Después de que la crítica postmoderna de la racionalidad haya revelado su insuficiencia, el magisterio actual está ofreciendo constantes indicaciones sobre la necesidad de una alianza cada vez más estrecha entre la fe y la razón, cuya solidaridad parece ser el único freno al relativismo. En este trabajo pretendemos reflexionar, filosófica y teológicamente, en torno a dos puntos centrales del pensamiento de Benedicto XVI: (i) la obligatoriedad de una decisión a favor de la razón o la irracionalidad como principio del universo; (ii) la invitación a ensanchar nuestro concepto de racionalidad. La combinación de estas dos claves permite presentar la racionalidad del cristianismo como una apuesta por la Razón en el origen, que despliega a través del tiempo un proyecto inteligible al cual se puede abrir la razón humana: la intervención divina en la historia para la divinización del hombre
La publicación, hace ya casi diez años, de la encíclica Fides et ratio ha proporcionado un nuevo marco magisterial que supera una cierta concepción dialéctica de las relaciones entre la fe y la razón. En la perspectiva cristiana, fe y razón se reclaman y compenetran mutuamente, de modo que no pueden venir consideradas por más tiempo de modo aislado; se mantiene entre ellas una relación esencial, que debe estar siempre presente tanto bajo la forma del fidesquaerens intellectum como del intellectus quaerens fidem.
A lo largo del magisterio de Benedicto XVI, especialmente durante el año 2006, creemos encontrar preciosas indicaciones sobre modos concretos en los que la relación fe-razón ha de activarse en nuestra situación actual, así como determinadas acentuaciones teológicas que ponen de manifiesto la profunda unidad entre estas dos realidades[1]. En este trabajo pretendemos llamar la atención sobre algunas de sus propuestas y aventurar posibles modos de concreción que sirvan al diálogo de la fe con las diversas culturas.
2.1. De la diosa razón a las razones instrumentales
La pretensión ilustrada de construir la vida humana a partir de la sola razón, venerada como diosa, hace tiempo que pasó de moda. La sola ratio se ha convertido en una herramienta metodológica de determinados reductos del mundo actual, subproductos de cierto cientificismo de primeros de siglo. La fagocitación de la mentalidad científica por la mentalidad tecnológica responde a esta lógica: puesto que la racionalidad de lo necesario (las leyes físicas) es una forma de racionalidad extremadamente pobre, incapaz de enfrentarse con los requerimientos del espíritu humano, la inicial dimensión contemplativa de la ciencia moderna ha cedido el lugar a lo que primariamente importa en la ciencia contemporánea, su capacidad para hacerse tecnología, su utilidad para manejar la naturaleza (y eventualmente al propio hombre) a favor del mismo hombre.
La consecuencia, más o menos inevitable, de una sola ratio cientificista ha sido pues la instrumentalización de la misma y una sectorialización de los saberes y actividades humanas, que resulta imposible reducir a una perspectiva unitaria. La fragmentariedad es característica esencial de este período epocal que llamamos post-modernidad.
Evidentemente, las experiencias sociopolíticas del pasado siglo y de inicios del actual reman en la misma dirección: la abundancia de fenómenos irracionales (piénsese en las dos guerras mundiales o en la desgraciada lacra del terrorismo en sus distintas versiones) hacen sospechar de la razón como característica definitoria del ser humano. Todo lo más, cabría admitir tipos específicos de racionalidad (solae rationes) en determinados sectores de la vida del hombre. La subsistencia de los mismos quedaría supeditada a una rígida metodología —límites en el ejercicio de la razón que definen su especificidad dentro del sistema— y a su utilidad respecto del interés general.
2.2. Pesimismo moral
Es en el terreno moral, aquel específicamente humano, donde los estragos se hacen sentir especialmente. La preocupación papal de que nuestro desarrollo moral no avanza tan rápidamente como la tecnología[2] manifiesta la existencia de diversas velocidades en cada uno de los sectores de la humanidad actual, que parecen estar alejándose unos de otros a manera de un big bang. Pero quizás ha sido en el mismo terreno moral en donde la sola ratio ha iniciado su declive. Si en la edad moderna el mal parecía ser consecuencia de la religión, en la edad contemporánea hemos contemplado que no es más que el hombre (animal racional) el último responsable[3].
Ahora bien, ante la omnipresencia del mal en el mundo, la postmodernidad parece reaccionar de modo diverso al medieval. No se admite ya el silogismo clásico: malum est, ergo Deus est. Más bien se pretende que si hay mal, el todo ha de ser malo, es decir, el bien que hay es aparente: malum est, ergo omnia mala[4]. Hay una inversión total de la valencia metafísica del bien y del mal. Lo real es el mal.
