Mons. Juan-Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, explica el valor que tiene la liturgia −según el Concilio Vaticano II− para responder al mundo moderno. Cristo está presente en la acción litúrgica, que posee una fuerza capaz de atraer y transformar la entera creación. «La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo» (Francisco, Exh. apost. Evangelii gaudium, 24).
Conferencia al Thomas More Leadership Institute, Roma 31 de enero de 2014
Siempre resulta arriesgado sintetizar en pocas palabras la complejidad de los fenómenos humanos y sociales. No obstante, para poder situar nuestras reflexiones de esta tarde, creo necesario ofrecer un esbozo rápido de cómo veo yo al “hombre moderno”, entendiendo por tal a nuestros contemporáneos, hombres y mujeres, del este y del oeste, del norte y del sur.
Alguien diría que es imposible, que las situaciones culturales son tan diversas, pero eso, hoy, en medio de un mundo globalizado cultural e informativamente, (como ustedes saben mejor que yo), es sólo aparentemente cierto. Las intensidades aun nos diferencian, pero las líneas maestras nos entrelazan a nivel mundial, tanto como la común naturaleza humana con sus impulsos y deseos compartidos.
El ser humano hoy aparece profundamente inseguro y desorientado. Ha perdido, en gran medida, sus certezas y sus puntos de referencia. El relativismo y la libertad, entendida como pura libertad de opción, tienen estas inevitables consecuencias. En la medida que estas tendencias han ido tomando fuerza no se han remplazado los referentes institucionales, matrimonio y familia, patria, religión… simplemente, se han perdido.
A esta “deriva” cultural se ha de añadir, creo yo, el rasgo transversal del sufrimiento. Hay mucha soledad, mucha insatisfacción, mucha desesperanza. Nuestra sociedad, nuestros contemporáneos, están traspasados, de modo muy universal, por una profunda desazón o “angustia”, un tema sobre el que hoy ya se escribe poco, pero que preocupó a los pensadores existencialistas de la posguerra (segunda mitad siglo XX), y que se detecta como fenómeno característico de la humanidad contemporánea. Los desequilibrios sociales, las guerras y la presente crisis vienen a consolidar este mal.
Ante esta situación, (el ser humano no puede subsistir así), emergen con fuerza en la cultura contemporánea fenómenos paliativos, que quieren eludir los efectos de estos males sin la pretensión de tocar sus causas (que se consideran irreversibles). Sea por la vía del individualismo hedonista, sea por la vía de un inconformismo revolucionario, o de un cientifismo práctico, se quiere conseguir un “instalarse cómodamente en el mundo, en lo inmanente”. No echar de menos ni la verdad, ni la continuidad histórica que ofrecen las instituciones. No tener ningún límite para los propios deseos, ni de los dioses, ni de leyes humanas, ni de la naturaleza.
Pero detrás de todo esto tiene que haber un porqué. Las ideas ilustradas, los ateísmos, teóricos o prácticos, han existido siempre, pero el fenómeno que caracteriza la edad presente, y que viene tomando fuerza desde el final de la Gran Guerra (1914-1918), es el del ateísmo de masas, que, hoy por hoy, comienza a ser un fenómeno planetario. Un ateísmo, evidentemente más práctico que teórico, más de omisión que de negación, muy unido al fenómeno del agnosticismo. Y estas masas agnósticas son caldo de cultivo para una Sociedad y una cultura como la que ahora se está imponiendo por todo el mundo. Una cultura que hasta llega a ver lo religioso no ya como dimensión natural del ser humano (“homo religiosus”, ser religioso), sino como patología social. Las religiones van siendo consideradas poco a poco como peligro para la paz y la convivencia social. Se tolera socialmente la fe personal, pero se limita y repudia la religión en cuanto fenómeno social. ¿Cómo se ha podido llegar a este estado de opinión? ¿Cómo, cuando aun altísimos porcentajes de la población se declara adscrito a una confesión religiosa? ¿Cómo, cuando cada domingo en países como España o Portugal millones de personas se reúnen para participar en la Misa? ¿Cómo, cuando las manifestaciones de piedad popular y los santuarios de peregrinación acogen muchedumbres en número creciente?
Es cierto que vivimos fenómenos contradictorios y que donde la religiosidad popular es más fuerte supone un freno a los procesos de secularismo cultural. Pese a todo el fenómeno de vivir cotidianamente como si Dios no existiese se difunde inexorablemente. Muchas expresiones tradicionales de fe, que envolvían la vida social y la cultura, van siendo separadas de su “sentido religioso” para conservar sólo un valor folclórico o de tipismo. Porque aun en la minoría que se declara “practicante”, cada vez es más frecuente un sentimentalismo religioso o un mero compromiso ético, en detrimento de una gozosa y consciente confesión de fe y de una conciencia “identitaria” de pertenencia a la Iglesia (en nuestro caso, o, a una religión, en general).
