“La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad −escribe Benedicto XVI− es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados”
Ponencia presentada Mons. Eugenio Lira Rugarcía, Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario de la Conferencia del Episcopado Mexicano, al Presbiterio de la Arquidiócesis de México, el lunes 4 de agosto de 2014, en el Seminario Menor (Huipulco, México), en la Fiesta de san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, patrono de los Párrocos y de todos los Sacerdotes del mundo.
Eminencias, Excelencias, Queridos padres, con mucho gusto he recibido la invitación a compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la amistad y la convivencia sacerdotal. Es un honor que agradezco sinceramente y al que acudo con el deseo de servirles de alguna manera. Consciente de mis limitaciones, pido a Dios que me asista para ser instrumento suyo, a fin de que Él sea quien les hable esta mañana.
Para comprender algo acerca de la amistad y la convivencia sacerdotal, me parece que es indispensable ir al origen del que parten todas las cosas: Dios, que es Único[1], pero no solitario[2]: es Padre, Hijo y Espíritu Santo. “La identidad sacerdotal −comenta san Juan Pablo II citando a los padres sinodales−, como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad”[3].
Dios, uno y trino, nos ha creado a imagen y semejanza suya. Por eso estamos hechos para la comunión entre personas. De ahí que san Gregorio Magno confiese: “No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee”[4]. “La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad −escribe Benedicto XVI− es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados”[5].
Por eso, el Génesis narra que al contemplar al hombre que recién ha creado, Dios exclama: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). “En la narración bíblica −explica Benedicto XVI− aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad”[6].
La soledad es opuesta a nuestra naturaleza. Es consecuencia del pecado, que trastocando el orden y armonía originales, nos aleja de Dios, nos encierra en la cárcel del egoísmo y nos aleja de los demás, con funestas consecuencias: egoísmo, individualismo, relativismo, infidelidad, odio, envidia, avaricia, rencor, corrupción, injusticia, violaciones a los derechos fundamentales, violencia, daños a la ecología, muerte.
Por su propia esencia, el ser humano necesita de comunión. No puede permanecer solo. “Por tanto −comenta el teólogo Ratzinger−, la soledad es la esfera del miedo”. Y lo explica con un ejemplo: “Si un niño debe caminar solo por un bosque en mitad de la noche, tiene miedo, aunque se le haya demostrado que no tiene nada de lo que temer... El niño perderá el miedo en el momento en que una mano lo tome y lo guíe… perderá el miedo en el momento en que sienta la coexistencia de una persona que le ama”. Y concluye que el miedo de la soledad de un ser que sólo puede vivir con lo demás, no puede vencerse mediante la razón, “sino mediante la presencia de una persona que lo ama”[7].
Esa persona, que es el mismísimo amor, Dios, ha irrumpido en nuestra historia, haciéndose presente en nuestra vida a través de su propio Hijo, que hecho uno de nosotros, nos ha rescatado del laberinto de la soledad liberándonos del pecado, convocándonos en la unidad de su familia la Iglesia y dándonos su Espíritu que nos hace hijos de Dios, partícipes de su vida plena y eternamente feliz, que consiste en amar.
“Del amor nace el deseo de la unidad −escribe san Juan Pablo II−. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades… El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión −la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo−, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades”[8].
Por eso, Jesús, que imploró al Padre: “Padre, que como tú en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17,20), nos ha confiado la misión de “revivir la comunión misma de Dios y manifestarla y comunicarla en la historia… Es en el misterio de la Iglesia −escribe san Juan Pablo II−, como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana y, por tanto, también la identidad específica del sacerdote y de su ministerio”[9] ¡Estamos llamados a ser constructores de unidad!
En la Última Cena, Jesús, que ha viendo a convocarnos en la unidad, dijo a los suyos: “Ya no los llamo siervos, sino amigos” (Jn 15,15). ¿Y qué nos da esta inigualable amistad? San Ireneo nos lo dice: “es causa de inmortalidad para quienes entran en ella”[10].
“«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras −comenta Benedicto XVI− se encierra el programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo”[11]. “Se llama amigo de Dios −escribe san Gregorio Magno− el que cumple su voluntad”[12].