La cuestión es: ¿se sostiene esto? En principio, somos capaces de explicar el mal a partir del bien, pero ¿somos verdaderamente capaces de explicar el bien (su apariencia) a partir del mal? ¿La razón (su apariencia) a partir de lo irracional? ¿El orden (su apariencia) a partir del desorden? Abordaremos esto en el siguiente epígrafe.
2.3. Relativismo y racionalismo. Ampliar la racionalidad
El paradigma cultural en el que se mueve nuestra sociedad postcristiana, parece ser el del relativismo. No nos detendremos a considerar los males de dicha cosmovisión. Pero se ha de subrayar que, a pesar de los pesares, ese relativismo no es absoluto (no puede serlo), sino relativo: relativo porque afecta a algunas cuestiones que deberían tratarse como absolutos, pero no a todas. Por ello, más que de un relativismo puro, de lo que adolece nuestra sociedad es de la falta de capacidad intelectual, del impulso vital para abordar las cuestiones últimas, para pasar «del fenómeno al fundamento»[5].
La conexión entre relativismo moral y racionalismo ha sido puesta de relieve en diversas ocasiones por Benedicto XVI. Baste aquí considerar que el racionalismo no es hipertrofia de la razón, sino precisamente reducción, autolimitación de la misma. Hay hipertrofia sólo en la decisión de limitar su campo de actuación. El racionalismo como enfermedad de la razón acaba autoimponiendo límites de principio a la propia razón, que pierde su capacidad integradora para difractarse en una pluralidad de razones procedimentales. Su manifestación cultural más clara es el relativismo.
Así pues, parece que la pérdida de confianza en lo específicamente humano, en la razón —si bien como sola ratio, propuesta metodológica desenfocada— ha sido el detonante básico de la crisis de la modernidad. Pero esta crisis no nos conduce de vuelta a la fe, sino a una humanidad fragmentada, al menos en lo fundamental. Resultan por tanto notables las propuestas de Benedicto XVI por «ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca»[6]. Es la unidad intrínseca de la realidad, de la humanidad y de cada hombre como proyecto de Dios, que se realiza antropológicamente en la unidad de razón y fe en la persona.
A este respecto, la invitación a aquilatar nuestro concepto de razón para alcanzar una nueva unidad entre fe y racionalidad en el mundo de hoy[7], no queda expuesta de manera abstracta. Hay una explícita referencia al material objetivo que contiene en sí precisamente uno de los precursores de la crisis contemporánea: «La moderna razón científica, sin embargo (...), lleva también consigo, como he tratado de mostrar, una pregunta que la sobrepasa en sí misma y en sus posibilidades metodológicas. Ella debe sencillamente aceptar, como un dato de hecho sobre el que se basa su metodología, la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la materia»[8]. Se trata, pues, de una reflexión sobre los mismos fundamentos metodológicos de la ciencia, de filosofía de la ciencia, podríamos decir, que supere el encorsetamiento de la metodología, pues incluso la razón científica conduce a reflexionar sobre la razón y lo racional sin limitaciones.
Que el quid de la cuestión es la existencia de la razón humana y de una realidad racional lo ilustra el planteamiento que el Papa llega a realizar en Verona sobre las matemáticas: «La matemática como tal es una creación de nuestra inteligencia: la correspondencia entre sus estructuras y las estructuras reales del universo —que es el presupuesto de todos los modernos desarrollos científicos y tecnológicos, ya expresamente formulado por Galileo Galilei con la célebre afirmación de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático— suscita nuestra admiración y plantea un gran interrogante.
«En efecto, implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. Cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad»[9].
Una reflexión sobre los presupuestos en que se asientan las solae rationes, sean estas la razón científica o la razón práctica (moral), como hemos intentado ilustrar aquí, conduce a la pregunta por el origen, por el origen de lo racional y el origen de nuestra razón.
3.1. Azar, irracionalidad y razón limitada
Una pregunta por el origen que remita al Logos creador sólo es posible si se da una cierta continuidad en lo racional: dicho en otras palabras, si la razón humana es capaz de conocer la verdad (otra de las líneas de fuerza de Fides et ratio) y, por tanto, es reclamada por la Verdad. Pero como también ha puesto de relieve Benedicto XVI en Ratisbona, esta idea no ha permanecido siempre como trasfondo intelectual de la humanidad[10]. Como ejemplo paradigmático de esta ruptura podemos mencionar el nominalismo ockhamista, para el que el orden del universo no existe a priori. El orden que encuentra nuestra razón expresaría únicamente la posición presente de los seres, el uno en relación con los otros: se observa aquí la típica limitación de la razón, que no va más allá para preguntarse por ella misma y por el origen de ese orden que percibe, una razón autolimitadora que no trasciende la factualidad.