Un factor, a mi modesto entender, está muy ligado a esta difusa “desafección” con respecto a Dios y, en particular, hacia el Dios personal. Se trata de la experiencia colectiva de los grandes desastres bélicos, de la violencia masiva contra inocentes y las consecuencias del empleo generalizado de armas contra la población indefensa. Experiencias terribles a las que nos han sometido, a escala mundial, desde 1914-1918 y 1939-1945 y luego, a nivel local, con incesantes conflictos o guerras civiles por casi todo el planeta, hasta hoy. Y junto a las guerras, las violencias contra poblaciones o etnias enteras a manos de regímenes totalitarios, dictaduras corruptas o grupos terroristas o paramilitares. Males que brotan en gran medida de esta civilización sin Dios, pero que provocan la desesperación de muchas víctimas y de no pocos espectadores objetivos, hasta llegar al rechazo de un Dios que permite tales cosas: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22 [21],2; Mc 15,34).
Por otra parte, aun en las sociedades más secularizadas y en los ambientes culturales más laicistas (lo que representa fundamentalmente al mundo más desarrollado económicamente y a las sociedades del bienestar hoy heridas por la “crisis”) se producen fenómenos sociales de ritualización (conductas-signo) y de aparente trascendencia (que buscan dar “sentido” o superar las propias insatisfacciones y límites). Sea con el auge de prácticas esotéricas o sub-religiosas (supersticiones), de los grandes espectáculos de masas (deportivos o musicales) o del recurso a usos sociales que implican el consumo de sustancias como el alcohol o las otras drogas. Y según se avanza en el olvido de Dios y de la religión se desarrollan más estos fenómenos a escala social como nuevas religiones sin Dios. Pero parece que el ser humano necesita ritos, fiestas y experiencias que superan su pura percepción empírica, tanto de la realidad como de sí mismos.
Pero no quiero terminar esta presentación de conjunto de nuestro mundo contemporáneo y de las problemáticas humanas que suscita sin declarar mi valoración de la misma. He hablado de un recurso colectivo a “prácticas paliativas”, es decir, de hecho a una nueva forma de “alienación”, pues ante la falta de esperanza y de sentido de la vida, no se quiere afrontar la cuestión de Dios, por considerarla, a priori, superada; ni la de la religión, por creerla peligrosa para la posibilidad de convivencia pacífica o para la salvaguarda de la propia libertad individual. Pero las personas que viven inmersas en esta nueva cultura sin Dios no ven superadas sus ansias e inquietudes, no encuentran verdadera esperanza en tales curas analgésicas. Nuestra sociedad comienza a padecer endémicas patologías espirituales e incluso psíquicas. Si el puritanismo decimonónico, especialmente en las clases sociales más altas, generó según la escuela psicoanalítica patologías ligadas a la represión de la sexualidad humana (siguiendo a S. Freud), nuestra sociedad las está generando entorno a la represión del instinto religioso del ser humano (vid. el pensamiento de Víctor Frankl).
Muchos hablan en Occidente de un nuevo paganismo. Lo cierto es que existen entre nuestra sociedad contemporánea (que en gran parte ha “apostatado” del Cristianismo) y el Imperio romano del siglo I un gran paralelismo. La “religión de los romanos” se había convertido en un ritualismo, ligado a usos sociales y a estructuras del poder, y las gentes buscaban salir de su insatisfacción o de su aburrimiento con las celebraciones orgiásticas o los espectáculos circenses faltos de una verdadera “trascendencia” ligada al culto sagrado. En tal contexto no faltaban minorías que buscaban tal “sentido religioso” en las religiones orientales (los cultos de “misterios”). Muchos, al llegar a Roma el cristianismo, lo consideraron como otro de estos cultos por sus semejanzas externas en ritos y lenguaje. Pero pronto el cristianismo mostró su originalidad, que le llevó al conflicto con el poder romano. Y la diferencia entra aquellos misterios y el cristianismo estaba en la naturaleza del culto, como frente a la religión oficial del Imperio. Por eso, en aquel momento inicial, los cristianos protegieron su liturgia con la ley del arcano (del secreto).
Lo que es evidente es que en el contexto cultural actual la cuestión del culto cristiano, de la liturgia está en el “ojo del huracán” del diálogo o las relaciones entre la Iglesia y la sociedad contemporánea. Así lo entendió el concilio Vaticano II como lo declara solemnemente en el primer número de la Constitución Sacrosanctum Concilium (SC) sobre la divina Liturgia.
Llega el momento de hablar de la liturgia, del culto a Dios propio de los cristianos, que para distinguirse suele recibir este nombre frente al genérico de “culto” común a todas las religiones. Y la originalidad cristiana en el culto va de la mano con su originalidad en cuanto a la religión en sí misma. El cristianismo arranca de la religión judía y su novedad estriba en el concepto de revelación. Concepto que precede a la misma existencia de un “libro” como expresión o custodia de su contenido (vid. la Constitución Dei Verbum [DV] del Concilio Vaticano II).
