El XXXII Simposio de Teología de la Universidad de Navarra, celebrado en Pamplona entre el 19 y el 21 de octubre de 2011, tuvo por tema ‘Religión, sociedad moderna y razón práctica’. El profesor Martin Schlag, de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), presentó la ponencia ‘Amor a los pobres en san Josemaría’, cuyo texto, publicado en el número 8 de la revista Studia et Documenta, editada por el ‘Instituto Histórico san Josemaría Escrivá’, se reproduce a continuación
Desde aquella fecha, Papa Francisco ha puesto el amor a los pobres al centro de su acción pastoral. En su Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (noviembre 2013) anima a incluir a los pobres en la economía de mercado abriéndoles la posibilidad de procurarse lo necesario. Necesitamos reformas estructurales que den a los pobres la dignidad de merecerse su propio pan, pide el Papa Francisco, «porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida» (EG, n. 192). Son palabras que encuentran profunda resonancia en los escritos de san Josemaría.
Pocos temas suscitan tanta pasión como el de la pobreza socio-económica y la miseria material en la que se encuentran individuos y amplios estratos de la sociedad. Revoluciones, protestas, luchas de clase han sido y son todavía hoy convulsiones sociales originadas por la condición de indigencia: el sentido humano de la justicia se rebela contra la distribución gravemente desigual de los bienes de la tierra, y aún más se siente interpelado un corazón cristiano, imbuido por el espíritu de justicia y caridad pregonado y vivido ejemplarmente por Jesús de Nazaret.
También en su aspecto ascético-espiritual, la pobreza, como virtud individual y colectiva, ha suscitado duras controversias en el seno de la comunidad eclesial. Basta remitir a la disputa sobre las Órdenes mendicantes del siglo XIII y a la lucha entre los «espirituales» y la corriente mayoritaria en los Franciscanos. Todas esas tensiones nacieron alrededor de la pregunta sobre la pobreza: ¿cómo vivirla? ¿En qué medida es necesaria una absoluta carencia de posesiones para vivir una pobreza «evangélica» e identificarse de ese modo con Cristo Jesús? Y, ¿en qué medida está un cristiano obligado a dar limosna a los pobres? ¿Sólo de lo superfluo? ¿O también de lo necesario? ¿Qué es lo necesario?
Todos esos interrogantes no son cuestiones meramente académicas, sino que afectan a la vida cotidiana del cristiano, consciente de que Cristo, en el Juicio final, nos juzgará según nuestras obras, también de amor y de misericordia.
San Josemaría ha tratado ambos aspectos de la pobreza: el socio-económico y el ascético-espiritual. Se puede afirmar que el Fundador del Opus Dei vivía y enseñaba una «opción preferencial, pero no exclusiva, por los pobres», según la formulación de la Conferencia de Medellín, aunque sin emplearla, hecho que se explica si se consideran el abuso y la confusión que se habían creado con esas expresiones en el ámbito de la «teología de la liberación» durante su vida.
El desafío metodológico al que se enfrenta un trabajo como éste es el propio de una reflexión histórica, cuando se investiga un concepto que forma parte integrante de la sensibilidad contemporánea, en un autor que, para designarlo, usa palabras distintas de las que otros emplean. El peligro es hacer decir al autor cosas que no dice o, al contrario, no descubrir su riqueza de contenido por la falta de un determinado ropaje exterior.
