Los autores son docentes de la 'Pontificia Facultad de la Inmaculada Concepción de Wahington', del 'Ateneo' de Ohio y de la 'Universidad Católica de America' en Washington. Estudio de próxima aparición en 'Nova et Vetera', edición en inglés, agosto 2014. En este estudio, publicado en cinco idiomas, se recoge la contestación de estos 8 teólogos americanos −7 de ellos dominicos− al Cardenal Kasper sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar. La respuesta rechaza la postura propuesta por el Cardenal y muestra cómo se contradice con la Tradición de la Iglesia Católica
El papa Francisco ha convocado a un sínodo extraordinario de obispos para octubre de 2014, y un sínodo ordinario de obispos para el otoño de 2015, ambos sobre el tema “Los desafíos pastorales sobre la familia en el contexto de la evangelización”. Han surgido algunas propuestas iniciales, en particular aquellas que esbozó el cardenal Walter Kasper al dirigirse al consistorio extraordinario de cardenales el 20 de febrero de 2014. En su alocución analizó el estado de la familia, y concluyó con dos propuestas específicas relativas a los divorciados y vueltos a casar, para ser consideradas en el sínodo. Poco después, su discurso fue publicado en italiano, y luego como un pequeño libro (con un prefacio y reflexiones adicionales) en inglés y alemán[1]. Sus propuestas son similares a aquellas que han aparecido en los medios de comunicación, en los últimos meses, tal como han sido discutidas por la Conferencia Episcopal Alemana.
Aunque relativamente sencillas en sí mismas, propuestas como estas plantean un sinfín de cuestiones teológicas importantes. Como teólogos católicos con cargos en facultades pontificias o en otras instituciones eclesiásticas, procuraremos ofrecer un análisis de dichas propuestas desde un punto de vista teológico. El objetivo es colaborar con la reflexión que realiza la Iglesia acerca de estas cuestiones clave. En consecuencia, hemos intentado hacer que el análisis de cada asunto sea breve y conciso, comparable a la entrada de una enciclopedia, en lugar de un estudio pormenorizado. Esperamos que de esta manera el análisis pueda servir de referencia académica para los pastores de la Iglesia, y de punto de partida para el desarrollo del debate sobre una cuestión de gran importancia.
Para facilitar la lectura, ofrecemos un esquema de lo que se desarrollará a continuación:
A. Resumen de las presentes propuestas.
B. Principios generales
1. El matrimonio sacramental es indisoluble
2. La historia de la definición del adulterio y de las enseñanzas de la Iglesia sobre el divorcio
3. El matrimonio es esencialmente un hecho público
C. Análisis de propuestas para la administración de la Sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar
1. ¿Habrá que desesperar de la castidad?
2. Los precedentes de los primeros concilios y de los Padres de la Iglesia
3. La práctica de las iglesias ortodoxas
4. Estas cuestiones se decidieron durante las controversias de la Reforma
5. El precedente de la comunión anglicana moderna: ¿terreno resbaladizo?
6. ¿Comunión espiritual o sacramental para los divorciados y vueltos a casar?
7. El perdón es imposible sin arrepentimiento y firme propósito de enmienda
8. Consecuencias de acercarse a la Sagrada Comunión en estado de pecado grave
9. ¿Se reactiva una teoría moral ya rechazada?
10. Admitir que comulguen las personas vueltas a casar causaría grave escándalo
D. Análisis de propuestas para cambiar el proceso de anulación
1. ¿Se necesita una fe auténtica para que el matrimonio sea considerado válido?
2. No se pueden conceder nulidades sin experiencia canónica y procedimientos canónicos
3. Imposibilidad de juicios subjetivos o personalizados en los casos matrimoniales
E. Elementos de una propuesta positiva para los sínodos
A. Resumen de las propuestas planteadas
Consideramos el reciente libro del cardenal Kasper (basado en su discurso frente al consistorio) como un ejemplo típico de las propuestas que se realizan sobre el divorcio y las nuevas uniones, que serán consideradas por los sínodos. Dado que dicho texto fue minuciosamente preparado y ha sido ampliamente difundido, puede servir como punto de referencia claro y bien conocido. Contiene dos propuestas específicas.
En primer lugar, afirma que un matrimonio válido requiere que las partes tengan fe en “el misterio significado por el sacramento” y, como ello suele estar ausente, que muchos matrimonios no han sido válidamente contraídos, aunque sigan la forma eclesiástica adecuada. Como remedio, propone que, en lugar de seguir un “camino jurídico”, se empleen “otros procedimientos más pastorales y espirituales”. Como alternativa, sugiere que “un obispo puede encomendar [la decisión acerca de la validez de un matrimonio] a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral como también a un penitenciario o vicario episcopal”[2].
En segundo lugar, considera el caso en el que existe un “matrimonio rato y consumado entre bautizados, para quienes la comunión matrimonial se ha roto irremediablemente y en el que uno o ambos cónyuges han contraído un segundo matrimonio civil”. Benedicto XVI animaba a tales personas a hacer una comunión espiritual, en lugar de recibir la Eucaristía, lo cual sugiere que no están “en contradicción con el mandamiento de Cristo”. A continuación analiza varias prácticas del período patrístico[3]. Finalmente, propone que tales personas sean admitidas a la Sagrada Comunión:
[Si] una persona divorciada y vuelta a casar se arrepiente verdaderamente de su fracaso en el primer matrimonio, si ha aclarado las obligaciones del primer matrimonio y ha excluido de manera definitiva volver atrás, si no puede abandonar sin otras culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil, si se esfuerza al máximo de sus posibilidades por vivir el segundo matrimonio a partir de la fe y educar a sus hijos en la fe, si anhela los sacramentos como fuente de fuerza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de reorientación, el sacramento de la penitencia y la comunión?[4]
Analizaremos estas propuestas en sentido inverso:
B. Principios generales
B-1. El matrimonio sacramental es indisoluble
Cristo elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, y significa su amor esponsal y su inquebrantable fidelidad a la Iglesia (Ef 5, 32). Según las propias palabras del Señor, “cualquiera que repudiare a su mujer y se casare con otra comete adulterio contra ella, y si ella repudiare a su marido y se casare con otro, comete adulterio (Mc 10, 11-12).
Cuando se trata de dos bautizados, el matrimonio natural es inseparable del matrimonio sacramental. “La sacramentalidad del matrimonio de los bautizados no lo afecta de manera accidental, como si esa calidad pudiera o no serle agregada: ella es inherente a su esencia hasta tal punto que no puede ser separada de ella… [La] Iglesia no puede, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de ‘nueva creatura en Cristo’ si no están unidos por el sacramento del matrimonio”[5].
Un matrimonio rato y consumado entre dos bautizados no puede ser disuelto por ningún poder humano, incluido el poder vicario del pontífice romano. El papa Juan Pablo II, citando una larga lista de afirmaciones de su predecesor, enseñó que esto daba por resuelta esta cuestión. Concluyó: “…el Catecismo de la Iglesia Católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial… concluye: ‘Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina”[6].
En consecuencia, la Iglesia insiste (incluso frente a una gran presión) en que allí donde existe un vínculo válido no es posible un segundo matrimonio durante la vida del primer cónyuge. (Para un análisis de las prácticas de la Iglesia primitiva, ver la sección C-2, más abajo). Incluso antes de Nicea, esta enseñanza se consagró en declaraciones formales[7].
Finalmente, el magisterio pontificio ha aclarado que los juicios privados o la convicción personal de un individuo (p. ej., que el matrimonio anterior de uno fue inválido) no puede conformar la base para declarar que un matrimonio no sea válido. El juicio sobre la validez de un matrimonio sacramental “le pertenece a la Iglesia por institución divina”, y por ello “se debe hacer referencia al juicio de la autoridad legítima” según las normas objetivas[8].
B-2. La historia de la definición de adulterio y de las enseñanzas de la Iglesia sobre el divorcio
El sexto mandamiento dice: “No cometerás adulterio” (Ex 20, 12). Jesús le da la interpretación definitiva a este mandamiento. “Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio; y el que se casa con la que está divorciada del marido comete adulterio” (Lc 16. 18). El matrimonio indisoluble constituyo el propósito de Dios desde el principio; la Torá permite el divorcio como concesión a la dureza del corazón humano (Mt 19, 8). Cristo sí permite la separación de los esposos “cuando hay fornicación” [mê epi porneia], pero la Iglesia, la intérprete infalible de las Sagradas Escrituras, siempre ha interpretado que esto se refiere a la posibilidad de separarse en casos de adulterio, no a la de volver a casarse[9]. De hecho, dada la práctica judía en tiempos de Jesús, sus enseñanzas y su desconcertante novedad (incluso sus discípulos las hallaban difíciles de entender) no tendrían sentido si no estuvieran articuladas justamente en el sentido en que la Iglesia siempre las ha entendido.
