Iniciamos la publicación de una colección de textos del Papa Francisco, durante su primer año de pontificado, que tienen como tema central la Sagrada Liturgia. El santo Padre sigue recordando la necesidad de poner a Dios el primer lugar, y presenta −con su característico lenguaje directo− un significado de adoración que tiene numerosas consecuencias prácticas
Pasados cincuenta años de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium, el Papa Francisco sigue recordando la necesidad de dar a Dios el primer lugar: «No es útil dispersarse en muchas cosas secundarias o superfluas, sino concentrarse en la realidad fundamental, que es el encuentro con Cristo, con su misericordia, con su amor, y en amar a los hermanos como Él nos amó. Un encuentro con Cristo que es también adoración, palabra poco usada: adorar a Cristo» (Discurso al Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización, 14 de octubre de 2013).
El santo Padre presenta un significado de la adoración que tiene consecuencias prácticas inmediatas respecto a los edificios de culto y a las celebraciones litúrgicas. Sus palabras concretas y directas mueven al examen y a ponerse en camino: «El templo es el lugar donde la comunidad acude a rezar, a alabar al Señor, a darle gracias, pero sobre todo acude para adorar. De hecho en el templo se adora al Señor. Este es el punto más importante. Y esta verdad vale para todo templo y para toda ceremonia litúrgica donde aquello que es más importante es la adoración, no los cantos y ritos aunque sean bellos. Toda la comunidad reunida mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora. Humildemente creo que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y esto es bueno, es bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Nosotros adoramos a Dios» (Homilía, Santa Marta, 22 de noviembre de 2013).
Francisco, Homilía, Santa Misa en Santa Marta, 10 de febrero de 2014[1]
A misa no se va con el reloj en la mano, como si se debieran contar los minutos o asistir a una representación. Se va para participar en el misterio de Dios. Y esto es válido también para quienes vienen a Santa Marta a la misa celebrada por el Papa, que, dijo en efecto el Pontífice el lunes 10 de febrero, a los fieles presentes en la capilla de su residencia, «no es un paseo turístico. ¡No! Vosotros venís aquí y nos reunimos aquí para entrar en el misterio. Y ésta es la liturgia».
(…) El Señor nos habla a través de su Palabra, recogida en el Evangelio y en la Biblia; y a través de la catequesis, de la homilía. No sólo nos habla, sino que también «se hace presente −precisó− en medio de su pueblo, en medio de su Iglesia. Es la presencia del Señor. El Señor que se acerca a su pueblo; se hace presente y comparte con su pueblo un poco de tiempo». Esto es lo que sucede durante la celebración litúrgica que ciertamente «no es un buen acto social −explicó una vez más el obispo de Roma− y no es una reunión de creyentes para rezar juntos. Es otra cosa» porque «en la liturgia eucarística Dios está presente» y, si es posible, se hace presente de un modo aún «más cercano». Su presencia, dijo nuevamente el Papa, «es una presencia real».
Y «cuando hablo de liturgia −puntualizó el Pontífice− me refiero principalmente a la Santa Misa. Cuando celebramos la Misa, no hacemos una representación de la Última Cena». La Misa «no es una representación; es otra cosa. Es propiamente la Última Cena; es precisamente vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. Es una teofanía: el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre para la salvación del mundo».
Así, el Papa Francisco volvió a proponer, como lo hace a menudo, un comportamiento común en los fieles: «Nosotros escuchamos o decimos: “pero, yo no puedo ahora, debo ir a misa, debo ir a escuchar misa”. La misa no se escucha, se participa. Y se participa en esta teofanía, en este misterio de la presencia del Señor entre nosotros». Es algo distinto de las otras formas de nuestra devoción, precisó nuevamente poniendo el ejemplo del belén viviente «que hacemos en las parroquias en Navidad, o el vía crucis que hacemos en Semana Santa». Éstas, explicó, son representaciones; la Eucaristía es «una conmemoración real, es decir, es una teofanía. Dios se acerca y está con nosotros y nosotros participamos en el misterio de la redención».
El Pontífice se refirió luego a otro comportamiento muy común entre los cristianos: «Cuántas veces −dijo− contamos los minutos... “tengo apenas media hora, tengo que ir a misa...”». Ésta «no es la actitud propia que nos pide la liturgia: la liturgia es tiempo de Dios y espacio de Dios, y nosotros debemos entrar allí, en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios y no mirar el reloj. La liturgia es precisamente entrar en el misterio de Dios; dejarnos llevar al misterio y estar en el misterio».
Y, dirigiéndose precisamente a los presentes en la celebración continuó así: «Por ejemplo, yo estoy seguro de que todos vosotros venís aquí para entrar en el misterio. Tal vez, sin embargo, alguno dijo “yo tengo que ir a misa a Santa Marta, porque el itinerario turístico de Roma incluye ir a visitar al Papa a Santa Marta todas las mañanas....”. ¡No! Vosotros venís aquí, nosotros nos reunimos aquí, para entrar en el misterio. Y esto es la liturgia, el tiempo de Dios, el espacio de Dios, la nube de Dios que nos envuelve a todos».