“Hagan esto, en conmemoración mía” (Lc 22, 19b). Con estas palabras, pronunciadas en la última Cena, Jesús instituyó lo que ahora somos: presencia y prolongación de su vida y de su acción, partícipes, por la gracia del Espíritu Santo, de la misión que el Padre le confió: congregar a la humanidad, dispersa por el pecado, en la unidad de la Iglesia, donde se hace posible la comunión con Dios y los hermanos; comunión que hace la vida plena y eterna.
“Permanezcan en mí, como yo en ustedes” (Jn 15, 4). Esto que el Señor nos ha pedido, es posible gracias a que nos ha hecho miembros vivos de su Cuerpo: la Iglesia, que, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica, “siempre está unificada en Él”[13]. Por tanto, Cristo y la Iglesia son el “Cristo total”[14]. De ahí que san Agustín dijera a los recién bautizados: “Felicitémonos y demos gracias por lo que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo”[15].
Estamos unidos a Él. Y es tal la dicha que experimentamos, que sentimos la necesidad de compartirla a los demás. Quien “ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida −nos dice el Papa Francisco−, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”[16].
Por eso, todo lo que el sacerdote es y hace, debe brotar del amor: proclamar la Palabra de Dios, celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos, orar, procurar su formación permanente, orientar a los fieles; diseñar y ejecutar planes pastorales, organizar retiros, pláticas y encuentros; administrar los bienes de la parroquia, convivir con los hermanos sacerdotes, con los amigos y con los fieles; participar en las reuniones de decanato y en las Asambleas diocesanas; ir en busca de los alejados; divertirse y descansar.
Todo, absolutamente todo lo que somos y hacemos, debe estar unificado por el amor, que es Dios, y, por tanto, debe tener una dirección concreta: ayudar a que toda la gente con la que tratamos se encuentre con Dios; se sienta tocada y amada por Él. Esto incluye a los hermanos en el sacerdocio ministerial.
“Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros −dice el Papa Francisco−. La misión… no es una parte de mi vida... Yo soy una misión… cada persona es digna de nuestra entrega… porque es obra de Dios, criatura suya”[17].
Solamente unidos al Señor podremos cumplir la misión; servir de “puente” para que la gente se encuentre con Dios, que ha venido a nosotros y se ha quedado para siempre en su Iglesia, a través de su Palabra, de la Liturgia −sobre todo de la Eucaristía−, de la oración y del prójimo[18]. ¡Lo ha hecho para estar conmigo, porque me ama!
Y yo ¿quiero estar con Él? ¿Procuro encontrarlo en su Iglesia? ¿Le dejo hablarme, meditando su Palabra? ¿Hago vida lo que en ella me enseña? ¿Es la luz con la que veo e interpreto la realidad y decido lo que debo hacer? ¿Es el criterio que dirige mi forma de pensar, de hablar y de actuar? ¿Me encuentro con Él en la Liturgia y procuro que también los demás lo hagan? ¿Permanezco con Él al celebrar el Santo Sacrificio de la Eucaristía, en una relación de amistad? ¿Estoy con Él cuando administro el Sacramento de la Reconciliación? ¿Lo busco acudiendo yo mismo a recibir oportunamente este sacramento de misericordia? ¿Converso con Él en la oración? ¿Enseño a los demás a hacerlo? ¿Lo hago con el ejemplo?
En su libro, “Jesús de Nazaret”, Benedicto XVI explica que para entender la misión de Jesús hay que acudir, como ya enseñaban los padres de la Iglesia, a un texto del Deuteronomio, en el que Moisés anuncia: “El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo” (18,15).
¿Y qué es lo esencial en Moisés? No son los prodigios que se narran de él, sino que ha hablado con Dios como con su amigo (cfr. Ex 33,11): “Sólo de ahí pudieron surgir sus obras”[19]. Ese es el punto decisivo de Jesús: Él ha visto a Dios (cfr. Jn 1,18); y es de esa comunión, que se manifiesta en la oración, de donde mana toda su fuerza para enseñar, para actuar, y hasta para sufrir[20].
