Si no se es teólogo sino filósofo, como es mi caso, y se va a hablar de la Eucaristía desde la perspectiva de la filosofía del hombre y de la cultura, es claro que buena parte del misterio del sacrificio eucarístico se nos quedará fuera de nuestro campo de visión. No obstante, asumiendo la fe de la Iglesia y radicados en la perspectiva de la filosofía del hombre y de la cultura se puede hablar de la Eucaristía al menos en tres órdenes o niveles entreverados: el histórico, el cultural y el antropológico o existencial
1. En el orden de lo histórico la Eucaristía requiere que ampliemos la escala de nuestra consideración tan ampliamente cómo es posible. Es decir, hay que pensar la Eucaristía en el marco que suponen la creación divina del hombre, el pecado original y la historia consiguiente hasta el final del tiempo. Cualquier otro marco temporal se queda pequeño para considerar la Eucaristía porque ésta se nos propone como un hecho de la magnitud del principio o el final de la historia de los hombres.
En efecto, por la tradición y los textos bíblicos creemos que Dios estaba presente para los hombres en el paraíso −que en su sentido primordial implicaba precisamente eso: la presencia y compañía de Dios−. El paraíso dejó de serlo porque el hombre perdió la presencia de Dios, su visión directa y su compañía. En el mundo y desde entonces el hombre está inmerso en una cierta ‘ausencia’ de Dios, o mejor, el hombre y el mundo están penetrados de una cierta distancia respecto de Dios[1]. De hecho el tiempo al que el pecado y la salida del paraíso dieron comienzo puede ser entendido así, como el tiempo de la Ausencia[2].
La tradición cristiana afirma que Dios ‘regresó’ al mundo −e inició el regreso del mundo hacia Él− en la Encarnación. Volvió al mundo y volvió como hombre y, por tanto, asumiendo esa cierta distancia que el mundo es desde el pecado respecto de Dios: la muerte, la injusticia, el sufrimiento, la soledad. Pero la asumió como víctima y no como autor. Y así, padeciendo al mundo y al hombre como su víctima se entregó en ofrenda y los reconcilió con Dios. No obstante, su regreso, precisamente porque lo hizo como hombre, tuvo su final en un preciso momento (cuando ya resucitado subió a los cielos). Desde entonces Dios ya no está presente como hombre con su cuerpo visible y a nuestro alcance, de modo que, en cierto sentido, el tiempo de la Ausencia parece persistir. Y sin embargo, está presente de un modo nuevo en el mundo, de un modo misterioso pero real, con su cuerpo y su sangre y su persona en la Eucaristía. Y de ahí que, también misteriosamente, el tiempo de la Ausencia ya haya tenido fin, y misteriosa pero realmente el paraíso −la presencia real de Dios− haya sido restaurado de modo que los bienes de los que el hombre disfrutó allí han sido restablecidos: la cercanía de Dios y su compañía, la salud y la victoria sobre la muerte. Ese modo misterioso es la Eucaristía: la presencia real en la ausencia aparente. En la Eucaristía Dios ha vuelto a estar realmente presente en el mundo, realmente accesible al corazón del hombre como su compañía. La presencia real de Cristo en la Eucaristía cierra el tiempo de la Ausencia de Dios y el de la pérdida del hombre.
Cristo enmienda a Adán, e instaura un tiempo y un mundo nuevo pero sin aniquilar el tiempo y el mundo de Adán, si bien sí suspende su ‘necesidad’, su oclusión insuperable para el hombre. Para mantener la libertad de elección del hombre, la presencia de Dios tiene que tener sus proporciones (proporcionarse al ser del hombre), es decir, tiene que dejar ser libre al hombre frente a Su presencia que por ello tiene la forma velada del misterio. En la Eucaristía Dios no impone su presencia al hombre, pues en el misterio nada fuerza al hombre que puede reconocer o no la presencia allí de Dios. La presencia de Dios es de tal naturaleza que ante Él solo se puede estar libremente; esa es la razón de las pruebas que todos los seres libres han de pasar, ya sean ángeles u hombres; y esa es la razón también de que su nueva presencia entre nosotros sea un misterio. Dios no pone pruebas para ver si el hombre cae en la trampa, o para ponérselo difícil o evitar que lleguen a ser como Él. Dios crea seres libres y, por tanto, seres que para estar junto a Dios han de quererlo por sí mismos, libremente. Nadie esta con Dios sin quererlo; y haber sido creado libre significa en primer lugar poder estar en presencia de Dios con la forma de la compañía, es decir, del ser que se ‘persona’, que se hace presente desde sí. Ante Dios, ‘hacerse presente desde sí’ es tanto como alabarle porque ninguna otra cosa puede hacer un ser libre en Su presencia que reconocer y cantar Su grandeza y majestad. Por eso, si se entiende bien, puede decirse que Dios hizo al hombre y a los ángeles para que le alabaran, es decir, para que disfrutaran libremente de Su presencia.