Ahora bien, si la razón humana pone límites de principio a su capacidad para alcanzar la verdad en el origen, la verdad más profunda, este corte de lo racional no puede sino conducir a una originariedad del puro arbitrio, sea bajo la forma de una divinidad de potentia absoluta, no ligada por su potentia ordinata, sea bajo la forma del puro azar ateo.
Evidentemente, no todo lo racional ha de resultar igualmente alcanzable por la razón humana en la actual economía de la salvación, ni ha de serlo por la de cada hombre en particular[11], pero no es esta la cuestión fundamental. El dilema fundamental que plantea Benedicto XVI a la humanidad es el siguiente: si en el origen del mundo nos hallamos ante el logos-razón o por el contrario se encuentra una evolución-irracional[12].
A este dilema, en nuestra opinión, se pueden acabar reconduciendo todos los grandes debates de fondo en la historia de la humanidad. En la actualidad, por ejemplo, la discusión entre los defensores de la existencia de una naturaleza humana común (racional) y aquellos que abogan por una racionalidad resultado del ambiente cultural del momento. Los que plantean la cultura o las convenciones sociales como fuente última de la realidad que vivimos, han de adherirse a una especie de «emergentismo cultural», ya que no tendría sentido preguntarse por un origen (racional) más radical de la cultura, de cada cultura humana. Esto sólo puede conducir de fondo a la primacía de la sinrazón; siendo el «emergentismo» un concepto acuñado para connotar de refilón el salto implícito —de lo irracional a lo racional— que en algún momento habrá de producirse. Sin embargo, en buena lógica del logos cristiano, toda realización histórica concreta no es del todo contingente: tiene su razón de ser, es el fruto de un proyecto de la razón creadora.
Otro ejemplo: para explicar la presencia de la santidad, de la riqueza de la vida espiritual de determinadas personas en el mundo, el ateísmo debe recurrir, en último término, al salto de la irracionalidad a lo racional. Derivación que, por definición, es irracional. Así, se puede decir que la vida de los santos corresponde a una sugestión permanente provocada por determinados condicionantes familiares, culturales, biológicos... Ante la pregunta acerca del origen de esos condicionantes, sólo cabe la remisión última a una fuente irracional o a un conjunto de leyes irracionales (!) que determinan la historia (y por tanto se hallan ellas mismas en cierta manera fuera de la historia). En definitiva, el emergentismo de lo racional a partir de lo irracional es profundamente irracional. Se corresponde con la imagen de un caleidoscopio (en el que el orden proviene del azar) o con un conjunto de fotogramas que sólo aleatoriamente llegan a constituir una película.
Sin embargo, desde el punto de vista de la primacía fundamental de la razón, lo irracional se puede derivar de lo racional (como de hecho ocurre semánticamente) a partir de la vocación del hombre a divinizarse en el tiempo mediante la gracia y el uso de su libertad. La existencia de lo irracional no se explica a partir de una racionalidad cerrada en sí misma, sino a partir de una racionalidad abierta al infinito, que se va desarrollando a lo largo de la historia (personal y colectiva).
3.2. Una teoría de la diferencia. Recuperar la cuarta vía
¿Pero existe alguna posibilidad de refutar la primacía de lo irracional sin necesidad de realizar una decisión previa a favor de una de las dos opciones del dilema? La cuestión es que si como fundamento de todo está el azar, ni siquiera llegaríamos a preguntárnoslo. Si nos lo preguntamos, entonces hay «algo más». En el fondo, lo irracional es absolutamente monista, por lo que necesitamos una buena teoría de la diferencia[13].
Es interesante notar que un fotón, cuando chocaba contra otro fotón poco después del Big Bang, no preguntaba «¿por qué?». El fotón «ve» otras partículas e interacciona con ellas. Pero la cuestión es que en la realidad, se ve más de lo que se ve. Lo que queremos decir es que en la realidad nos encontramos ante una dinámica de niveles inclusivista. Hay niveles distintos de otros niveles, y niveles que asumen a los otros, en una organicidad más amplia y compleja. Esto no lo niega nadie: los físicos, por ejemplo, están muy acostumbrados a ello. Existen teorías más amplias, que engloban otras teorías, que sin embargo mantienen su significación en determinados regímenes: no hay que recurrir a la electrodinámica cuántica, habitualmente, para entender el funcionamiento del circuito integrado de un ordenador, que sigue las leyes básicas de la electrónica y el álgebra de Boole.