Sin embargo, frecuentemente el tentador nos sugiere lo que a Jesús en el desierto: ser “prácticos” y hacer a un lado a Dios. ¡Hay tantas cosas por hacer! ¿Cómo “perder” tiempo rezando la Liturgia de las Horas, meditando la Palabra divina, haciendo oración, recitando el Santo Rosario o alguna devoción? ¡Eso que lo hagan las monjas! Nosotros somos sacerdotes; tenemos “más” preparación ¡Hay que ponerse a trabajar! Tenemos que planear, diseñar estrategias y actuar…
Consciente de esta tentación que, al dispersarnos en todas direcciones nos hace vulnerables en todas partes, Crisóstomo advierte: “…es necesario que el sacerdote sea vigilante… como aquél que no vive para sí solo, sino también para tan gran muchedumbre”[21]. Por eso, cada día, debemos sentir dirigida a nosotros la exhortación de san Pablo a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti… pues obrando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan” (2 Tim 1,6; 1 Tim 4, 14-16).
Reavivando el carisma de Dios que está en nosotros, nos daremos cuenta que la prioridad de un sacerdote es “permanecer” en el amor del Señor, que es Dios mismo. Sólo así podremos experimentar cómo Él nos pide, en respuesta a su amor, lo mismo que a Pedro a orillas del Tiberiades: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,17). Meditando estas palabras, san Juan Crisóstomo escribe: “el principal bien que nos resulta de este amor (al Señor), es el de procurar la salvación del prójimo”[22]. Ese prójimo es también el hermano sacerdote.
El Cardenal Eduardo Pironio comenta que un día Mons. Ancel preguntó a 300 sacerdotes reunidos en Ars: “¿Cuál es el mayor obstáculo que encuentran ustedes para su santificación?”. Y todos respondieron: “La soledad”. Por eso, podemos comprender muy bien que el Papa Pío XII haya afirmado que “El individualismo es un pecado contra el sacerdocio”[23]. “Amamos a Jesucristo en la medida en que amamos nuestro sacerdocio −escribe Pironio−. Y amamos nuestro sacerdocio en la medida que amamos a los sacerdotes… Y correr juntos los riesgos y las alegrías de esta fundamental conexión”[24].
“El gran pecado contra la santidad y la eficacia de nuestro sacerdocio −continua Pironio− es el aislamiento y la soledad sacerdotal... Trabajamos en el mismo campo… pero no nos importan los problemas de los hermanos. Ni siquiera los conocemos. Solamente nos interesan sus fracasos o sus defectos. Vivimos encerrados en nuestro egoísmo individual o en nuestro egoísmo de grupos”[25].
¡Y qué decir del bullying intraeclesial! En esto, como comenta Mons. Felipe Arizmendi, nos entrenamos muy bien desde el Seminario, donde hacemos equipo para burlarnos unos de otros, poner apodos ofensivos y hacernos la vida pesada[26].
¿Por qué somos así? Si me permiten, diría yo que es por contagiarnos por lo que llamo “El síndrome del gato”. Esto se me ocurrió cuando una persona me comentó que la diferencia entre un perro y un gato es que el perro, cuando mira que el amo lo procura, piensa: “este hombre me alimenta, me baña, me acaricia, juega conmigo y me cuida ¡Debe ser un dios!”. En cambio el gato piensa: “este hombre me alimenta, me baña, me acaricia, juega conmigo y me cuida ¡Yo debo ser un dios!”
Esto mismo nos puede pasar a los sacerdotes; entonces, “caprichudos” como un gato, sentimos que todo debe girar en torno a nosotros, de tal manera que a los demás los vemos como objetos a los que podemos usar cuando los necesitamos y desecharlos cuando no nos parezcan útiles.
Entonces atendemos a quien queremos y a la hora que a nosotros nos acomoda, sintiendo que estamos haciendo un favor, que todos deben agradecer con sumisión y remuneración. El sacerdote que padece el “síndrome del gato” no hace prevalecer las normas y orientaciones del Derecho Canónico ni las disposiciones de la legítima autoridad, sino su propia ley. Maneja la parroquia como su feudo personal. Cobra lo que quiere y paga lo que se le antoja. Las leyes civiles en materia laboral y en otras materias las ignora, sintiendo que tiene una especie de “fuero”.