La prohibición de divorciarse y volverse a casar resulta evidente incluso en los primeros pronunciamientos oficiales de la Iglesia católica[10]. Desde la Reforma, los papas la han reafirmado una y otra vez. Por ejemplo, en 1595 el papa Clemente VIII promulgó una instrucción para guiar los ritos de los católicos orientales en Italia, señalando que los obispos no debían tolerar el divorcio en modo alguno. Enseñanzas parecidas sobre la imposibilidad del divorcio para los católicos de rito oriental fueron reiteradas por parte de Urbano VIII (1623-1644), y Benedicto XIV (1740-1758)[11]. En el siglo XVIII, en Polonia, el abuso de nulidades estaba particularmente generalizado, lo cual lo motivó a Benedicto XIV a dirigir tres enérgicas cartas apostólicas a los obispos polacos, para corregirlo. En la segunda de estas, en 1741, promulgó la constitución Dei miseratione, que exigía la presencia de un defensor canónico del vínculo por cada caso matrimonial[12]. En 1803, Pío VII recordó a los obispos alemanes que los sacerdotes no podían celebrar segundos matrimonios, aunque la ley civil los requiriera, dado que ello “traicionaría su ministerio sagrado”. Decretó: “Mientras dure el impedimento [de un vínculo conyugal anterior], si un hombre se une a una mujer, es adulterio”[13]. Prácticas permisivas por parte de obispos de rito oriental en Transilvania dieron lugar a que la Congregación para la Propagación de la Fe promulgara un decreto en 1858, en el que se hacía énfasis en la indisolubilidad del matrimonio sacramental[14]. Finalmente, las enseñanzas de León XIII en contra del divorcio, que en 1880 volcó en Arcanum, su encíclica sobre el matrimonio, no pueden ser más vehementes.
Como lo demuestra esta historia, la proclamación de las enseñanzas de Cristo sobre el adulterio y el divorcio siempre ha sido difícil y llama a la conversión a todas las épocas. No resulta sorprendente que siga siéndolo en nuestros tiempos. Pero esta es solo una razón más para que la Iglesia dé hoy testimonio de esta verdad.
B-3. El matrimonio es esencialmente un hecho público
Algunas de las propuestas para ser consideradas en los sínodos trasladarían la determinación acerca de si existe o no un matrimonio válido a la esfera subjetiva de la conciencia o a la opinión privada, en lugar de encarar el matrimonio como una realidad pública. Sin embargo, el matrimonio tiene una naturaleza esencialmente pública en tres sentidos: (1) es un contrato público entre los esposos; (2) sirve al bien público al proveer niños y educarlos; y, (3) el sacramento es un testimonio público y signo de la fidelidad y el amor de Cristo por su Iglesia.
En primer lugar, el matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer. Este contrato es y debe ser público. En todo ritual matrimonial hay testigos; estar casado impone deberes a los esposos, a la vez que les otorga derechos y beneficios. Entre estos, supone que los esposos serán fieles el uno al otro (especialmente en su vida conyugal), que se ayudarán y cuidarán en las buenas y en las malas, y que colaborarán en la crianza de sus hijos. Es más, son y deberían ser tratados como una unidad bajo la ley; forman una única comunidad marital con recursos comunes, con el poder de representarse mutuamente, y con el derecho a no ser separados ni enfrentados el uno contra el otro.
En segundo lugar, el matrimonio sirve al bien común en tanto y en cuanto las parejas casadas traen hijos al mundo y se comprometen a criarlos. Cierto es que en muchos lugares se ha vuelto controvertido enseñar que el bien primario del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos. Incluso se considera un tipo de prejuicio por quienes propugnan uniones homosexuales legalmente reconocidas. Pero si la Iglesia accede a la creciente presión para callar sobre esta dimensión pública del matrimonio, estará dando un paso hacia estas circunstancias negativas, y abandonando un elemento y una razón esenciales del matrimonio. Cuando el matrimonio ya no se identifica como una institución pública digna de apoyo legal y cultural, se vuelve poco más que una profesión personal de amor.
En tercer lugar, el sacramento del matrimonio perfecciona la unión marital de los cristianos bautizados. La indisolubilidad de esta unión no solo es central al plan divino de Dios para el hombre y la mujer (Mt 19, 3-10), sino que permite que su amor permanente y fiel sirva como un signo sacramental del amor de Cristo y de la fidelidad a su novia, la Iglesia (Ef 5, 32).
En este momento la Iglesia se erige como una de las pocas voces que siguen existiendo en la cultura occidental, que proclama fielmente la verdad sobre el matrimonio. Su teología, ley y práctica litúrgica destacan la importancia del matrimonio y la familia en la sociedad y en la Iglesia. Las parejas casadas cooperan con Dios en la creación de una nueva vida, son los primeros maestros de la fe, y de esta manera generan nuevos hijos e hijas adoptados por Dios, destinados a participar de su herencia eterna. En su fidelidad, son testigos públicos de la inquebrantable fidelidad de Cristo para con su pueblo.
C. Análisis de propuestas para la administración de la Sagrada Comunión a los divorciados y vueltos a casar
C-1. ¿Habrá que desesperar de la castidad?
En el corazón mismo de las presentes propuestas está la duda acerca de la práctica de la castidad. De hecho, eximir a los divorciados de la obligación de practicar la castidad es su principal novedad, dado que la Iglesia ya permite a los divorciados y vueltos a casar, quienes, por un motivo serio (como la crianza de niños), continúan viviendo juntos, a recibir la comunión si acceden a vivir como hermanos, y si no hay peligro de escándalo. Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI lo enseñaron.
Sin embargo, las propuestas actuales asumen que dicha castidad es imposible para los divorciados. ¿Acaso no manifiesta esta postura una desesperación encubierta respecto de la castidad y del poder de la gracia para vencer el pecado y el vicio? Cristo llama a todas las personas a la castidad según su estado en la vida, ya sean solteras, célibes, casadas o separadas. Promete la gracia para vivir en castidad. En los Evangelios, Jesús repite este llamado y esta promesa, junto a una vigorosa advertencia: aquello que causa el pecado debe ser “arrancado” y “arrojado lejos”, porque “es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mt 5, 27-32). De hecho, en el Sermón de la Montaña, la castidad es el alma y el corazón de la enseñanza de Jesús acerca del matrimonio, el divorcio y el amor conyugal.
Esta castidad es el fruto de la gracia, no una penitencia ni una privación. En este sentido, no se refiere a la represión de la propia sexualidad, sino a su recto orden. La castidad es la virtud por la cual se someten los deseos sexuales a la razón, para que la propia sexualidad sirva, no a la lujuria, sino a su verdadero fin. De ella resulta el que la persona casta gobierne sus pasiones en lugar de estar esclavizada por ellas, y de esta manera se vuelve capaz de un don permanente y total de sí misma. En síntesis, es indispensable para seguir el camino de Cristo, que es la única senda verdadera de gozo, libertad y felicidad.
La cultura actual asegura que la castidad es imposible e incluso dañina. Este dogma secular es diametralmente opuesto a las enseñanzas del Señor. Si lo aceptamos, es difícil entender por qué debería ser aplicado solamente a los divorciados. ¿Acaso no es igual de ilusorio pedirle a las personas solteras que se mantengan castas hasta el matrimonio? ¿No debería dejárseles también a ellos el discernir si han de ser admitidos o no a la Sagrada Comunión? Los ejemplos se multiplican.
Algunas parejas vueltas a casar civilmente sí tratan de vivir en castidad como hermanos. Tal vez les sea difícil, y por momentos caigan, pero, movidos por la gracia, se vuelven a levantar, se confiesan y vuelven a comenzar. Si la propuesta actual fuera aceptada, ¿cuántos de ellos renunciarían al esfuerzo de seguir siendo castos?
Por supuesto, muchos divorciados y vueltos a casar no viven en castidad. Lo que los distingue de aquellos que intentan vivir en la castidad es que no reconocen aún que la ausencia de castidad es un grave error, o al menos no tienen aún la intención de vivir en castidad. Si se les permite recibir la Eucaristía, incluso habiéndose confesado antes, mientras que continúan teniendo la intención de vivir al margen de la castidad (una contradicción radical), existe un peligro real de que sean confirmados en su vicio actual. Es improbable que lleguen a comprender mejor lo que significa la naturaleza objetivamente pecaminosa y la gravedad de sus actos no castos. Cabe preguntarse si mejorarán su carácter moral, o más bien si este se verá afectado o incluso deformado.
Cristo enseña que la castidad es posible, incluso en situaciones difíciles, porque la gracia de Dios es más fuerte que el pecado. La pastoral de los divorciados debe construirse sobre esta promesa. A menos que escuchen que la Iglesia proclama las palabras esperanzadoras de Cristo de que realmente pueden vivir la castidad, jamás lo intentarán.
