Juan de Ávila, nuevo Doctor de la Iglesia, en relación con los temas de la exhortación ‘Evangelii Gaudium’ del Papa Francisco
Conferencia del Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Beniamino Stella, al clero español de Logroño y Ávila, 9 y 10 de mayo de 2014.
La exhortación apostólica Evangelii Gaudium (“La alegría del Evangelio”) del Papa Francisco, ha llegado en un momento providencial. Quizá nunca como hoy, la Iglesia ha tenido tantas oportunidades para anunciar el Evangelio a todas las periferias, a todos los pueblos y a todas las culturas. La exhortación es una llamada apremiante para convertirnos en una Iglesia verdaderamente misionera.
Pero constatamos, al mismo tiempo, que lo nuevos retos que presenta la sociedad actual pueden producir en los evangelizadores un desaliento estéril. La Exhortación “La alegría del Evangelio” invita repetidamente al “entusiasmo misionero” y a “no dejarse robar la esperanza” (cfr. EG nn.76-109).
Para transformar estos nuevos retos en nuevas posibilidades de evangelizar, que sean fuente de audacia y esperanza, el Papa Francisco llama a una “transformación misionera de la Iglesia” (cap. I), afrontando los retos por medio de un “compromiso comunitario” (cap. II), que se concrete en “el anuncio del Evangelio” (cap. III), teniendo en cuenta la “dimensión social de la evangelización” (cap. IV). Pero la clave de este proceso de transformación está en conseguir “evangelizadores con espíritu” (cap. V)[1].
El Papa invita, pues, “a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría” (EG n.1), que nace de la fidelidad a los nuevos dones que el Espíritu Santo comunica hoy a su Iglesia.
Simultáneamente nosotros nos encontramos con otro acontecimiento de gracia, que todavía lo sentimos como algo que nos ha llegado al corazón: la declaración del patrono del clero español, San Juan de Ávila, como Doctor de la Iglesia. En la carta apostólica de Benedicto XVI, para proclamar este evento, el Papa define al nuevo Doctor como “un «predicador evangélico», anclado siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la verdad y referente cualificado para la «Nueva Evangelización»”[2].
Con el testimonio de vida sacerdotal y los escritos de San Juan de Ávila, vamos a profundizar en algunos temas de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium.
Estos son algunos puntos presentados por la EG, sobre los que ahora nos centramos: la misión del anuncio evangélico, que requiere una actitud de contemplación y santidad, en el contexto de una Iglesia misionera, que encuentra en la Madre de Jesús su modelo y mejor realización.
Siguiendo al santo de Ávila, podemos captar mejor estos contenidos de la Exhortación del Papa Francisco, y también servirnos de aliciente para asumir actitudes concretas de renovación y misión en la actualidad.
Desarrollamos esta conferencia en tres puntos. (A) La misión de la Iglesia, y especialmente de los sacerdotes, es la de anunciar el Evangelio, con vistas a celebrarlo en la liturgia, vivirlo y convertirlo en fermento de la sociedad. (B) Esta misión profética, litúrgica y diaconal, reclama, por parte de los evangelizadores, una actitud contemplativa y de sintonía vivencial con lo que anuncian y celebran. (C) Y la misión eclesial de la maternidad, que encuentra en María, la Madre de Jesús, su figura más excelsa.
Sobre cada uno de estos puntos, encontramos materia abundante, tanto en la Exhortación del Papa Francisco, como en el testimonio y doctrina de San Juan de Ávila. Intento exponer brevemente esta dimensión misionera de la Iglesia como urgencia actual.
En todo el proceso actual de la Nueva Evangelización, la Iglesia está llamada con urgencia a anunciar el Evangelio en toda su integridad, con un lenguaje asimilable y cautivador, también más allá de las fronteras de la fe. La exhortación del Papa Francisco nos invita a hacer propias las expresiones de san Pablo: “El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14); “¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!” (1 Co 9,16) (cfr. EG n.9). Este trasfondo paulino se encuentra también en San Juan de Ávila.
En este anuncio del Evangelio, la Iglesia se muestra como Madre siempre atenta a sus hijos. Al inicio de la Exhortación, refiriéndose a quienes son bautizados pero no viven su fe, situación que no es desconocida en Europa y en tantos otros países del mundo, escribe el Papa: “La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.” (EG n.14); y en ese empeño de la Iglesia, se espera mucho de ustedes, queridos sacerdotes.