Para orientar nuestra búsqueda aclaramos que el concepto que queremos indagar aquí es el de amor a los pobres en sentido socio-económico, es decir, a los pobres comprendidos como un grupo social, distinto del de los poderosos y propietarios de bienes. En este artículo, por lo tanto, no se tratará del desprendimiento, pero, y aquí ya entramos en el núcleo de la cuestión, no se puede hablar del amor a los pobres según la mente de san Josemaría sin mencionar la virtud de la pobreza (la Santa Pobreza, la llama a veces, con mayúscula, cfr. Forja [F] n. 46), porque ambas virtudes, el amor a los pobres y la pobreza, nacen de la misma fuente: del deseo del cristiano de imitar a Cristo, nuestro Señor, hasta hacerse uno con Jesús, el modelo. Es decir, fuente, motivo y fuerza propulsora del amor a los pobres es el amor a Cristo. Primero viene el amor al Señor, después el amor a los pobres. Ciertamente, cuando se habla del «amor a los pobres», se está hablando de ellos en el sentido socio-económico, es decir de la clase de personas en la sociedad que sufren por la indigencia de medios materiales, y no de las personas que se esfuerzan por vivir individualmente el desprendimiento. Los dos aspectos, sin embargo, se entrelazan: la opción preferencial por los pobres requiere la pobreza interior. La generosidad de la donación presupone la generosidad y la libertad del corazón despegado de las posesiones y capaz de ayudar.
En una reflexión teológica sobre el Opus Dei, José Luis Illanes coloca el punto de partida para un análisis de la responsabilidad social del cristiano, según la mente de san Josemaría, en la unidad de vida. Es alrededor de ese rasgo definitorio de la condición de un fiel cristiano en medio del mundo, cómo el fundador del Opus Dei organiza los demás aspectos de su enseñanza sobre la santificación de la vida corriente, que comporta también la vida social y el esfuerzo por configurar la sociedad de modo justo. Según Illanes, la unidad de vida, como la enseñaba san Josemaría, se compone de tres elementos que deben darse simultáneamente:
1. El ordinario existir en el mundo, con todo lo que comporta de relaciones, afanes, ilusiones, esperanzas, alegrías, obligaciones y tareas, sobre todo en lo que se refiere al trabajo profesional hecho con espíritu de servicio. Todo eso se llama secularidad, indoles saecularis, carácter secular.
2. La referencia de toda esa realidad a Dios, Padre y Creador, de cuyas manos el mundo ha salido bueno y digno de amor.
3. El sentido de la misión apostólica que, brotando de los sacramentos de la iniciación cristiana, ilumina toda la existencia y la convierte en encuentro con Dios y ocasión para darle a conocer con la propia vida y la palabra.
«Unidad de vida implica, en suma −tal como san Josemaría la entiende−, la unidad de la dimensión secular con la ascética y la apostólica, hasta formar las tres una sola cosa en quien, al profundizar la fe, reconoce que el vivir corriente y diario puede y debe ser vivido en comunión con Dios y en actitud de amor y servicio a quienes le rodean».
Todo ello equivale a proclamar el valor teologal de la existencia humana y de cada instante de esta existencia. En ese sentido, la responsabilidad social no es algo que se añade a la vida cristiana desde fuera, sino que forma parte de la vocación cristiana. «El cristiano no es alguien que, además de ser cristiano, tiene una responsabilidad social, sino alguien que, al saberse cristiano, se reconoce situado en el mundo para desarrollar allí todas las implicaciones, también sociales, de la fe. La responsabilidad social es, en suma, elemento integrante, dimensión constitutiva de la vocación cristiana». Y particularmente de la misión de los laicos, que permanecen en el mundo para vivificarlo desde dentro.
Elegir la unidad de vida como punto de partida para el amor a los pobres subraya el cristocentrismo de esa actitud, ya que la unidad de vida es consecuencia de ver toda la realidad con los ojos de Jesús. Cuando el Señor observa a los que echan limosnas en el gazofilacio, ve a la pobre viuda que acaba de dar todo lo que tenía, y llama a los apóstoles para que aprendan a ver como él.
Sólo después de mirar a Cristo, «nuestro modelo», san Josemaría predica el desprendimiento como «señorío» y desglosa sus varios aspectos y consecuencias en el porte externo, elegante y atrayente como el de Cristo, y radicalmente despegado a la vez (cfr. Amigos de Dios [AD], n. 122). «Dios mío, veo que no te aceptaré como mi Salvador, si no te reconozco al mismo tiempo como Modelo. —Pues que quisiste ser pobre, dame amor a la Santa Pobreza. Mi propósito, con tu ayuda, es vivir y morir pobre, aunque tenga millones a mi disposición» (F, n. 46).
