El Espíritu Santo nos configura con Cristo, al hacernos hijos de Dios, y, desde ese instante nos impulsa para que nos asemejemos más y más a Cristo −Hijo de Dios por naturaleza− y vayamos al Padre como lo hace Cristo, es decir amorosamente, sabiéndonos hijos de un Padre que nos quiere
Con estas consideraciones nos proponemos mostrar cómo el Espíritu Santo, al que algunos autores espirituales denominan el Gran Desconocido[1] está constantemente inspirando el alma del cristiano, promoviendo la santificación de éste. Esto lo realiza por cauces ordinarios; y si el cristiano corresponde a esas inspiraciones, lo lleva suaviter et fortiter hacia la santidad: «El Espíritu Santo nos concede la fortaleza sobrenatural que necesitamos. Debemos, pues hacer crecer nuestros deseos hasta la altura de los designios divinos. El alma cristiana más humilde tiene un destino excelso: convertirse en una elegida, en una santa merecedora del cielo según el deseo de Dios: "Nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia" (Ef, 1, 4)»[2]. El Papa Juan Pablo II recuerda a todos los fieles que la docilidad al Espíritu provocará una nueva etapa en la Iglesia. En efecto habla de «la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo»[3]
Nos planteamos, pues, ¿en qué consiste esa acción del Espíritu Santo en cada creyente? ¿Cómo se refleja en la vida ordinaria esa acción que hace participar, por la gracia, en la vida trinitaria?
Cuando nos incorporamos a la Iglesia por el Bautismo se incoa en nosotros un germen de vida sobrenatural llamado a desarrollarse a lo largo de la existencia del cristiano. El Espíritu Santo nos configura con Cristo, al hacernos hijos de Dios, y, desde ese instante nos impulsa para que nos asemejemos más y más a Cristo −Hijo de Dios por naturaleza− y vayamos al Padre como lo hace Cristo, es decir amorosamente, sabiéndonos hijos de un Padre que nos quiere[4]. En este sentido dice San Basilio: «Por el Espíritu Santo se nos restituye el paraíso, por Él podemos subir al reino de los cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser llamados hijos de la luz; el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de toda bendición, tanto en la vida presente como en la futura; por Él podemos contemplar como en un espejo, cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos llegar a disfrutar»[5].
Este proceso de cristificación lo realiza el Espíritu Santo obrando en lo íntimo del creyente: «El Espíritu Santo forma desde dentro al espíritu humano según el divino ejemplo que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la "vida del alma', y el hombre al pensar, al amar, al juzgar; al actuar, incluso al sentir, está conformado con Cristo, se hace "cristiforme"»[6].
Esto explica el anhelo que tenía Cristo por su partida tras la Resurrección: una y otra vez les hacía ver a los discípulos que convenía que se marchara para enviarles el Espíritu Santo[7]. Toda la paciente tarea docente que había llevado a cabo durante su ministerio público sólo podría ser entendida, y vivida en plenitud por los Apóstoles tras los acontecimientos pascuales y la Pentecostés: «Podríamos resumir todo esto diciendo que el Espíritu Santo nos enseña a amar a Dios Padre con el mismo amor con que Cristo le ama. Al recorrer las páginas del Evangelio, descubrimos las señales que caracterizan el amor de Jesús: con amor que se demuestra con obras, con el compromiso activo de elevar al Padre todas las cosas que encuentra a lo largo de su vida. Me refiero al trabajo: durante treinta años, Jesucristo ha trabajado en el taller de San José. ¿Cómo? Con amor: sin concesiones a la pereza o a la comodidad, tratando de hacer presente a Dios en el modo de enfrentarse con los más pequeños deberes diarios. Pero podríamos continuar: la vida familiar. Jesús, lleno del Espíritu Santo, la ha santificado amando intensamente a María Santísima y a San José. Aún más: la amistad. Los Apóstoles eran sus amigos: el ejemplo de Jesús nos enseña que la amistad puede estar llena de Dios. ¿De qué hablaba el Señor con los Apóstoles? Trabajaban juntos, recuperaban juntos las fuerzas, incluso se divertían; y sus conversaciones, sus confidencias, giraban siempre en torno al amor de Dios. El ejemplo de Jesucristo nos lo enseña, y el Espíritu Santo nos da la fuerza para hacerlo»[8].
La labor santificadora la realiza por medio de sus mociones e inspiraciones: «Llamamos inspiraciones a todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones (Sal 20, 4) por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»[9].