C.2. El precedente de los primeros Concilios y de los Padres de la Iglesia
El testimonio prácticamente universal en la Iglesia primitiva afirma la unicidad y la indisolubilidad del matrimonio como enseñanza del mismo Cristo, y como aquello que distingue a los cristianos de las prácticas judías y paganas. Divorciarse y volverse a casar era impensado; de hecho, incluso casarse después de la muerte del cónyuge era un motivo de preocupación. San Pablo permite este segundo matrimonio “solo en el Señor”, pero anima a la viuda a “seguir como está” (1 Cor 7, 39-40). Los grandes autores patrísticos, siguiendo a Mt 19, 11-12 y las exhortaciones de San Pablo, generalmente ponen énfasis en la bondad de la virginidad y la viudez casta de la mujer por encima del bien del matrimonio.
En los últimos tiempos, se ha asegurado que el Primer Concilio de Nicea (325) abordó la admisión de los divorciados y los vueltos a casar a la Comunión. Esta aserción implica un grave error de lectura de dicho Concilio, así como una falta de comprensión de las controversias de los siglos II y III acerca del matrimonio. Varias sectas rigoristas y heréticas del siglo II prohibían el matrimonio en general, contraviniendo las enseñanzas de Cristo (y de San Pablo). Otros, en los siglos II y III, especialmente los novacianos, prohibían un “segundo matrimonio” después de la muerte de un esposo. El canon 8 de Nicea I apunta precisamente al error de los novacianos sobre un “segundo matrimonio”, que se entiende sucede habitualmente después de la muerte de un esposo[15].
Esto se confirma en la interpretación bizantina de un canon del siglo IV sobre “segundos matrimonios” y la recepción de la Comunión. El canon se aplicaba específicamente a viudas y esposos jóvenes que, inducidos por “el surgimiento del espíritu carnal”, se casaban después de la muerte de un esposo. Se los critica por este “segundo matrimonio”, pero se les permite, de todos modos, recibir la comunión si han completado un período de oración y penitencia[16].
Existen algunos textos ambiguos del siglo IV que abordan el divorcio y una segunda relación adúltera. Se refieren a admitir a la comunión a quien ha entablado dicha relación adúltera solo después de un largo período de penitencia (p. ej., siete años). Pero resulta difícil creer que permitirían que esta segunda relación —que condenaban expresamente como adúltera— continuara. Una interpretación más natural es que arrepentirse del adulterio era una parte indispensable de la penitencia para poder comulgar[17].
En síntesis, en los primeros Concilios los Padres de la Iglesia dan un testimonio vigoroso contra la admisión de los divorciados y vueltos a casar a la Sagrada Comunión.
C-3. La práctica de las iglesias ortodoxas
En la Iglesia primitiva, se debatía si era posible volver a casarse tras la muerte del cónyuge, pero el divorcio y un segundo matrimonio estaban prohibidos (ver sección C-2 arriba). Algunos Padres griegos (p. ej., san Gregorio Nacianceno) predicaban contra leyes imperiales laxas que permitían volver a casarse. Gregorio llamaba a las uniones subsecuentes “indulgencia”, luego “transgresión” y, finalmente, “inmundicia”[18]. Estos no eran permisos para divorciarse y volverse a casar, sino intentos de limitar uniones subsecuentes, incluso tras la muerte de un esposo.
Con el tiempo, y bajo presión de los emperadores bizantinos que ejercían una autoridad agresiva sobre la Iglesia oriental, los cristianos orientales terminaron identificando los “segundos matrimonios” después de la muerte de un esposo con el divorcio y un nuevo matrimonio, y releyendo los textos patrísticos bajo esta luz. En el s. X, el emperador bizantino León VI forzó efectivamente a los ortodoxos a que aceptaran divorciarse y volverse a casar[19]. Su forma de proceder en la actualidad les permite, por la práctica de la “economía”, segundos y terceros matrimonios después de un divorcio, aunque con ritos matrimoniales por fuera de la Eucaristía. Dado que estas uniones no son consideradas adúlteras, los divorciados y vueltos a casar son admitidos a la comunión.
Esta práctica diverge de la más clara tradición de la Iglesia primitiva, que era compartida tanto por Oriente como por Occidente. Tal como declaró la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1994, “Aunque es sabido que análogas soluciones pastorales fueron propuestas por algunos Padres de la Iglesia y entraron en cierta medida incluso en la práctica, sin embargo nunca obtuvieron el consentimiento de los Padres ni constituyeron en modo alguno la doctrina común de la Iglesia, como tampoco determinaron su disciplina”[20]. Dicha determinación refleja exactamente el registro histórico.
Además, la Iglesia Católica ha manifestado en repetidas ocasiones que no puede admitir las prácticas de las iglesias ortodoxas. El Segundo Concilio de Lyon (1274) tiene en cuenta específicamente a las prácticas de las iglesias ortodoxas cuando declara que “ni a un varón se le permite tener a la vez muchas mujeres ni a una mujer muchos varones. Mas, disuelto el legítimo matrimonio por muerte de uno de los cónyuges, dice ser lícitas las segundas y sucesivamente terceras nupcias”[21].
Lo que es más, las propuestas actuales promueven algo que ni los ortodoxos aceptaban: la comunión para aquellos que se encuentran en uniones civiles (adúlteras) sin bendición. Los ortodoxos admiten a las personas divorciadas y vueltas a casar a la comunión solo si su unión posterior ha sido bendecida en un rito ortodoxo. Dicho de otro modo, admitir a las personas divorciadas y vueltas a casar a la comunión llevaría inevitablemente a que la Iglesia católica terminara reconociendo y bendiciendo los segundos matrimonios de los fieles divorciados, lo cual resulta claramente contrario al dogma católico establecido y a las enseñanzas explícitas de Cristo.
C-4. Estas cuestiones se decidieron durante las controversias de la Reforma
La Reforma cuestionó de modo directo las enseñanzas de la Iglesia respecto del matrimonio y la sexualidad humana con argumentos bastante similares a los que se emplean hoy. Se decía que el celibato del clero era demasiado difícil, y que excedía lo que la naturaleza humana caída podía soportar, incluso bajo el influjo de la gracia[22]. Se negaba la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, como también su indisolubilidad[23]. El divorcio civil se introdujo en Alemania con el argumento de que no se podía pretender que el Estado privilegiara, promoviera y defendiera el matrimonio para toda la vida[24]. De hecho, la Reforma redefinió radicalmente el matrimonio.
El Concilio de Trento respondió a esta crisis de cuatro maneras. En primer lugar, el Concilio definió dogmáticamente las enseñanzas tradicionales sobre la sacramentalidad y la indisolubilidad del matrimonio cristiano, identificando explícitamente un nuevo matrimonio con el adulterio[25]. En segundo lugar, el Concilio declaró obligatoria una forma de matrimonio que fuera eclesial y pública, corrigiendo el abuso de los matrimonios privados o clandestinos. (En dichos casos, uno de los cónyuges a veces abandonaba el matrimonio, basándose solo en su decisión privada y subjetiva, y luego volvía a contraer matrimonio públicamente. El Concilio prohibió esta forma de proceder subjetiva y privada[26]). En tercer lugar, Trento definió como dogma la jurisdicción de la Iglesia sobre los matrimonios, requiriendo que para preservar la integridad sean juzgados según estándares objetivos en cortes eclesiásticas[27]. En cuarto lugar, el Concilio enseñó expresamente que los adúlteros pierden la gracia de la justificación: los “adúlteros” y “todos los demás que cometen pecados mortales”, “aunque [su fe no se haya perdido], pierden la ‘gracia recibida de la justificación’ y son excluidos del Reino de Dios”, salvo que se arrepientan, renuncien a su pecado y lo repudien, y realicen una confesión sacramental[28]. (En otro lugar, Trento decretó que no podían recibir la Sagrada Comunión hasta que lo hicieran[29]).
No es posible en absoluto admitir a la Sagrada Comunión a quienes persisten en el adulterio y a la vez afirmar estas doctrinas conciliares. Se cambiarían las definiciones de Trento sobre el adulterio, sobre la justificación (que implica la caridad así como la fe), o sobre el sentido y el significado de la Eucaristía. Tampoco puede la Iglesia tratar el matrimonio como un asunto privado, ni como uno que deba ser juzgado por el Estado, ni como algo que deba decidirse por juicios individuales de la conciencia. Después de largos debates, estos temas fueron claramente resueltos por un Concilio ecuménico de la manera más solemne. Aquellas declaraciones han sido reiteradas en repetidas ocasiones por el Magisterio contemporáneo, incluido el Concilio Vaticano Segundo y el Catecismo de la Iglesia Católica[30].
C-5. El precedente de la comunión anglicana moderna: ¿terreno resbaladizo?
