancio hasta su conquista por los turcos en 1453. En cuanto a la antigua Roma, con poco de su ciencia pudo acabar el medievo, pues Roma fue siempre disjunta con la Ciencia −ni siquiera hubo comentaristas− y esa es la razón de que la herencia científica de Occidente haya sido tan pobre, tan sólo el cuatrivium matemático con que organiza Alcuino de York (llamado por Carlomagno) la enseñanza de las escuelas monacales y catedralicias. Este cuatrivium (geometría, aritmética, astronomía, música) se inspira en las Instituciones de Casiodoro, y tiene el bajo perfil de la recopilación de Boecio en el siglo VI, el único nombre romano apenas recordado en la ciencia. (Los romanos fueron gente práctica y se dedicaron a aplicar la matemática -fueron buenos ingenieros- como si ya los griegos hubiesen inventado toda la que hace falta, y hubiese llegado ya el momento de aplicarla. De hecho, en todo tiempo ha habido romanos, y aún los hay hoy, gente con esta misma mentalidad falsamente práctica y paralizadora del progreso).
Con todo, la enseñanza de la matemática elemental en el Alto medievo cristiano mantuvo así la llama, y tras un primer renacimiento en el siglo XI en el que jugaron un papel importante los discípulos del maestro de Reims Herbert de Aurillac −el Papa matemático Silvestre II en el año 1000− hubo intelectuales que se desplazaron a Toledo después que fue tomada por los cristianos en 1086. Ahí la labor de traducciones en el siglo XII que nutre las nacientes universidades del siglo XIII, de modo que hay en este siglo y en el XIV una incipiente ciencia que sufre el impasse de la peste y de la guerra de los cien años, pero que revive en muy variadas facetas en el siglo XVI. Un doctor en Derecho Canónico, Nicolás Copérnico −de hecho canónico de Frankfurt−, revoluciona la astronomía, precisamente para cumplir un encargo que le da la Iglesia de sentar las bases para la reforma del Calendario (y por eso dedica su obra al Papa) Un astrónomo luterano, Johannes Kepler, encuentra las leyes del movimiento de los planetas, que junto con la teoría del movimiento llevan a Newton a la fundación de la Mecánica. De hecho, y según ellos mismos declaran, es su condición de creyentes la que inspira su búsqueda de las leyes puestas por el Creador en su obra. Esta es la concepción del mundo que dio nacimiento a la Ciencia, la concepción que por eso resulta importante, y no una concepción atea −y menos escéptica− con la que quizá hubiera podido desarrollarse, pero difícilmente hubiera podido nacer. Pero es que, además, en este desarrollo posterior tampoco ha faltado la contribución de los cristianos. Pienso por ejemplo en la republique de lettres −el primer internet− con que el P. Mersenne, entre 1630 y 1650 sacaba copias de las cartas que los matemáticos le escribían y las enviaba a los demás, de modo que todos tenían información inmediata de cualquier hallazgo, sin tener que esperar a la obra cumplida. De ahí la rápida revolución matemática en Francia en esos años, tiempo en que nace la geometría analítica (Fermat y Descartes, ambos creyentes católicos), y el cálculo infinitesimal. Este se inicia en 1637 con el concepto que hoy llamamos derivada, perfectamente definido, y hasta aplicado, por Pierre de Fermat, y crece en paralelo con el cálculo de áreas y volúmenes (hoy llamado cálculo integral) Desarrollaron este cálculo los padres Cavalieri, Gregoire de Saint Vincent y James Gregory, y a punto estuvo de ser llevado a su madurez por Pascal y Torricelli, ambos católicos de profunda religiosidad. En este tramo final contribuyeron los clérigos anglicanos Wallis e Isaac Barrow, quien deja servida su conclusión −el descubrimiento de que derivación e integración son operaciones inversas− por Isaac Newton y Gottfried Leibniz, ambos, por cierto, de obra o acción pública religiosa. Y será cristiano, de hecho profundamente religioso, Leonhard Euler quien desarrolla las aplicaciones de este cálculo en su plenitud como principal figura matemática del siglo siguiente. En el siglo XIX se intentaron formalizar las imprecisiones del cálculo infinitesimal, lo que llevó a la formalización entera de las matemáticas en la que participaron católicos como Cauchy, Bolzano, Cantor, Godel, Von Neumann, junto con cristianos de otras confesiones como Bernhard Riemann (pastor luterano que nunca llegó a predicar porque tenía horror fori), y por supuesto junto a no creyentes como Bertrand Rusell. Ciencias hay, como el electromagnetismo, en la que sus principales figuras son todos creyentes: Volta, Ampere, Faraday, Maxwell, Herz, Compton, hasta el premio Nobel del siglo actual, Marconi, inventor de la radio. Conozco menos la historia de otros campos de la ciencia, pero suficiente para saber que hubo padres de enteras ramas de ella y, ya en el siglo XX, premios Nobel, que han sido creyentes; y también lo suficiente para saber que en ninguna de ellas ha habido un caso parecido al caso Galileo, ninguna otra confrontación entre ciencia y religión. Y, recordando que en el otro lado de la balanza pesan tan sólo aquellos dos casos, formulo mi segunda pregunta de hoy: ¿De dónde pues la extendida creencia en la oposición histórica de la religión a la ciencia cuando la balanza se inclina abrumadoramente hacia el otro lado?