Pero para que el hombre pueda acompañar a Dios libremente en el mundo se requiere que su Presencia sea misteriosa. “Poner pruebas” es la forma negativa pero sinónima de decir “crear seres libres”: si las creaturas son realmente libres tienen que elegir por sí y desde sí mismas la presencia de Dios. Crear seres libres es, por tanto, exacta y simultáneamente dar ocasión para preferir eludir la presencia de Dios.
La Eucaristía es la forma misteriosa pero real de la Presencia de Dios en la historia, en el tiempo y para −respetar− la libertad del hombre (según la forma de la libertad del hombre en el tiempo y en el mundo). Pero aunque no suprime la historia, de algún modo restaura el paraíso y repone sus dones: la superación de la muerte, la salud y la compañía de Dios. Los dones del paraíso ya se pueden encontrar de nuevo por entre las veredas del mundo. Ratzinger dice (en Creación y pecado) que “la cruz es el árbol de la vida nuevamente accesible”[3]. De modo que, asumiendo la plasticidad del relato del Génesis, cabe decir que el árbol de la Vida que crecía en el Paraíso ha sido replantado y retoña ya en el mundo. En nuestro mundo vuelve a crecer, por tanto, el árbol del paraíso, es la cruz de Cristo clavada en el Gólgota. Del “árbol de la cruz” brota de nuevo el fruto comestible del árbol de la vida, a saber, la Eucaristía, pues quienes lo comen no enfermaran ni morirán ni serán abandonados de Dios cuya compañía gozan ya. Entre nosotros crece de nuevo un retoño del árbol de la vida, pero ahora, a diferencia de lo que ocurrió en el paraíso, sus frutos están a nuestra disposición de modo que quien come de ellos “no morirá para siempre” porque la muerte, aunque parece someter al hombre, en realidad ha sido ya vencida.
El árbol de la Vida ha arraigado de nuevo en el mundo, pero ahora misteriosamente y con forma de Cruz, de instrumento de suplicio y vejación clavado sobre un mundo convertido en Calvario, pero también en paraje donde vive de nuevo el árbol de la vida porque la muerte, el llanto y el dolor ya no son el final de todo ni su oscuridad es ya impenetrable.
Y así la Eucaristía se presenta también como la consumación de todo trabajo humano, una de cuyas dimensiones es la restañación de los daños de la caída: evitar el frío del mundo que ha dejado de ser Edén, eludir las amenazas de las bestias y de las fuerzas del universo, mitigar la escasez y generar los frutos que la tierra ya no da en abundancia, reunir a los hombre y evitar la disgregación de todos y de cada uno y, sobre todo, poner límite al poder de la noche y de la muerte[4]. En todo trabajo humano hay latente pero eficaz un memorial del paraíso que en la Eucaristía alcanza una inopinada consumación: no es solo el paraíso sino el cielo lo que nos cabe esperar y lo que misteriosamente está ya aquí.
Así que si la Eucaristía es memoria del paraíso en tanto que repone la presencia de Dios en este mundo, pero es también y al mismo tiempo prenda de la salvación: no solo restaura el principio sino que adelanta el final como prenda de un futuro insólito, sin precedente. Y es que el futuro, la salvación no es un mero regreso o reposición del principio o del paraíso. El hombre no regresa solo a la compañía de Dios como su creatura, sino más allá de la mera compañía, a la intimidad (familiaridad, koinomía en griego) de Dios, pues en y por Cristo −en la Iglesia y por la Eucaristía− puede llamar ya Padre a Su Padre. Y por ello desde que Dios está de nuevo entre nosotros el hombre puede volver a ser como fue “en el principio”: el hombre y la mujer pueden volver a estar desnudos entre sí y conservar la inocencia (en el matrimonio), y no esconderse ante la cercanía de Dios (por el bautismo y la penitencia), y que sus ofrendas sean aceptadas por Dios (por el sacerdocio), y sobrevivir a la enfermedad (por la unción de enfermos) y a la debilidad (por la confirmación). Y así los sacramentos, todos con raíz en la Eucaristía restituyen los dones originales, pero también anticipan y desbordan su consumación, de modo que el cielo también está ya en este mundo, real aunque misteriosamente[5]: Anni salutis reparatae (los años de la salud restablecida).