A lo largo del siglo pasado, la comunión anglicana siguió mayormente una práctica de acomodamiento pastoral a los cambios que sucedieron en los hábitos sociales y sexuales de Europa y Norteamérica. Liberalizó el divorcio, permitió la contracepción, accedió a darle la comunión a quienes tomaban parte en actividades homosexuales, e incluso (en algunos lugares) a admitirlos al ministerio de la ordenación, y comenzó a bendecir uniones de personas del mismo sexo. Algunos de estos cambios se justificaban inicialmente bajo el pretexto de que se aplicarían solo a casos excepcionales, pero estas prácticas se encuentran ahora generalizadas.
Ello ha provocado amargas divisiones e incluso separaciones públicas, si no directamente un cisma, en la comunión anglicana. Durante el mismo período, el número de miembros activos en Inglaterra y Norteamérica ha caído dramáticamente. Si bien la causa de esta caída es debatible, nadie puede sostener con certeza que este acomodamiento haya sido útil para que la Iglesia anglicana (u otras denominaciones protestantes) lograra retener a sus miembros.
El Magisterio Católico no tomó el mismo camino. Ya en 1930, el papa Pío XI previó la grave amenaza que suponía la contracepción, el divorcio y el aborto[31], una visión reafirmada por Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y el Vaticano II[32]. Juan Pablo II reiteró las enseñanzas de la Iglesia acerca del divorcio, la contracepción, la homosexualidad y el aborto[33], subrayó el fin reproductivo del matrimonio, y proporcionó una base teológica para la enseñanza de la Iglesia en su catequesis sobre la teología del cuerpo. El Catecismo de la Iglesia Católica repite estas enseñanzas perennes, abordando la sexualidad humana a la luz de la virtud de la castidad[34]. Y en 2003, la Congregación para la Doctrina de la Fe declaró que el reconocimiento legal de las uniones homosexuales no puede ser aprobado de ninguna manera; se trata de una materia que atañe a la ley moral, a la que se accede mediante la razón por el camino de la ley natural[35].
De esta manera, la Iglesia ha dado un testimonio coherente en el mundo contemporáneo de toda la verdad sobre la sexualidad humana y la complementariedad de los sexos. La bondad de la sexualidad humana está intrínsecamente relacionada con su potencial para generar nueva vida, y el lugar que le corresponde está en una vida compartida de fidelidad mutua y amorosa entre un hombre y una mujer. Estas son verdades salvadoras que el mundo necesita oír; la Iglesia católica es, cada vez más, una voz solitaria que las proclama.
Aunque las propuestas actuales atañen solo a los divorciados y vueltos a casar, si se las adopta —incluso como una “mera” práctica pastoral—, la Iglesia debe aceptar en principio que la actividad sexual por fuera de un matrimonio permanente y fiel es compatible con la comunión con Cristo y con la vida cristiana. Pero si las acepta, es difícil ver de qué manera la Iglesia podría resistirse a darle la Sagrada Comunión a las parejas no casadas que cohabitan, o a las personas en uniones homosexuales, y demás. Ciertamente, la lógica de esta posición sugiere que la Iglesia debería bendecir dichas relaciones (como se encuentra haciéndolo la iglesia anglicana), e incluso aceptar toda la gama de “libertades” sexuales contemporáneas. La comunión para las personas divorciadas y vueltas a casar es solo el comienzo.
C-6. ¿Comunión espiritual o sacramental para los divorciados y vueltos a casar?
Se suele decir que los católicos divorciados y vueltos a casar que tienen un primer matrimonio válido podrían recibir la Sagrada Comunión, según el siguiente razonamiento: (1) el papa Benedicto XVI sugirió que tales personas debían hacer una comunión espiritual; (2) pero una persona que hace una comunión espiritual también es digna de recibir la Sagrada Comunión de modo sacramental; (3) por ende, las personas divorciadas y vueltas a casar deberían ser admitidas a la Sagrada Comunión.
El problema aquí es el uso ambiguo que se le da a la expresión “comunión espiritual”. Dependiendo del contexto, se puede referir (a) al fruto o efecto último de recibir el sacramento de la Eucaristía, es decir, la comunión espiritual perfecta con Cristo en fe y caridad; (b) a la misma comunión espiritual con Cristo, pero sin la comunión sacramental (p. ej., un comulgante que se pierde la Misa entre semana y así renueva, por un acto de fe viva, la comunión perfecta con Cristo previamente recibido sacramentalmente); o (c) al deseo de comulgar de una persona consciente de pecado grave o de vivir en una situación que objetivamente contradice la ley moral, que no tiene aún una perfecta comunión con Cristo en fe y caridad[36].
Este tercer sentido es muy diferente de los otros dos, porque la persona desea la Eucaristía, sin renunciar aún a un grave obstáculo para la perfecta comunión con Cristo. (En los primeros dos casos, la “comunión espiritual” se refiere a la realización de esta comunión perfecta). Es muy bueno que una persona en esta situación aliente este deseo, dado que es a través de este, y con la ayuda de la gracia, que podrá finalmente convertirse del pecado y ser restaurado a la plenitud de la comunión eclesial y al estado de gracia (la fe vivificada a través de la caridad, y de esta manera una comunión plena con Cristo). Pero —y aquí está la clave— este deseo vale precisamente en la medida en que lo ayuda a renunciar al obstáculo.
Si se lo admitiera a la Eucaristía sin que renunciara al obstáculo, la situación se volvería peor. Haría una comunión sacramental mientras se encuentra inhabilitado para recibir a Cristo en fe y caridad, a causa del apego que aún mantiene al pecado grave o a una situación de vida objetivamente desordenada. Tal vez se haya engañado creyendo que su situación no es problemática. Claramente, el papa Benedicto animó a los divorciados y vueltos a casar a desear la Eucaristía para que se alinearan con las enseñanzas de Cristo sobre el matrimonio, no para que se dispensaran a sí mismos de seguirlas.
Además, recibir la Eucaristía, el sacramento de la caridad que contiene al mismo Cristo, mientras se está en pecado grave es en sí mismo un pecado grave (1 Cor 11, 27-31). Los divorciados y vueltos a casar que siguen estando vinculados a un primer matrimonio válido se encuentran viviendo en objetiva contradicción con el mandamiento de Cristo; los actos conyugales de una relación de este tipo se constituyen en adúlteros, en pecado grave. Estas personas no pueden recibir la comunión.
Pero sí pueden ser animadas a desear la unión con Cristo y a rezar para obtener la gracia de conformar sus vidas a Él. Asistir a Misa los ayudará en el camino que los aleje del pecado y los acerque a una nueva vida en Dios y en la Iglesia. Una comunión sacramental prematura solo será un obstáculo para poder llegar a una comunión espiritual perfecta y verdadera con Cristo.
C-7. El perdón es imposible sin arrepentimiento y firme propósito de enmienda
Se ha sugerido que una persona divorciada y vuelta a casar por lo civil, si bien permanece vinculada a un primer matrimonio válido, no obstante podría ser admitida al sacramento de la penitencia (y luego a la comunión), si él o ella “se encuentran verdaderamente arrepentidos de haber fracasado en el primer matrimonio”, si no se puede volver a ese matrimonio y si no se puede abandonar “sin gran daño” las responsabilidades del segundo matrimonio, y “si él o ella hacen lo mejor que pueden para vivir las posibilidades del segundo matrimonio sobre la base de la fe y criar a los hijos en la fe”[37]. Ninguna mención se hace a vivir como hermanos; aunque se usen las palabras “arrepentimiento” y “conversión”, pareciera que está implícito que la vida conyugal continuaría en la segunda relación.
Según las palabras de Cristo, “cualquiera que repudiare a su mujer y se casare con otra, comete adulterio contra ella” (Mc 10, 11). Si un primer matrimonio es válido, entonces alguien que realiza el acto conyugal con otra persona (incluso tras volver a casarse por civil, e incluso asumiendo las circunstancias atenuantes mencionadas) comete adulterio. Objetivamente, se trata de materia grave y lleva a pecado mortal[38].
Afirmar que dicha persona podría recibir el perdón en el sacramento de la penitencia sin arrepentirse ni confesar este pecado es sencillamente incompatible con la doctrina católica definitiva. En efecto, la Iglesia ha declarado que esto es un dogma católico y asunto de ley divina. Como dice el Canon 7 del Concilio de Trento acerca del sacramento de la Penitencia:
Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y diligente premeditación se tenga memoria…: sea anatema[39].
Las Escrituras enseñan que el arrepentimiento es necesario para el perdón de los pecados y la comunión con Cristo: “Si decimos que tenemos comunión con Él, pero andamos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad” (1 Jn 1, 6). Como escribió el papa Juan Pablo II, “Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan ‘retenidos’, como afirma Jesús, y con Él toda la tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento”[40]. Según Trento, uno debe “detestar el pecado cometido” y tener “el propósito de no pecar en adelante” para ser perdonado[41].