Esta es la acción paciente del Divino Maestro que quiere que sigamos los vestigia Christi: «la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad»[10]. La docilidad es la respuesta del hombre a las inspiraciones divinas: «¡Nunca se insistirá bastante en la excepcional importancia y absoluta necesidad de la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo para avanzar en el camino de la perfección cristiana. En cierto sentido es éste el problema fundamental de la vida cristiana, ya que de esto depende el progreso incesante hasta llegar a la cumbre de la montaña de la perfección o el quedarse paralizado en sus mismas estribaciones»[11].
El Espíritu Santo va modelando cada alma de modo que, conservando cada ser humano su propia singularidad, corresponda a la vocación a la que le llama. Dios otorga unas cualidades específicas a cada persona y tras el Bautismo inicia un proceso de divinización del cristiano, sin que tenga por eso que separarle de las tareas que realiza de modo ordinario: «El Espíritu Santo infunde audacia: impulsa a contemplar la gloria de Dios en la existencia y en el trabajo de cada día. Estimula a hacer la experiencia del misterio de Cristo en la liturgia, a hacer que la Palabra resuene en toda la vida, con la seguridad de que siempre tendrá algo nuevo que decir; ayuda a comprometerse de por vida, a pesar del miedo al fracaso, a afrontar los peligros y superar las barreras que separan las culturas para anunciar el Evangelio, a trabajar incansablemente por la continua renovación de la Iglesia, sin constituirse en jueces de los hermanos»[12].
El Espíritu Santo obra en nuestro interior sirviéndose de los medios que la teología espiritual tradicionalmente ha subrayado. Nos limitaremos a exponer la importancia de algunos de estos.
En primer lugar la oración. Delicadamente expone S. Lucas cómo la Virgen tras acontecimientos importantes «meditaba estos sucesos ponderándolos en su corazón»[13]. Es en la oración donde María descubre el pleno sentido de esos acontecimientos guiada por el Espíritu Santo; y este es el itinerario que el Señor quiere para todos los cristianos. Tanto el ejemplo personal de Jesús como el de los Apóstoles, recogido en múltiples pasajes del Nuevo Testamento, resaltan la necesidad de orar sin interrupción[14]. Dice San Josemaría: «No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla... pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. −Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! −Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte»[15].
Junto a la oración −el espíritu de oración−, el Espíritu Santo labra el interior de sus elegidos con la mortificación; con esos sacrificios constantes y menudos que llevan a la renuncia de sí mismo y a la identificación con Cristo, con la cruz de Cristo: «la mortificación continuada hace grandes santos; con la mortificación continuada se consigue el morir a sí mismo en todo y se adquiere el puro amor de Dios; sin el cual ni hay amistad con Dios ni unión con El, y menos la transformación que ésta todo lo hace el amor. Con la mortificación continuada salimos de la propia esclavitud y nos hacemos señores de nosotros mismos. Con la mortificación continuada se llega a adquirir el primitivo estado en que fueron puestos nuestros primeros padres; y como premio a la mortificación continuada se da Dios al alma, como posesión en esta vida, yen esta escuela (del Espíritu Santo) esto es lo que se aprende, porque todas las lecciones a esto van encaminadas: a la continua mortificación»[16].
Especialmente el Espíritu Santo nos va identificando con Cristo con la participación frecuente −y si es posible diaria− del Sacrificio eucarístico: «Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino... en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento... Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne humana»[17].
Con estos medios y otros −por ejemplo la confesión frecuente y la dirección espiritual− el Espíritu Santo consigue que los fieles vivan la sequela Christi y los cristianos aparecen como alter Christus, como otros Cristos.
Hay un peligro en la lucha ascética del que nos pone en guardia el Espíritu Santo: es el itinerario de la desidia, el abandono de la lucha, la tibieza, y, por último, el pecado. De un modo delicioso, Francisca Javiera del Valle sugiere qué debemos hacer en esa situación: llorar y sentir esa falta de amor. Desagraviar al Señor por esas faltas y recomenzar. Dice: «Este Divino Maestro pone su escuela en el interior de las almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro (...). Su modo de enseñar no es con la palabra: rara vez habla, alguna vez a los principios; si se practica bien la lección que Él enseña suele hablar, pero muy poca cosa, para manifestarnos con esto su agrado; y en esto ha de estar la práctica bien hecha, porque esta escuela todo es de practicar lo que enseñan, y si no lo practican, es cosa concluida; la escuela se cierra y no se abre. Porque aunque la escuela se da en el centro del alma, no puede uno entrar allí si no la mete el Maestro, porque aunque él quiere entrar ni puede ni sabe. Lo único que puede hacer es quedarse dentro de sí, no salir fuera, sino ponerse a la puerta, y muy de corazón llorar y sentir su falta desinteresadamente (...). A los principios calla, tolera y no castiga; porque como es tan caritativo, se compadece mucho, porque ve que no sabemos, y nunca pide ni exige lo que no podemos. Su modo de enseñar es por medio de una luz clara y hermosa que Él pone en el entendimiento»[18].
Esta es una de las lecciones que nos enseña el Espíritu Santo: la santidad no consiste en triunfar siempre en la lucha interior sino en comenzar y recomenzar las veces que haga falta: «En el camino de la santificación personal, se puede a veces tener la impresión de que, en lugar de avanzar, se retrocede; de que, en vez de mejorar, se empeora. Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un engaño, que conviene rechazar: Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te santificas»[19].
No podemos perder de vista que en la lucha cotidiana puede estar presente la cruz, la contrariedad de cualquier tipo, y esta suele ser una de las grandes armas que usa el Espíritu Santo para conformarnos con Cristo: «Pero no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera; porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[20]. Esta inquietud, este anhelo que el Espíritu Santo pone en nuestras almas, debemos transmitirlo a otras personas. Es el apostolado cristiano.
En definitiva, la santidad que el Espíritu Santo quiere promover en estos años del Jubileo −y siempre− para la inmensa mayoría de los cristianos, se alcanza por la divinización de lo ordinario: es en el cambio de enfoque y no de las actividades ordinarias donde nos aguarda. Se trata de buscar la gloria de Dios −ver los acontecimientos con visión sobrenatural− en cada una de las actividades diarias: «Espíritu Santo, Espíritu de amor y de luz, haznos comprender el tesoro incomparable que llevamos en nosotros mismos, y saber usar de Él como conviene, a fin de responder plenamente a los designios que la misericordia del Padre tiene sobre nosotros. Abre los ojos de nuestra inteligencia, a fin de que, conociendo nuestra riqueza divina que eres Tú mismo, y dejándonos llevar por Ti, vivamos cada vez más la vida de Jesús, para la gloria única del Padre, y nos preparemos más y más para esa vida maravillosa que será nuestra eternamente en el seno de la Santísima Trinidad en la gloria del cielo»[21].
Jesús Rodríguez Lizano
[1] A. Royo MARÍN titula un libro de esa manera (El Gran Desconocido, Madrid 1997). En una homilía dedicada al Espíritu Santo, y recogiendo una larga tradición, san Josemaría Escrivá así lo denomina (cf. SAN J. ESCRIVA, Homilía El Gran Desconocido, en Es Cristo que pasa, Madrid 1994, pp. 267-289).
[2] A. GARDEIL, El Espíritu Santo en la vida cristiana, Madrid 1998, pp. 38-39.
[3] JUAN PABLO II, Tertio Millennio Adveniente, n. 18.
[4] Cf. A. ARAN DA, Cristología y Pneumatología, en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del Hombre, Pamplona 1982, pp. 649-670.
[5] S. BASILIO MAGNO, De Spiritu Sancto, 15.
[6] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 26.VII.I989.
[7] Cf. Io 7,39; 14,16; 17,26; 15,26; 16,7-13; 16, 14-15.
[8] Mons. Javier ECHEVARRÍA, Homilía de 17.X1.l996, en «Romana» 23, 191.
[9] S. FRANCISCO DE SALES, introducción a la vida devota, Madrid 1993, II, 18.
[10] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o.c., n. 130.
[11] A. Royo MARÍN, El Gran Desconocido, Madrid 1997, pp. 211-212.
[12] JUAN PABLO II, Mensaje para la XIII Jornada Mundial de la Juventud. Señala S. Basilio: «De la misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a los demás a la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación de los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios y, lo más sublime que pueda ser pensado, el hacerse Dios»: Sobre el Espíritu Santo, 9,23.
[13] Lc 2,19 y 2,51.
[14] Cf. Mt 7,7; Lc 11,9; Act 10,2; Ef 6,18; Col 4,2.
[15] San JOSEMARÍA, Forja, Madrid 1993, n. 430.
[16] Francisca Javiera DEL VALLE, Decenario al Espíritu Santo, consideración del día cuarto, Madrid 1998, p. 74.
[17] S. JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa, IV, 13.
[18] Francisca Javiera DEL VALLE. Decenario... consideración del día cuarto.
[19] SAN JOSEMARÍA. Forja. o.c. n. 223.
[20] ID. Amigos de Dios. o.c., n. 301.
[21] A. RIAUD, La acción del Espíritu Santo en las almas, Madrid 1992, p. 46.
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