Y en la revelación lo primero que emerge es un Dios que busca al ser humano, que le ofrece amor y amistad, y que toma la iniciativa en tales relaciones. Este Dios se da a conocer interactuando con los seres humanos y su libertad, en los límites del amor y de la amistad, que no se pueden imponer por la fuerza, pero que abren a la donación total de uno mismo. La revelación genera así una religión histórica donde el “mito” queda como mero estilo literario o recurso lingüístico (lenguaje sacro), pero son los acontecimientos y las personas (“amigos de Dios” y profetas) los que cuentan verdaderamente. Surge el concepto de historia de salvación y con él la definición precisa del objeto de una esperanza cierta, la consumación de tal historia.
Para el pueblo de Israel el culto se encamina a la esperanza y es memoria de personajes y acontecimientos históricos que, por su encuentro con Dios, por ser de Dios, tienen una perenne actualidad a la que los hombres acceden por el mismo rito sagrado. Israel reza y celebra haciendo memoria y su fe es narración de esa misma historia y renovación de ese mismo encuentro personal y comunitario con Dios. El gran concepto es el memorial.
Los cristianos entran en este proceso histórico precisamente en el momento en el cual, por medio de Jesucristo, Dios lo lleva a plenitud. Cristo es plenitud de los tiempos. Su persona y obra, su acontecimiento recapitula la historia de salvación. Cristo colma la esperanza de Israel y es la plenitud de su religión, Cristo es el protagonista del culto nuevo hasta la consumación de los tiempos (ideas claves de la Carta a los hebreos y del Libro del Apocalipsis en el nuevo testamento). Por eso como sucedía primero entre los judíos, así también ahora para los cristianos la fe es esencialmente encuentro personal y aceptación del Dios que se revela y revelándose nos santifica, lleva a plenitud nuestra creación-vocación. Y este encuentro personal tanto para judíos como para cristianos se da en la celebración litúrgica del pueblo de Dios.
Sea para el pueblo de Israel, sea para los cristianos, la fe es un acontecimiento personal que se realiza y alcanza en la comunidad creyente convocada por Dios, que constantemente se da a conocer a ella obrando en ella su salvación. Sinagoga (antes la Asamblea de Dios) e Iglesia son el lugar de la fe. Siguiendo nuestro discurso como cristianos diremos que la Iglesia (Misterio) es el lugar donde constantemente Dios llama, habla y actúa en la vida de los hombres. Y la Iglesia se manifiesta especialmente cuando se reúne para celebrar los divinos misterios.
Insistiré, la aceptación del amor/amistad de Dios es una decisión absolutamente personal y libre, según el modo de actuar de cada edad y de las cualidades y circunstancias de cada uno, pero se posibilita, objetiviza y madura en la “Iglesia en oración”. Esta Iglesia es la una, santa, católica, apostólica. Es la del cielo y de la tierra, pero se comulga con ella en cada concreta comunidad sacramental, especialmente eucarística. Luego se vive en la Familia cristiana (Iglesia doméstica) y en otros ámbitos comunitarios eclesiales de diversa densidad sacramental, Diócesis, Parroquia, Comunidad religiosa, Asociación o Movimiento.
La comprensión de la fe cristiana va, como se ve, muy unida a la comprensión de la Iglesia como Misterio (Lumen Gentium 1-8) y de la Liturgia como Obra de Dios (SC 5-10 y Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1077-1112 “Liturgia obra de la Santísima Trinidad”). Y la configuración de la Liturgia no se entiende sino muy ligada a lo que ha sido la Divina Revelación (DV 2-6).
Como Benedicto XVI expresó con genialidad en su discurso al clero de Roma (jueves 14 febrero 2013): la idea del Concilio de una iglesia “de comunión”, más que interpretada sociológica o políticamente, se ha de entender a partir de la eucaristía, es decir litúrgica y sacramentalmente, en perfecta continuidad como desarrollo y clarificación del concepto de Iglesia cuerpo místico e Iglesia pueblo de Dios.
El concepto ritualista de liturgia queda superado totalmente por el Magisterio en un proceso clarificador cuyos últimos pasos están en la encíclica Mediator Dei (Pío XII), en la Constitución Sacrosanctum Concilium (Vaticano II) y en el Catecismo de la Iglesia Católica (Juan Pablo II, con una gran aportación del entonces cardenal Ratzinger). Y su consideración como belleza se ancla más y más en el orden de los trascendentales dejando a un lado una pura consideración sensual/sensible.