Una de las cualidades que ha de marcar dicho empeño evangelizador, insiste el Papa, es la alegría. Es la alegría que vemos en los setenta y dos cuando vuelven a contarle a Jesús lo que han hecho (cf. Lc 10,17), es la misma alegría de Jesús que se estremece cuando ve que los humildes y sencillos han escuchado su voz (cf. Lc 10,21), es la alegría que vivían las primeras comunidades cristianas (cf. Hch 2,46). Se puede decir que “la alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos, es una alegría misionera” (EG n.21).
En este sentido, la Iglesia está siempre “en salida”, porque es “la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan… ¡Atrevámonos un poco más a primerear!... La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así « olor a oveja » y éstas escuchan su voz” (EG n.24).
Recordemos lo que Su Santidad Francisco expresó en la homilía de su primera Misa Crismal como Papa, hace un año: “El sacerdote que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» –esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note”[3].
En esta tarea evangelizadora ocupa un lugar privilegiado el anuncio de la Palabra. El Papa Francisco, reconoce la importancia de la predicación dentro de la liturgia, de hecho escribe: “Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos” (EG 135). De esta manera, el Papa, ha dedicado una buena parte de la Exhortación al tema de la homilía y su predicación, desde el número 135 hasta el 159; son 24 números que vale la pena leer y profundizar. Aquí solo vamos a retomar unas cortas frases.
“La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo… La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento” (EG 135).
“Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente” (EG n.136).
“La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto” (EG 137).
“La homilía no puede ser un espectáculo entretenido… debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro” (EG 138).
“La Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado” (EG n.139).
“Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él (a Jesús). El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús (2 Co 4,5)» (EG 143).
Y sobre la preparación de la predicación, dice el Papa: “es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido” (EG 145).
“La preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha»” (EG n.146).
“El predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva” (EG 149).
Por esto, “quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta… primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás” (EG n.150)”. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm 8,5)” (EG n.162).
En san Juan de Ávila la predicación es “en salida”, desde la intimidad con Cristo, que es siempre intimidad misionera. Veamos algunas de sus expresiones, seguramente muy conocidas de todos ustedes, pero siempre nuevas por nacer de un amor apasionado por Cristo:
“Cristo… fue predicado por los apóstoles en el mundo, y ahora lo es, acrecentándose cada día la predicación del nombre de Cristo a tierras más lejos para que así sea luz" (Audi Filia, cap.111).
“Este negocio de predicar las buenas nuevas del Evangelio es muy grande” (Sermón 18).
"¡Quién pudiese tener mil millones de lenguas para pregonar por todas partes quién es Jesucristo!" (Carta 207).
Si la Exhortación nos recuerda que “la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido” (EG n.264), San Juan de Ávila se mueve en la misma perspectiva del amor, que supera nuestro punto de vista autorreferencial:
“En cruz murió el Señor por las ánimas; hacienda, honra, fama y a su propia Madre dejó por cumplir con ellas" (Sermón 81).
Los desalientos que experimentan hoy los agentes de pastoral al encontrarse con los nuevos retos de la evangelización (cfr. EG nn.76-109), se superan con una actitud de confianza, observando que la obra es de Dios y que Él nos sigue acompañando, como cuando nos llamó por primera vez. Dice el Santo Maestro, San Juan de Ávila:
"Aunque ahora este Señor es conocido de pocos, más siempre irá creciendo su reino, hasta que al fin del mundo reine en todos los hombres... Ésta es la voz de los predicadores de Cristo, que dice: Reinará tu Dios" (Audi Filia, cap.111).
“Buen Pastor tenemos, que nos escogió para guardarnos y de tanto tiempo… Alegraos, que, si alguna vez cayeseis, Buen Pastor tenéis que volverá y sacará del barranco… Mirando que mi pastor, sólo por sacar mi ánima de entre las espinas, porque no me espinase, quiso Él entrar en ellas y espinarse" (Sermón 15).
Para San Juan de Ávila, Cristo "es amigo verdadero" (Tratado del Amor, n.14). La tarea del apóstol consiste en anunciar, celebrar y ayudar a vivir el Misterio de Cristo, que es expresión personal de Dios, Amor misericordioso:
"Misterio grande, unión inefable, honra sobre todo merecimiento, que el hombre y Cristo sean un Cristo, y que salvar Cristo al hombre y rogar por él sea salvarse a sí mismo y rogar por sí mismo. ¿Quién podrá creer tan grande alteza de honra con que el hombre es honrado, si no mira primero la grande bajeza y deshonra con que Dios humanado fue deshonrado por el hombre?" (Sermón 53).