Como siempre anda en “sus” cosas, la gente no puede verlo, y tiene que resignarse a ser atendida por la secretaria de la parroquia, quien, frecuentemente, a imagen de su jefe, tiende a ser soberbia, prepotente, arbitraria y mal humorada. De este tipo de sacerdotes, un párroco decía: “Más que con Cristo, Sumo y eterno sacerdote, sienten que están configurados con el Padre eterno; habitan en una luz inaccesible y jamás se les ve”. Efectivamente, ni sus fieles, ni los sacerdotes de su decanato o de su zona tienen el “privilegio” de contar con su presencia.
¡Y todavía, sintiéndose “perfectos”, se atreven a criticar! Hablan mal del Papa, de su Obispo, con quien suelen estar resentidos porque no los “valora” ni aprovecha sus capacidades. Hablan mal de los demás sacerdotes, a los que en realidad envidian. Hablan mal de la gente de sus grupos de apostolado, de las religiosas ¡Nadie se salva!
“Ustedes no sean así −nos pide el Señor− que el mayor entre ustedes que sea el servidor de todos” (Mt 20,26). “La amistad sacerdotal −comenta el Cardenal Pironio−, aunque esencialmente nos enriquece, no es esencialmente para enriquecemos sino para enriquecer a los demás. Podemos no necesitar nosotros de los demás; pero los demás pueden tener necesidad de nosotros. La caridad nos exige… acercarnos a ellos, descubrir sus problemas, compartirlos, iluminarlos, solucionarlos”[27].
Un chiste narra cómo al llamar a un Instituto de Salud Mental, una grabación contesta: “Gracias por llamar. Si usted sufre de amnesia, presione el número 8, el 19 y el 155, y diga, de memoria, el número de su registro único de población y de su pasaporte, así como el apellido de soltera de su bisabuela. Si es depresivo, no importa qué número pulse; nadie le va a contestar. Si es paranoico, no pulse ningún número, nosotros sabemos quién es y lo que hace; espere en la línea mientras rastreamos su llamada. Y si padece de baja autoestima ¡cuelgue!; nuestros operadores están ocupados atendiendo a personas realmente importantes”.
A veces nos parecemos a esa contestadora. No seamos así. No dejemos abandonada a la gente ¡menos a un hermano sacerdote! Trabajemos unidos como Iglesia, haciendo “equipo” con el presbiterio, la vida consagrada y los fieles laicos, en comunión con el Papa y los Obispos.
Sólo puede relacionarse bien con los demás quien se encuentra en un auténtico proceso de madurez afectiva y espiritual. Quien se estanca en el primer nivel, sólo valora lo sensible, lo útil y lo inmediato; ve a los demás como objetos que pueden ser utilizados y desechados según la propia satisfacción. Su ética se reduce a establecer como bueno lo que le agrada y como malo lo que le desagrada.
Quien se queda en el segundo nivel, busca insaciablemente la aprobación de los demás, a quienes ve como “objetos gratificadores” ante los que proyecta una imagen en la que destaca aquello que, según su percepción, le atrae la atención y, de alguna manera, el aprecio de los otros, a fin de aceptarse a sí mismo.
Dicha imagen puede ser agresiva: la del cura enojón, autoritario y mandón que busca que lo respeten; la del cura protagónico, que quiere llamar la atención tratando de ser “original” en su forma de celebrar la Misa y realizando actividades en las que busca, no la gloria de Dios, sino ser reconocido; la del cura rebelde, que impone sus propios caprichos, sintiéndose más inteligente y audaz que las legítimas autoridades y que los demás; la del cura galán, que se autoafirma en su profunda inseguridad, intentando seducir a las mujeres.
También está la imagen del cura agradador que “mendigando” la aceptación de los demás, está dispuesto a ser una veleta, de tal manera que si está con un grupo de sacerdotes piadosos se convierte en “místico” y si está con curas parranderos, es el primero en la fiesta.
Finalmente, el sacerdote que se ha sentido muy herido, puede decidir proyectar una imagen indiferente o aislada. Así, evita la convivencia para no volver a ser lastimado. Nunca va a las reuniones del decanato ni del clero. Se encierra en su propio mundo, refugiándose en los libros, en una falsa vida espiritual, o en la computadora, los videojuegos o internet.