Por consiguiente, en la Eucarística está resumido y alcanzado el principio y el fin del universo; recapitulación y cumplimiento: restauración del principio, el paraíso, y participación adelantada del fin, de la salvación en el cielo. Paraíso, cielo y tiempo de la Ausencia se simultanean en la Eucaristía porque el tiempo de la Eucaristía es el que media entre la primera y la segunda venida de Cristo, entre la partida del resucitado y su regreso triunfal. El tiempo en el que su Ausencia aparente coincide con su misteriosa Presencia Real.
2. En el orden cultural la Eucaristía también nos exige remontarnos a los inicios mismos de la cultura humana. El hombre es el animal que entierra a sus muertos; ninguno otro lo hace porque ninguno otro experimenta que con respecto al muerto le quedan deberes y obligaciones una vez que ya está muerto. Es decir, para el sapiens la muerte no suspende las obligaciones que tenemos con respecto a nuestros muertos que, por ello mismo, quedan expuestos a los beneficios de lo que hagamos por ellos y de algún modo pendientes de que cumplamos nuestras obligaciones respecto de ellos[6]. En las sepulturas el hombre merodea ciegamente el horizonte impenetrable de la muerte, y en tanto que la ‘religión’ −de religare, mantener unido− es mantener la relación tras la división primordial, es decir, tras la muerte, entonces la religión en su forma primera y natural es sepulcral: la presencia y ascendiente de los muertos entre los vivos.
En la sepultura el hombre localiza a sus muertos, esto es, los convierte en lugar, en mundo[7], y al preservarlos localizables la sepultura hace las veces del cuerpo postmortem: localiza al muerto y materializa la obligación del cuidado. En tanto que el muerto pasa a estar en un lugar que toma su nombre, éste se segrega del resto equivalente de lugares y se levanta −con frecuencia también físicamente− destacándose. Excluir el lugar de la sepultura de cualquier otro uso, segregarlo y destinarlo a la misión de ser el lugar donde podemos encontrarnos con el muerto supone una consagratio natural, una localización del punto en el que este mundo, el de los vivos, se toca con el otro, con el de los muertos. De ahí que cada sepultura sea un horizonte interior, un límite y un contacto con el ‘más allá’ que da su profundidad a lo que llamamos ‘mundo’, la habitación del hombre.
Pero en la sepultura, el lugar segregado con los restos, los recuerdos y el nombre del muerto, el muerto no está sino como muerto, es decir, ausente. Lo que encontramos allí no es al muerto sino su ausencia, pues lo que la sepultura mantiene erigido es el recuerdo de que su ausencia es ya irreversible, es decir, que el muerto está muerto. Cuando vamos al encuentro del muerto, lo que la sepultura nos hace presente es su invencible ausencia.
Ahora bien, un lugar que lleva el nombre del muerto y que ha sido separado de cualquier otro uso, es por sí mismo una invocación y una llamada como lo son todas las voces o los lugares que ‘dicen’ nuestro nombre en nuestra ausencia. En la sepultura el muerto brilla por su ausencia, y ese brillo es una invocación. Y de ahí que aunque ausente de su sepultura, ella sea el lugar del ‘(des)encuentro’. El llanto y el gemir de los vivos pronuncian el nombre de los muertos allí donde su ausencia se hace insoslayable. Y de ahí también que las sepulturas sean el primer y nativo[8] monumento en la historia de la cultura humana, su primera edificación, lo fueran o no cronológicamente, porque muñen −del latín monere de donde deriva ‘monumento’− la reunión de los vivos y de los muertos y religan la separación primordial. Sin embargo, todo monumento humano es sepulcral porque no puede dar lugar a la presencia del invocado y mucho menos del muerto, sino hacer presente su ausencia.
En tanto que lugar segregado, separado y excluido de los usos comunes, elevado pues a otro orden que el espacio equivalente, y en contacto con lo otro que el mundo, la sepultura es el origen prefigurante de los templos. Allí donde los ascendientes paternos eran invocados lo serán también los poderes patrones protectores. En el templo no están los dioses, sino como los muertos en su sepultura, es decir, están ausentes, pero con una ausencia que es también una invocación porque aquel lugar se ha elevado −templum−, segregado y destinado a servir de localización del dios cuyo nombre espacializa. Y con los templos toda la religión se levanta desde las sepulturas: religión de muertos y de dioses que están entre los hombres como los muertos, con su ausencia: la religión en el tiempo entre la caída y la Encarnación.
Esos son los templos que fueron destruidos y en su lugar se reconstruyó el nuevo templo tras los tres días en los que el Resucitado estuvo entre los muertos para regresar y fundar una religión de vivos y no de muertos. Pues en el templo cristiano su carácter sepulcral aunque conservado ha cedido su lugar, pues está habitado por un muerto que ya no lo está, por un Dios vivo que ha vencido a la muerte y ha resucitado. Y esa presencia, la presencia real del Dios vivo, es la Eucaristía. Sin la resurrección el Cristianismo no pasaría de ser una religión antropológica más, una obra de hombres, un monumento sepulcral en el que lo divino habitaría con la ausencia de un lugar convertido por el hombre en invocación.