La respuesta es que la historia no depende tanto de lo que sucedió en el pasado como de lo que sucede en el presente. Si los cristianos abandonamos la investigación científica, o quienes estamos en ella abandonamos su divulgación, otros se ocuparán de ello, y darán su versión. Pongo un ejemplo, de todos conocido: en la famosa “Breve Historia del Tiempo” de Stephen Hawking, le queda al lector la idea de una constante oposición de la Iglesia a la investigación, hasta el punto de hacer decir al Papa en un discurso que les dirigió a un grupo de científicos lo que, consultadas las actas−-que no cita ni da referencia− resulta que no dijo, sino que aquello es su errónea interpretación. El libro trata del Big-Bang, pero aunque cuenta con detalle la persona −y a veces circunstancia− que originó cada idea que divulga, no dice que la idea misma del Big-Bang fue de un sacerdote astrofísico, Lemaitre, al que no llega a citar en todo el libro. Por supuesto, atribuye la expansión de las galaxias a Hubble, aunque esto es normal, a pesar de que entonces ya se sabía que lo había descubierto y publicado Lemaitre dos años antes (En 2012, se publicó en Nature que de hecho fue el mismo Lemaitre quien pidió que se retirase ese capítulo de la posterior versión inglesa de su trabajo −había aparecido inicialmente en una revista francesa muy local− porque ya lo había publicado Hubble!) Da a entender en ese mismo libro que los cristianos creemos en Dios porque la ciencia aún no ha podido resolver tal o cual problema; y cuando prospere el modelo que él propone en que no se plantea ya ese problema (no ha prosperado): ¿Qué falta hace ya el Creador?” La respuesta la sabemos bien: no hace ninguna falta, como tampoco la hacía antes, porque la ciencia no recurre a Dios cuando no sabe resolver un problema científico. Como contestó Simón de Laplace a Napoleón Bonaparte, la Ciencia “no necesita esa hipótesis”. Pero la gente no se da cuenta de esta obviedad, y de verdad llega a creer que la Ciencia ha llegado a expulsar la idea de un Creador.
¿Qué hacer, ante esta situación? Quisiera dedicar la segunda parte de esta exposición a señalar algunos posibles campos de acción. El primero y más importante de ellos lo veo en el terreno de la educación. Los griegos entendían toda su actividad intelectual, la filosofía, las matemáticas, la literatura, el teatro, como paideia −educación− porque eran muy conscientes de que en la educación de su juventud se jugaban la pervivencia de su cultura. Considero que es muy importante recordar esto aquí, al dirigirme a un público en un entorno de inspiración cristiana. Seamos dignos de nuestro pasado, y sigamos educando jóvenes cristianos para la Ciencia. A mi entender, estamos en una coyuntura profetizada, sin intención de hacerlo, por Karl Popper, cuando dijo a los positivistas lógicos que en su afán por suprimir la Metafísica estaban suprimiendo la Ciencia”. Él se refería a la exigencia de verificación experimental para poder hablar de verdadero conocimiento, y a su observación de que la verificación no sólo es imposible en Filosofía sino también en Ciencia (donde sólo hay falsación experimental). Hegel dijo que la historia termina siempre por implementar las derivaciones que estaban implícitas en la idea, y de hecho así lo ha hecho con esta idea: la mentalidad positivista que desprecia la filosofía ha llevado a una especie de joven tecnificado que primero ha despreciado la filosofía y luego ha acabado despreciando también la Ciencia. El resultado es que los jóvenes más capacitados se dirigen, o son dirigidos por sus familias, hacia la ingeniería u otros aspectos “rentables” de la Ciencia, perdiéndose así a los mejores para la ciencia básica, el verdadero motor del avance del conocimiento. Quienes se den cuenta de esta coyuntura y sepan invertir esta situación, haciendo valorar a sus jóvenes la aventura del avance del conocimiento, serán dueños del futuro. Doy clase en verano a un bien nutrido grupo de jóvenes universitarios que proceden de colegios de Madrid mayoritariamente de inspiración cristiana. En la última década, por ejemplo, ¿cuántos he encontrado que estudien carreras de ciencia básica - matemáticas, física, química, geología, biología? Uno. Un estudiante de matemáticas. Bien, de este modo estamos dejando la Tierra a otros, porque, como dijo Marx, “la Tierra es de quien la trabaja” Estamos siendo indignos de la tradición cristiana que creó la Ciencia y no podemos quejarnos si todo lo que de ella se dice hoy es, en cambio, que sistemáticamente se ha opuesto a ella. Cada vez que un adolescente dice a sus padres que quiere estudiar tal carrera de ciencias −porque un profesor le ha hecho entusiasmarse con tal materia− y que sus padre reconducen ese deseo hacia una actividad más rentable, normalmente una ingeniería, se está pisando el freno de la Ciencia en nuestro país, y se está pisando en la comunidad cristiana si es que se trata de padres cristianos.