Sea cual sea la imagen que elija proyectar −arrastrado por lo que siente y por las circunstancias−, quien se queda en este nivel superficial, artificial, frágil y efímero, sufrirá una permanente sensación de soledad.
En cambio, quien se deja encontrar y guiar por Dios, descubre la verdad: quién es y qué es lo que la hace plena. Así, liberándose del automatismo de necesidades conflictivas, va alcanzando la unidad interior y la realización de su ser a través de un proceso de desarrollo objetivo e integral, valorando todo, no por su utilidad, sino por lo que es, estableciendo entonces una relación de encuentro, basada en la dignidad y en los derechos de todos[28].
Esto es lo que llamamos madurez, y que consiste en poseer una personalidad sólida, equilibrada y libre, capaz de asumir las propias responsabilidades y de relacionarse sanamente con los demás[29], como explica Juan Pablo II, quien afirma: “es necesario que el sacerdote plasme su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los demás en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre”[30].
Sólo cuando el sacerdote hace una opción por la verdad del amor, adquiere una personalidad sólida, equilibrada y libre, capaz de asumir sus propias responsabilidades y de relacionarse sanamente con el Papa, los Obispos, el propio Obispo y los legítimos superiores, el colegio de los presbíteros, los demás sacerdotes, las personas consagradas y los fieles laicos.
Estar unidos no significa que todos debamos sentir, pensar y actuar igual. Unidad no significa uniformidad. Ya lo decía el teólogo Joseph Ratzinger: “La fe trinitaria, que admite lo plural en la unidad de Dios... consolida la valoración positiva de lo múltiple”[31]. La unidad se logra respetando, comprendiendo, tratando con justicia, sirviendo, perdonando y pidiendo perdón, con la fuerza del amor que Dios nos ha dado.
¡Sólo el amor es capaz de lograr la unidad! Esa es la clave. El P. José Luís Martín Descalzo, escribió que sentía gran envidia por Juan Sebastián Bach, sobre todo por el don de haber sido querido por alguien como Ana Magdalena Bach; pero se pregunta: “¿Amó Ana Magdalena a Juan Sebastián porque le comprendía y admiraba o, por el contrario, le comprendió y admiró porque le amaba?... ha respondido la propia Ana Magdalena, cuando… explica… Sebastián era un hombre muy difícil de conocer no amándole”[32].
Efectivamente, la clave para comprehender, es decir, “abarcar” a alguien, es el amor. Por eso, nadie nos conoce mejor que Dios; Él nos ha creado por amor, nos ha redimido por amor y nos ha santificado por amor. Así nos enseña que sólo quien ama puede comprender a fondo, más allá de las apariencias: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón” (1 Sam 16,7).
No obstante, el demonio suele tentarnos haciéndonos mirar sólo la superficie, generando en nuestros corazones desconfianza; desconfianza hacia el Papa, hacia los Obispos, y en particular, hacia el propio Obispo. Nos hace dudar de la rectitud de sus intenciones en la toma de decisiones, particularmente aquellas que nos afectan, como un cambio de parroquia, un nuevo nombramiento, una disposición disciplinar o económica.
También el demonio es muy hábil para hacer tambalear nuestra fidelidad a la Iglesia-Esposa, destacando la peor parte del clero; sus debilidades, incluso en materia sexual, su adicción a la bebida, sus envidias y rivalidades, su apego al dinero, sus incoherencias, su falta de fe y de piedad. Y lo mismo hace con la vida consagrada, haciéndonos ver este estado de vida inútil para el trabajo de la parroquia; que es una pérdida de tiempo acudir a los conventos a confesar y celebrar la Misa.
¿Y qué decir de los fieles laicos? El demonio nos hace percibirlos como mal preparados y poco comprometidos. Como simples ayudantes en el trabajo pastoral intraeclesial. Como personas que demandan mucha atención y servicios, pero que a la hora de necesitar de ellos, no responden como esperaríamos, y cuya incidencia real en la vida cívica, académica, intelectual y política no es significativa.