Pero esto significa que hay un criterio para establecer las diferencias que no es meramente negativo y por igual (antítesis de una tesis[14]), sino que es «jerárquico» y, en ese sentido, racional: lógico, que posee logos. Una jerarquía de niveles en la realidad significa que unos sirven de base material a los otros, a la vez que estos últimos poseen una racionalidad, un logos, no independiente, pero sí diferente del de los niveles constituyentes. Al mismo tiempo, la diferencia entre la «lógica» de cada uno de los niveles tiene su propia racionalidad, de lo que resulta una «lógica diferencia»[15].
La primacía de lo irracional, del azar, por el contrario, es incapaz de generar una dinámica integradora de niveles. Si el fundamento es irracional, las pretendidas diferencias que encontramos en la realidad sólo son diferencias irracionales y, por lo tanto, no verdaderas diferencias: la realidad sería unívocamente irracional, puesto que lo irracional no admite una analogía de irracionalidades. Si admitimos la diferencia, los niveles de la realidad, admitimos una cierta racionalidad y, esto, en buena lógica, ha de llevarnos a la primacía de lo racional, hasta tal punto que lo irracional es siempre aparente —irracional hic et nunc para la especie humana o para un hombre concreto—, en el sentido de pertenecer a una racionalidad superior (a un nivel superior).
En nuestra opinión, la clásica distinción filosófica entre «condición necesaria» y «causa» se revela aquí decisiva para entender la diferencia entre una cosmovisión evolutiva, irracional y ateleológica y una perspectiva de creación evolutiva, racional y finalista. Para una mentalidad positivista, con una razón reductiva, lo necesario pasa a ser automáticamente causa de aquello para lo que es necesario: las partículas y las interacciones fundamentales serían la causa de los demás niveles de la realidad. En una visión racional y abierta, lo necesario se integra en un proyecto global, orgánico, que da razón y es causa fundante del todo[16]. Si dicho proyecto no es directamente accesible a la razón humana en la actual condición histórica, la (incompleta) percepción de racionalidad habrá de conllevar la apertura de la razón a la dimensión religiosa[17], a la fe, en vez de a una autoimposición de límites que acaba suponiendo la negación absoluta de la propia razón y de toda racionalidad[18].
Las dos primeras vías tomistas para el conocimiento de Dios han sido tradicionalmente criticadas en el sentido de que la exigencia de una causa fundante no conduciría a una causa trascendente al mundo; bastaría para satisfacerla una especie de panteísmo dinámico[19] (el proceso ad infinitum no sería tal si se cerrara circularmente). Sin embargo, la percepción de una jerarquía de niveles en la realidad —equivalente a la percepción de la forma—, en la que los niveles inferiores están al servicio de los superiores, conlleva la percepción de una cierta finalidad inmanente: una finalidad formal. Esto ya lo percibieron Aristóteles y los estoicos. ¿Cómo pasar a lo trascendente? Quizás a partir de la reflexión (racional) acerca de la pregunta (racional) de una forma (alma humana) que trasciende los niveles percibidos y se da, de hecho, en la realidad. En el fondo, se trataría de recuperar la cuarta vía tomista, combinada con el concepto ampliado de razón que propone Benedicto XVI.
4.1. Algunos pseudoproblemas
Antes de pasar a realizar una propuesta concreta sobre el modo de entender esta razón ampliada en clave teológica, querríamos detenernos en la individuación de algunos problemas recurrentes que, dentro de la secular interrelación entre razón y fe, adolecen de una visión de fondo reductiva de la razón humana.
En la época moderna, ha resultado tradicional la contraposición universal-particular con que se pretende despachar la fe cristiana. Así, bajo la espada de Damocles del fichteano «sólo lo metafísico puede salvar, nunca lo histórico»[20], la realidad histórica de la fe cristiana es utilizada como pretexto para renegar de su universalidad. El particularismo histórico de la historia de la salvación cristiana —del mismo Jesús de Nazaret— haría imposible su pretensión de ser el salvador universal[21]. El tradicional inclusivismo religioso de la teología cristiana se revelaría imposible, por lo que sería necesaria la apertura hacia una teología pluralista de las religiones.
Ahora bien, dicha contraposición universal/particular hunde sus raíces en una concepción dialéctica de estos conceptos, donde la afirmación de uno supone la negación de otro[22]. Sin embargo, en buena lógica cristiana, todo acontecimiento es en cierto modo universal, porque no es ajeno a la razón creadora. Y lo universal ha de particularizarse desde el momento en que la creación se despliega en el tiempo, con una historia para el ser humano.
Si partimos de la primacía de la Razón creadora, la historia no es contingente. «In principio creavit Deus», «In principio erat Verbum», significan que la fe es, primariamente, fe en la Creación y en su Logos; que la historia del mundo tiene Logos y también la de cada hombre; que ese Logos es Amor y entra en la historia al mismo tiempo que la posee perfectamente en su trascendencia; que ese Logos lo poseen en plenitud los santos en el cielo. Sin esta perspectiva global como punto de partida, la fe acaba reduciéndose, en el mejor de los casos, a compartir una experiencia intrínsecamente parcial e incompleta[23].