Para nuestra reflexión personal:
─ ¿Qué desafíos pone la sociedad de hoy, a la Iglesia, para hacer posible que aun Cristo sea conocido, amado, seguido y celebrado en nuestras comunidades?
─ ¿Cómo puedo yo, como sacerdote evangelizador, responder a esos retos y desafíos?
─ ¿Qué actitudes personales hacen de mí un pastor con olor a oveja; y qué actitudes, hacen de mí, más bien, un intermediario y un gestor?
La misión profética de la Iglesia, que está siempre en estrecha relación con la misión litúrgica y diaconal o de servicio, reclama por parte de los evangelizadores una actitud contemplativa y de sintonía vivencial y auténtica con lo que anuncian y celebran. Este tema se encuentra frecuentemente en San Juan de Ávila, como veremos enseguida, aunque su terminología es distinta de la nuestra.
En la Exhortación del Papa Francisco, la misión evangelizadora está en estrecha dependencia del encuentro personal con Jesucristo: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, (hoy a nosotros, sacerdotes) a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (EG n.3). Sólo este encuentro “llena el corazón y la vida” (EG n.1), con vistas a una plena disponibilidad para la misión.
“Sólo gracias a ese encuentro −o reencuentro− con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros? ” (EG n.8). Entonces la experiencia del encuentro se traduce en amor comprometido y apasionado por Cristo.
La relación entre contemplación y evangelización se traduce en una actitud de Iglesia misionera: “La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante” (EG n.23). Esta realidad, que podemos calificar de equilibrio entre contemplación, santificación y misión, ayuda a descubrir que “la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más” (EG n.264).
No es algo subjetivo, sino que es la nota de autenticidad ya indicada por el mismo Cristo en su mandato misionero: “Id… estaré con vosotros” (Mt 28,19-20). Efectivamente, “el verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera” (EG n.266).
Por esto, “el predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios… necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante” (EG n.149), como ya recordábamos hace un momento: “debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra” (EG n.150), para “comunicar a otros lo que uno ha contemplado” (Santo Tomás, Summ., II-II, 188, art.6). Y retomando a Pablo VI anota: “También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: « tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo» (EG n.150).
La contemplación, fruto del encuentro constante con el Señor, en la escucha de su Palabra y en la escucha de la gente, donde paso a paso, vamos asumiendo en la propia vida, el modo de ser, de pensar, de sentir, y de ver, propio de Cristo, nos asume y nos transforma; así el evangelizador, podrá repetir con Pablo: “ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gl 2, 20). De esta forma, el evangelizador no se anuncia a sí mismo, sino que anuncia a Cristo, y lo anuncia, no tanto con lo que dice, cuanto con lo que vive. Nuestra Iglesia hoy necesita sacerdotes evangelizadores auténticos que, con lo que dicen y con lo que hacen, comunican a Cristo a los demás.
Las afirmaciones de la Exhortación sobre este tema de la contemplación misionera son muy sugestivas, porque “el verdadero amor siempre es contemplativo (EG n.199). Sin este “encuentro orante con la Palabra… el fervor se apaga” (EG n.262). “¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente estar ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3)… No hay nada mejor para transmitir a los demás” (EG n.264).
He querido entretenerme un poco más en este tema de relación entre encuentro con Cristo y misión, porque me parece que es la clave de la exhortación, como es la clave de toda vida auténticamente apostólica.
El tema está relacionado con “las miradas”, que, en San Juan de Ávila, es el resumen de la interioridad de Cristo ante el Padre, como dice en el Tratado del Amor de Dios: “¡Miraos siempre, Padre e Hijo, miraos siempre sin cesar porque así se obre mi salud!” (Tratado del Amor de Dios, n.12).
Efectivamente, el tema de las miradas, en la Exhortación del Papa Francisco, está estrechamente relacionado con las vivencias de Cristo, en su amor al Padre y a la humanidad. Es “la mirada del Buen Pastor que no busca juzgar sino amar” (EG n.125); “el Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente” (EG n.141); o también “la mirada de Jesús hacia el pueblo” (EG n.145), una mirada que “se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo” (EG n.268). “La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado” (EG n.268).