Si dejamos anidar estas tentaciones, crecerán y fructificarán en múltiples formas de infidelidad: murmuración y rebeldía contra el Papa y el Obispo; distanciamiento del presbiterio y críticas hacia los sacerdotes; indiferencia y desprecio hacia las personas consagradas; hastío, dominio, clericalización y mal trato hacia los fieles laicos.
Entonces, decepcionados, sinsentido y desalentados, terminaremos cayendo en brazos de una mujer, una relación homosexual, una ideología, la bebida, la amargura, la avaricia, la venganza… Y quizá hasta podríamos dar razones que justifiquen nuestro infiel proceder; buenas razones, pero no verdaderas.
“Dentro del Pueblo de Dios −reconoce el Papa− ¡cuántas guerras!... espíritu de «internas»... quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente… ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto!... ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!”[33].
Se encuentra en Nüremberg, Alemania, una imponente iglesia llamada San Sebaldo, construida con amor en el siglo XIII, y ampliada y embellecida en los siglos XIV, XV, XIX y principios del XX. Esta magnífica iglesia fue reducida a escombros durante la segunda guerra mundial. Así lo describe un autor: “20 de abril de 1945… Nüremberg caída… San Sebaldo… convertida en sepulcro… ¿Acaso no sería más razonable demolerla por completo?... Pero la gente no abandona la Casa de Dios... tímidos trabajos de reconstrucción... pese a todo crece la admiración”[34]. Hoy San Sebaldo luce de nuevo en todo su esplendor, inspirando a muchos.
Quizá podamos decir, como el Cardenal Ratzinger: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”[35]. Entonces, probablemente, lleguemos a pensar: “¿Acaso no sería más razonable demolerla por completo? ¿Por qué no contribuir a ello?”.
Efectivamente, construir requiere ciencia, esfuerzo, dedicación, tiempo y paciencia. En cambio, para destruir basta un segundo, y no se requiere ni ciencia, ni esfuerzo, ni dedicación, ni paciencia. Sin embargo ¿Queremos ser destructores o constructores? Y lo más importante ¿Qué quiere Dios de nosotros?
Siendo sinceros, antes de decir “yo acuso”, debiéramos decir “yo confieso”. “Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8,7), dijo Jesús a los que le llevaban a una mujer, acusada de adulterio, y que querían acabar con ella a pedradas. Él repite esto a quienes quieren condenar a los demás.
“Danos la gracia de… ayudar a construir tu cuerpo, la Iglesia”[36], oraba el Cardenal Ratzinger. Cristo “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla” (Ef 5, 25). “…así debe hacerlo el sacerdote”[37], decía Juan Pablo II.
Lo más común, lo más difundido, lo que parece “más de moda”, es ser destructores. Sin embargo ¿Queremos seguir ese camino? El poeta Robert Frost, escribe que caminando por el bosque, vio que la senda por la que andaba se dividía en dos caminos. Uno de ellos tenía pocas hojas; señal de que había sido andado por muchas personas. En cambio, el otro, estaba plagado de hojas; señal de que pocos lo habían recorrido. Entonces, tomó una decisión: seguir el que parecía menos andado. Y “eso −concluye− ha hecho toda la diferencia”[38].
La fe lleva al sacerdote a optar con madurez por el camino, poco andado de la obediencia, que es disposición para buscar la voluntad de Aquel que lo ha enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38). Así, la suya es una obediencia “apostólica”, en comunión con el Papa y con el Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo; una obediencia “comunitaria”, en unidad con el presbiterio, siendo solidario en las decisiones corresponsables; y una obediencia “pastoral”, ya que debe estar atento a las necesidades y exigencias de la grey[39].
Cuentan que era muy joven Alejandro Magno, cuando su padre Filipo II, rey de Macedonia, ofreció un banquete para festejar su nuevo matrimonio. De pronto, su flamante suegro, Atalo, brindó porque el matrimonio diera un heredero legítimo al rey. Disgustado, Alejandro le vació encima su copa gritando: “¿Acaso yo soy un bastardo?”. Entonces Filipo se levantó enfurecido para poner orden, pero como había bebido bastante, cayó al suelo. Entonces, Alejandro le dijo: “¿Y tú piensas conducir nuestros ejércitos cuando no eres capaz de conducirte a ti mismo a través de este salón?”.
