Entre decir “te amo” −“te quiero”− en el primer momento del despertar amoroso y decir “Sí quiero” públicamente en la ceremonia del sacramento del matrimonio hay un gran recorrido lleno de implicaciones personales y abierto a una aventura tan fascinante que es difícil encontrar algún aspecto de la vida humana que mueva de esta forma a los hombres
Ante esta perspectiva podemos armarnos de valor para introducirnos en esa experiencia en su valor personal.
¿Qué dice una persona cuando se dirige a otra y le dice “te amo”? No sólo le está revelando una interioridad, sino se está diciendo algo a sí mismo. La posibilidad de decirlo no es una mera proposición, sino un modo de afirmarse a sí mismo. Esto nos indica dos realidades inherentes a la experiencia del amor que son las direcciones fundamentales del camino a recorrer.
La primera, el amor debe ser interpretado, la afirmación “te amo” no es el primer momento de la experiencia sino una forma de corroborar algo anterior. Todo amor está ligado entonces a un primer momento no directamente consciente y, desde luego, no electivo, que es el sustrato y el contenido fundamental de la afirmación, es un modo de presencia que podemos denominar con exactitud “unión afectiva” y poderla explicar como “la presencia del amado en el amante”. Se trata de un momento inicial con un potencial afectivo impresionante, pero que todavía debe ser fortalecida mediante un empeño personal. El hombre debe reconocer en un momento reflexivo que esa realidad afectiva que se le presenta tiene una realidad en la cual empeñarse.
Si el primer momento afectivo puede presentarse como un sueño, es decir, debe ser despertado, puesto en la realidad. Este despertar, es una forma de decir “¡sí!”, de afirmar su realidad de forma que el mismo sujeto amante se pone a sí mismo en la realidad. En esta misma posición inicial se ve la importancia decisiva de la segunda dimensión.
La segunda, el amor cuenta como una de sus dimensiones esenciales el ser una relación comunicativa entre dos personas. No basta decir un enamorado sé que la amo, esta posición es todavía insuficiente, el amor que experimenta no es únicamente una afirmación propia, debe buscar una afirmación de otra persona para poder alcanzar el puesto que le corresponde.
Es cierto que esta exigencia, inserta en el primer paso de la experiencia amorosa introduce el camino del amor en toda una serie de elementos nuevos de un significado personal decisivo. El amor adquiere un significado objetivo indudable porque ha de tener un contenido que sea comprendido por la otra persona que pueda ser aceptado por la misma y en el que su puesta en la realidad resulte una confirmación que se convierta en un camino para ambos.
La entrada de la confirmación de otra persona, el hecho que el amado se le solicita al mismo tiempo ser amado es un auténtico desafío: por una parte para la afirmación del amor: decirle “te amo” es un riesgo, de recibir un no, “¡No! Yo no acepto que tú me ames”. Se trata fundamentalmente de presentar una indiferencia ante una intención del amante. Lo cual es negar en parte la posibilidad de que ese amor sea real o, como mínimo, el poner a prueba su verdad.
Es decir, el amor en este momento requiere una verificación en la que no basta ni la propia voluntad, ni la intensidad del afecto. En el afecto se contiene una verdad en la que al decir “te amo” se propone como para ser aceptada por la otra persona. Esta corroboración por parte de otra persona descubre lo inadecuado de cualquier explicación del amor que lo presente como un mero impulso al modo de la libido freudiana o como una mera tendencia instintiva ya sea bajo la forma de una reacción hormonal-biológica, o neuronal-afectiva. La afirmación anterior contiene por sí misma no sólo un hecho observable, sino una verdad personal que implica la persona en cuanto tal. Es falso, por consiguiente, hablar de “química” en el amor, si por tal nos referimos a este primer momento consciente, al despertar de un amor en una persona.
Al situarnos en este momento inicial, hemos descubierto ya una multitud de implicaciones a distintos niveles que es necesario ordenar internamente para poder ver su articulación dinámica a modo de una luz inicial que nos permita iluminar los pasos siguientes.
No todos los afectos que reconocemos en nosotros reciben esta confirmación, es más, llegar a decir “te amo” es un reconocimiento singular al que precede sin duda toda una selección. Se trata por eso no de cualquier amor, sino en verdad de una predilección es un amor concreto sobre una persona en una relación especial.
El amante llega a serlo al identificarse con su afecto, se trata del momento afectivo de la complacencia de juzgar como bueno, poner en la realidad, el contenido mismo del afecto. En palabras de Pieper se trata de aprobar como un momento simple que cuenta con su propio sentido, no se puede comprender a modo de una elección, sino de un modo de implicación en vista de un sentido nuevo. El hecho de que el contenido afectivo de este momento incluya necesariamente el bien se trata de un bien mayor que el del mero sentimiento afectivo porque ahora se abre al del sentido de un bien determinado. Este sí inicial con toda su carga personal se propone ahora como el inicio de una relación.