Sin importar qué sacramento se encuentra involucrado (si la Penitencia o la Eucaristía), la doctrina católica excluye la posibilidad del perdón de los pecados sin la contrición de todos los pecados mortales y el firme propósito de enmienda. Sugerir una posibilidad semejante a las personas divorciadas y vueltas a casar los apartaría de la verdad, con consecuencias potenciales para ellos de suma gravedad.
C-8. Consecuencias de acercarse a la Sagrada Comunión en estado de pecado grave
La Eucaristía es santa y exige santidad. Reverenciamos y adoramos este sacramento porque contiene a Cristo mismo. San Pablo advertía que no debía ser recibido en estado indigno: “Si alguno come el pan y bebe de la copa sin honrar el cuerpo de Cristo, come y bebe el juicio de Dios sobre sí mismo” (1 Cor 11, 29). La Iglesia siempre ha aplicado esto a quienes se encuentran en pecado grave. Como declaró Trento: “aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Más si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho quede excomulgado”[42].
El motivo de la “temible” advertencia de san Pablo (como la llama Trento) es sencilla: el signo y el significado de la comunión es que uno está unido a Cristo. Quien no tiene una fe animada por la caridad sobrenatural no está y no puede estar unido a Cristo. Por definición, una persona en pecado mortal no tiene esta caridad. Si fuera a recibir la Eucaristía, su acto sería una contradicción de lo que el sacramento significa en sí mismo. Ello es, hablando con propiedad, un sacrilegio[43].
El remedio sacramental apropiado para uno que se encuentra en pecado grave es la confesión, en la que el pecador expresa su arrepentimiento y su firme propósito de enmienda.
En Ecclesia de Eucharistia, san Juan Pablo II lo explica en profundidad. “La celebración de la Eucaristía… no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a la perfección”[44]. Cita a san Juan Crisóstomo: “También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse ‘comunión’, sino ‘condena’, ‘tormento’ y ‘mayor castigo’”[45]. Juan Pablo II concluye solemnemente: “Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal’”[46].
Es difícil imaginar cómo se podría modificar esta enseñanza sin socavar la doctrina de la Eucaristía. Más bien, como escribió la Comisión Teológica Internacional (refiriéndose a la posibilidad de admitir a los divorciados y vueltos a casar a la comunión), “Si [la Iglesia] pudiera dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas que en un punto esencial del misterio de Cristo han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo”[47].
C-9. ¿Se reactiva una teoría moral ya rechazada?
Consideren una pareja divorciada y vuelta a casar que reconoce un primer matrimonio como válido pero que, de todos modos, se encuentra conviviendo libremente como marido y mujer. Esto equivale a una admisión de adulterio y, por tanto, de pecado mortal. Según las enseñanzas de la Iglesia, la pareja debería recibir ayuda para entender que en dicho estado espiritual debe abstenerse de la Eucaristía.
¿Existe alguna otra alternativa? ¿Podríamos admitir que el primer matrimonio era válido y que la relación sexual actual de la pareja es moralmente problemática, o por lo menos que no está en plena conformidad con el Evangelio, y al mismo tiempo sostener que, al menos en algunos casos, esto no cambia su creencia en Dios y su amor por Él, que sigue viviendo en amistad con Él, y por este motivo puede recibir de modo fructífero la Eucaristía? Tal vez incluso habría que animar a estos individuos a recibir la comunión, basándose en que la Eucaristía fortalecerá su relación con Dios con nuevas gracias y los ayudará a crecer como discípulos de Cristo.
Este punto de vista se basa en una versión ampliada de la teoría de la “opción fundamental”, que asegura que se puede distinguir el comportamiento concreto de una persona a partir de su alineación básica con Dios o en contra de Él. Las parejas deben ser prevenidas contra el falso consuelo de este enfoque, por dos motivos.
El primero es la autoridad misma de la Iglesia para enseñar. La carta encíclica de san Juan Pablo II Veritatis Splendor condena justamente el enfoque de la “opción fundamental”, negando que una persona pueda “en virtud de una opción fundamental… permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas”[48]. “Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios…; a pesar de conservar la fe, pierde la ‘gracia santificante’, la ‘caridad’ y la ‘bienaventuranza eterna’. ‘La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el Concilio de Trento— no solo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal’”[49].
El segundo motivo es propio de la teoría de la opción fundamental: es probable que, cuando se toman decisiones básicas acerca de cómo se orienta la propia vida, entre en juego una opción fundamental. La decisión de tener relaciones sexuales regularmente por fuera de un matrimonio válido pertenece ciertamente a este tipo de decisiones. Es un acostumbramiento que se elige y un modo de vida. Es difícil describir esto como un pecado momentáneo de debilidad o pasión.
Por supuesto, no hay conflicto con la pareja que se ha vuelto a casar y que intenta vivir como hermanos pero a veces falla. Estos lo pueden confesar (y de hecho lo hacen); en principio, pueden recibir la comunión. El problema surge si no tienen intención de privarse de las relaciones sexuales. En este caso, no se trata de una lucha por vivir la continencia. Admitirlos a la Eucaristía no los ayudará a vencer su apego al pecado, sino que seguramente los confirme en la opción que ya han elegido.
C-10. Admitir que comulguen las personas vueltas a casar causaría grave escándalo
“El escándalo es una actitud o un comportamiento que lleva a otro a cometer el mal. La persona que es motivo de escándalo se transforma en el tentador de su hermano”[50]. El mal ejemplo de una persona engaña el intelecto o debilita la voluntad de otro, y lo conduce al pecado.
La Iglesia no ha dejado nunca de enseñar que el divorcio y un nuevo casamiento son causa de escándalo grave. El Vaticano II llamaba al divorcio una “epidemia”, y condenaba el “efecto oscurecedor” que tenía sobre la “excelencia” del “matrimonio y de la familia”[51]. Tal como explica el Catecismo: “El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social”[52]. El hecho de contraer una nueva unión tras el divorcio aumenta el escándalo[53].
Algunos podrían decir que la mayor frecuencia de divorcios en nuestros tiempos y su aceptación generalizada disminuye cualquier tipo de escándalo, y por ello constituye una razón para admitir a los divorciados y vueltos a casar a la comunión. “¿Alguien se escandalizaría hoy por él?”.
Esto es desconocer lo que constituye la maldad del escándalo, que no es un shock psicológico, sino una tentación a los otros para pecar. No es necesario que el ofensor tenga la intención de tentar a su prójimo; la tentación es un efecto del pecado en sí. Cuando los pecados se vuelven socialmente comunes, el escándalo crece en lugar de reducirse. Con cada nueva persona que se entrega a él, se pone en peligro la determinación de los otros de resistirse y aumenta la presión social para aceptarlo. De hecho, la Iglesia enseña que la aceptación generalizada del comportamiento pecaminoso crea una estructura social de pecado, una institucionalización del escándalo[54]. El cristiano advierte que es cada vez más difícil vivir en una sociedad como esta sin cooperar con el comportamiento pecaminoso o tolerarlo. La Iglesia exhorta a los fieles a resistir tales estructuras de pecado.
En Familiaris Consortio, Juan Pablo II señaló el escándalo como un motivo por el que los divorciados y vueltos a casar no pueden recibir la sagrada Eucaristía: “si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”[55]. Apartarse de esta prohibición tradicional sería como decirles a los fieles, al menos implícitamente, que divorciarse y contraer un nuevo matrimonio son aceptables. También plantearía la cuestión de por qué otros, que se encuentran en estado de pecado grave, no podrían también recibir la comunión. El escándalo se volvería aún mayor.
Recibir la Sagrada Comunión es, objetivamente, un signo de comunión con Cristo y, por ende, con la Iglesia. Proclama públicamente que quien la recibe está viviendo de acuerdo con la fe y con la buena moral. Admitir a quienes se encuentran en un estado público de pecado a la Eucaristía llevaría a otros a concluir que las enseñanzas de la Iglesia acerca de este pecado no tienen mayor importancia, y que el pecado se puede tolerar. Esta es la esencia del escándalo.
D. Análisis de propuestas para cambiar el proceso de anulación
D-1. ¿Se necesita una fe auténtica para que el matrimonio sea considerado válido?
A veces se sugiere que cuando una pareja se casa dentro de la Iglesia sin un compromiso auténtico con la fe de la Iglesia o sin comprender la dimensión sacramental del matrimonio (por ejemplo, una pareja que no ha recibido una buena formación catequística, que es católica de nombre, pero que carece de un compromiso personal con la fe), se da un defecto en el mismo sacramento, a pesar del consentimiento válido según la forma católica. Este argumento es incompatible con la doctrina católica y la práctica pastoral, por tres motivos.