Vi en una ocasión una fotografía de un hombre mayor sacando al campo a un grupo de niños. El hombre mayor era Manuel de Falla. Parece que un genio así pierde el tiempo dedicándose a los niños. ¿Acaso alguno de aquellos niños habrá aprovechado algo? Uno de los niños en la fotografía era Federico García Lorca. Es decir que muy probablemente, si no hubiera habido un Manuel de Falla −que entusiasmaba a los niños con su arte− no hubiera habido un Federico García. Pero el entusiasmo y vibración que aquí me interesa no es el de los niños, pues ése está garantizado si cerca de ellos hay un espíritu adulto que vibra. Lo importante es mantenerlo en esas personas a las que confiamos la educación de nuestros niños ¿Cómo mantener el entusiasmo en los profesores en cuyas manos está nuestra juventud? Pienso en la influencia de la universidad en profesores de segunda enseñanza, profesores de biología, química, física, matemáticas, que quizá hace años, como estudiantes universitarios vibraron pero ya nada se ha hecho por mantener en ellos esa llama que se encendió en ellos en el alma mater. Pienso, por ejemplo en los congresos de matemáticas, física, química, biología que se organizan frecuentemente para investigadores, una de cuyas finalidades es inspirar, estimular, despertar interés. Deben organizarse también para quienes enseñan estas disciplinas a los adolescentes, precisamente aquellos que más conviene que conserven su interés. Un sueño sería que la universidad se ocupase también de esto; que, por ejemplo, en períodos propicios para ello −quizá esa primera semana de Septiembre en que los alumnos aún no han llenado las aulas−, se organizasen encuentros con cursos de reciclaje, en que investigadores de la universidad les explicasen los últimos avances en su campo, y no que tengan que enterarse por los periódicos, explicados para los que no saben ciencia, a veces por los que tampoco la saben. Participé en algo parecido, organizado por la universidad complutense, y aún me emociona recordar el interés con que seguían nuestras clases aquellos profesores de instituto que, bastante fatigados, venían por la tarde a la facultad, semana tras semana. (Uno de ellos, un excelente cristiano, ha mantenido seminarios semanales con sus alumnos de instituto, con el fruto de que ha atraído hacia la matemática a unos cuantos de ellos, algunos hoy buenos investigadores, y además buenos cristianos) En general, la participación de los profesores universitarios en la enseñanza media −a veces, por haber sido expulsados por razones políticas, como sucedió en la Institución Libre de Enseñanza− ha tenido como consecuencia la elevación de su nivel, y ésta, a su vez, la elevación del nivel de la Ciencia y de la cultura del país, años después.