En esta primera aprobación el amor adquiere un valor activo es el primer momento en que se convierte en una propuesta de amar. Por eso mismo, la fuerza de su afirmación es todavía incipiente, no tiene en su afirmación su propia verdad, se dirige a construir una realidad que percibe inicialmente.
Esto es en la constitución del amante en cuanto tal se da una relación inicial de aprobación que incluye una verdad inicial de bien que tiene su continuidad con la relación con el amado.
El amado al recibir la noticia de ser amado, se le pide un consentimiento a ese amor. El salto entre el afecto y la aprobación es aquí todavía superior. Se da una distancia entre el sentimiento del amante y la voluntad del amado que sólo con la declaración de amor no se aclara suficientemente, es necesario ahora ver una cierta unión entre “amar” y “ser amado” que sea esencial para la verdad del amor en juego.
El amado en este momento sólo debe aceptar eso mismo el “ser amado” dentro de una relación que nace entonces, o al menos puede nacer, asimétricamente. El vínculo de amor que se establece requiere ahora encontrar un camino de desarrollo en el cual es el juicio se dirige sobre todo a la posibilidad.
Si esto está presente en cualquier amor, es ahora donde se diversifica porque ha de mostrar por una parte del bien mismo que se ha aprobado que puede ser muy distinto, y después del camino común que se abre.
La posibilidad del amor es una cuestión dependiente de su puesta en la realidad, esto es, algo consecuente a que no depende de modo exclusivo de la pura voluntad de los que ahora se han constituido, tal como lo hemos presentado, como amantes. No basta que sean verdaderos amantes, para que su amor pueda ser calificado como verdadero, no basta que ambos puedan decir con sinceridad ¡te amo!, para que su amor se realice en su verdad personal.
Esta afirmación puede parecer paradójica, pero es expresión de la comunicación que se establece y que sostiene el amor entre ambos. En cambio, es lo que muchas veces se oculta cuando se propone esta amor mutuo como la verdad única del amor. Ha sido un elemento muy analizado al ver la imposibilidad de la pretendida inmediatez de la relación dialógica tal como la han presentado, por ejemplo, Buber o Lévinas. El amor no se explica ni se acaba en el encuentro porque en éste no se pone en juego toda su verdad, apunta a una verdad mayor que la relación entre los dos que los une precisamente en esa verdad.
El fin del encuentro es una auténtica comunión que está llamada a realizar una verdad que enriquece a los que la viven bien por el empeño de su libertad. El paso de una a otra requiere entonces la aceptación de una verdad del bien que define internamente la comunión y la convierte en significativa en un entorno mayor que la mera intimidad. El valor de cualquier “nosotros” que aparece en la experiencia del amor, no se agota en apariciones fulgurantes, se funda en un “nosotros” fuerte, capaz de aportar una dirección al amor, eso sí, con características especiales para cualquiera de sus tipos.
Ahora es cuando podemos acceder a qué características tiene un amor esponsal que se define a partir del bien que se comunica y que consiste en la sexualidad.
Es entonces en la verdad del amor conde ahora se inserta la posibilidad de un contenido sexual. Esto es, la sexualidad no se interpreta como un mero objeto, su nacimiento y su posibilidad son ahora una cuestión superior inseparable de un proyecto. Su posibilidad, que ha nacido en una relación más íntima, entre dos personas en la medida en que se confronta con la verdad requiere una valoración posterior. Decir “te amo” suele pensarse directamente como “te amo sexualmente” pero esta última afirmación, en vez de ser una clarificación del amor como se podría suponer, es más bien un motivo de confusión. Frente a lo que piensan muchos, reducir el decir te amo como quiero tener contigo una relación sexual, es un modo de ocultar en verdad el nacimiento mismo del te amo. Es decir, su contenido verdadero no es la realización de un acto concreto, un acto sexual, sino la verdad de una relación mutua que debe confrontarse con la realidad.
La realización de un acto sexual es un motivo de elección, con la problemática que supone un acuerdo de dos. El problema del amor sexual es muy diferente, precisamente porque apunta a una permanencia para la que la pura elección de un acto sexual no aporta ningún elemento significativo, ningún apoyo real.
Es un hecho comprobado que la extensión de las relaciones prematrimoniales no ha hecho más estables los matrimonios posteriores, sino que más bien ha contribuido a lo contrario. La razón está clara, el único significado que se le da al “te quiero” en este contexto es el de “te quiero probar para ver si me satisfaces” lo cual no tiene nunca una respuesta definitiva, se agota en el momento y es incapaz de aportar una seguridad para el futuro.