Lo que pasa es que esta “verdad de la liturgia”, este genuino “espíritu del cristianismo” no han terminado de calar en la conciencia colectiva de los católicos y menos, claro está, en la de los observadores externos del fenómeno cristiano. Por eso la idea clave que el Magisterio papal viene lanzando desde el Sínodo extraordinario de 1985 y, por parte del beato Juan Pablo II desde Vicesimus Quintus Annus (VQA, Carta a los 25 años de la SC) es que sustancialmente ya está hecha la reforma litúrgica del Vaticano II, que se concreta en los nuevos Libros Litúrgicos (siempre susceptibles de actualizaciones y “retoques”). Pero la gran tarea aun por hacer es la de la renovación litúrgica, que es tarea de “formación” y de “profundización espiritual”. Se trata de que Obispos, sacerdotes y fieles todos conozcan la verdad de la Liturgia y la vivan mediante una participación plena y fructuosa en la misma. Este es el reto de la evangelización (en la línea expresada por Pablo VI en Evangelii nuntiandi, de armonía entre evangelizar y sacramentalizar; que vale para la evangelización, para la misión y para la nueva evangelización) y este es el reto de la Iniciación Cristiana. Aquí convergen las grandes preocupaciones del Concilio Vaticano II y del sentir de la Iglesia Universal expresado principalmente en los Sínodos de los Obispos, celebrados tras el Concilio, y muy particularmente en las sucesivas exhortaciones apostólicas de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI tras los mismos.
La celebración litúrgica no puede reducirse pues a un encuentro formativo (aunque lo es), ni a una oración pública (aunque es su forma más completa y fundamento y escuela de toda oración cristiana), ni a un momento festivo de la comunidad (aunque se expresa como la fiesta más auténtica de los creyentes); la Liturgia es Dios con nosotros. Es presencia y comunicación del amor que Dios es. Es experiencia humana trascendental (aquí está la realidad fundante de toda mística cristiana). En ella nace y se desarrolla cada cristiano y la Iglesia misma, a partir de la comunión con /en Dios. Es prenda y pregusto de vida eterna. En ella, como enseñó ya con tanta agudeza santo Tomás de Aquino (vid. CEC 1130, nota 48), pasado y futuro se “comunican” en maravillosa actualidad de presencia para fundar la fe en el acontecimiento histórico, en la conciencia personal actual y mostrar su plenitud de gracia y acabamiento, que se hace real y universal (abierta a todos) vocación a la santidad (CEC 1130. 1136-1139; a leer en relación con LG V, nn. 39-42).
Quien quiera conocer en verdad el cristianismo ha de conocer e interesarse por su concepto teológico de Liturgia, quien quiere gustar el genuino espíritu cristiano o vivir el verdadero sentido de las enseñanzas vertebrales del concilio Vaticano II ha de entrar en la enseñanza y vivencia eclesial de la Liturgia.
Sin pretender agotar esta vía de aproximación al misterio cristiano desde la Liturgia, si quisiera poner en evidencia algunos rasgos importantes del cristianismo que quedan más claros comprendiendo y observando su Liturgia. Partiré para ello de la definición/descripción de la Liturgia que ofrecía SC en su número 7:
«Así pues, con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público».
A) El ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. Puede traducirse también como la actualización de su Misterio Pascual. El sacerdocio de Cristo es único y eterno. Comienza en el momento mismo de la Encarnación y es su rasgo definitorio. En la unidad de su Persona divina (su “yo”) se asocian, sin mezcla ni separación, su naturaleza divina, que le une al Padre y al Espíritu, y su naturaleza humana, que le une a nosotros. Su propio ser es reconciliador y comunional, es la declaración del amor y del perdón de Dios en favor de la “descendencia de Adán”. Conocer el misterio de Cristo y de su “sacerdocio” es conocer el designio de Dios sobre la humanidad y contemplar su realización ya culminada. Todo el contenido de la fe se sintetiza aquí.
No en vano los orientales llaman a la celebración litúrgica teología primera (en cuanto principal “depósito” de los contenidos de la fe y primera “apropiación” de los mismos por parte de los creyentes, en el uso de sus facultades de contemplar, conocer y reflexionar). La liturgia se presenta como el crisol de la Tradición. En ella le fe de la Iglesia aúna Palabra de Dios, aportaciones del Magisterio, enseñanzas de los Padres, escritores eclesiásticos y teólogos, que celebran y contemplan la Obra de Dios, en el correr de los siglos. No es de extrañar cómo los Pastores de la Iglesia, individual y colegialmente, en Oriente y Occidente, han expresado siempre una particular atención y vigilancia sobre la Liturgia, y, en la tradición católica, el Papa se ha reservado una peculiar tutela sobre la misma (como recordó la SC n. 22).
La vida y obra de Jesús de Nazaret es el desplegarse de este “misterio”, hasta culminar en su pasión, muerte y glorificación, como muestran los Evangelios, (particularmente el de san Juan) y se descubre a lo largo de cada Año Litúrgico (ciclo temporal) y en la celebración de Sacramentos y sacramentales. Sus “misterios”, son los pasos del darse a conocer y hacer accesible su “Misterio”, y todo esto es lo que se “actualiza/ejercita” en las acciones litúrgicas de la Iglesia.