Tras este campo de acción del acercamiento de la enseñanza universitaria a la enseñanza media quiero señalar otro que se movería aún en el terreno de la educación, pero algo distinto, la educación de la sociedad. Urge concienciar a profesores y científicos cristianos de que es parte de su cometido la educación de la sociedad misma. A modo de ejemplo de acción de este tipo, podría pensarse en un grupo de científicos −el contacto está hoy día facilitado por la informática− que se ocupase de la discusión de temas de ciencia de modo periódico y habitual, y que lo hiciera también de modo esporádico cada vez que un nuevo tema es puesto sobre el tapete por los medios y urge dar respuesta. Si un grupo de correspondientes así es suficientemente amplio, siempre habrá alguno razonablemente cercano al tema surgido que pueda hacer un estudio, o encontrar a quien pueda hacerlo y publicarlo luego, de modo que a todos sirva de orientación. Esto se hace ya de modo espontáneo, pero lógicamente quedan muchos huecos sin cubrir, muchas cuestiones que surgen y quedan sin respuesta, preguntándose muchos creyentes qué pensamos los científicos cristianos sobre ese nuevo tema del que se está empezando a hablar -quizá presentado como que pone en un brete nuestra fe. Y a veces los que saltan al ruedo lo hacen con valentía, porque sienten que alguien tiene que decir algo, pero no lo hacen con adecuado conocimiento del tema, de modo que puede ser peor el remedio que la enfermedad. Un grupo como éste podría tomar muchas formas, desde un consejo científico asesor de la Conferencia Episcopal (lo tiene el Papa, ¿por qué no podrían tenerlo, a nivel nacional, nuestros obispos?) hasta un grupo nada oficial, promovido por alguna institución de inspiración cristiana en la enseñanza universitaria o en la investigación.
Como otro ejemplo de acción en este mismo campo de educación de la sociedad por profesores y científicos cristianos, pienso en lo conveniente que puede ser una colección de libros escritos por cristianos activos en las diversas especialidades, que aborde temas en la interfase de ciencia y fe; y también temas históricos en esta interfase, como algunos de los que he tratado en esta charla. O una colección de biografías de científicos cristianos, biografías que en ocasiones bastaría traducir. Todo esto podría hacerse no sólo a nivel erudito sino a nivel meramente divulgativo, e incluso −entroncando con la discusión anterior− a nivel juvenil (una misma obra erudita puede bien ser vertida en estos niveles más asequibles) Podría haber una colección de biografías breves y amenas de científicos cristianos, dirigidas a los jóvenes, que no sólo incluyese narrativa sino rudimentaria divulgación, algo que pudiera entusiasmar a los jóvenes cristianos, por ejemplo en esa edad en que suelen ser confirmados, pues es a menudo la misma en que suelen decidir su vocación profesional.
Este ejemplo de acción en el campo de la educación de la sociedad puede estar relacionado con el ejemplo anterior, porque ningún científico tiene tiempo para escribir tantos libros −toda una colección− pero quizá sí para escribir uno, y la colección sería entonces el fruto de la colaboración de un grupo de científicos o incluso ese grupo podría formarse −con incidencia luego en los medios− a raíz de su colaboración en una colección así. Si alguien ve como utópica estas ideas, piense por ejemplo en el impacto que tuvo en la transición española el grupo Tácito (publicando en prensa artículos y estudios tan variados y excelentes que todos sospechaban que no podían provenir de una sola persona, hasta que se descubrió que Tácito era un grupo de intelectuales); o puede pensarse en el impacto cultural que ha tenido la colección “Que sais-je?”. Quizá sin necesidad de ir muy lejos de aquí, podamos pensar en la colección de libritos de Crítica Filosófica −el caballo de batalla era entonces el marxismo− a la que se parecería una colección como la que propongo −ahora que el ataque a la fe no viene ya del marxismo sino del positivismo.
Un tercer campo de acción sobre el que no necesito extenderme, teniendo en cuenta quién me ha invitado y a quién me dirijo, es la creación de un pensamiento cristiano genuino en la interfase de ciencia y fe. Y no por razones simplonas, como que la mejor defensa es un buen ataque −lo que tampoco carece de sentido−, sino por razón más profunda: porque ese tipo de reflexión es el esperado de la racionalidad de los hombres de fe que se mueven en un entorno científico. Digo que no abundaré aquí en esta idea, porque su mejor ejemplo de concreción consistiría en la creación de un instituto o grupo de investigación en ciencia y fe, donde trabajasen en esta interfase intelectuales que previamente haya investigado en ciencia y que ahora se halle en un contexto de humanidades. De institutos así podría esperarse que vivificasen y pusiesen en marcha algunas acciones en diversos campos como los que estoy comentando aquí a modo de ejemplo.