Como sacerdotes debemos guiar a los fieles mostrándoles el camino que conduce a una vida plena en esta tierra y eternamente feliz en el Cielo. Sin embargo, quizá algún fiel podría decirnos: “Padre ¿cómo pretende conducir a una comunidad cuando no es capaz de conducirse así mismo?”
“Triunfa el que… es prudente y está preparado… el que sabe usar fuerzas grandes o pequeñas, y tiene unidad de propósitos y armonía en las relaciones humanas, más que el que encuentra estación y terreno apropiados”[40], decía Sun Tzu.
El Señor nos pide que, como Él, seamos personas de comunión. “Es necesario −escribe san Ignacio de Antioquía a los Tralianos− que, como ya lo vienen practicando no hagan ustedes nada sin el Obispo; sométanse también a los presbíteros como a los apóstoles de Jesucristo, nuestra esperanza, para que de esta forma nuestra vida esté unida a la de Él”[41].
Es preciso procurar una sana fraternidad sacerdotal, que nos ayude a avanzar en la perfección humana y cristiana, y a ser auténticos pastores. En la convivencia sacerdotal, debemos aceptar la diversidad en lo accidental, conscientes de que unidad no significa uniformidad. “Sé tolerante −exhortaba san Agustín−, puesto que para esto has nacido. Sé tolerante en la convicción de que también tú eres tolerado”[42]. La fraternidad sacerdotal ha de traducirse en la solidaridad y en el compromiso de procurar que ningún sacerdote se sienta sólo o abandonado.
Ese debe ser el objetivo de las reuniones de decanato o de las zonas pastorales, y no un pretexto para una convivencia superficial y vulgar, en la que corra el alcohol, a veces, ante la mirada atónita y lastimada de los laicos que nos atienden.
Para mejor cumplir su misión, el sacerdote debe cuidar su salud corporal y espiritual, su formación permanente, estar “al día”, convivir con sus hermanos sacerdotes y saber descansar. Porque, como decía Séneca “el cansado busca pendencia”, al igual que quienes están “atormentaos por el hambre o la sed”[43].
En cierta ocasión en la que en una diócesis se hablaba de esto, un sacerdote, que tenía fama de tener muy mal carácter, dijo: “Eso no es necesario. Yo llevo 30 años de ministerio ¡Y nunca he tomado vacaciones!” A lo que otro respondió con ironía: “¡Con razón!”
“Para que nuestra amistad sacerdotal no se convierta en simple camaradería o vacío compañerismo, tiene que santificar”[44], comenta el Cardenal Pironio. Teniendo esto presente, podemos proponer algunas cosas concretas para la amistad y la convivencia sacerdotal:
Cercanía: acudir a las reuniones. Comunicarnos, visitarnos y dedicarnos tiempo. Estar enterados de cómo está el hermano de salud o de ánimo. Saber si está bien o si enfrenta algún problema. Felicitarnos el día del cumpleaños, del santo o del aniversario sacerdotal. Acompañarnos en la enfermedad o el duelo por la muerte de un familiar. Ayudarnos en una necesidad económica.
Escucharnos. Hablarnos bien y hablar bien de los demás. Evitar la crítica destructiva o la falsa corrección fraterna que lleva por objetivo humillar y lastimar. Hablar de lo nuestro, de lo sacerdotal. Compartir la alegría de la fe, conocimientos, experiencias pastorales, anhelos, proyectos, planes, esperanzas, temores y dificultades. Tener la valentía de corregir con prudencia y caridad al hermano que yerra. Decirnos palabras de aliento, teniendo presente que, como señala el Cardenal Pironio: “El elogio es el oxígeno del alma; pero la adulación es su más aplastante asfixia”.
Y finalmente, orar juntos y orar unos por otros, especialmente por los que más lo necesitan o por los que nos son menos simpáticos.
“Si está dentro de ti la raíz del amor −afirma san Agustín−, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz”[45]. Por eso, el beato Juan de Palafox y Mendoza, aconsejaba no tratar mal de palabra ni obra, no desconsolarse ni desconfiar, y tener “presente en la vida la muerte, y que se le aguarda corona o pena eterna”[46].