En San Juan de Ávila, la contemplación de la Palabra es algo intrínseco al oficio del predicador del Evangelio. Su segundo biógrafo, Luís Muñoz, afirma que "no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese"[4].
El Maestro de Ávila invita a predicar al estilo de San Pablo: "Éste sí es buen predicador, que no los que son el día de hoy, que no hacen sino hablar. ¿Pensáis que no hay más sino leer en los libros y venir a vomitar aquí lo que habéis leído?" (Sermón 49). En el primer Memorial para el concilio De Trento, indica la falta de predicadores auténticos: "Restan los predicadores de la palabra de Dios, el cual oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, y no sin gran daño de la cristiandad" (Memorial I, n.14).
El secreto de la predicación está en que el predicador llame verdaderamente a abrirse a los planes de Dios: "El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar su palabra de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios. Porque si anda a contentar los hombres, no acabará; sino que a cada paso trocará el Evangelio y le dará contrarios sentidos o enseñará doctrina contraria a la voluntad de Dios: hará que diga Dios lo que no quiso decir" (Comentario a Gálatas, n.8).
El auténtico predicador, que se ha alimentado con la Palabra contemplada previamente, es el que contagia del amor a Dios: “¿Sabéis cuál fue la causa de vida eclesial? Haber predicadores, encendidos con fuego de amor celestial, que encendían los corazones de los oyentes al fervoroso amor de Jesucristo nuestro Señor" (Sermón 55).
Por esto, la predicación debe ser precedida por el estudio y la oración. Y da este consejo práctico: "El día antes del sermón ocuparlo en gustar lo que ha de decir, y no predicar sin estudio ni sin este día de recogimiento particular" (Carta 7, 234ss).
Los predicadores deben ser “amigos de la palabra de Dios, leyéndola, hablándola, obrándola" (Carta 86). La Palabra no es una idea, sino el mismo Jesucristo, como Verbo Encarnado: "La Palabra de vida estaba escondida en el seno del Padre; y ahora temporalmente, tomando carne humana, apareció entre nosotros, y anda por los templos, por los púlpitos" (Comentario a la segunda carta de San Juan, lección 1ª)[5].
Para ser buen apóstol, bastaría con abrirse a la Palabra de Dios, con "una sosegada atención para aprender de su maestro" (Audi Filia, cap. 75). Al gran predicador Fray Luís de Granada, nuestro santo le recomienda esta actitud de humildad y confianza: “contentándose con aquella vista sencilla y humilde, acatando a los pies del Señor y esperando su limosna y misericordia" (Carta 1). Es el modo de orar que recomendaba a sus dirigidos: “Cuando delante se hallaren de Dios, trabajen más en escucharle que por hablarle y más por amarle que por entenderle" (Carta 54)[6].
La invitación del Papa Francisco a la fidelidad al Espíritu Santo equivale a la generosidad en el camino de la santidad. Este tema, tan interesante y actual, nos llevaría mucho tiempo; por esto, lo esbozo brevemente como invitación a profundizarlo. Porque si en la Exhortación del Papa, se alude continuamente al discernimiento y fidelidad respecto al Espíritu Santo, en el Maestro Ávila tenemos un verdadero arsenal de doctrina sobre el mismo Espíritu, gracias a sus sermones en torno a Pentecostés. En San Juan de Ávila, el tema es una invitación constante a emprender con generosidad el camino de la santidad.
La tentación de “mundanidad asfixiante” que acecha hoy a los agentes de pastoral, “se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos” (EG n.97).
La presencia del Espíritu Santo nos transforma en un proceso que se adentra en la vida trinitaria, donde encuentra su fuente la “comunión” eclesial: “Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios” (EG n.117).
Por esto, “Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia” (ibídem).
El Papa pide “confianza en el Espíritu Santo”, como “instrumentos” dóciles a su acción santificadora (EG n.145), porque “evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo” (EG n.259).
Las explicaciones y motivaciones de la predicación no bastan, porque “ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu” (EG n.261). El Papa invoca al Espíritu Santo, pidiendo “que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos” (ibídem).