El último campo de acción en esta dirección sería especialmente adecuada para un instituto o grupo de este tipo. Se trataría de ensayar y difundir replanteamientos de la tradición filosófica cristiana −en concreto su filosofía de la naturaleza− de modo acorde con la nueva imagen del universo que nos proporciona la Ciencia. Me refiero a la filosofía aristotélico-tomista recomendada por la Iglesia para la formación de sus futuros sacerdotes, algo que considero muy afortunado en el contexto de esta charla, pues considero que es precisamente la más adecuada para un diálogo con la ciencia. Poco pueden aportar a ese diálogo concepciones filosóficas como el existencialismo o el personalismo, pues, sin restar nada de su profundo interés humano, poco o nada tienen que ver con la ciencia. La filosofía aristotélica en cambio, tanto tiene que ver con ella que de hecho la teoría medieval del movimiento −que derivó luego en la actual mecánica− nació precisamente en su seno, al hilo de los comentarios de los ocho libros de la física de Aristóteles, especialmente del séptimo libro.
Es obvio que una epistemología adaptada a una era en que la teoría de información ha llegado a invadir no sólo el campo de las comunicaciones y la ingeniería sino también la biología, hasta entender los códigos de la vida como programas informáticos capaces de evolucionar, habrá de basarse en una filosofía que cuente de un modo u otro con una visión hilemórfica de la realidad, es decir, una filosofía que vea forma (principio determinante) en la materia (principio determinable) Sin esta profunda concepción, no se verá forma más que en nuestras leyes científicas, forma en nuestro conocimiento de la realidad −especie de reminiscencia de la filosofía de Kant− pero no forma en la realidad misma, por lo que nuestro conocimiento no aparecerá como verdaderamente descriptivo de ella sino de sí mismo.
Pero en esta filosofía capaz de dialogar con la ciencia actual no sólo habrá de estar presente la causa material y la causa formal. Sin los conceptos de causa eficiente y causa final, no serían siquiera planteables los debates filosóficos presentados por la ciencia física sobre determinismo e indeterminismo o los debates sobre finalidad presentados en la ciencia biológica.
La pérdida en filosofía del concepto de sustancia, en el fondo por ser concepto filosófico y no concepto científico, ha llevado por ejemplo a David Hume en su “Research on Human Understanding” a consideraciones epistemológicas en contra de la causalidad que hoy vemos como erróneas, tales como su afirmación de que nunca se podrá explicar por qué el pan causa nuestra nutrición o por qué el fuego causa la carbonización. Y es que no son las propiedades del pan o del fuego que impresionan nuestros sentidos aquellas que alimentan o carbonizan −recordemos que la impresión es lo único que admite Hume−, sino otras propiedades de esas mismas sustancias que más tarde la ciencia ha descubierto, y que han explicado que el pan alimente y que el fuego carbonice.
Pienso también, por ejemplo en la distinción entre existencia y esencia, y entre estas y nuestro conocimiento, de la que es reminiscente la distinción que la epistemología moderna ha hecho entre lo real, lo lógico y lo psicológico, correspondiendo a ser real, ser posible, ser pensado. Tal distinción hubiera evitado el naufragio del proyecto inicial de Edmund Husserl, cuando intentó fundamentar la aritmética en nuestro conocimiento de ella, fundamentar lo lógico en lo psicológico, algo de lo que luego prescindió por influencia de Gottlob Frege.
Cuán recomendable es pues que los grandes temas de la filosofía aristotélica, tan adherida a la realidad, sean recuperados en una moderna filosofía de la naturaleza que los armonice con los nuevos conceptos científicos. Se evitará así a nuestros jóvenes el trauma que sufrí cuando estudié filosofía de la naturaleza -entonces se llamaba cosmología- sin que aquello tuviera nada que ver con la concepción de la materia que se me enseñaba en la universidad. Considero por otra parte que es éste un tiempo muy adecuado para ello, en base a una interesante observación que he oído del prof. Juan Arana, o he leído en su reciente obra: Una consecuencia positiva de que los científicos hayan entrado en el terreno de la filosofía en sus obras de divulgación científica es que han hecho tabula rasa de los planteamientos críticos de la filosofía moderna que han llevado al idealismo, y se guían más bien por el sentido común, más acorde con la filosofía realista de Aristóteles. Así se expresaba Werner Heisenberg cuando, en “Physik und Philosophie”, veía la concepción hilemórfica como más armónica con la física actual que la concepción cartesiana.
El vacío de poder que ha dejado el positivismo, las continuas irrupciones de la forma en la ciencia actual, el interés que la ciencia está despertando por cuestiones de fondo filosófico... El tiempo es oportuno, pero hay que saber aprovecharlo. Lo dijo Marx: La Tierra es de quien la trabaja.
Ignacio Sols Lucia
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