El Papa Francisco compartió con los presentes algunos recuerdos de su infancia: «Recuerdo que siendo niño, cuando nos preparábamos para la Primera Comunión, nos hacían cantar “Oh santo altar custodiado por los ángeles” y esto nos hacía comprender que el altar estaba custodiado por los ángeles, nos daba el sentido de la gloria de Dios, del espacio de Dios, del tiempo de Dios. Y luego, cuando hacíamos el ensayo para la Comunión, llevábamos las hostias para el ensayo y nos decían: “mirad que éstas no son las que recibiréis; éstas no valen nada, porque luego estará la consagración”. Nos hacían distinguir bien una cosa de la otra: el recuerdo de la conmemoración». Por lo tanto, celebrar la liturgia significa «tener esta disponibilidad para entrar en el misterio de Dios», en su espacio, en su tiempo.
Y, llegando ya a la conclusión, el Pontífice invitó a los presentes a «pedir hoy al Señor que nos done a todos este sentido de lo sagrado, este sentido que nos haga comprender que una cosa es rezar en casa, rezar en la iglesia, rezar el rosario, recitar muchas y hermosas oraciones, hacer el vía crucis, leer la Biblia; y otra cosa es la celebración eucarística. En la celebración entramos en el misterio de Dios, en esa senda que nosotros no podemos controlar: sólo Él es el único, Él es la gloria, Él es el poder. Pidamos esta gracia: que el Señor nos enseñe a entrar en el misterio de Dios».
Francisco, Homilía, Santa Misa en Santa Marta, 28 de enero de 2014[2]
(…) «la oración de alabanza −destacó el Santo Padre− la dejamos a un lado». Para nosotros no es algo espontáneo. Algunos, añadió, podrían pensar que se trata de una oración «para los de la Renovación en el Espíritu, no para todos los cristianos. La oración de alabanza es una oración cristiana, para todos nosotros. En la misa, todos los días, cuando cantamos repitiendo “Santo, Santo...”, ésta es una oración de alabanza, alabamos a Dios por su grandeza, porque es grande. Y le decimos cosas hermosas, porque a nosotros nos gusta que sea así». Y no importa ser buenos cantantes. En efecto, explicó el Papa Francisco, no es posible pensar que «eres capaz de gritar cuando tu equipo hace un gol y no eres capaz de cantar las alabanzas al Señor, de salir un poco de tu comportamiento para cantar esto».
Alabar a Dios «es totalmente gratuito», prosiguió. «No pedimos, no damos gracias. Alabamos: tú eres grande. “Gloria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo...”. Con todo el corazón decimos esto. Es incluso un acto de justicia, porque Él es grande, es nuestro Dios. Pensemos en una hermosa pregunta que podemos hacernos hoy: “¿cómo es mi oración de alabanza? ¿Sé alabar al Señor? ¿O cuando rezo el Gloria o el Sanctus lo hago sólo con la boca y no con todo el corazón? ¿Qué me dice David danzando? ¿Y Sara que baila de alegría? Cuando David entró en la ciudad, comenzó otra cosa: una fiesta. La alegría de la alabanza nos lleva a la alegría de la fiesta». Fiesta que luego se extiende a la familia, «cada uno −es la imagen propuesta por el Pontífice− en su casa comiendo el pan, festejando». Pero cuando David vuelve a entrar en el palacio, debe afrontar el reproche y el desprecio de Mical, la hija del rey Saúl: «“¿pero tú no tienes vergüenza de hacer lo que has hecho? ¿Cómo has hecho esto, bailar delante de todos, tú el rey? ¿No tienes vergüenza?”. Me pregunto cuántas veces despreciamos en nuestro corazón a personas buenas, gente buena que alaba al Señor», así, de modo espontáneo, así como surge sin seguir actitudes formales. Pero en la Biblia, recordó el Papa, se lee «que Mical quedó estéril para toda su vida por esto. ¿Qué quiere decir aquí la Palabra de Dios? Que la alegría, la oración de alabanza nos hace fecundos. Sara bailaba en el momento grande de su fecundidad, a los noventa años. La fecundidad alaba al Señor». El hombre o la mujer que alaba al Señor, que reza alabando al Señor −y cuando lo hace es feliz de decirlo−, y goza «cuando canta el Sanctus en la misa», es un hombre o una mujer fecundo. En cambio, añadió el Pontífice, quienes «se cierran en la formalidad de una oración fría, medida, así, tal vez terminan como Mical, en la esterilidad de su formalidad. Pensemos e imaginemos a David que baila con todas sus fuerzas ante el Señor. Pensemos cuán hermoso es hacer oraciones de alabanza. Tal vez nos hará bien repetir las palabras del salmo que hemos orado, el 23: “¡Portones! Alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el rey de la gloria. ¿Quién es ese rey de la gloria? El Señor héroe valeroso, el Señor valeroso en la batalla». Ésta debe ser nuestra oración de alabanza, y, concluyó, cuando elevamos esta oración al Señor debemos «decir a nuestro corazón: “levántate corazón, porque estás ante el rey de la gloria”».