Ahora bien, hay un punto clave en todo este discurso sobre el “sacerdocio” de Cristo: la Encarnación. El ser humano no tiene en “Adán” su referente principal. Adán es una garantía de un proyecto de Dios creador que mira a Cristo. Cristo será pues el nuevo y verdadero Adán. La Cristología será pues la pieza clave de la antropología cristiana y la salvación que trae Jesucristo, como fruto de su ser y obrar sacerdotales (Soteriología), da la clave de la verdadera vocación y evolución humanas. Toda la primera encíclica del beato papa Juan Pablo II, Redemptor hominis es una magistral exposición de estos principios. Cristo, y yo diría Cristo-sacerdote, es la clave para descubrir la verdad del ser humano y de su esperanza (vid. encíclica de Benedicto XVI Spe salvi).
La humanidad de Cristo es la base de la “sacramentalidad cristiana” y permite comprender el altísimo valor que tiene en la tradición bíblica la naturaleza humana y, en particular, el cuerpo humano. Una visión que se refuerza a lo largo de la Historia de salvación y culmina con la Resurrección de Jesucristo, fundamento de la fe en la resurrección de la carne de los cristianos. El debilitamiento de esta fe entre los creyentes y el olvido en la Sociedad, con el creciente difundirse de concepciones reencarnacionistas o aniquiladoras, anuncia el ocaso del ser humano y de su dignidad, ligado al alejarse de la verdad revelada. La Liturgia se basa en el obrar sacerdotal de Cristo mediante su humanidad, mediante su cuerpo (por esto está ligada a realidades históricas y culturales muy concretas, que están asociadas a la base de la universalidad de su valor).
En la Liturgia cada ser humano se encuentra con Dios y con los hermanos de un modo “sacramental”, por medio del “cuerpo”, en el cual actúa y se manifiesta la acción de Dios hecha posible por Jesucristo y por su Espíritu Santo presente en la Iglesia. En gran medida la acción litúrgica reintegra al ser humano en su rica realidad, corporal y espiritual, personal y social.
B) Mediante signos sensibles. Creación, Revelación y Liturgia ponen en evidencia el nexo entre Dios y la Naturaleza y el papel de “pontífice” (hacedor de puentes) que al ser humano corresponde en el designio divino. Papel que, como hemos visto someramente, encuentra su cima en el Sacerdocio de Jesucristo. La tradición bíblica liga la vocación del ser humano a la noción de la naturaleza, podemos decir del cosmos, como paraíso. Y esta visión recorre y empapa toda la Historia de Salvación con momentos peculiarmente hermosos como se reflejan en el Cantar de los cantares o en el Libro del Apocalipsis. El pecado significa la “expulsión” del Paraíso, cada paso de la Historia de salvación es un recuperar el Paraíso, recuperar la armonía divina entre el ser humano y el mundo, entre creación y creador, en el ser humano.
Toda la “pre-sacramentalidad” del camino religioso de Israel prepara la sacramentalidad cristiana. Los signos de la Liturgia expresan la reconciliación cósmica. La gran ecología divina. La celebración litúrgica se convierte en una grandiosa ópera, donde por lo sensible se llega al amor de lo invisible y en el tiempo se gusta la eternidad. Todos los sentidos del ser humano, ventanas abiertas al mundo, se purifican y descubren la consagración del gran templo de la creación. Todo lo que fue ocasión de idolatría, desde el cuerpo, los elementos de la naturaleza y sus fuerzas, se convierten en instrumentos que hacen resonar la gloria de Dios, mientras son instrumento de la santificación de los seres humanos. ¡Qué lejos de la pobre visión nominalista de una escolástica en decadencia o de la mirada luterana hacia la Liturgia! La verdadera fiesta de los sentidos no está en el frenesí del hedonismo o de los cultos paganos, sino en el estallido pascual del misterio de la Liturgia.
Ahora todo el pasado de los arquetipos colectivos del subconsciente, de los que habló el psicólogo Jung, todo el lenguaje de los mitos y de las religiones naturales, tan estudiado por Mircea Elíade, encuentra su plenitud en una Palabra que se cumple en la historia, en unos signos que realizan lo que significan, en una esperanza que se gusta ya cumplida mientras se avanza hacia su culminación.
Todo esto tiene mucho que ver con la sana “mundanidad” del catolicismo, entendida como su amor apasionado por la plenitud del ser humano, por su cuerpo y por sus obras, y también como amor apasionado por la creación, que es buena y que tiene por vocación, como bien se muestra en la Liturgia, ayudar al ser humano a ser bueno, mientras encuentra en ello su plenitud (recordemos la frase del Prefacio de la actual Plegaria Eucarística IV del Misal Romano: «… y por su voz todas las demás criaturas…», referida a la voz cultual de la Iglesia, que en el canto del “Santo” se asocia al cielo y asocia también a la creación entera para alabar a Dios).