En primer lugar, la Iglesia enseña que se pueden contraer los vínculos sacramentales e indisolubles del matrimonio entre católicos y no católicos bautizados (p. ej., ortodoxos o protestantes)[56]. En tales casos, los no católicos no profesan la fe católica en toda su integridad. De igual modo, cuando una pareja protestante se convierte al catolicismo, la Iglesia considera su matrimonio como sacramental e indisoluble, incluso si, en el momento de casarse, no creían que el matrimonio fuera un sacramento y buscaran solo los fines naturales del matrimonio[57]. Y, sin embargo, el argumento anterior sugiere que es necesario profesar la fe católica integral para que el sacramento tenga validez. Ello haría efectivamente que todos los matrimonios mixtos y matrimonios no católicos fueran no sacramentales.
En segundo lugar, este argumento debilitaría un pilar central de la economía sacramental: los sacramentos válidos no dependen de que el ministro esté en estado de gracia (algo que, en última instancia, es imposible de saber), sino de la forma y de la materia correctas. Los ministros son los esposos mismos. Si carecen de la fe formada por la caridad (es decir, si no están en estado de gracia), entonces tal vez no se beneficien de la gracia que resulta del efecto del sacramento, pero el sacramento en sí es válido, suponiendo que intercambian un consentimiento válido y que tienen intención de hacer lo que hace la Iglesia, tal como enseñó claramente Benedicto XVI[58]. De hecho, este punto quedó resuelto en la controversia que tuvo lugar en el s. IV con los donatistas, que afirmaban, como el argumento de más arriba, que los ministros que no estaban en estado de gracia no podían impartir los sacramentos con validez.
En tercer lugar, este argumento cambiaría las enseñanzas expresas de la Iglesia respecto de que el matrimonio válido solo requiere de una persona con la intención de buscar los bienes naturales del matrimonio. Como lo explicó Juan Pablo II, “La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar, junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano con requisitos sobrenaturales específicos”[59]. De hecho, en su discurso a la Rota Romana en 2013, Benedicto XVI respondió directamente al argumento que sostenía que una fe defectuosa invalidaba el matrimonio, y reafirmó enfáticamente las enseñanzas de Juan Pablo II respecto de que es suficiente buscar los fines naturales del matrimonio[60].
D-2. No se pueden conceder nulidades sin experiencia canónica y procedimientos canónicos
El proceso para la declaración de nulidad de un matrimonio no es un procedimiento más: se encuentra vinculado esencialmente con las enseñanzas perennes de la Iglesia, expresadas por el canon 1141 del Código de Derecho Canónico: “Un matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte”. Existen dos alocuciones rotales de Pío XII que subyacen a este canon, y, por encima de ellas, Gaudium et Spes, 48. Lo que es más, el matrimonio posee el favor de la ley: debe defenderse la validez de un matrimonio hasta que se pruebe lo contrario (c. 1060). El procedimiento para la declaración de nulidad de un matrimonio apunta a la declaración de un hecho jurídico (cf. c. 1400 §1) y es una búsqueda de la verdad. El juez deben tener certeza moral sobre la nulidad del matrimonio para pronunciar la sentencia (c. 1608 § 1). Las normas del Código de Derecho Canónico y de la instrucción Dignitas connubii[61] salvaguardan esta búsqueda de la verdad y protegen contra la falsa misericordia contra la cual advirtieron san Juan Pablo II y Benedicto XVI en sus alocuciones rotales de 1990 y 2010, respectivamente.
La mejor garantía de que los casos matrimoniales serán manejados con justicia y eficiencia es seguir fielmente las normas procesales y sustantivas del derecho canónico, y que estas se encuentren respaldadas por una sólida comprensión teológica. Pero ello depende de una formación canónica y teológica adecuada por parte de los ministros del tribunal, que deben sentire cum Ecclesia.
La ausencia de estos requisitos básicos es a menudo una gran fuente de problemas en el proceso de anulación. Por ejemplo, a veces se critica a la Rota Romana por demorar años para resolver los casos, pero el problema suele originarse en los tribunales de primera instancia, donde los casos no han sido debidamente presentados y no se han seguido correctamente los procedimientos. Es sumamente difícil, si no imposible, corregir en un nivel más elevado lo que ha sido realizado incorrectamente en una primera instancia. Por eso, la formación básica y continua es la clave para un proceso que funcione bien. Este es el motivo por el cual los ministros del tribunal deben ser abogados graduados en derecho canónico (cc. 1420 §4, 1421 § 3, y 1435). Es más, los ministros del tribunal necesitan el tiempo suficiente como para dedicarse a los casos que se les asignan y no deben ser sobrecargados con otras tareas que requieran un tiempo excesivo.
Si los casos están debidamente presentados, el requerimiento de la doble sentencia conforme no es un obstáculo, sino una garantía de justicia. El procedimiento es bastante sencillo, y la revisión obligatoria de la primera decisión es un incentivo práctico para que el tribunal de primera instancia cumpla escrupulosamente la ley. Abandonar esta segunda revisión llevaría ciertamente a la pérdida de calidad en el tribunal de primera instancia.
A menudo se considera que un enfoque pastoral se opone a uno canónico. Se trata de una falsa dicotomía. Benedicto XVI exhortó a los seminaristas a “comprender y —me atrevo a decir— a amar el derecho canónico por su necesidad intrínseca y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad carente de derechos. El derecho es una condición del amor”[62]. Un enfoque canónico es pastoral en su esencia, porque establece las condiciones de verdad necesarias para cambiar los corazones. Allí donde esto no sucede, el derecho canónico en sí ha sido malinterpretado. Desafortunadamente, lo que a menudo se da en llamar enfoque pastoral lleva a decisiones arbitrarias y, por eso, mismo injustas. Este es el peligro inminente cuando se considera abandonar los procedimientos que establece la ley.
D-3. Imposibilidad de juicios subjetivos o personalizados en los casos matrimoniales
¿Podría un enfoque más pastoral de los casos de anulación reemplazar un proceso jurídico? A veces se alega que el proceso canónico actual es impersonal, burocrático e insensible a la dimensión personal singular de los casos particulares. Además, algunas de las personas divorciadas y vueltas a casar están subjetivamente convencidas en su conciencia de que el matrimonio anterior era inválido. Tal vez su pastor esté de acuerdo con ellos. En tales casos, ¿por qué no permitir una determinación de nulidad en un discernimiento personal, que involucre a un individuo y a su pastor, o junto a un sacerdote designado vicario episcopal, especialmente designado para tales casos?
Existe una larga historia detrás de estas cuestiones. Durante la Reforma, varios protestantes propusieron que en algunos casos una persona se podía divorciar si las autoridades civiles otorgaban un decreto de divorcio, independientemente de los tribunales de la Iglesia. El Concilio de Trento condenó esta visión: “Si alguno dijere que las causas matrimoniales no tocan a los jueces eclesiásticos: sea anatema”[63]. Más adelante, el papa Pío VI aclaró que tales casos le pertenecen solamente a los tribunales de la Iglesia, dado que está en juego la validez sacramental[64]. El Magisterio reciente ha descartado definitivamente las decisiones subjetivas de casos de nulidad (p. ej., una “solución del fuero interno”)[65].
¿Por qué no es posible decidir en un proceso privado acerca de la libertad que se tiene para contraer matrimonio? En primer lugar, incluso en un nivel natural, el matrimonio es un acto permanente y público entre un hombre y una mujer, que establece una familia, la base de una sociedad. Por eso no hay decisiones “puramente privadas” o “puramente internas” sobre los casos matrimoniales. En segundo lugar, el matrimonio entre dos personas bautizadas es un sacramento. La recepción de cualquier sacramento es un acto eclesiástico, que nunca es totalmente privado. Y corresponde a la Iglesia juzgar la validez de los sacramentos según criterios objetivos.
Además, seguir un proceso personalizado podría fácilmente ocasionar una injusticia. Consideremos un esposo que ha sido tentado para cometer adulterio. Podría hacer un juicio privado basado en la conciencia errónea de que su matrimonio fue inválido y de que era libre para marcharse e incluso para casarse con la segunda mujer. Su pastor tal vez no conozca toda la verdad sin hacer averiguaciones, para lo cual es necesario algún tipo de proceso. Esta es precisamente la tarea de un tribunal matrimonial, que está en mejores condiciones de llevarlas a cabo con las debidas garantías para todos los involucrados. Además, la esposa y la familia del hombre tienen derechos que la Iglesia está obligada a defender por justicia. Aun dejando a un lado las implicancias para la integridad del sacramento, permitir que un juicio erróneo surja de un proceso privado sería un grave menoscabo para su esposa, sus hijos y, de hecho, para toda la comunidad.
Finalmente, resultaría un desorden. Si un sacerdote rechaza una “solución”, pero otro la aprueba, o si una pareja que se conoce que no está casada actúa como si lo estuviera, la vida de la Iglesia quedará menoscabada por la confusión y el escándalo.