San Josemaría dedicó su vida a abrir un camino espiritual en medio del mundo para cristianos laicos y sacerdotes seculares, de todos los ambientes sociales. Esa misión fundacional llevó consigo, entre muchos otros aspectos, la necesidad de distinguir modos de concebir la pobreza más típicos de la vida religiosa y no apropiados a la secularidad de una mujer o un hombre en medio del mundo, de la sociedad y de su familia. La virtud de la pobreza incumbe a cualquier cristiano bautizado. Lo que varía es el modo de vivirla, en el sentido de las manifestaciones externas, que no tienen por qué ser siempre las mismas. Por eso san Josemaría señaló: «No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas. –Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés» (Camino [C], n. 632).
Vivir la virtud de la pobreza, el desprendimiento de las cosas que se usan, significa para san Josemaría preguntarse: «¿tengo yo los afectos de Jesucristo, y sus sentimientos, con relación a la pobreza y a las riquezas?» (F, n. 888) «Si estamos cerca de Cristo y seguimos sus pisadas, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los bienes terrenos, las privaciones» (F, n. 997).
Si el amor al desprendimiento deriva del deseo de imitar a Cristo y de estar cerca de él, con más fuerza hay que afirmar lo mismo del amor a los pobres. Imitar a Cristo y amar su santa voluntad es amar y verle a él en todas las personas, especialmente en los enfermos, los niños, los pobres y desvalidos: «precisamente entre ellos es donde más a gusto se encuentra» (Surco [S], 228). Ser cristiano requiere «una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios» superando «las pequeñas metas del prestigio o de la ambición» e incluso «finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros» (Es Cristo que pasa [ECP], n. 98). Ser cristiano, por lo tanto, significa ver a todos con los ojos de Jesús.
San Josemaría es muy claro al denunciar como falsas una espiritualidad y una religiosidad encerradas en la piedad «personal», y ajenas a las exigencias de la justicia social. «No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol san Juan, se puede decir que quien afirma que es justo con Dios pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él» (ECP, 52).
«Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar.
Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor» (ECP, n. 111).
En estas citas llama la atención la constante referencia a Cristo al tratar de las tremendas injusticias humanas. Luchar por la justicia social significa «hacer el bien sin espectáculo, ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás» (ECP, n. 69). Amar a todas las personas es «venerar [...] la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo» (AD n. 230). La caridad que debe anidar en el corazón humano está hecha a la medida del amor del corazón de Jesús: «La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno» (AD, n. 232).
A lo largo del siglo XX tuvo lugar una gran evolución tecnológica que aceleró la transición de una economía estática a otra en continuo crecimiento, iniciada ya en el siglo XIX con la revolución industrial. El Magisterio de la Iglesia reflexiona sobre esos movimientos sociales en sus documentos de doctrina social. Si en la encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII predominaba la «cuestión obrera», en el transcurso del siglo XX se añaden nuevos temas, especialmente el desarrollo y la distinción entre países desarrollados y países en vías de desarrollo. En la percepción social general, se pasó del optimismo de un «progreso técnico y económico sin límites», que había reinado en los años 1950 y 1960, a la preocupación por la ecología y por el problema de una eventual escasez de recursos naturales, que se hace presente a partir de la década de los setenta. Y se difundió un amplio consenso sobre la necesidad de que el desarrollo fuera integral y no se limitara al mero crecimiento cuantitativo.
Parte de los acontecimientos recién mencionados son posteriores al fallecimiento de san Josemaría. Otros, en cambio, estuvieron presentes o empezaron a aflorar durante su vida. En una de sus homilías recuerda que, ya en su infancia, oyó hablar de la «cuestión social» (AD, n. 170); posteriormente, durante sus estudios de Teología, en Zaragoza, pudo conocer la doctrina de la Rerum novarum y las cartas pastorales que los obispos españoles, entre ellos el arzobispo zaragozano, cardenal Soldevila, dedicaron a los problemas del mundo del trabajo. También en Zaragoza, en la Universidad civil donde cursó estudios de Derecho, tuvo como profesores a algunos de los representantes de la que se ha denominado «Escuela Social de Zaragoza», uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época. El transcurso de su vida, por otra parte, le puso en relación con situaciones duras. Y su corazón sacerdotal le movió a prestar atención siempre a los cambios y problemas sociales.
En su adolescencia, san Josemaría experimentó, como consecuencia de la quiebra del negocio que su padre regentaba en Barbastro, los problemas que acompañan a un descenso en el orden económico, que obligaron a su familia a dejar su ciudad natal y a trasladarse a Logroño, donde vivió muy modestamente. La muerte de su padre en 1924 hizo que su familia −su madre y sus dos hermanos− quedara a su cargo, siendo él un sacerdote joven y con escasos recursos. Ya en Madrid, la familia atravesó momentos de verdadera pobreza.
En ese mismo tiempo san Josemaría se prodigó en un agotador servicio entre los más pobres de los pobres de la urbe madrileña que, como otras capitales europeas, se encontraba en un periodo de expansión. Esto atraía a una masa de población que tardaba en encontrar acomodo. Pasó muchas horas al día caminando por los barrios más miserables, atendiendo a moribundos y a enfermos incurables y contagiosos. Les administraba los sacramentos, les atendía materialmente con un servicio abnegado, les llevaba cariño y fortaleza en sus sufrimientos. Se dedicaba a los pobres en cuerpo y alma, conociendo sus dolores y, a la vez, conmoviéndose ante la entereza cristiana que muchos de ellos manifestaban. En más de una ocasión comentó que el Opus Dei había nacido en los hospitales y entre los pobres de Madrid, y que habían sido precisamente ellos la fortaleza de la Obra, palabras con las que subrayaba el valor redentor del dolor y la dignidad del ser humano también en la extrema pobreza.
Al iniciar su apostolado con universitarios −seguimos en Madrid, en la primera mitad de los años treinta− inició una costumbre, que luego universalizaría: las «visitas a los pobres». Es decir, la costumbre de invitar a jóvenes universitarios −que solían tener condición acomodada− a visitar a pobres y enfermos, haciéndoles compañía, prestándoles un servicio y manifestándoles un cariño que les consolara en su soledad. Estas visitas eran un auténtico medio de formación para esos jóvenes, que aprendían así a ver a Cristo en las personas necesitadas y a tomar conciencia de la seriedad de la vida. En esa «escuela» de generosidad, los jóvenes grababan en sus corazones la convicción de que la caridad consiste no en dar una ayuda anónima y fría, sino en advertir los problemas de los demás y en hacerlos propios.
De ese modo se ponían las bases para que, en el futuro, esas personas jóvenes afrontaran la vida con actitud responsable y generosa, y supieran ayudar sin humillar, antes al contrario, elevando. San Josemaría insistía mucho en ese aspecto que constituye uno de los rasgos característicos de su predicación y enseñanza. «La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador» (ECP, n. 72). Proclamaba que la auténtica caridad no es oficial ni seca, ni se la puede confundir con una beneficencia más o menos formularia, con una limosna o un servicio prestado sin alma. Actuar de otra manera es una «aberración» −comenta en una de sus homilías− bien expresada en «la resignada queja de una enferma: “Aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño”. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones» (AD, n. 229).
En la línea de lo dicho hasta ahora, cabe señalar otra característica de los escritos de san Josemaría sobre el amor a los pobres: subraya con fuerza la necesidad de vivir la solidaridad sin clasismos y sin exclusivismos de ningún género. Jesucristo ha venido a la tierra para traer la paz a todos los hombres, escribe en una homilía: a todos, «¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre. No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios» (ECP, n. 13). Y más adelante repite: «Los cristianos no podemos ser exclusivistas, ni separar o clasificar las almas; vendrán muchos de Oriente y de Occidente; en el corazón de Cristo caben todos. Sus brazos −lo admiramos de nuevo en el pesebre− son los de un Niño: pero son los mismos que se extenderán en la Cruz, atrayendo a todos los hombres» (ECP, n. 38).
Estas palabras se oponen a una reducción del amor a los pobres y necesitados a un programa político de lucha de clases, como hacían los planteamientos de la teología de la liberación de signo radical. La sensibilidad que los cristianos han de tener para las injusticias sociales está motivada por la urgencia de la caridad. Por tanto, no debe llevar a adoptar soluciones relacionadas con la violencia.
La respuesta de san Josemaría a la crisis de la sociedad contemporánea es la «rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma −no se aquieta− si no trata y conoce al Creador» (AD, n. 38). Es la revolución de quien no quiere someterse a la «lógica» del egoísmo y de la avaricia, de los atajos facilones que llevan a pisotear los derechos de los demás; es la revolución cristiana que quiere configurar la sociedad con los principios de la igualdad de los hijos de Dios, realizando «el gran milagro de la fraternidad» (ECP, n. 157). Más de 200 años después de la Revolución francesa, estamos de nuevo ante el desafío de descubrir la fraternidad como principio social, cosa nada fácil.
Ciertamente, el bien común de la sociedad se rige por la justicia; pero, a la larga, la justicia sin el perdón y la misericordia, es decir, sin la caridad, no es sostenible. San Josemaría, en unos párrafos especialmente iluminadores acerca de este aspecto de la ética social escribió: «Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor. Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos.
Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer. Y se muestran tan satisfechos de sí mismos, como el fariseo que pensaba haber colmado la medida de la ley porque ayunaba dos días por semana y pagaba el diezmo de todo cuanto poseía» (AD, n. 172).
La realidad de las injusticias, luchas y violencias, del cúmulo de mal que existe en el mundo, puede hacer pensar que la fraternidad es un ideal bello pero inalcanzable. San Josemaría enseña que la fraternidad es posible, aunque sigue siendo un milagro, es decir un logro cultural que trasciende las meras fuerzas humanas. En la liberación de energía altruista se ha visto la principal contribución de la religión a la sociedad secular. Es una de las razones por las que la fe cristiana ha llegado a ser reconocida como algo imprescindible también para un mundo político que, con razón, se entiende como el resultado de un proceso de secularización.
La percepción de injusticias, pobreza, miseria, etc. «debe herir al cristiano en lo más hondo de su ser, pues no en vano es discípulo de un maestro, Jesús de Nazaret, que manifestó tener corazón, capacidad de sufrir y compadecerse del sufrimiento de los otros». La fe cristiana no adormece la reacción de rechazo ante la injusticia. Al contrario, esa reacción será tanto más honda, cuanto más de cerca se contemple la vida de Cristo. Así fue Jesús, y así debe ser el cristiano. «La responsabilidad social es una dimensión intrínseca a lo humano, así como, en consecuencia y aún más radicalmente, a lo cristiano».
Conforme al carisma de la santificación del trabajo que había recibido al fundar el Opus Dei, san Josemaría siempre atribuyó al trabajo y, más concretamente, al trabajo profesional, una gran importancia, «en cuanto factor decisivo respecto al configurarse y desarrollarse de la sociedad humana» . El trabajo no es la única fuerza, pero sí una de las principales para edificar la sociedad, plasmando en ella la justicia.
En este sentido ve en la labor profesional un medio privilegiado para realizar el amor a los pobres. Supone una fuente de creación de nuevos bienes y por tanto de progreso. Para que obtenga ese valor con plenitud debe estar bien hecho, con dominio técnico del campo o sector en que se ejerza, conforme a los principios éticos, e informado por el espíritu de servicio y de solidaridad. El trabajo, por lo tanto, tiene intrínsecamente un valor social; de ahí la importancia de las actividades educativas y de formación, para capacitar a las personas de modo que no sólo mejoren su posición sino que contribuyan, a su vez, al desarrollo de los demás. Los pobres, escribe san Josemaría, «tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto apostólico [de trabajar: Ef 4,28]» (ECP, n. 49).