C) Por la santificación del hombre se ofrece el culto público íntegro. La “gloria de Dios es el hombre viviente” afirmó san Ireneo de Lyon, es decir, lo que agrada y reconoce la grandeza de Dios es la santidad del ser humano, su plena manifestación como hijo de Dios, el llevar a término cuanto se contiene en ser “imagen y semejanza de Dios”. La Liturgia contiene y en ella se realiza este hacer santo-hijo de Dios al ser humano. En la Liturgia se hace presente el acontecimiento que verdaderamente cambia la vida de cada ser humano y de la humanidad entera. Por eso en la Liturgia se da la causa de la felicidad y de la vida, ofrecidas a todo ser humano. La Liturgia no puede pues sino revestir la forma de la fiesta, pero no de cualquier fiesta, de la única y plena fiesta. Tal carácter no brota de los usos festivos, estos por el contrario han de brotar de la experiencia de conversión y de fe que es la base de la participación litúrgica y de la realización festiva.
La fiesta litúrgica tiene una fuerza tal que puede convertir la misma experiencia de la enfermedad grave en realidad salvífica (pensemos en la Unción de los enfermos) o el drama del mal y del pecado en gracia y perdón (como en el caso de la Confesión y Reconciliación) o la misma realidad dramática de la muerte en esperanza cierta de vida eterna y de resurrección (tal y como se vive en las Exequias cristianas).
Sin “acontecimiento” (se entiende favorable y de irradiación) no puede haber fiesta. Y la consistencia del acontecimiento se manifiesta en la riqueza expresiva y en la duración de la fiesta. La Pascua, el Misterio de Cristo en su totalidad son centro de la historia y han dado lugar a las más ricas expresiones festivas de la cultura humana que, a lo largo de los siglos, se siguen celebrando por toda la tierra día tras día.
Porque el acontecimiento que es Jesucristo es tal que los cristianos hemos estado y estamos siempre de fiesta. Claro que siendo esto humanamente, por ahora imposible, la fiesta se ha condensado jerárquicamente en momentos y días significativos, lo que ha dado lugar al Año Litúrgico y a la llamada Liturgia de las Horas. Creo que esta concepción de la vida, tal vez “poco productiva” económicamente, ha marcado hasta hace poco a los pueblos católicos, (más aun al unirse a los factores geográficos y climáticos del mediterráneo).
En la concepción cristiana del tiempo y de la fiesta culmina la antigua concepción romana de un ocium cum dignitate, que correspondía a algo muy distinto de la haraganería, pero también algo muy distante del economicismo utilitarista y productivista que hoy nos asfixia. El ocio con dignidad tiene su parentesco en el concepto del operoso descanso divino y en la actitud contemplativa de los sabios clásicos. En este contexto el “negocio” aparece como un concepto subordinado e incluso negativo, nec-ocium (no-ocio).
La concepción litúrgica del tiempo bíblico ha aportado a nuestra cultura la semana con un singular día de descanso, de fiesta, entre nosotros el Domingo (fiesta primordial de los cristianos según SC; sobre su valor vid. la carta Dies Domini del beato Juan Pablo II). Y junto a ella la presencia “gratuita” de las fiestas de Cristo, la Virgen los Santos, fiestas fijas o móviles que tachonan el calendario cristiano. El mundo moderno, y más en tiempos de crisis, las ve como una amenaza. Hasta el Domingo se ve fuertemente atacado como día universalmente festivo. Todo son exigencias de un modelo de crecimiento económico “desarrollista” que promete los frutos del “bien-estar”, pero ¿dónde queda el ser humano? ¿qué puesto corresponde al bien común en este modelo económico? Ya Benedicto XVI ha señalado sus reparos ante tal modelo en su pasado inmediato mensaje en la Jornada Mundial por la Paz (primero de enero 2013), siguiendo la estela de toda la Doctrina Social de la Iglesia y de su primera encíclica Deus caritas est.
El mundo pagano, como la mayor parte de las religiones naturales, no posee un rito festivo semanal (y mucho menos diario), las fiestas suelen reducirse a un día o días en determinado momento del año. Mucho de esto queda, cristianizado más o menos, en torno a algunas manifestaciones de religiosidad popular. El mundo secularizado también busca unos tiempos de fiesta, necesita fiestas, curiosos fueron los esfuerzos de los totalitarismos por un calendario secular de fiestas tras el fallido intento de los revolucionarios franceses. Pero hoy, superadas las ideologías, es el economicismo el que plantea un mundo donde por primera vez la fiesta tiende a “privatizarse”, para no estorbar sino favorecer el consumo y la producción, y la fiesta se distancia más del acontecimiento y se vincula a las expresiones exteriores de la celebración y se llega a proponer, a falta del mismo, la alucinación o la ficción como alternativa.
No se ha impuesto aun tal modelo entre nosotros, pero va tomando fuerza frente a lo que queda de cultura cristiana en Occidente. Pero creo merece la pena plantearse a dónde nos lleva esta deriva economicista y laicista.