El Maestro de Ávila, como hemos indicado, explicaba ampliamente el tema del Espíritu Santo, especialmente en los sermones en torno a la fiesta de Pentecostés. Por medio del Espíritu Santo, la vida trinitaria vivifica a la Iglesia: "Este río tan hermoso es la gracia del Espíritu Santo, el cual procede del Padre y del Hijo, como de un principio; éste riega la gran ciudad, que es la Iglesia" (Sermón 45). Su venida se actualiza en Pentecostés: “Este día (Pentecostés) es tan grande, de tanta dignidad, que quien en él no tiene parte, no la tiene en ningún otro día de Jesucristo; ya que la muerte de Jesucristo ganó perdón de pecados; pero sin la gracia que hoy se da, no te aprovecha nada" (Sermón 32). "Viniendo el Hijo y el Padre, también el Espíritu Santo. No te llames huérfano de aquí adelante" (Sermón 30).
La acción del Espíritu Santo transforma a los creyentes, porque "este Espíritu es ánima de nuestra ánima" (Sermón 32), ya que "haciéndonos renacer el Espíritu Santo, queda el ánima renovada y sale semejable a Dios" (Comentario a la primera carta de San Juan, lec. 20ª). Lo que Cristo prometió, se hace realidad: "todos los bienes, todas las mercedes y misericordias que Cristo vino a hacer a los hombres, todas ésas hace este Consolador en nuestras ánimas; predícate, sánate, cúrate, enséñate y hácete mil cuentos de bienes" (Sermón 30).
En el camino de la santidad y de la misión, somos su “instrumento… como si un gran pintor tomase la mano a uno que no sabe pintar... obra Dios acompañando, el hombre como órgano del Espíritu Santo" (Sermón 31). “No has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu juicio; por Espíritu de Cristo has de vivir" (Sermón 28)[7].
Para la reflexión personal:
─ “Nadie da de lo que no tiene” y “para dar hay que recibir”; ¿Cuánto tiempo dedico a la escucha a Jesús? ¿En mi predicación Jesús le habla a su pueblo? ¿En qué se nota?
─ Un riesgo de una acción pastoral sin contemplación es el activismo; ¿Hay algo de eso en mi servicio sacerdotal? ¿Cómo integrar contemplación y servicio en mi ministerio sacerdotal?
La misión de la Iglesia, precisamente por ser una acción maternal de recibir a Cristo y transmitirlo al mundo, encuentra en María, la Madre de Jesús, su figura más excelsa. El tema corresponde a la doctrina conciliar, cuando se pone en relación la acción apostólica (materna) de la Iglesia, con la maternidad de María: “La Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres” (Lumen Gentium, n. 65)
La Exhortación, Evangelii Gaudium, presenta a la Iglesia como madre: “la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo” (EG n.139). El mismo Papa se considera “Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos” (EG n.210).
Para captar esta dimensión mariana y materna de la misión eclesial, es muy aleccionador leer los últimos números de la Exhortación del Papa Francisco. Están dedicados a la Santísima Virgen. Son los números 284-288, con el título “María, la Madre de la evangelización”; y están distribuidos en dos apartados: “el regalo de Jesús a su pueblo” y “la Estrella de la Nueva Evangelización”, finalizando con una oración que puede considerarse como síntesis mariana de toda la Exhortación.
No es una exposición sistemática, pero, leyendo pausadamente, se puede encontrar el hilo conductor. Entresacamos esta afirmación que parece provocativa en su perspectiva misionera: “Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hech 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la Nueva Evangelización” (EG n.284).
Otra afirmación también llamativa de mucha densidad misionera, es la siguiente: “Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios” (EG n.286).
Ahora bien, estas afirmaciones están encuadradas en una perspectiva que podríamos llamar existencial o vivencial, como puede verse en estas otras frases: “Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a Ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio” (EG n.285). “María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como Madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia” (EG n.286).
El Papa invita a “mirarla y dejarse mirar por Ella” (EG n.286), aludiendo al mensaje dirigido a San Juan Diego (“¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?”), como “caricia de su consuelo maternal” (ibídem).
“Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios” (EG, 286).
“Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió́ vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia” (EG, 288).
En la oración final parece recoger la dinámica de toda la Exhortación, que intenta hacer de toda la Iglesia una comunidad misionera: “Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo… Estrella de la Nueva Evangelización… que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz” (EG n.288).
La doctrina de San Juan de Ávila sobre la Virgen es muy profunda. Destaco sólo el aspecto de su maternidad, para pasar luego a presentarla como referente de la caridad pastoral, especialmente por parte de los sacerdotes.