Por otra parte, desde el punto de vista del conocimiento, parece que la historia del pensamiento cristiano ha oscilado entre la acentuación de una intrínseca unidad del saber, que viene de Dios, y que al hacer depender todo de Dios corre el riesgo del fundamentalismo[24], y el realce de la autonomía del saber profano, que mantiene a corto y medio plazo la paz intelectual, pero que no da razón de la unidad del designio salvífico y acaba llevando a la secularización y a la fragmentación cultural[25]. Tanto en uno como en otro caso, ni la racionalidad de la fe ni la apertura de la razón a la trascendencia logran jugar un papel relevante. Un ejemplo práctico, paradigmático y doloroso, es el del enfrentamiento entre una ética humana y una ética cristiana[26].
En el fondo —como también ha apuntado Benedicto XVI—, gran parte de los debates en el contexto de las relaciones entre fe y razón adolecen de una visión ahistórica de la razón[27]: «Para la filosofía y, en modo diverso, para la teología, constituye una fuente de conocimiento dar oído a las experiencias y doctrinas de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana; despreciar esa fuente significaría una inaceptable reducción de nuestra capacidad de escuchar y de responder»[28]. La razón humana tiene que mirar a la historia, a lo que se ha producido en ella, a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si no, su punto de partida es reductivo. Cuando se hace esto, resulta más clara la apertura intrínseca del hombre a la comunión con Dios.
4.2. La creación como historia. La razón histórica
En el último epígrafe de este artículo, queremos realizar una propuesta sobre el modo en que nuestro concepto de racionalidad podría ser ampliado. Se trata ciertamente de una propuesta desde la teología, pero teniendo en cuenta la historicidad del ser humano: no sólo por lo que se refiere a sus contenidos, profanos y religiosos, sino en su mismo darse como tal.
Es necesario recordar en primer lugar que la teología cristiana desarrolla la racionalidad interna de la fe: en la creación y en la historia. Por el contrario, una mera filosofía religiosa permanece en un cierto conceptualismo simbólico atemporal: mientras no se preocupe por la presencia del Eterno en el tiempo concreto, no llegará a ser teología. Por ello, nada más contrario al pensamiento cristiano que la heideggeriana separación entre una teología óntico-histórica y una ontología filosófica.
El camino que proponemos es el siguiente: la existencia de diversos niveles en la realidad, irreducibles unos a otros —a pesar de que los más complejos incorporen a los más sencillos— es una señal inexcusable de la existencia de un fundamento, causa trascendental de la creación[29]. El hecho de que ésta sea temporal, apunta a que el Creador quiere hacer algo en la historia, más allá de la mera «humanización» de la creación o el desarrollo humano de las criaturas inteligentes. El tiempo intrínseco de la creación es el lugar de inserción de lo «sobrenatural» en la naturaleza, que se realiza fontalmente a través de la Encarnación —plenificación de la inmanencia de Dios en la creación[30]—, con las particularidades derivadas, no originarias, de la historia de la salvación (afectada por el pecado a causa de la libertad de los seres racionales).
Ello tiene también sus consecuencias desde el punto de vista del conocimiento humano y el modo peculiar en que, mediante la inteligencia iluminada por la fe, podemos conocer a Dios en este mundo. Conviene recordar que cuando realizamos la objetivación de algo —se conoce y se ha conocido—, podemos asegurar que nos encontramos en un nivel superior al de ese algo. Por ello, la reflexión perfecta no existe en el hombre[31] (ningún hombre se conoce acabadamente) y por ello no podemos objetivar el Misterio del Creador trascendente que se autocomunica en la historia. Pero también por ello no somos fruto del azar. Por eso la vocación del hombre a la comunión divina se realiza mediante una historia, donde tiene lugar la expresión racional de la libertad divina: la necesidad de lo no necesario[32].
La ampliación de la racionalidad hasta la (eventual) apertura de la fe supone que, en un momento dado del itinerario racional-espiritual de la persona —en el que hay continuidad—, esta se ha de decidir por acogerse a una visión omnicomprensiva de su vida y de la historia de la humanidad —momento que se percibe como discontinuidad en la historia personal, pero no en el universal designio creador de Dios. Mientras que el resto de las propuestas filosóficas y religiosas quedan del lado de los preambula fidei, sólo la respuesta de la fe a la revelación de Dios en Jesucristo proporciona una visión global y coherente de la vida personal y colectiva, capaz de integrar la creación y la historia. Por ello, según se desprende de los discursos de Benedicto XVI, apostar por la racionalidad es apostar por la fe, y ensanchar la racionalidad conlleva atender y acoger la revelación de Dios en Jesucristo.