Pero en la Eucaristía la naturaleza sepulcral del templo (y la religión de muertos) ha sido vencida porque Dios está allí, realmente presente, no en virtud del monumento erigido por el hombre, que no puede ser sino un edificio vacío −como el sepulcro vacío− sino del templo erigido por el Dios que lo habita con su presencia viva en las especies eucarísticas. Más todavía: el templo verdadero es (el mundo en) su Presencia. Así que cabe decir que lo que un templo cristiano tiene de monumento −obra de hombres y de naturaleza sepulcral− es lo que no tiene de cristiano; y lo que tiene de cristiano es lo que no tiene de monumento hecho por el hombre, a saber, la presencia real de Dios en Cristo realmente presente en las especies eucarísticas y en la Eucaristía misma como celebración.
Tan solo un día por año, el Viernes Santo, con los sagrarios vacíos vuelven nuestros templos a su naturaleza monumental, sepulcral; tan solo ese día el templo nuevo parece derruido y el mundo y el templo parecen regresar al tiempo de la Ausencia funeraria. Y es ahí precisamente donde se deja ver que en el templo cristiano la naturaleza sepulcral del templo está vencida y superada pero conservada. Por eso los templos se levantaron originariamente sobre las sepulturas de mártires cuya glorificación no negaba su muerte; y también por eso todavía hoy los templos contienen reliquias de santos como las que se preservan en los altares consagrados. Incluso cabría decir que la ‘ausencia’ perceptible de Cristo en sus ‘accidentes’ respeta esa naturaleza sepulcral. Pero precisamente porque esta preservada el templo cristiano mantiene la función sepulcral de hacer ‘mundo’ al mundo, es decir, de servir de horizonte donde el mundo se toca con el más allá y lo incluye, pero ahora ya no como un clamor por la Ausencia, sino como un clamor por la Presencia: como alabanza y adoración. Y así es como el mundo se (re)hace mundo[9] desde el templo cristiano −desde la Eucaristía en realidad− pues incluye el más allá en su plenitud, pues Dios ha vuelto a habitar el mundo y en su presencia los hombres pueden volver a alabarlo y adorarlo ya en este mundo que puede, aunque misteriosamente, volver a ser gloria. Al menos el templo mismo se convierte el ‘glorieta’, el jardín cercado donde las fuentes y los aromas de un mundo bendecido se multiplican.
Pero el templo ya no lo es por su contraposición al mundo y su segregación o consagración no dejan al mundo relegado a lo profano como lo otro que el templo. Pues el templo mismo no se define por un acotamiento que hace sensible la ausencia, sino por la Presencia misma de Dios que más bien concentra al mundo en el templo, y ya no lo deja fuera como el espacio de su ausencia. De hecho, el mundo mismo ha venido a ser templo, porque la Presencia real hace posible alabarlo y adorarlo desde el mundo entero.
La Eucaristía se presenta así como la ‘apoteosis’ −‘divinización’ en griego− del mundo mediante su transformación en el espacio de Su presencia real. Todo el trabajo humano y todo el esfuerzo del hombre por rehacer el mundo y escapar de los daños de la caída, tienen en la Eucaristía su inopinada apoteosis porque Dios mismo los ha asumido vivificándolos, encarnando el sacrificio y la ofrenda, habitando el templo, y habitando el mundo desde el corazón y el hacer del hombre.
Pero además, en la construcción misma de los templos hay implicada la estructura y dinámica del trabajo humano y de su vinculación con la Eucaristía. Me gustaría poder ilustrarlo sirviéndome de una breve pero memorable obra literaria, El festín de Babette[10]. Babette es una exiliada acogida durante doce años al servicio de dos hermanas huérfanas que van a conmemorar el centenario del nacimiento de su difunto padre, un pastor luterano en cuyo recuerdo la comunidad se congregará a cenar. Babette fue antes cocinera en la sofisticada sociedad parisina y propone a las dos hermanas preparar una cena ‘francesa’ con los fondos recién ganados en un premio de lotería. Las hermanas se niegan a semejante dispendio, y entonces Babette les suplica[11] que le dejen hacer ese trabajo y gastar su dinero en lo necesario. Las hermanas ceden y Babette prepara una espléndida cena en la que los miembros de la comunidad sienten renacer sus vínculos y afectos de modo que todo puede volver a empezar hecho nuevo entre ellos. Más adelante nos ocuparemos del aludido efecto de renovación, porque ahora lo que interesa es reparar en que para realizar su trabajo Babette ha tenido que suplicar que le dejen gastar su dinero para cocinar tan bien como era capaz. Como si todo trabajo humano contuviera la súplica para que nos dejaran hacerlo y hacerlo tan bien como está a nuestro alcance para ofrendarlo, para entregarlo a otros. No dejar que alguien lo haga tan bien como sería capaz es desatender la súplica inexpresada en la que todo humano consiste: poder ofrendar o, para decirlo en lenguaje más común, ‘tener algo que ofrecer’. Y de ahí que quien realiza el trabajo lo que primeramente siente por haberlo podido hacer sea, sorprendentemente, gratitud.