Efectivamente, debemos tener presente cada día que somos peregrinos hacia la eternidad, y que, como decía san Juan de la Cruz: “En el atardecer de la vida, se nos examinará sobre el amor”[47]. Si vivimos amando, cuando llegue el final, nuestros hermanos sacerdotes podrán escribir en nuestra lápida: “Descanse en paz”. De lo contrario, seguramente pondrán: “Aquí yaces, y haces bien; tu descansas y nosotros también”.
Queridos padres, gracias por su atención. Y que la Virgen María y san Juan María Vianney, cuya memoria celebramos hoy y que afirmaba: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”[48], intercedan por nosotros para que seamos un reflejo de ese corazón, y podamos llamarnos verdaderamente unos a otros “amigos” ¡Felicidades!
Mons. Eugenio Lira Rugarcía, Obispo Auxiliar de Puebla
Secretario de la CEM
[1] Cfr. Dt 4, 32.34. 39-40.
[2] Cfr. Fides Damasi, DS, 71.
[3] Pastores dabo vobis, 12.
[4] Orationes, 40, 41: PG 36, 417.
[5] Ángelus 7 de junio de 2009.
[6] Deus caritas est, 11.
[7] Introducción al cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2001.
[8] Ut unum sint, 21.
[9] Pastores dabo vobis, 12.
[10] Contra las herejías, Libro 4,13.
[11] Homilía en el 60º aniversario de Ordenación Sacerdotal, 29 de junio de 2011.
[12] Moralium 27,12.
[13] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 789.
[14] Ibíd., 792-795.
[15] In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8.
[16] Evangelii gaudium, 9.
[17] Ibíd., 271-274.
[18] Cfr. JUAN PABLO II, Ecclesia in America, 12.
[19] Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007, p. 24.
[20] Ibíd., p. 27.
[21] Seis sermones sobre el sacerdocio, Libro 3, Libro III, La responsabilidad de la gracia sacerdotal, y Vigilancia y virtud.
[22] In Ioannem, hom. 87.
[23] Soledad y amistad sacerdotal, en Notas de Pastoral Jocista, año X, noviembre-diciembre, 1956, pp. 4-12.
[24] Ídem.
[25] Ídem.
[26] www.cem.org.
[27] Soledad y amistad sacerdotal, op.cit.
[28] Cfr. CENCINI-MANENTI, Psicología y formación, estructuras y dinamismos, Ed. Paulinas, S.A. de C.V., México, 1994, pp. 27-43.
[29] Cfr. Pastores dabo vobis, 43.
[30] Ídem.
[31] Introducción al cristianismo, Op. Cit., p. 152.
[32] Razones para el amor, Ed. Biblioteca Básica del Creyente, Madrid, 1998, pp. 23-25.
[33] Evangelii gaudium, 98, 99 y 101.
[34] ANÓNIMO, San Sebaldo, un monumento a la paz, poema al pie de las fotografías en las columnas de este templo.
[35] Vía Crucis, 2005, IX Estación, hn.opusdei.org/art.php?p=10038.
[36] Ibíd., V Estación.
[37] Pastores dabo vobis, 23.
[38] FROST, Robert, Mountain Interval (Intervalo en la montaña), Henry Holt and Company, New York, 1920; Bartleby.com, 1999, The Road Not Taken (El camino no tomado).
[39] Pastores dabo vobis, 28.
[40] El arte de la guerra, Ed. Coyoacán, México, 2003, nn.3.24-29.
[41] Cap. 1,1-3,2; 4, 1-2; 6,1; 7,1-8,1.
[42] Serm. 47,6.
[43] SÉNECA, De la ira y la clemencia, Editora de Gobierno del Estado de Veracruz, Xalapa, Veracruz, México, 2001., III, 10. p. 130.
[44] Soledad y amistad sacerdotal, op. cit.
[45] In Epist. Joan. 7,8.
[46] Trompeta de Ezequiel, Ed. BUAP, Puebla, 2012, Doce consejos, pp. 121-123.
[47] SAN JUAN DE LA CRUZ, Aut. Andújar, 59.
[48] En Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
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