Javier Sánchez Cañizares
Facultad de Teología. Universidad de Navarra
[1] En este artículo tomaremos en consideración principalmente los discursos de Ratisbona y Verona, sin dejar de prestar atención a otras intervenciones en la misma línea. Remitimos, por orden cronológico, a las siguientes: Audiencia, 9.XI.2005; Discurso, 25.XI.2005; Discurso, 10.II.2006; Discurso, 6.IV.2006; Discurso, 5.VI.2006; Homilía, 12.IX.2006; Discurso, 12.IX.2006 (Ratisbona); Discurso, 19.X.2006 (Verona); Discurso, 11.XI.2006; Discurso, 22.XII.2006; Discurso, 12.II.2007; Discurso, 22.II.2007; Discurso, 23.VI.2007; Discurso, 7.IX.2007. Citaremos según la traducción castellana de cada intervención que ofrece la página web oficial de la Santa Sede (www.vatican.va).
[2] «El verdadero problema de nuestra situación histórica es el desequilibrio entre el crecimiento increíblemente rápido de nuestro poder técnico y el de nuestra capacidad moral, que no crece de forma proporcional», BENEDICTO XVI, Entrevista al Santo Padre con motivo de su próximo viaje apostólico a Alemania, 5.VIII.2006.
[3] «Pero el problema es aún más profundo. El hombre de hoy siente gran incertidumbre con respecto a su futuro. ¿Se puede enviar a alguien a ese futuro incierto? En definitiva, ¿es algo bueno ser hombre? Tal vez esta profunda incertidumbre acerca del hombre mismo —juntamente con el deseo de tener la vida totalmente para sí mismos— es la razón más profunda por la que el riesgo de tener hijos se presenta a muchos como algo prácticamente insostenible», BENEDICTO XVI, Discurso, 22.XII.2006.
[4] Como ejemplo de esta manera de pensar en la actualidad, cfr. O. FALLACI, «Noi cannibali e figli di Medea», en Il corriere della sera, 3.VI.2005. («Se Dio esistesse e fosse un Dio buono, un Dio misericordioso, perché avrebbe creato un mondo così cattivo?», ibid.).
[5] JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio, 14.IX.1998, n. 83.
[6] BENEDICTO XVI, Discurso, 19.X.2006.
[7] «Se trata más bien, por el contrario, de dilatar el concepto de razón que utilizamos y el uso que de ella hacemos, pues junto a la alegría por las posibilidades del hombre vemos también las amenazas que brotan de esas mismas posibilidades, y debemos preguntarnos cómo dominarlas. Sólo lo alcanzaremos si razón y fe se unen de un modo nuevo, superando ese límite que la razón se ha autoimpuesto de lo sólo verificable por experimentación, y la abrimos de nuevo en toda su extensión», BENEDICTO XVI, Discurso, 12.IX.2006, n. 15.
[8] Ibid., n. 16.
[9] IDEM, Discurso, 19.X.2006. Las cursivas son nuestras.
[10] «En el Medioevo tardío se desarrollaron en la teología ciertas tendencias que rompían la síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista se dio inicio con Duns Escoto a un planteamiento voluntarista, que finalmente, tras sucesivos desarrollos, condujo a la afirmación de que sólo conoceríamos de Dios su voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que había efectivamente hecho. Se esbozan aquí posturas que (...) podría[n] llevar a una imagen de un Dios-Arbitrio, que no está ligado ni siquiera a la verdad y al bien. La trascendencia y la distinción de Dios son así acentuadas de una manera tan exagerada, que tampoco nuestra razón, nuestro sentido de lo verdadero y de lo bueno, es ya un verdadero espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen eternamente inalcanzables para nosotros, escondidas detrás de sus efectivas decisiones», IDEM, Discurso, 12.IX.2006, n. 7. En el fondo, no se entiende la creación cuando se la hace derivar de la voluntad libre y soberana de Dios antes que de su verdad, sabiduría y bondad.
[11] Cfr. S. Th., I, q.1, a.1, co.
[12] «Por último, para llegar a la cuestión definitiva, yo diría: Dios o existe o no existe. Hay sólo dos opciones. O se reconoce la prioridad de la razón, de la Razón creadora que está en el origen de todo y es el principio de todo —la prioridad de la razón es también prioridad de la libertad— o se sostiene la prioridad de lo irracional, por lo cual todo lo que funciona en nuestra tierra y en nuestra vida sería sólo ocasional, marginal, un producto irracional; la razón sería un producto de la irracionalidad», BENEDICTO XVI, Discurso, 6.IV.2006; «En resumidas cuentas, quedan dos alternativas: ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Ésta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional», IDEM, Homilía, 12.IX.2006; «Se trata de ver si la razón está al principio de todas las cosas y en su fundamento, o si no es así. Se trata de ver si la realidad tiene su origen en la casualidad y la necesidad y, por tanto, si la razón es un producto casual secundario de lo irracional y si, en el océano de la irracionalidad, se convierte, a fin de cuentas, en algo sin sentido; o si es verdad, en cambio, lo que constituye la convicción de fondo de la fe cristiana: “In principio erat Verbum”, “En el principio era la Palabra”, es decir, en el origen de todas las cosas está la Razón creadora de Dios, que decidió comunicarse a nosotros, los seres humanos», IDEM, Discurso, 7.IX.2007. Una idea similar se encuentra en su producción teológica anterior: «El Logos, que está en el origen de toda realidad, sigue siendo hoy más que nunca la hipótesis más sensata, aunque es una hipótesis que nos exige renunciar a una posición dominante y aceptar el riesgo de una simple escucha», J. RATZINGER, El cristiano en la crisis de Europa, Cristiandad, Madrid 2005, 91; cfr. IDEM, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, 158. Para una visión de conjunto, cfr. P. BLANCO, Joseph Ratzinger. Razón y cristianismo, Rialp, Madrid 2005.
[13] Sería interesante estudiar algunos invariantes de las formas de pensamiento que hoy día se oponen. P. ej.: las maneras de entender la diferencia, la totalidad, la coordinación de las partes. Evidentemente es algo que excede al objetivo de este estudio.
[14] Cfr. L. POLO, Curso de Teoría del Conocimiento I, Eunsa, Pamplona 1987, 176 y 187-199.
[15] Es indispensable darse cuenta de la jerarquía (analogía) del ser. Si el criterio de distinción entre los entes es la mera negación —como diría Hegel—, la pluralidad es irreducible a la unidad: la síntesis acaba siendo fallida. Sólo si hay jerarquía objetiva, la pluralidad puede ser también «una» porque sea orgánica, i.e., porque haya interrelaciones donde unos elementos sirven a otros según sus características propias. No obstante, habría que recordar aquí que en gran parte del pensamiento del s. XX se daría una irreductibilidad de base entre los diferentes planos de la realidad. Para ese pensamiento, el reconocimiento de que vivimos en muchos niveles habría de vencer sobre las presunciones del yo unificado, controlador (cfr. C. TAYLOR, Fuentes del yo: La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996, 488ss.). Sería una versión sofisticada de la primacía de base de la irracionalidad.
[16] La diferencia entre ambas perspectivas puede resumirse con la conocida expresión de Polo: «no veo porque tengo ojos, sino que tengo ojos para ver» (cfr. Curso de Teoría del Conocimiento I, cit., 210). Las consecuencias de una y otra visión para la ética son evidentes: el que la razón no sea un «efecto» de la naturaleza inanimada implica que la ética no se «deduce» de esta naturaleza, sino que la asume (cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Rialp, Madrid 2000, 192ss.). El hombre no es un efecto de la evolución, aunque ésta haya sido necesaria para llegar al ser humano.
[17] «Especialmente, cuando se indaga el “por qué de las cosas” con totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad. En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional», JUAN PABLO II, Enc. Fides et ratio, 14.IX.1998, nota 28 (citado con anterioridad en Insegnamenti VI/2 [1983] 814-821). Desde el punto de vista ético eso supone que la razón técnica, llevada sola hasta sus últimas posibilidades, conduce al abismo. Ha de frenarse para permitir su inclusión en una racionalidad mayor que ella: la de la sabiduría creadora, de la que participa la razón del hombre.
[18] Sería interesante estudiar la conexión del argumento de la existencia de niveles en la realidad irreducibles entre sí (unos no son «efecto» de los otros) con las implicaciones del teorema de Gödel: la reducción de todo el contenido del universo a un tipo de elementos (sintaxis, atomismo, especies...) con una interrelación accidental —irracional— lleva a contradicción, pues aún dentro de la lógica del sistema, siempre se encuentra un tipo de realidad que sale fuera de dicho sistema (se muestra su incompletitud).
[19] Cfr., p. ej., el análisis que se hace de este pensamiento en M.G. SANTAMARÍA, Acción, persona, libertad. Max Scheler - Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2002, 54.