Acción de gracias es el significado de la palabra “Eucaristía” que es también súplica, ofrenda y sacrificio perfecto oficiado por Cristo: la labor del hombre en el mundo elevado por el Hijo de Dios y del Hombre a la condición de obra redentora. Ahí radica también, según creo, la secularidad del sacerdocio en tanto que la Eucaristía es trabajo humano (súplica, ofrenda y sacrificio) hecho obra de Dios, pues el sacerdote al oficiar la Eucaristía no haría más que trabajo humano asumido por Dios y elevado por Él a obra salvífica, redentora: la transformación de la presencia humana en el mundo y del mundo mismo en alabanza y gratitud. La Eucaristía se presenta así como la transformación del mundo (y del hombre que lo habita) mediante el trabajo y el sacrificio para su perfección convertido en ofrenda, súplica, adoración y acción de gracias eficaz ante Dios en tanto que realizado por Dios mismo en Cristo.
Quien construye el templo hace una ofrenda a Dios, pero antes incluso de hacer la ofrenda, suplica los bienes necesarios y la oportunidad para poder hacerla y suplica también que la ofrenda le sea aceptada. Dicha súplica requiere la perfección de la obra y el sacrificio esforzado para lograrla. Suplicamos, pues, ‘tener algo que ofrecer’ y que merezca ser aceptado. Y para su realización y aceptación hacemos el sacrificio de prescindir de bienes valiosos y/o de convertirlos mediante nuestro trabajo en tales bienes, que perfeccionan los dones naturales e incluyen un valor nuevo y sacrificial por el trabajo empeñado y por su separación y destinación como ofrenda a Dios. Súplica, sacrificio, perfección y ofrenda son los momentos constitutivos del erigir el templo, o, si se quiere, de la cultura humana fruto del trabajo.
Pues bien, el trabajo humano como súplica, sacrificio, perfección y ofrenda estaría tan vacío como el templo sepulcral si la súplica, el sacrificio, la perfección y la ofrenda no fueran Dios mismo hecho hombre, Cristo realmente presente como sacerdote, víctima y ofrenda perfecta. En la Eucaristía Cristo toma todas las suplicas, ofrendas y sacrificios de los hombres de todos los tiempos y les da la perfección para que sean oídas y aceptadas pues Él mismo es la ofrenda, la súplica y víctima del único sacrificio perfecto. En la eucaristía nos sobreviene la certeza de que nuestras súplicas y ofrendas (todas nuestras oraciones) son escuchadas por Dios pues la ‘pronuncia’ Dios mismo en Cristo: ya no estamos solos.
3. En el orden existencial o antropológico la Eucaristía se presenta en el contexto de la conmemoración de una cena y como un banquete sacrificial. Su referencia más remota es la cena pascual de los judíos en Egipto y su celebración desde entonces en recuerdo y agradecimiento de la predilección de Dios. Más cerca queda la conmemoración de la Ultima Cena de Cristo con sus discípulos: se trata de una cena de despedida cuya conmemoración servirá en el futuro para recordar al ausente. Las cenas son, por otra parte, las comidas humanas que resumen y culminan el día. Si bien hay cenas que resumen y consuman años como las cenas de Navidad, y hasta alguna puede resumir una vida o, como es el caso de la Eucaristía, puede resumir y consumar todo lo anterior al mismo tiempo que la historia del hombre y del universo. La Eucaristía es el banquete que resume y culmina la historia del cosmos y la de cada día y la de cada vida, y la de la amistad entre Dios y el hombre.
En las comidas familiares los hombres refuerzan y revitalizan su origen común y a su imagen todas las comidas humanas refuerzan la unidad de los participantes dándoles la unidad del alimento compartido y común. En las comidas los comensales se hacen de una misma sangre a partir de un mismo alimento. Quien acepta a otro a su mesa acepta hacerse uno con él a partir del mismo alimento y por eso los decretos de expulsión y repudio tienen siempre forma comensal: la excomunión, es decir, no aceptar a la propia mesa. Al comer en común se repone, por tanto, la unidad y de ahí que sean ceremonias de reconciliación, de establecimiento o confirmación de alianzas y amistades, de reconocimiento, aceptación y propiciación de fraternidades nuevas.