Lo más terrible es, cómo esta mentalidad ha podido “infectar” el concepto cristiano de participación litúrgica. Son muy negativos los efectos del olvido del acontecimiento (que es olvido de las dimensiones de fe y conversión) en la Liturgia, a favor de las puras acciones externas (activismo o, en otros casos, ritualismo). El tedio, el desinterés ante la Liturgia, no depende tanto de la dificultad para comprender su lenguaje, o de la distancia cultural entre quienes la formularon y quienes hoy la celebramos. Esas cosas se pueden superar con la adecuada formación y adaptación. El gran problema está en confundir su “naturaleza”. Olvidar quién es su “actor” principal y no tener presente el “acontecimiento”, que realmente hace presente, con su trascendencia para cada uno y para la entera comunidad. El problema es pues de fe y de “orientación”. La Liturgia no es más de lo mismo con respecto a la vida cotidiana. Es la sal de esa vida. Y si esta “se vuelve sosa...”.
Entrar en la Liturgia, celebrar, es introducirse en la dimensión fundante de la realidad, superando toda superficialidad o rutina. Entrar en la celebración implica siempre una iniciación que se actualiza y una gracia (la celebración es un don). Los atrios, las cancelas de las iglesias nos lo quieren recordar (como enseña el Catecismo n. 1186). La celebración se articula, a su vez, ritualmente, no se inventa, no se improvisa; el rito es un camino ya trazado, pero cado uno y cada comunidad lo ha de andar personalmente. Esta fijeza es un recurso pedagógico, no para instigar la rutina, sino para dejar libres las potencias para la acogida actual de la gracia que es lo verdaderamente siempre nuevo de la celebración. Y el ritual es gradual, integra diversos momentos y pasos que, poco a poco, nos conducen al culmen de la celebración. No todo en la celebración puede ser igual o tener la misma significatividad.
Las acciones litúrgicas cristianas sitúan su cima en el momento del encuentro sacramental con Cristo, no se trata de una simple noción, de un mensaje a transmitir, sino de un encuentro interpersonal, de un encuentro entre el hombre y Dios. Por eso no bastan los medios de comunicación para una verdadera participación litúrgica, es precisa la presencia ritual, el contacto. Y este encuentro personal no deja nunca de ser una teofanía, aunque Dios llegue a nosotros mediante la Iglesia y a través de los modestos signos sacramentales. Por eso la celebración no puede perder de vista su centro divino ni olvidar las exigencias antropológicas de la verdadera experiencia sobrenatural. La Liturgia precisa por ello, como de algo propio, del silencio y de las actitudes físicas y mentales de la adoración. También en los signos se manifiesta la gradualidad del rito. Los diversos libros litúrgicos cristianos, con la previsión de textos y gestos, han venido sirviendo a estos requerimientos de la naturaleza de la Liturgia. Su historia en las diversas Familias litúrgicas de Oriente y Occidente merece siempre un cuidadoso estudio. Y en ellos siempre se ha cuidado el espacio para expresar las dimensiones de lo tremendo y fascinante de la realidad sagrada.
Es verdad que Cristo ha ganado ya para Dios el universo entero. Que lo sagrado no se esconde en una hornacina (fano) mientras el caos domina el entero mundo externo (pro-fano), sino que ya todo es, en prenda, sacro. Pero esta sacralidad está sometida, hasta la Parusía, a un ocultamiento que va desvelándose paulatinamente. Mientras tanto el sacro cristiano vive sacramentalmente. Se manifiesta en los signos y ritos cristianos y manifestándose avanza hacia su pleno desvelamiento. Por eso ahora lo sagrado no se opone a lo profano, es la revelación de la verdad oculta de lo profano, la manifestación de su “vocación” y plenitud. Los cristianos con su Liturgia y con su vida lo van incluyendo todo en el designio salvador de Dios y así se opera el verdadero progreso del ser humano y de la creación entera. Es el sentido de la Liturgia de las Horas y de las diversas Bendiciones, que evidencian las consecuencias de la Pascua de Cristo en todas las realidades del mundo y de la vida y actividad humanas.
Todo esto nos ayuda a comprender una afirmación rotunda y fundamental del Concilio, cuando dice en SC n.10:
«la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza… de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia y con la máxima eficacia se obtiene la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tienden todas las demás obras de la Iglesia como a su fin».
Completando así cuanto dijo en el n. 7:
«[la celebración litúrgica]… es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia».
Siendo que la participación en la acción litúrgica requiere una preparación previa (SC nn. 11 y 15-20), la acción encierra también, en sí misma, una gran enseñanza (SC nn. 33-36) y posee incluso, de cara a los creyentes de otras religiones o ante los no creyentes, una fuerte dimensión apologética: muestra la genuina naturaleza de la Iglesia (Vid. SC n. 2), su Misterio y estructura jerárquica (LG n. 26) y su esencial misión evangelizadora (CEC nn. 1332 y 849-851).
Cuando nuestra reflexión sobre la Liturgia ha de ir concluyendo no puedo menos que preguntarme: ¿y hacia dónde camina hoy la Liturgia de la Iglesia? El Sínodo extraordinario de 1985 ofreció dos consignas en esta materia: la primera que la Iglesia se esforzase por recuperar en su Liturgia el valor de lo sagrado (la dimensión religiosa de la Liturgia; el primado de Dios); en segundo lugar que se cuidase la catequesis de tipo mistagógico. A los 25 años del Concilio Juan Pablo II en VQA señalaba dos líneas para la tarea litúrgica de la Iglesia, una gran empresa de formación y el reto de la adaptación e inculturación.
En estos otros 25 años posteriores transcurridos, y especialmente durante el pontificado de Benedicto XVI y tras su motu proprio “Summorum pontificum”, se ha hablado mucho de reforma de la reforma e incluso de involución litúrgica (o restauracionismo). Pero todo esto se ha de matizar mucho, si estamos a la letra e intención de las determinaciones de papa Ratzinger. Su posición ha quedado clara en su obra litúrgica, publicada en el primer volumen editado de sus Obras completas y en el magnífico discurso al clero de Roma del jueves 14 de febrero de los corrientes. En el motu proprio “Quaerit semper”, reformando la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos decía también con claridad que quería que esta se dedicase, como tarea prioritaria suya, a “promover la renovación litúrgica según la Sacrosanctum Concilium”.
La Congregación quisiera por ello suscitar una nueva oleada del movimiento litúrgico que provocase las condiciones para una gran empresa de formación a todos los niveles (Obispos, profesores, sacerdotes y consagrados, fieles en general, adultos, jóvenes y niños) y un fuerte deseo por cuidar cuanto se refiere al culto divino, su verdad, su esplendor y la participación completa y fructuosa de todos en el mismo. Así como una insistencia en el decoro de la celebración que se convierta en verdadero ars celebrand , que instigue en todos la genuina participación. Participación que exige los oportunos niveles de adaptación e inculturación, que van desde la presencia de algunas traducciones en lengua vernácula (totales o parciales de la Liturgia) a grandes cambios como los del Apéndice zaireño al Misal Romano (salvada la unidad sustancial del Rito Romano: vid. SC n. 38), pero que sobre todo requiere el reconocimiento y aceptación, como hemos visto, de la genuina naturaleza de la Liturgia y su asunción como factor determinante de la vida cristiana.
Tras muchos defensores de las “antiguas formas” del culto católico hay no poco de formalismo o de esteticismo, tras muchos apasionados de la “nueva liturgia” hay no pocos que no consideran el valor de la tradición o el sentido de la Liturgia. Todos hemos de encontrarnos, dentro de las legítimas sensibilidades espirituales o teológicas, en la verdad que la Iglesia profesa sobre su Liturgia tal y como lo enseñó el Vaticano II en SC o como lo hace el Catecismo de la Iglesia Católica en su Parte Segunda dedicada a la “Celebración del Misterio de la Fe”.
Como hemos indicado, a lo largo de la presente exposición, queda claro que en el centro de la acción de la Iglesia está la Liturgia, que el núcleo de dicha Liturgia es la celebración de la Eucaristía y el momento culminante, envuelto en adoración y silencio, de cada Eucaristía está en la Plegaria eucarística, con el relato de la institución, la Consagración, y la Comunión. Y hoy, en el mundo entero, el movimiento que aglutina mayor número de fieles es precisamente el de la adoración eucarística, que nace de la celebración y participación, y prolonga la adoración y el silencio de acogida, fundando, en roca, la vida cristiana y sosteniendo toda evangelización y caridad. Un movimiento suscitado por el Espíritu Santo, que ha permitido al papa Benedicto XVI hablar de una primavera eucarística en la Iglesia. Tales fuerzas e iniciativas tendrán que ser acompañadas y tuteladas por los pastores de la Iglesia para que no se corrompan y lleguen a producir frutos espléndidos.
La Iglesia de Comunión del Vaticano II producirá sus esperados frutos, entre persecuciones y pruebas, como siempre ha sido, cuando sea Iglesia en Oración y Adoración, Iglesia que fecunda las semillas de la Comunión y el Don divino en el silencio de la adoración y en la alabanza gozosa del culto. Como lo reflejan maravillosamente los números 83-88 de SC, hablando del Oficio Divino, la Iglesia del Concilio es una Iglesia Misterio, Iglesia de santidad y de alabanza y adoración a Dios, que así se hace instrumento de unidad y de paz entre los hombres y testigo de un amor que comparte con todos, con sencillez y parresia (llevándole así la Palabra y los Sacramentos, el Don de Dios en Cristo). Es la Iglesia que refleja con acierto el libro de Los Hechos de los Apóstoles (2, 42): «Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones». Y esta Iglesia, lejos de ser timorata y estéril fue Iglesia de caridad, evangelización y martirio. Y así se ha repetido a lo largo de la historia. Aquí están las claves de la regeneración y de la evangelización, la misión y la nueva evangelización, aquí el secreto de la vitalidad de las comunidades, de su capacidad de hacer nuevos cristianos y de suscitar en su seno vocaciones a los diversos estados de vida.
Como confiesa el número primero de la SC, primer documento del Vaticano II, la Liturgia, su cuidado y promoción, son la clave de toda renovación eclesial, y al mismo tiempo, el principio de la actuación de una Iglesia que quiere amar y santificar el mundo, hoy.
Mons. Juan-Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos
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