No se encuentra aquí la verdad de una sexualidad inserta en el amor, más bien aquí el amor es algo extrínseco a la sexualidad que el hombre puede añadir a ella. El amor sería un elemento electivo que después de una prueba suficiente el hombre estaría en la capacidad de poner realmente en su vida.
El punto de conexión entre la sexualidad y el amor no está sino en la mediación del afecto, en la realidad de un amor que no es exterior a la corporalidad del hombre en todas sus dimensiones, sino que abre a la verdad de la integración de las mismas para la construcción de una verdad mayor.
La unidad que exige la experiencia del amor sexual es de otro orden muy distinto, extrañamente no queda en una verificación de dos, incluye una realización de las personas implicadas en algo que compromete toda su vida. El valor de predilección contenido en el primer te amo, debe superar el momento de la prueba para comprobar su verdad. Si se agota en el instante, si no es capaz de distinguir el deseo actual de la promesa que contiene. Todo apunta a un plan que el hombre debe descubrir como inherente a su deseo, pero que el deseo mismo es incapaz de llevar a cabo.
No cualquier cosa responde al deseo verdadero del hombre, la experiencia de la desilusión acompaña la vida humana. Ligar el amor humano a la dinámica de integración es un modo de apuntar a un fin mayor que el simple encuentro, a la necesidad de una madurez en tal integración que pueda realizar una verdad diferente a la de un simple acuerdo de voluntades que podría reducirse a un intimismo radical.
La tradición cristiana por seguir el texto bíblico ha definido el contenido de este fin en la comunión de ser “los dos una sola carne”. No es una afirmación de pasada, apunta a la realidad de una unión en la carne anterior que comunica a todos los hombres con una pretensión universal. En el fondo, como bien apunta Angelo Scola es la afirmación contraria a la del andrógino del banquete platónico en la que se encuentran distintos tipos de uniones iniciales que permitían explicar el amor homosexual desde la mera existencia de una apetibilidad. Esta unidad en la carne se sostiene en el reconocimiento de una diferencia, la realidad de la sexualidad la incluye como fuente de significados, pues toda la simbólica sexual se refiere a una polaridad masculino-femenino que la fundamenta. En la verdad de la carne se busca no un partner para una satisfacción, sino la aceptación de una diferencia para una plenitud, un enriquecimiento mutuo que habla de un destino trascendente.
Ahora ser “una sola carne” exige afrontar toda la realidad de la “carne” como un principio de valor universal. Que todo hombre sea “carne” y que ésta cuente con su propia verdad es una verdad que apunta a la única respuesta adecuada al problema de dejar de estar abandonado a que “no es bueno que el hombre esté solo”.
La “carne” responde a una llamada a la unión que se presenta con un valor de entrega, de auténtico don de sí y no de una mera prueba. La predilección de la que nacía la primera aceptación afectiva adquiere aquí el único valor personal que parece responder a su exigencia. Es cierto que se puede negar, pero de ningún modo se puede presentar a esto como “mejor” que la “unión en la carne”.
Por otra parte, la carne es fecunda. Este hecho puede no estar comprendido directamente en el “te amo”, aunque en la esperanza de una respuesta positiva si está el creer en el amor que se entrega y estar abierto a un fruto del mismo amor. Pero la verdad de la fecundidad de la carne no es un hecho meramente biológico, es una exigencia interna del amor en cuanto sexual. La aceptación de la diferencia sexual es la que contiene la promesa de una fecundidad que, fuera de la misma, se encierra en una mentalidad de una mera producción de personas. La fecundidad otorga la promesa contenida en el amor a ser un auténtico don para las personas. En cambio, convertir la fecundidad en una dimensión que el hombre puede poner o quitar a su arbitrio hace que la misma unión en la carne sea un mero acuerdo con el partner, pierde en sí la dimensión de trascendencia reflejada en un fruto más allá del puro amor de dos.
Aquí se aprecia la diferencia específica que existe entre la verdad de un amor sexual y la propuesta de la teoría del género para la cual la sexualidad es una realidad meramente biológica sin ningún significado moral que queda a la libre elección de cada hombre en un entorno cultural. Al proponer una diversidad radical de los géneros desde la elección arbitraria humana es imposible hablar en realidad de un amor sexual con un valor personal porque se aparta este amor de toda relación con la identidad personal.
La sexualidad entonces, en el modo como el hombre la asimila desde la perspectiva propia de la experiencia del amor, obtiene unos significados básicos de una gran fuerza que permite reforzar la experiencia inicial todavía muy débil.
Nacida la respuesta del hombre a la experiencia en un creer en el amor surgido para dar paso a la construcción de una vida, esta fe se empeña en la realización de los contenidos de esa relación de personas que no están al simple arbitrio de las mismas, sino que guían interiormente su realización.
El hombre ha de pasar entonces a una clarificación del amor para denominarlo esponsal, ya no puede decir simplemente “te amo” como equivalente a tener una experiencia sexual, ha de llegar a decir “te quiero como esposo/a” que es un modo de calificar a la persona, un modo que quiere llegar la identidad de la misma.
Es aquí donde el bien comunicado en la universalidad de una verdad de la carne requiere el apoyo de una institución. La debilidad de la experiencia se produce en la medida en que se aísla de la riqueza enorme de un contenido humano que no es sólo propio sino que me permite comunicarme con la otra persona. En la última encíclica Deus caritas est, el papa Benedicto XVI se hace cargo de la dificultad enorme que tiene el hombre de interpretar la experiencia del amor por ser tan rica. De cómo la integración y la trascendencia contenidas en la misma pueden derivar a interpretaciones que hieren profundamente la dignidad de las personas.
En la historia en la que se realiza la experiencia humana, no se puede separar esta de un aprendizaje al amor cuyo primer paso es un amor recibido. Aprender a ser esposo es empezar a comprender que se ha recibido como hijo en una paternidad que asume todo su valor. Cuando esto mismo está viciado el hombre lo vive como una carencia y se le hace más difícil creer en verdad en el amor, en entender que encierra una promesa de comunión y no sólo una convivencia adecuada.
El valor de tradición que se expresa como fuente de significados tiene aquí un valor decisivo en el momento de determinar el contenido del “te quiero como esposo/a”. No puede responder al mero deseo individual, ni al acuerdo común, sino a una realidad de la carne que debe ser reconocida para poder ser amparada, que debe ser un significado aceptado socialmente para que la comunión formada tenga el valor que le corresponde en el conjunto de la sociedad.
Las normas morales que acompañan el matrimonio no son sino un modo de ayudar a las personas a realizar la historia de amor previniéndoles de determinadas falsedades que en apariencia de amor son incapaces de construir una historia. Se trata del reconocimiento de un bien común singular que en la experiencia de las sociedades se ha visto como fuente incomparable de una riqueza enorme para las personas. La misma sociedad se ve empeñada en la transmisión de este bien a través de las generaciones.
Cualquier pretendida neutralidad en este campo no es sino una debilidad de una sociedad con perniciosos efectos en el momento de determinar la verdad de la experiencia primera. En la ley española de legalización de los pretendidos matrimonios homosexuales simplemente se quiere definir el matrimonio fuera de toda mención de la sexualidad, es decir, es la primera vez que la sexualidad deja de formar parte de la definición del matrimonio para convertirla en un simple deseo mutuo. Lo inconcebible es convertir algo que no supera el nivel de un deseo subjetivo un derecho social.
Podemos ahora llegar a la afirmación de destino: “Sí, por la gracia de Dios, yo quiero”. El matrimonio, en la tradición cristiana, se ha comprendido como el consentimiento a una promesa realizada mutuamente. Es decir, a un contenido que precede a los esposos y que permite convertirlos en tales. Esto es así de tal suerte que da una primacía a este consentimiento a la frase anterior “te quiero”. En muchos lugares al matrimonio no precede un proceso de enamoramiento, sino la disposición a una entrega, y esto no hace, como se comprueba por los hechos, esta entrega falsa. La conciencia de la verdad de un amor que precede es más fuerte que el movimiento de un afecto que todavía está por comprobar en su verdad.
La existencia de una tradición que vela por la comunicabilidad de unos significados en un entorno familiar permite entonces una mejor interpretación de la verdad inicial del afecto que pierde su ambigüedad inicial.
Eso sí, es una interpretación muy diferente de la meramente romántica que piensa que la verdad del “te quiero” reside sólo en su intensidad y que no requiere ninguna convalidación exterior. Que en sí misma valdría para justificar cualquier acto en la medida en que se realizaría “por amor” sin recordar la necesidad de aprender a amar para conseguir la madurez de un amor que debe expresarse como don de sí.
De aquí la importancia decisiva que tiene la aparición de una historia de amor que se une a un amor primero con un valor universal tal como la presenta el cristianismo. La ambigüedad de cada tradición queda purificada con un plan de Dios que no ofende la racionalidad humana, sino que la lleva a una plenitud.
“A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo” (n. 11), porque es la revelación del valor personal que se inscribe en el amor humano y que configura una promesa de vida en plenitud.
El consentimiento que se pide a los esposos es de un plan que los precede, de un amor originario del que obtienen al mismo tiempo una promesa de Dios. Era una verdad contenida en el primer “te amo”, pero que ahora sólo se convierte en un amar verdaderamente esponsal. Un amor que permite entonces “llegar a ser capaces de un verdadero amor y ser fuentes de agua viva en medio de un mundo sediento.” (n. 42).
Juan José Pérez-Soba Diez del Corral, es profesor en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el Matrimonio y la Familia.
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