Pero además, por la condición orgánica del hombre, las comidas son el fin de su trabajo diario por subsistir y, al mismo tiempo, el logro a partir del cual se puede volver a empezar. En la alimentación se reanuda el ciclo de la vida y en cierto modo la vida del hombre sobre el mundo la tiene como meta y como principio. Todo puede volver a empezar allí mismo donde se resumen y logran nuestros esfuerzos por la subsistencia. De ahí que las cenas al resumir nuestros días resumen también en buena medida la condición corpórea y mundana de nuestra existencia.
La Eucaristía, en efecto, contiene todas esas dimensiones, pero no es un simple colofón o banquete donde todos comparten un mismo alimento. Ni siquiera un mero banquete sacrificial donde se come de lo ofrendado previamente a Dios y se lo toma ya como don venido de Dios; sino que se trata de un banquete donde Dios se nos da a los hombres como alimento y así venimos a ser uno en Él.
Él toma las ofrendas del hombre (pan y vino), los dones del mundo elaborados mediante nuestro trabajo y las hace suyas en tanto que ofrendas, pero las devuelve hechas Sí mismo, convertidas en Dios con nosotros como alimento y principio de una vida nueva. Ahora ya no es nuestra mera existencia individual o grupal, sino la entera historia del hombre sobre el mundo y de su relación con Dios la que se resume y puede volver a empezar, reanudada y recompuesta. La Eucaristía se presenta así también como el resumen y el fin de cada día y el principio a partir del cual todo puede volver a empezar, porque Dios invita de nuevo al hombre a su mesa, donde se oficia la reconciliación y todo puede volver a empezar hecho de nuevo. En tanto que cena, la Eucaristía es, pues, fin y reanudación del universo.
No se trata pues de un mero banquete sacrificial, sino de un banquete nupcial, del banquete de la nueva alianza esponsal entre Dios y el hombre, en y mediante el cual Dios asume la ofrenda del hombre y se ofrenda y se hace uno con el hombre[12]. De entre todos los sacramentos solo de la Eucaristía puede decirse que se alcanza la clase de unidad de los esposos que ya no son dos sino uno. Cristo Hijo de Dios y del hombre convierte en alianza esponsal la amistad y compañía entre su Padre Dios y el linaje de los hombres renacido de María que, en tanto que esposa de Dios, prefigura a la Iglesia y a la humanidad entera. María es la esposa de Dios y por tanto en ella se cumple y revela la naturaleza esponsal de la alianza entre Dios y el hombre.
Y así como María es el arca de la alianza al guardar en su seno al Hijo, la Iglesia –esposa de Cristo- perpetúa dicha alianza al guardar en su seno la Eucaristía. En la Eucaristía Dios se desposa con el hombre y consuma su amor mediante la clase de unidad que caracteriza a los esposos: ya no son dos sino un solo cuerpo, una sola vida en la vida de Dios. Dios quiere ser comido y comerse al hombre como lo anhelan los amantes humanos en la unión de sus intimidades psicofísicas en la plenitud de su amor carnal y espiritual: Dios es amor y la Eucaristía es su locura de amor por los hombres; locura que come en y mediante su darse de comer en la cena de la redención (re-creación) del mundo.
“No es bueno que el hombre esté solo”, se nos dice en el Génesis que exclamó Dios a la vista de Adán. Por eso le hizo una compañía semejante a él. Y si bien Adán ya había sido hecho a semejanza de Dios, en la Encarnación es otra vez Dios el que se hace a semejanza del hombre y lo recrea a semejanza suya, como Hijo, y otra vez para evitar que esté solo, y también para eso se hace realmente presente en la Eucaristía. ‘Hacerse presente’ significa lo contrario de la ausencia, es decir, personarse y colmar la presencia, la realidad; pero significa también hacer una ofrenda o regalo. Los dos sentidos están emparentados porque el colmo de la presencia y la realidad es siempre un don, un regalo que, a su vez, lo es por realzar (realizar) la presencia de lo real. Si solo hay compañía si hay presencia real, entonces ésta solo acontece allí donde el hombre se hace realmente presente como ofrenda (sacrificial).
El amor humano está lleno de “metáforas nutritivas” como el beso en el que los amantes representan que se dan el uno al otro como alimento, porque la nutrición es la forma de comunicación más intensa que cabe tener con la realidad exterior que se interioriza e incorpora −literalmente− a la propia vida. ‘Te comería a besos’ suele decirse en castellano y no es solo una expresión enfática, sino el impulso intuido hacia la plenitud de una unión amorosa. Solo en la nutrición lo que era exterior se convierte, literalmente, en vida de mi vida, si bien al precio de su eliminación como distinto.