En ese contexto, san Josemaría acentúa tanto la responsabilidad de los laicos ante las injusticias sociales como su libertad . Consideraba que, como sacerdote, no debía arbitrar o sugerir soluciones técnicas concretas: éstas habían de ser buscadas por los fieles laicos, llamados a humanizar y santificar las realidades terrenas desde dentro, a través del diálogo y el trabajo cualificado (cfr. ECP, nn. 180 y 184). Pero estimulaba con mucha fuerza la responsabilidad social de los cristianos, promoviendo de ese modo, en todo el mundo, una gran variedad de iniciativas para la promoción humana y social: obras asistenciales, de promoción social y rural, de formación cristiana de empresarios e industriales, de voluntariado. «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos −conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo−, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres» (ECP, n. 167).
Álvaro del Portillo resumió así las enseñanzas y el espíritu de san Josemaría: «Dios quiere [se dirigía a los seglares] que permanezcáis en vuestro lugar. Desde ahí, podéis realizar −estáis realizando− una labor colosal en beneficio de los pobres e indigentes, de los que padecen ignorancia, soledad y dolor −en tantas ocasiones a causa de la injusticia de los hombres−, porque al buscar la santidad con todas vuestras fuerzas, santificando el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales, contribuís a informar la sociedad humana con el espíritu cristiano» (Carta pastoral, 9 de enero de 1993, n. 20).
En conexión con el trabajo profesional referido a la ayuda de los pobres, también es recurrente en las obras de san Josemaría una visión original de la idea de la gratuidad. Por medio de una bella imagen, fruto de su rica vida interior, al trazar los rasgos que corresponderían al trabajo y al carácter de san José, expone sus propias convicciones sobre el recto orden de la actividad profesional en su dimensión económica: «A veces, cuando se tratara de personas más pobres que él, José trabajaría aceptando algo de poco valor, que dejara a la otra persona con la satisfacción de pensar que había pagado. Normalmente José cobraría lo que fuera razonable, ni más ni menos. Sabría exigir lo que, en justicia, le era debido, ya que la fidelidad a Dios no puede suponer la renuncia a derechos que en realidad son deberes: San José tenía que exigir lo justo, porque con la recompensa de ese trabajo debía sostener a la Familia que Dios le había encomendado» (ECP, n. 52). Estimulando la magnanimidad, añade: «No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia (...)». Y a continuación, pregunta: «¿Cuánto os cuesta −también económicamente− ser cristianos?» (AD, n. 126).
En línea con esa «piedra de toque» del sacrificio económico, san Josemaría solía aducir otra prueba de la autenticidad del amor a los pobres, el «orden de la caridad». Con esa idea expresaba que la caridad empieza con las personas con las que se convive, no ciertamente para encerrarse en un círculo estrecho, sino para, captando las obligaciones del amor, abrirse a todos. No me creo, decía, «que te intereses por el último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa» (AD, n. 227).
«Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres 'suyos' en cada actividad humana. —Después... 'pax Christi in regno Christi' —la paz de Cristo en el reino de Cristo» (C, n. 301).
Estas palabras de san Josemaría presuponen una distinción, pero a la vez también una relación, entre ética individual y ética social. La santidad personal, cuando es auténtica, lleva a configurar humana y cristianamente la sociedad, las costumbres, las leyes, las estructuras; en una palabra, la cultura. Sería un auto-engaño pensar que un mero esfuerzo individualista sería ya santidad; y que, por algún mecanismo invisible, ese empeño por alcanzar la propia perfección podría generar automáticamente el bien común. Los hombres y las mujeres, viviendo el espíritu de Cristo, y estando presentes en todas las actividades humanas, contribuirán a cambiar las estructuras, si saben dirigirlas hacia el bien común terreno: la paz, la libertad y la justicia social. Para ofrecer la fraternidad a todos los seres humanos, en primer lugar a los pobres, hace falta una motivación que excede la mera filantropía; hace falta el amor del corazón de Jesús, que desea realizar, si los hombres le dejamos actuar en nosotros, el «milagro de la fraternidad».
Martin Schlag
Departamento de Teología Moral. Facultad de Teología
Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma
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