Sus afirmaciones sobre la maternidad espiritual de María son muy expresivas: "La Virgen benditísima dos hijos tiene, uno natural y otro adoptivo" (Sermón 28). "Todos los que somos hermanos de Jesucristo... todos somos hijos de la Virgen" (Sermón 62). Ella, como "verdadera Madre del pueblo cristiano", lo cuida: "este cuidado tendré hasta que el mundo se acabe" (Sermón 69). El título de “Madre de misericordia” lo describe como “enfermera del hospital de la misericordia de Dios" (Sermón 60).
A los Apóstoles, dispersos durante la pasión, les invita a volver por medio de San Juan: “Di, hijo mío, ¿adónde están mis hijos? Vuestros hermanos, ¿dónde están? Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas, ¿adónde están? Traérmelos acá” (Sermón 67).
Con vistas a suscitar la caridad pastoral, presenta a María como modelo a imitar por parte de los pastores de la Iglesia: “Pastora, no jornalera que buscase su propio interese, pues que amaba tanto a las ovejas (cf Jn 10,12), que, después de haber dado por la vida de ellas la vida de su amantísimo Hijo, diera de muy buena gana su vida propia, si necesidad de ella tuvieran. ¡Oh qué ejemplo para los que tienen cargo de ánimas! Del cual pueden aprender la saludable ciencia del regimiento de ánimas, la paciencia para sufrir los trabajos que en apacentarlas se ofrecen. Y no sólo será su maestra que los enseñe, mas, si fuere con devoción de ellos llamada, les alcanzará fuerzas y lumbre para hacer bien el oficio” (Sermón 70, sobre la Asunción).
Aquí podríamos decir, con el Papa Francisco, que Jesucristo “no quiere que caminemos sin una madre” (EG n.285). Porque, como dice también en la Exhortación Apostólica, existe “íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo” (ibídem). La Exhortación cita al beato Isaac de Stella: “«En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María … También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda… Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos» (Sermón 51 citado en EG n.285)”.
Sobre este tema, se podría citar la Encíclica Redemptoris Mater y las Cartas del Jueves Santo (de Juan Pablo II). Pero quiero terminar más bien con una afirmación hecha por el Papa Benedicto XVI, en el discurso de despedida ante los cardenales: “La Iglesia vive, crece y se despierta en las almas, que −como la Virgen María− acogen la Palabra de Dios y la conciben por obra del Espíritu Santo; ofrecen a Dios la propia carne y, precisamente en su pobreza y humildad, se hacen capaces de generar a Cristo hoy en el mundo. A través de la Iglesia, el Misterio de la Encarnación permanece presente para siempre. Cristo sigue caminando a través de los tiempos y de todos los lugares”[8].
Para la reflexión personal:
─ ¿Cómo ha sido mi relación personal con María, antes y ahora? ¿Dicha relación necesitaría ser mejorada? ¿Qué pasos concretos podría seguir dando para crecer en la relación con Ella?
─ ¿Qué puedo aprender de María para llevar a cabo la tarea, que como sacerdote tengo, de guiar y acompañar a un rebaño que se me ha confiado?
Cardenal Beniamino Stella, Prefecto de la Congregación para el Clero
[1] Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (24 noviembre 2013). Citaremos el documento con la sigla EG.
[2] Benedicto XVI, Carta Apostólica San Juan de Ávila, sacerdote diocesano, proclamado Doctor de la Iglesia universal (7 octubre 2012) n.1.
[3] Francisco, Homilía del Jueves Santo en la Misa Crismal, 28 de marzo de 2013.
[4] Vida, lib.1º, cap.8.
[5] Ver también: Tratado sobre el sacerdocio, nn.46-47.
[6] Es interesante esta observación del Maestro Ávila: “Este negocio es más de corazón que de cabeza, pues el amar es el fin del pensar" (Audi Filia, cap. 75). Es una afirmación parecida a la de la exhortación del Papa Francisco, cuando comenta “es más importante la realidad que la idea” (EG n.231).
[7] El tema del Espíritu Santo, en San Juan de Ávila, está íntimamente relacionado con el de la Eucaristía (27 sermones) y con la Santísima Virgen. En la Eucaristía está “el Cuerpo que fue concebido por Espíritu Santo” (Carta 122). Precisamente por esta relación entre la Eucaristía y María, el Maestro insta a la santidad sacerdotal como una consecuencia lógica.
[8] Benedicto XVI, Palabras de despedida a los Cardenales presentes en Roma (28 febrero 2013).
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