La sexualidad humana está animada de ese mismo anhelo unitivo y a diferencia de la nutrición no elimina al otro, si bien no consigue hacerse uno con el otro −hacerse mutuamente interiores y no estar ya lejos y ausentes entre sí− sino en la exterioridad que supone el hijo. Pero en la sexualidad humana se da otra dimensión que la nutrición solo contiene atenuadamente. Los amantes se dan cita, se convocan para comparecer el uno para el otro en una suerte de plenitud de la mutua presencia que transfigura su integra corporalidad en intimidad, es decir, en comunicación. El amor humano opera en su dimensión sexual una suerte de transfiguración corpórea que es algo así como una prefiguración natural del Tabor. Solo la realidad plena de la presencia del otro satisface el deseo humano porque nada es más placentero que la realidad.
Por su parte el conocimiento puede lo que no pueden la nutrición y la sexualidad, pues se hace uno con lo conocido sin eliminarlo, pero sin poder ‘asimilar’ la presencia real de lo conocido en su propio acto o interioridad[13]. Pues bien, así como los esposos anhelan darse el uno al otro como alimento y fundirse en una sola vida y un solo cuerpo, así también Dios ama al hombre y se da como alimento para comer −hacer vida de su vida− al ser comido y fundirse (asumirnos) en una sola vida y un solo espíritu. Si el amor conyugal moviliza al hombre y la mujer para hacerlos mutua y realmente presentes y que no estén solos, el Amor divino celebra el banquete en el que Dios mismo es el esposo y el alimento, el manjar: el Logos hecho carne con la forma del pan. Y es que −cabe pensar− si hubiera un Dios que fuera amor, y se hubiera hecho hombre, y amara con locura a los hombres, entonces se daría de comer y se los comería y los asimilaría haciéndolos vida de Su vida, carne y sangre de su carne y sangre: la Eucaristía.
Pero si es verdad que en la Eucaristía Dios está realmente presente y que es anticipo real del Cielo, entonces esa presencia de Dios ya es capaz de superar la soledad del hombre, es decir, ya es capaz desposar al hombre. De ahí la naturaleza esponsal del celibato católico: los sacerdotes y los célibes no son solteros, ni esa soltería es un camino alternativo a la esponsalidad matrimonial, sino la consumación de dicha esponsalidad hecha posible por la presencia real de Cristo en la Eucaristía y, por tanto, manifestación y testimonio de dicha presencia real.
Así que si en el matrimonio indisoluble y fiel se hace manifiesto que Dios en la Eucaristía vuelve a estar entre nosotros y podemos volver a ser como “en el principio”, en el paraíso; en el celibato de unos pocos −y en la santidad de todos− se hace manifiesto que la Eucaristía es también prenda y anticipo del Cielo porque aquí en este mundo podemos ya vivir la esponsalidad de la Presencia celestial.
Higinio Marín Pedreño
Universidad CEU Cardenal Herrera
[1] Esa ‘ausencia’ de Dios o distancia entre el mundo y el hombre mismo respecto de Dios la podemos llamar con propiedad el mal, cuyo acontecer Dios no puede eliminar sin eliminar al mismo tiempo su fuente, a saber, la libertad del hombre. Hay mal porque Dios no quiere acabar con su origen, es decir, con la libertad del hombre y, por tanto, con el hombre mismo. Ciertamente, a todos se nos ocurre que sería mejor si Dios eliminara el mal sin eliminar nuestra libertad, y a eso le podemos llamar la ‘salvación’ final, la segunda venida. La cuestión es, por tanto, ¿por qué esta demora? ¿por qué este tiempo en el que la salvación ya está lograda pero el mal todavía no se ha eliminado o, lo que es lo mismo, este tiempo en que el hombre puede todavía elegir eludir a Dios, el tiempo de la Eucaristía? Y la respuesta, según creo, es que la salvación no quiso acabar con la historia. Así que el tiempo que media desde su primera venida hasta la segunda, es el tiempo que Dios da a los hombres para que libremente se sumen y cooperen a la salvación, para que la historia se convierta en historia de salvación. Este es, pues, el tiempo de la honra del hombre, de su restauración (en y desde Cristo). Hay algo en la naturaleza libre del hombre que convierte en razonable y proporcionado que el hombre se sume libremente a la salvación operada por Cristo y coopere con Él para llevar al hombre y al mundo de nuevo a Dios.
[2] Sobre la ‘ausencia’ como mal puede verse el capítulo 8 “La ausencia de Dios. Consideraciones sobre el pecado original” de H. Marín, “El hombre y sus alrededores”, Cristiandad, Madrid, 2013, pp. 175-190.