E. Elementos de una propuesta positiva para los sínodos
Las enseñanzas de la Iglesia respecto del matrimonio, la sexualidad y la virtud de la castidad provienen de Cristo y los apóstoles; son perennes. No pueden ser cambiadas, pero siempre existe la necesidad de articularlas una vez más. Con ese fin, nos parece conveniente abordar los siguientes puntos.
En primer lugar, renovar y profundizar el conocimiento y la práctica de la virtud de la castidad sería un paso positivo de gran valor para la reconstrucción de la vida familiar. Existe una verdadera crisis de la castidad en el mundo contemporáneo, y no tiene un rol menor en la crisis del matrimonio y la vida familiar. La cultura secular actual malinterpreta el significado de esta virtud y pone en duda su puesta en práctica. De hecho, esto ocurre incluso en el caso de algunas parejas casadas dentro de la Iglesia y de algunos miembros del clero, tal como quedó manifiesto con los recientes escándalos. Una defensa, explicación e instrucción sobre la práctica y la libertad de la vida de la castidad —e incluso una “antropología de la castidad”—constituiría un aporte significativo. Ocuparse de la epidemia de pornografía, los peligros que representa para la familia, y dar recomendaciones prácticas para una respuesta pastoral para aquellos que están afligidos por esta plaga también sería de gran valor.
En segundo lugar, sería valioso articular una vez más el amor y la misericordia transformadores de Dios, que no se limita a perdonar la culpa pasada, sino que transforma a la persona desde dentro, para que él o ella puedan vivir libres del vicio y del pecado. El hecho de que la gracia de Dios no solo perdona, sino sana y eleva a quien la recibe es una marca clásica de la enseñanza católica. También sería un gran avance explicar cómo funciona esto en cada sacramento individual (especialmente, en el Matrimonio, la Penitencia y la Eucaristía), revitalizando la catequesis en este punto, y alentando la práctica de la recepción regular y digna de estos sacramentos (especialmente, el de la Penitencia, sin la cual es difícil erradicar vicios y cultivar virtudes).
Esta buena noticia sobre la gracia y la misericordia es una dimensión de la verdad completa sobre el matrimonio. Cuando el Evangelio se proclama con amor y esperanza, su verdad tiene el poder para traer al oyente al encuentro con Jesús mismo, y así ser transformado por su gracia. La verdad que Cristo enseña —incluida la verdad sobre la sexualidad humana— libera al pecador y provee, por la gracia, una salida, un camino de esperanza.
En tercer lugar, respecto a los divorciados y vueltos a casar, los sínodos podrían investigar cómo construir estructuras pastorales para llevar las enseñanzas de Familiaris Consortio a la práctica concreta. A los divorciados y vueltos a casar “se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a favor de la justicia, a educar los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y la esperanza”[66]. ¿Qué puede hacerse a nivel diocesano y parroquial para facilitar una solicitud pastoral más honda para con aquellos que viven en dicha situación? Ofrecer la Comunión es, en cierto sentido, demasiado y, al mismo tiempo, demasiado poco. La verdad de la situación debe ser reconocida con compasión y misericordia, pero también con verdad, oración y paciencia.
En cuarto lugar, en muchas partes se necesita fortalecer considerablemente la preparación para el matrimonio. Lo cierto es que construir matrimonios saludables también depende de una buena preparación para los sacramentos de la Penitencia, la Sagrada Comunión, y la Confirmación. Renovar y aumentar la preparación sacramental sería de gran ayuda.
En quinto lugar, los tribunales matrimoniales de primera instancia necesitan ser fortalecidos. Llevan a cabo un servicio esencial que no puede ser transferido a otros sin causar aún mayores problemas. Los ministros de estos tribunales necesitan una adecuada formación canónica y teológica, y deben seguir un programa regular de educación continua (como suelen hacer los abogados civiles). Los tribunales necesitan estar debidamente dotados de personal competente y contar con el apoyo correspondiente, para que los casos sean tratados con diligencia al mismo tiempo que sigan sólidas normas y procedimientos canónicos. Quienes son asignados a los tribunales necesitan contar con el tiempo suficiente para llevar a cabo sus deberes y no ser agobiados con otro tipo de responsabilidades engorrosas.
Finalmente, los sínodos podrían articular una vez más por qué las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la sexualidad no significan un prejuicio, una actitud de intolerancia o la condena de personas, sino en cambio apuntan al auténtico bien de todas las personas. Ello urge particularmente respecto de la homosexualidad, dado que muchos católicos contemporáneos enfrentan inmensa presión para amoldarse a un ethos secular y permisivo que considera irracional toda oposición a la homosexualidad. (También resultaría muy valioso ofrecer estrategias prácticas para brindar el cuidado pastoral adecuado a las personas con tendencias homosexuales). Manifestar con claridad la verdad acerca de la ley natural, y en relación con la vocación universal del amor cristiano, protegería a la familia contra las fuertes corrientes desestabilizadoras que predominan en muchos lugares.
F. Conclusión
En toda época la Iglesia se encuentra asistida por el Espíritu Santo, una promesa que Cristo mismo le hizo (Jn 15, 26). Por ello, siempre que la Iglesia enfrenta grandes desafíos en la evangelización, también sabe que Dios está dispuesto a concederle las gracias necesarias para su misión. Muchos de nuestros contemporáneos se encuentran sumidos en un gran sufrimiento. La revolución sexual ha provocado millones de víctimas. Se encuentran profundamente heridos, con heridas difíciles de sanar. Pero por más difícil que sea esta situación, también significa una importante oportunidad apostólica para la Iglesia. Los seres humanos suelen ser conscientes de sus debilidades y aun de su culpa, pero no del remedio que les ofrece la gracia y la misericordia de Dios. Solo el Evangelio puede cumplir verdaderamente los deseos del corazón humano y sanar las heridas más profundas que están presentes en nuestra cultura actual.
Puede resultar difícil aceptar las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio, el divorcio, la sexualidad humana y la castidad. Cristo mismo lo advirtió cuando las proclamaba. Pero esta verdad trae consigo un auténtico mensaje de libertad y esperanza: existe una salida del vicio y el pecado. Existe un camino para avanzar que conduce a la felicidad y el amor. Recordando estas verdades, la Iglesia tiene motivos para aceptar la tarea de evangelización en nuestro tiempo con gozo y esperanza.
John Corbett, O.P.
Andrew Hofer, O.P.
Paul J. Keller, O.P.
Dominic Langevin, O.P.
Dominic Legge, O.P.
Kurt Martens
Thomas Petri, O.P.
Thomas Joseph White, O.P.
[1] Walter Kasper, “Biblia, eros e famiglia”, Il Foglio, 1 de marzo de 2014; Walter Kasper, The Gospel of the Family. Trad. William Madges, Nueva York, Paulist Press, 2014; Walter Kasper, Das Evangelium von der Familie: Die Rede vor dem Konsistorium, Freiburg im Breisgau, Herder, 2014.
[2] Kasper, The Gospel of the Family, p. 28.
[3] Ibíd., pp. 29-31.
[4] Ibíd., p. 32.
[5] Comisión Teológica Internacional. La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977): proposiciones de la CTI, nos 3.1 & 3.2.
[6] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, enero 21 de 2000. San Juan Pablo añadió: “[Un] matrimonio sacramental rato y consumado no puede ser disuelto, ni siquiera por el poder del romano pontífice… [Pío XII] presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia”.
[7] Ver, p. ej., “Canon 9 del Sínodo de Elvira” (300-303), en Heinrich Denzinger y Peter Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fide et morum, 38 ed., Barcelona, Herder, 1999 (de aquí en más “DH”), nº 117.
[8] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 10 de febrero de 1995. Cf. Código de Derecho canónico, c. 135 §3; c. 1085.
[9] Acerca del testimonio común de los Padres latinos sobre esta interpretación (que anticipa la enseñanza doctrinal de la Iglesia católica), ver G. H. Joyce, Christian Marriage: An Historical and Doctrinal Survey, Londres, Sheed and Ward, 1948, pp. 304-331, Ver también sección C-2 abajo.
[10] Ver p. ej., “Sínodo de Elvira” (c. 300-303), DH 117; Concilio de Cartago, “Canon 11” (407); y Concilio de Angers, “Canon 6” (453).
[11] Joyce, Christian Marriage, pp. 400-401.
[12] Benedicto XIV, Dei miseratione (1741).
[13] Pío VII, Breve Etsi fraternitatis al arzobispo de Mainz (1803), DH 2705-2706. La expresión que se cita acá no está reproducida en Denzinger; hemos traducido el texto latino reproducido en Joyce, Christian Marriage, p. 407, n. 1.