[20] En una versión más contemporánea, Pannenberg sigue considerando la existencia de una tensión insuperable entre la argumentación filosófica y la acción histórica de Dios: cfr., p. ej., P. STOCKMEIER, «“Rivelazione” nella Chiesa cristiana delle origini», en G. RUGGIERI (ed.), Storia delle dottrine cristiane I. La rivelazione, Edizioni «Augustinus», Palermo 1992, 48, nt 6.
[21] La declaración Dominus Iesus, 6.III.2000, ha de salir al paso precisamente de estas críticas para defender la unicidad y universalidad de Jesucristo salvador.
[22] La apologética cristiana, en ocasiones, ha dado cabida en sí a un espíritu dialéctico, que busca la confrontación con los problemas en vez de su integración dentro del misterio. El exacerbado espíritu apologético separa, disgrega. Pero la teología ha de mantener, por encima de todo, una unidad de perspectiva que englobe —probando a dar razón de ello— lo particular y lo universal.
[23] Existen algunos presupuestos en nuestra manera de explicar las cosas que para nada resultan evidentes a muchas personas. Por ejemplo: ¿Tiene sentido pensar en la vida como un todo? ¿Existe un plan orgánico para toda la humanidad? ¿Hay una plenitud de la vida humana? Habría que empezar por explicar esto o al menos referirse a ello en un principio. Si no, habrá que resignarse a que la propuesta de la fe cristiana se considere «cifrada» —como apunta Habermas— o bien, en el mejor de los casos, una más entre muchas otras.
[24] Podría ser el caso de determinados escritores eclesiásticos de los primeros siglos: ya que toda verdad ha de provenir de la Verdad, algunos hacían depender las verdades de la filosofía griega de los profetas judíos (cfr., p. ej., J. DANIÉLOU, Message évangélique et culture hellénistique, Desclée de Brouwer, París 1961, 55). En general, exégesis planas (sin relieve) de la Palabra de Dios conducen en esta dirección. Por el contrario, la misma Biblia es como un estímulo para el trabajo de la razón, puesto que en sus narraciones hay un logos objetivo que corresponde al logos subjetivo reconocer (comunicación privada con V. Balaguer).
[25] Posibles ejemplos serían la teoría de la doble verdad y el nominalismo.
[26] Cfr. T. TRIGO, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona 2003.
[27] Nos gustaría citar el siguiente ejemplo: cuando se plantea la pregunta de si los primeros cristianos consideraban a Jesús como Dios, podemos observar cómo en la misma están funcionando ya nuestros modernos prejuicios cientificistas u objetivistas. Un cristiano de la primera generación (como san Pablo) alcanza esa conclusión de modo natural a partir de su experiencia personal de vivir en Cristo. ¿Cómo si no podrían haberlo hecho? ¿A partir de razonamientos teológicos como los que nosotros nos hacemos hoy? Se olvidan los diversos niveles de la experiencia histórica: vida, derecho, teología.
[28] BENEDICTO XVI, Discurso, 12.IX.2006, n. 16.
[29] Cfr. L. POLO, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona 1995, 107ss. Polo explica con brillantez cómo una concepción evolucionista de la creación tiene la estructura de un mito: a partir de unas condiciones iniciales y unas leyes se fundaría el presente. Pero entonces el fundamento no funda, sino que fundó, y por tanto se pierde la actualidad del fundar.
[30] Es interesante comprobar la manera en que Orígenes rebate las objeciones de Celso ante la encarnación del Hijo de Dios: porque Dios es el Creador trascendente, su obrar en el mundo —y en particular la encarnación del Verbo— es inmanente. Trascendencia e inmanencia divina respecto de la creación se reclaman mutuamente: cfr. Contra Celsum, 4, 5 (SChr 136, 198); J. SÁNCHEZ CAÑIZARES, «Filosofía griega y revelación cristiana. La recepción patrística del Discurso del Areópago», en ScrTh 39 (2007/1) 185-201, 199
[31] Cfr. L. POLO, Curso de Teoría del Conocimiento I, cit., 335.
[32] «Ratzinger entiende que (...) lo necesario en lo no-necesario de la historia es posible y necesario para el hombre. Es una verdad universal y necesaria así como racionalmente justificable, que el hombre busca la auto-entrega de Dios como algo no-necesario, libre, contingente, histórico», M. SCHULZ, «La salvación universal y razón moral según Joseph Ratzinger y Benedicto XVI», en J.J. PÉREZ-SOBA, J. LARRÚ y J. BALLESTEROS (eds.), Una ley de libertad para la vida del mundo. Actas del Congreso internacional sobre la Ley natural, Publicaciones de la Facultad de Teología «San Dámaso», Madrid 2007, 217-238; 220. Habitualmente se entiende lo racional como necesario. Sin embargo, la racionalidad personal es heterogénea con la necesidad y con la arbitrariedad.
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