[3] Ratzinger, J., “Creación y pecado”, Eunsa, Pamplona, p. 103.
[4] Pero además en el trabajo el hombre toma su condición mortal como carga para sobrevivir a su vulnerabilidad y procurar vida y vida en abundancia. Es decir, el trabajo puede considerarse una cierta prefiguración natural de la Cruz.
[5] “El cielo en la tierra” en expresión de Juan Pablo II (Discurso del Ángelus, 3 de Noviembre de 1996). Cfr., Scott, H.,” La cena del Cordero”, Rialp, Madrid, 2006, p. 80. “Cuando Cristo vuelva al final de la historia no tendrá ni un ápice más de gloria que la que tiene en este momento, ¡cuando lo consumimos totalmente! En la Eucaristía recibimos lo que seremos por toda la eternidad, cuando seamos elevados al cielo para unirnos a la muchedumbre celestial en la cena nupcial del Cordero. En la comunión ya estamos allí. No se trata de una metáfora. Es la verdad fría, calculada, precisa, metafísica que enseñó Jesucristo”.
[6] La misma dinámica antropológica que explica la práctica de las sepulturas por el sapiens es la que sostiene la creencia en la existencia del purgatorio, es decir, de un estado de los muertos en el que a éstos no les resulta indiferente lo que los vivos hagan por ellos y en su favor. Cfr., Ratzinger, J., “Dios y el mundo”, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002, p. 123.
[7] Más bien el mundo para serlo necesita ser el lugar que se toca con el más allá: el mundo solo lo es en la medida que está −aunque sea puntualmente− en contacto con un más allá, con el otro mundo. Ese lugar de contacto del mundo con el más allá son primeramente las sepulturas; así que el mundo lo es en la medida que hay un habitante que entierra a sus muertos y en las sepulturas funda el mundo como el lugar que lo es por estar en contacto con lo que está más allá de sí mismo, por incluir el más allá de sí. Ese incluir el más allá de sí pone de manifiesto que el mundo –como el hombre− lo es por su apertura, por estar abierto a lo que es otro. Y porque el mundo para serlo tiene que incluir el ‘más allá’, antes del mundo solo hay nichos ecológicos, perimundo, entorno vital según las distintas denominaciones que se le ha dado. Solo el hombre está en el mundo porque ‘mundo’ es el estar del hombre, un estar abierto al más allá, a lo otro del mundo.
[8] En ese preciso sentido cabe decir, pues, que la cultura humana ‘nace’ en las sepulturas. En efecto, es la singularidad humana de mantener con los muertos una relación tras su muerte la que manifiesta que el mundo humano incluye a los que ya no están en él y, por tanto, que se compone de un más allá por el que cabe decir, más en general, que el mundo del hombre incluye lo que no existe en él, también todo el artificio y creatividad que supone la cultura humana y cuya expresión más densa es la memoria y custodia de los restos y la memoria de los muertos. Sobre la sepultura como forma primordial de la cultura humana puede verse el capítulo 4 “Muerte, memoria y olvido” de H. Marín, “Teoría de la cordura y de los hábitos del corazón”, Pre-Textos, Valencia, 2010, pp. 101-122.
[9] Y así es como en el mundo se restaura la presencia de Dios y, por tanto, así es como misteriosa pero realmente en el mundo se rehabilitan los bienes del paraíso tal y como se adelantaba en el significado de la Eucaristía en el orden histórico.
[10] Dinesen, I., “El festín de Babette”, Nórdica Libros, Madrid, 2007.
[11] Así expresa su súplica Babette a las dos hermanas: “¡Señoras! ¿Les había pedido ella, durante doce años algún favor? ¡No! ¿Y por qué? Señoras, ¿ustedes, que rezan sus oraciones todos los días, pueden imaginar lo que significa para un corazón humano no tener ninguna petición que hacer? […] Esta noche brotaba una súplica desde el fondo de su corazón. ¿No sienten, pues, esta noche, mis señoras, que les corresponde concederlo con la alegría con que el buen Dios se lo concede a ustedes?” Dinesen, I., “El festín de Babette”, Nórdica Libros, Madrid, 2007, p. 53.
[12] La exposición de la Eucaristía como un banquete nupcial la desarrolla Scott Hahn “La cena del cordero”, Rialp, Madrid, 2006.
[13] No pueden extrañar, pues, las intensas correlaciones que hay en muchos idiomas entre ‘conocer’, ‘cohabitar’ y la unión sexual, o entre ésta y sus derivados como ‘concepto ’o ‘concepción’, o entre la sexualidad y la alimentación y el conocimiento cuando se describen, por ejemplo, como ‘posesión’ o ‘asimilación’.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |