Cada uno tiene la experiencia de esa libertad constitutiva que nos impulsa a ser causa de nuestras acciones, corriendo el riesgo de ellas dentro de nuestras limitaciones personales
─¿Es el ser humano libre de forjar su propio destino?
─¿Nuestras decisiones están determinadas?
─En un universo regulado por leyes naturales: ¿Hay lugar para una providencia divina?
Estos son interrogantes que surgen con frecuencia entre mis alumnos en las clases de Introducción a la Filosofía y de Antropología. Estas preguntas son expresión viva de las inquietudes que nos acucian a todos en general y a los adolescentes en particular, durante el cursado de estas materias específicas.
Las respuestas a ellos son variadísimas según las diversas interpretaciones: unas más científicas y otras desde la experiencia. Todas conducen a preguntarnos también por el mundo en qué vivimos: ¿Cómo es? ¿Cómo entendemos lo que sucede? ¿Qué descubrimos cada día en la calle, en el diario, en las propagandas, en la televisión, en el trabajo, en los problemas, en las ideas y valores que nos influyen?
A lo largo de nuestra vida descubrimos nuestras propias ideas y personalidad, nuestros afanes de libertad, la conciencia de la bondad o la maldad de nuestros actos, nuestra responsabilidad personal. Advertimos que se suceden cambios acelerados, profundos y que para tener una visión unitaria hay que integrar elementos complejos, como complejos somos los humanos.
Esto nos hace salir de nosotros y mirar el mundo, como penetrándolo con otra mirada para confrontarlo. Confrontamos nuestra realidad personal con la del entorno cultural. No es sencillo, porque somos parte de él y porque se presenta complicado, plural, variado, cambiante.
En nuestros pensamientos e ideas pesan, las ciencias matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias del hombre: que nos influyen y nos modifican. La técnica que nos da soluciones, pero que también nos condiciona y crea necesidades: comunicación, moda, artefactos.
La vida familiar y social se transforma: crecen las ciudades, los trabajos, las redes sociales. Los valores tradicionales se cuestionan, las conductas y actitudes se modifican. Hay inquietud por las instituciones y las leyes. El progreso científico postula nuevos humanismos, la vida religiosa pide una adhesión más personal a la fe y un sentido más vivo de Dios.
Crece la aspiración del hombre por perfeccionar su dominio de la naturaleza y establecer un orden político, económico y social que afirme la dignidad de las personas y de los grupos sociales en una vida más libre y plena, más feliz.
Nos planteamos: ¿somos libres?, ¿qué es la libertad? Algunos consideran aún hoy, que no lo somos porque la libertad es aparente, hay cierto pesimismo que la ve como una carga. Otros piensan que no es real porque desconocemos las verdaderas motivaciones de nuestra conducta, o bien, porque el cientificismo y el positivismo, concluyen que nuestro actuar está determinado.
Sin embargo, cada uno tiene la experiencia de esa libertad constitutiva que nos impulsa a ser causa de nuestras acciones, corriendo el riesgo de ellas dentro de nuestras limitaciones personales. Experimentamos que podemos elegir hacer esto o lo otro, satisfacer una necesidad o no hacerlo, ir aquí o allá, empeñarnos en algo o no. Comprobamos que tenemos la capacidad de auto-determinarnos y comprometernos por nosotros mismos y, en esto, consiste propiamente la libertad; en darle un destino para algo que valga la pena.
La libertad humana no es una libertad absoluta, es la libertad de un ser limitado y por ello, una libertad limitada y compartida con otros seres humanos. Como lo expresa Víktor Frankl: “Sin ninguna duda, el hombre es un ser finito y su libertad limitada. No se trata, pues de liberarse de los condicionantes (biológicos, psíquicos, sociológicos), sino de la libertad para adoptar una postura personal frente a esos condicionantes. Ya lo afirmé con claridad en cierta ocasión: como profesional de dos disciplinas, neurología y psiquiatría, soy plenamente consciente de en qué medida el hombre está sujeto a las condiciones biológicas, psíquicas y sociológicas. Pero además de profesor en estos dos campos soy superviviente de otros cuatro de concentración, se entiende y como tal quiero testimoniar el incalculable poder del hombre para desafiar y luchar contra las peores circunstancias que quepa imaginar”[1].
Fácilmente podemos darnos cuenta que todos los seres humanos en su sano juicio buscan la felicidad, tienen deseos ardientes de conseguirla. También la buscan aquellos que cometen delitos o crímenes horrendos. El deseo de felicidad está puesto en la persona, se podría decir que estamos determinados a buscarla, a querer poseerla, es imposible no desearla. Lo que sí vemos que está en nuestras manos, en nuestro libre arbitrio, es la elección de los medios y de los actos más oportunos o convenientes para su consecución. Tenemos la vida para vivirla, pero tenemos que acertar en elegir la mejor manera de vivir, siempre en compañía, con los otros, porque la persona no es feliz en soledad, ya que está hecha para amar. Este es su fin, el fin de su naturaleza. San Agustín decía: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones, 1,1).
Pregunta Leonardo Polo: “¿Quién es propiamente feliz? Entre los animales solamente el hombre. Una piedra, un animal, no pueden ser felices. ¿Quién puede serlo? Aquel en el que la relación con la causa final es clara para sí mismo. Ser libre sólo se justifica si uno puede ser feliz. ¿Cómo hacer compatible la contingencia con la libertad, en tanto que la libertad se explica por la felicidad? La averiguación aristotélica es espléndida: solamente puede ser feliz el que tiene inteligencia y es libre”[2].
Surge el cuestionamiento: ¿estamos determinados? ¿Qué es el determinismo? Para una definición sobre determinismo me remito al diccionario de uso español en sus dos acepciones: 1. “Doctrina filosófica según la cual la marcha del universo físico responde exactamente a un encadenamiento de causas y efectos y sería totalmente previsible en un momento dado si fuera posible conocer todos los datos”; 2. “Doctrina que atribuye predeterminación a los actos humanos”[3].
En la Historia, la Filosofía no sufre un progreso lineal, que permita desestimar estos cuestionamientos, que son propios de todo hombre, más allá de que puedan estar condicionados por la cultura de un momento.
Así lo manifiesta Ernesto Sábato, en su libro Hombres y engranajes: “Desde el Renacimiento, la ciencia y la filosofía se habían lanzado a la conquista del mundo objetivo. Aspiraban a develar las leyes que rigen el funcionamiento del Universo, para ponerlas al servicio del hombre. Pero para ello había que prescindir del yo, había que investigar el orden universal tal como es, de manera que sus leyes, una vez encontradas, iban a tener la implacable validez de los hechos, que no dependen de nuestra voluntad ni de nuestros deseos… El resultado ya lo conocemos: fue la conquista del universo objetivo, pero al precio de un total sacrificio del yo, de la humillación de los valores verdaderamente humanos… Frente al marmóreo museo de los símbolos matemáticos, estaba el hombre individual, que al fin y al cabo tenía el derecho de preguntarse para qué servía ese aparato de dominio del mundo si no servía para resolver su angustia ante los eternos enigmas de la vida y de la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas se erigió el de la existencia del hombre. ¿Tiene algún sentido la vida? ¿Qué significa la muerte? ¿Somos un alma eterna o meramente un conglomerado de moléculas de sal y tierra? ¿Hay Dios o no? Estos sí que son los problemas importantes”[4].
Y siglos antes San Agustín, cuando escribe Ciudad de Dios, hacia el año 412 a 426 hace una verdadera Filosofía de la Historia, cuando considera la Historia como un plan ideado por el pensamiento divino y realiza una interpretación de las causas que modelan los acontecimientos humanos, poniendo todo el esfuerzo de su fe para llevar lejos a la inteligencia: “creo para entender y entiendo para creer” (Sermón 43). Busca respuestas.
A partir de principios y verdades metafísicas introduce orden y armonía en los sucesos humanos, caóticos y desarticulados −como todo organismo vivo−. Muestra cómo lo material recibe luz del alma racional y ésta del Espíritu divino. Analiza la contingencia de los sucesos humanos, que no está sujeta a necesidad, descubriendo en ellos, no la mera casualidad sino el fundamento de una Inteligencia divina, que los ordena valorando y compatibilizando a través de sus contrastes: lo grande y lo pequeño, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo.
Esta tesis fundamental de su Providencialismo está informada por aspectos de orden temporal y eterno; supone que la Historia antes de realizarse en el tiempo se ha iniciado en los pensamientos divinos, dando sentido a los acontecimientos humanos.
La Causalidad ejemplar de Dios lo abarca todo y se extiende a todo: desde un gusano a un ángel. La mayoría de las personas admite la existencia de un ser superior, pero no les convence, que se pueda ocupar de sus criaturas y de los hombres, en particular, con sus preocupaciones insignificantes, dentro de esa distancia infinita que existe entre la criatura y el Creador. Aún más, que ese Ser, que no es Matemática eterna, ni puro Pensar sino que es Amor Absoluto y Creador, busca y mantiene una actitud de apertura y relación con el hombre. Desde su Plenitud Inmutable ese Dios, que todo lo conoce y ve, no impone ninguna necesidad a las voluntades libres que ha creado.
¿Qué es ese es Ser único que está detrás de todas las cosas? Históricamente se han dado dos respuestas monistas: una la materialista −todo ser es material−, la otra, la idealista −el ser es espíritu, es ser pensado−. Por materia entendemos un ser que no se puede auto-comprender a sí mismo y por espíritu lo contrario.
¿Cómo compatibilizar la causalidad divina con el libre albedrío? Cabrían dos postulados: minimizar al hombre o minimizar a Dios.
Si hay un orden cierto en las cosas, tal como las conocemos y si tal orden se cumple: luego hay determinismo y por tanto negamos la libertad humana es decir, minimizamos al hombre −porque lo reducimos a un títere en manos de Dios−. O bien: Si el hombre actúa según su libre albedrío, Dios es mero espectador −y por tanto, minimizamos a Dios−.
Sin embargo, San Agustín sostiene una tercera postura en la que ni el hombre ni Dios están disminuidos. Si es cierto el orden causal por el que Dios prevé todo antes de realizarse, también, todos los hombres obran libremente con su voluntad y, entonces, no negamos la libertad que nos permite ser causa de nuestro obrar humano (Cfr. Ciudad de Dios, Libro V, Cap. IX)[5].
En afirmación de esta verdad, señala Joseph Ratzinger: “…la idea de libertad es un rasgo peculiar de la fe cristiana en Dios que la distingue de toda clase de monismo. En el principio de todas las cosas existe una conciencia, pero no una conciencia cualquiera, sino la libertad que a su vez genera libertades. Por eso, sería bastante acertado definir la fe cristiana como filosofía de la libertad. Según la fe cristiana, ni la conciencia comprensiva ni la pura materia explican todo lo real; en la cima de todo hay una libertad que piensa y que, al pensar, crea libertades; una libertad que convierte a la libertad en la configuración estructural de todo ser”[6].
Agustín compatibiliza ambos órdenes: la visión de Dios a futuro y nuestro libre albedrío, porque el que Dios prevea −vea antes− una acción libre no disminuye la libertad de quien actúa. Agustín da cuenta e introduce un doble orden causal en la Historia, origen de las acciones humanas. Porque el orden causal no es independiente de la Sabiduría divina, sino que está sometido a él. Dios como Causa Primera, posee el orden supremo de la causalidad.
Es aquí, durante esta clase sobre Providencialismo, cuando una alumna cuestiona esta idea de libertad, contando una tragedia familiar en la que perdieron la vida dos primos de 18 años arrollados por un camión conducido por un hombre borracho: Si Dios es Providente, mis primos, ¿se murieron por Providencia divina o por el borracho que conducía el camión que los atropelló?
Nuestro autor le responde a esta pregunta en Ciudad de Dios señalando la diferencia en la voluntad libre de: naturaleza y potestad, la primera como potencia y centro de operaciones, y la segunda, como acto (Cfr. Victorino Capanaga, Cap. XIII La ‘ciudad de Dios’ o la dialéctica de la Historia, en Obras de San Agustín)[7].
Y yo le aclaro: Dios es quien da el poder a nuestra voluntad de actuar libremente, pero somos nosotros los que actualizamos esa potestad queriendo o no queriendo hacer algo, la libertad radica en nuestro interior y nadie nos puede presionar a hacer algo en contra de ella. Ese hombre eligió, en su debilidad, el vicio, sin tener en cuenta la responsabilidad de su libertad: una libertad compartida con otros, en la que entra en juego la libertad de los demás. El actuó con el concurso divino, pero actuó mal. No supo gobernar su capacidad ligada a una responsabilidad moral. Dios permite el mal, aunque no lo desea; porque es consecuente con el don que nos dio, no nos puede quitar la libertad aunque usemos mal de ella; porque si no, no seríamos libres sino títeres en sus manos.
Todas las acciones libres son morales: todo lo que el hombre hace libre y deliberadamente queda dentro del campo moral: ser justo o injusto, generoso o egoísta. El hombre no está determinado más que por el instinto o por algún otro tipo de necesidad y en este caso, no había necesidad de dejarse llevar por el vicio. Si bien era libre de obrar como le parecía −y esto es posible psicológica y jurídicamente− evadió las exigencias de lo razonable y por esa decisión merece desaprobación.
Dios ha dotado a la voluntad humana de la capacidad de determinarse por sí misma con una autonomía parcial que, a veces, le lleva incluso a contrariar al propio Creador.
San Agustín no es fatalista, ni determinista, es Providencialista, porque no niega la intervención del hombre y su cooperación: para él la Historia es la tarea conjunta del hombre libre y Dios.
Para cada uno de nosotros −todos somos valiosos− hay un plan estratégicamente diseñado por Dios, está en cada uno descubrir ese itinerario −en las cosas grandes y pequeñas de cada día− y secundarlo libremente para alcanzar el fin, nuestra felicidad.
Estela González
Dra. Ciencias de la Educación
Profesora de Filosofía
[1] Frankl, Víktor, El hombre en busca de sentido, Pág. 149, Herder, Barcelona, 2004.
[2] Polo, Leonardo, Introducción a la filosofía, Págs. 210/1, EUNSA, Navarra, 1995.
[3] Moliner, María, Diccionario de uso del español, Segunda Edición, Editorial Gredos, S.A., Madrid, 1998.
[4] Sábato, Ernesto, Hombres y engranajes, Págs. 93-94, Edición Conmemorativa 80 Aniversario de E. Sábato. Sex Barral, Biblioteca breve – EMECE, Buenos Aires, 1997.
[5] San Agustín, Ciudad de Dios, Libro V, Cap. IX, Pág. 109, Cap. X, Pág. 112 y Cap. XI, Pág. 113, Edición décima, Editorial Porrúa, S.A., México, 1990.
[6] Ratzinger, Joseph, Introducción al Cristianismo, pág. 134, Décimo cuarta Edición, Editorial Sígueme, Salamanca, 2007.
[7] Obras de San Agustín, T. I., Introducción general de Victorino Capanaga, Cap. XIII, La “Ciudad de Dios” o la Dialéctica de la Historia, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1946.
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