[14] Congregación para la Propagación de la Fe, Instr. ad Archiep. Fogarasien et Alba-Iulien Non latet, 24 de marzo de 1858, en P. Gasparri y J. Serédi (eds.), Codicis Iuris Canonici Fontes, Ciudad del Vaticano, Typis Polyglottis Vaticanis, 1923-1949, doc. nº 4844.
[15] Concilio de Nicea (325), “Canon 8”, DH 127: “Corresponde que ellos [los novacianos] profesen por escrito… que permanecen en comunión con quienes se han casado dos veces y con quienes han caído durante la persecución…”. Cf. Henri Crouzel, L’Eglise primitive face au divorce: du premier au cinquième siècle, París, Beauchesne, 1971, p. 124. Así, san Epifanio de Salamina (m. 403), al escribir contra los novacianos, explica que el clero no puede volver a casarse después de la muerte del esposo, mientras que el laico sí lo puede hacer. The Panarion of St. Epiphanius, Bishop of Salamis: Selected Passages. Trad. y ed. Philip R. Amidon, Nueva York, Oxford University Press, 1990, p. 205.
[16] Mathew Blastares, Alphabetical Collection, Gamma, cap. 4, sobre Laodicea 1, en Patrick Demetrios Viscuso, Sexuality, Marriage, and Celibacy in Byzantine Law, Brookline, Holy Cross Orthodox Press, 2008, p. 95.
[17] Ver, p. ej. , San Basilio Magno, “Canon 77”, en la Carta 217 de San Basilio. En el Discurso (u Oratio) 37,8 de San Gregorio Nacianceno, lo más probable es que Gregorio estuviera predicando ante la corte teodosiana en Constantinopla, para cambiar las leyes laxas sobre el matrimonio, que existían en el Imperio. La ambigüedad en la predicación de Gregorio se clarifica en su epístola 144, donde se refiere al divorcio como algo “completamente en desacuerdo con nuestras leyes, incluso si aquellas de los romanos [del Imperio] lo juzgan de otro modo”.
[18] San Gregorio Nacianceno, Discurso 37,8.
[19] Respecto de la “Novella 89”, del emperador León, el teólogo ortodoxo John Meyendorff lamenta que “la Iglesia se vio obligada no solo a darle la bendición a matrimonios que no aprobaba, sino incluso a ‘disolverlos’ (es decir, a conceder ‘divorcios’)… La Iglesia tuvo que pagar un precio elevado por la nueva responsabilidad social que había recibido; tuvo que ‘secularizar’ su actitud pastoral hacia el matrimonio y prácticamente abandonar su disciplina penitenciaria”. John Meyendorff, Marriage: An Orthodox Perspective, 2ª ed., Crestwood, St. Vladimir’s Seminary Press, 1975, p. 29.
[20] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 1994, nº 4.
[21] Profesión de fe de Miguel Paleólogo, DH 860.
[22] Martín Lutero, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del estado cristiano, III, 14; Juan Calvino, Institución de la religión cristiana IV, c. 13, nos 15 y 17.
[23] Martín Lutero, La cautividad babilónica de la Iglesia, § 5.
[24] Ver, p. ej. , Martín Lutero, Carta al Consejo de Danzig; Felipe Melanchthon, De Conjugio, citados en Joyce, Christian Marriage, pp. 409-429. Ver también Juan Calvino, Institución de la religión cristiana IV, c. 19, nos 34-37.
[25] Concilio de Trento, “Doctrina y cánones sobre el sacramento del matrimonio” (1563), DH 1797-1812. Acerca de contraer un nuevo matrimonio como adulterio, ver “Canon 7”.
[26] Concilio de Trento, “Decreto Tametsi” (1563), DH 1813-1816.
[27] Concilio de Trento, “Canon 12 sobre el Matrimonio”, DH 1812. Pío VI aclaró con posterioridad el significado del Canon 12: “estos casos pertenecen solo al tribunal de la Iglesia… porque el contrato matrimonial es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica”. Pío VI, Deessemus nobis (1788), DH 2598. Juan Pablo II reiteró esto último en su Discurso a la Rota Romana, en 1995.
[28] Concilio de Trento, “Decreto sobre la justificación” (1547), c. 15, DH 1544; sobre la necesidad de confesarse, ver c. 14, DH 1542-1543.
[29] Concilio de Trento, “Decreto sobre la Eucaristía” (1555), DH 1646-1647.
[30] Lumen Gentium (1964), no 11; Gaudium et Spes (1965), nos 47, 49, 50; Catecismo de la Iglesia Católica, nos 1415, 1640, 1650. Ver también Juan Pablo II, Familiaris Consortio (1981), nos 13, 19, 20, 83, 84.
[31] Pío XI, Casti Connubii (1930), DH 3715.
[32] Ver, p. ej., Pío XII, Discurso a las parteras, oct. 29, 1951; Juan XXIII, Mater et Magistra (1961), Gaudium et Spes, nos 48 y 51; Pablo VI, Humanae Vitae (1968).
[33] Juan Pablo II, Familiaris Consortio (1981), Veritatis Splendor (1993), Evangelium Vitae (1995).
[34] Catecismo de la Iglesia Católica nos 1621-1665; 2380-2400.
[35] Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (2003).
[36] Ver Paul J. Keller, “Is Spiritual Communion for Everyone?” Nova et Vetera (edición en inglés), de próxima publicación; Benoît-Dominique de La Soujeole, “Communion sacramentelle et communion spirituelle”, Nova et Vetera 86 (2011), pp. 147-153. Ver también Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica [de aquí en más “ST”] III, q. 80, aa. 1-4.
[37] Kasper, The Gospel of the Family, pp. 32 y 45-46.
[38] Catecismo de la Iglesia Católica nos 1856, 1858, 2380-2381, 2400.
[39] Concilio de Trento, “Canon 7 sobre el sacramento de la penitencia” (1551), DH 1707. Ver Catecismo de la Iglesia Católica nº 1456, que repite el texto de Trento.Ver también el “Decreto sobre la justificación”, de Trento (1547), DH 1542-1544, que también lo afirma.
[40] Juan Pablo II, Carta encíclica Dominum et Vivificantem (1986), nº 42.
[41] Concilio de Trento, “Decreto sobre el sacramento de la penitencia” (1551), c. 4, DH 1676. Ver también Catecismo de la Iglesia Católica nº 1451.
[42] Concilio de Trento, “Canon 11 sobre la Eucaristía” (1555), DH 1661.
[43] Ver Catecismo de la Iglesia Católica nº 2120, que lo considera un pecado contra el primer mandamiento; ver también ST III, q. 80, a. 5.
[44] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (2003), nº 35.
[45] Ibíd., nº 36.
[46] Ibíd. Énfasis nuestro.
[47] Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (1977): 16 tesis cristológicas de Martelet, nº 12.
[48] Veritatis Splendor, nº 68.
[49] Ibíd.
[50] Catecismo de la Iglesia Católica nº 2284.
[51] Gaudium et Spes, nº 47.
[52] Catecismo de la Iglesia Católica nº 2385.
[53] Ibíd., nº 2384.
[54] Gaudium et Spes, nº 25; Juan Pablo II, Reconciliatio et Paenitentia (1984), nº 16, y Sollicitudo Rei Socialis (1987), nº 36. Acerca de estas estructuras y el matrimonio y la familia cristiana, ver Familiaris Consortio, nº 81.
[55] Familiaris Consortio, nº 84.
[56] Benedicto XIV, Matrimonia quae in locis (1741), DH 2515-2520; Código de Derecho Canónico, c. 1055, § I, c. 1059.
[57] Ver Matrimonia quae in locis, DH 2517-2518; Código de Derecho Canónico, c. 1099.
[58] Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, enero 26 de 2013: “El pacto indisoluble entre un hombre y una mujer no requiere, por motivos sacramentales, la fe personal de los futuros esposos; lo que sí requiere, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia”. Cf. Código de Derecho Canónico, c. 1060; Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1640.
[59] Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, enero 30 de 2003; Discurso a la Rota Romana, enero 27 de 1997.
[60] Benedicto XVI, Discurso a la Rota Romana, enero 26 de 2013.
[61] Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Instrucción del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos para su observancia en los tribunales diocesanos e interdiocesanos en la tramitación de las causas de nulidad Dignitas Connubii (2005).
[62] Benedicto XVI, Carta del Santo Padre Benedicto XVI a los seminaristas, 18 de octubre de 2010.
[63] Concilio de Trento, “Canon 12 sobre el Matrimonio” (1563), DH 1812.
[64] Pío VI, Deessemus nobis (1788), DH 2598.
[65] De esta manera, la Congregación para la Doctrina de la Fe rechazó una “solución del fuero interno” para las nulidades, con la aprobación expresa del papa Juan Pablo II, en la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de septiembre de 1994, en AAS 86 (1994): 974-979. Ver también Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, 24 de junio, 2000.
[66] Familiaris Consortio, nº 84.
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