Francisco, Homilía, Santa Misa en Santa Marta, 10 de enero de 2014[3]
«Esta fe −dijo Francisco− nos pide a nosotros dos actitudes: confesar y encomendarnos». Pero, ante todo, «confesar»: «La fe es confesar a Dios, pero al Dios que se ha revelado a nosotros, desde el tiempo de nuestros padres hasta ahora; al Dios de la historia. Y esto es lo que todos los días rezamos en el Credo. Y una cosa es rezar el Credo desde el corazón y otra como papagayos, ¿no? Creo, creo en Dios, creo en Jesucristo, creo… ¿Yo creo en lo que digo? Esta confesión de fe ¿es verdadera o yo la digo un poco de memoria, porque se debe decir? ¿O creo a medias? ¡Confesar la fe! ¡Toda, no una parte! ¡Toda! Y a esta fe custodiarla toda, tal como ha llegado a nosotros, por el camino de la tradición: ¡toda la fe! ¿Y cómo puedo saber si confieso bien la fe? Hay un signo: quien confiesa bien la fe, y toda la fe, tiene la capacidad de adorar, adorar a Dios».
«Nosotros sabemos cómo pedir a Dios, cómo agradecer a Dios −prosiguió diciendo el Papa Bergoglio− pero adorar a Dios, ¡adorar a Dios es algo más! Sólo quien tiene esta fe fuerte es capaz de la adoración». Y el Santo Padre añadió: «Yo oso decir que el termómetro de la vida de la Iglesia está un poco bajo en esto»: hay poca capacidad de adorar, «no tenemos tanta, algunos sí…». Y esto «porque en la confesión de la fe nosotros no estamos convencidos o estamos convencidos a medias». Por tanto −subrayó− la primera actitud es confesar la fe y custodiarla. La otra actitud es «encomendarse».
Francisco, Ex. ap. post. ‘Evangelii gaudium’, n. 24
La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.
Francisco, Homilía, Santa Misa en Santa Marta, 22 de noviembre de 2013[4]
«El Templo −observó el Pontífice− como un punto de referencia de la comunidad, un lugar de referencia del pueblo de Dios», a donde se va por muchas razones, una de las cuales −explicó− supera todas las demás: «El Templo es el lugar a donde la comunidad va a rezar, a alabar al Señor, a dar gracias, pero sobre todo a adorar: en el Templo se adora al Señor. Y este es el punto más importante. También, esto es válido para las ceremonias litúrgicas: en esta ceremonia litúrgica, ¿qué es más importante? ¿Los cantos, los ritos −bellos, todo...? La adoración es más importante: toda la comunidad reunida mira el altar donde se celebra el sacrificio y se adora. Pero, yo creo −lo digo humildemente− que quizás nosotros cristianos hemos perdido un poco el sentido de la adoración, y pensamos: vamos al Templo, nos reunimos como hermanos −¡eso es bueno, es bello!− pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios».
De esta afirmación brota la pregunta, directa: «Nuestros templos −se preguntó el Obispo de Roma− ¿son lugares de adoración, favorecen la adoración? ¿Nuestras celebraciones favorecen la adoración?». Jesús −recordó Francisco, citando el Evangelio de hoy− echa a los vendedores que habían ocupado el Templo como un lugar de tráficos en vez que de adoración. Pero hay otro “Templo” y otra sacralidad que considerar en la vida de fe:
«San Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo. Yo soy un templo. El Espíritu de Dios está conmigo. Y también nos dice: “¡No entristezcan el Espíritu del Señor que está dentro de ustedes!”. Y también aquí, tal vez non podemos hablar como antes de la adoración, sino de una suerte de adoración que es el corazón que busca el Espíritu del Señor dentro de sí y sabe que Dios está dentro de sí, que el Espíritu Santo está dentro de sí. Lo escucha y lo sigue».
Ciertamente la secuela de Dios presupone una continua purificación, «porque somos pecadores», repitió el Papa, insistiendo: «Purificarse con la oración, con la penitencia, con el Sacramento de la reconciliación, con la Eucaristía». Y así, «en estos dos templos −el templo material, el lugar de adoración, y el templo espiritual dentro de mí, donde habita el Espíritu Santo− en estos dos templos nuestra actitud debe ser la piedad que adora y escucha, que reza y pide perdón, que alaba al Señor»:
«Y cuando se habla de la alegría del Templo, se habla de esto: toda la comunidad en adoración, en oración, en acción de gracias, en alabanza. Yo en oración con el Señor, que está dentro de mí porque yo soy “templo”. Yo en escucha, yo en disponibilidad. Que el Señor nos conceda este verdadero sentido del Templo, para poder ir adelante en nuestra vida de adoración y de escucha de la Palabra de Dios».
Francisco, Discurso a los participantes en la plenaria del Consejo Pontificio para la promoción de la Nueva Evangelización, 14 de octubre de 2013
Todo esto, sin embargo, en la Iglesia no se deja a la casualidad, a la improvisación. Exige el compromiso común para un proyecto pastoral que remita a lo esencial y que esté bien centrado en lo esencial, es decir, en Jesucristo. No es útil dispersarse en muchas cosas secundarias o superfluas, sino concentrarse en la realidad fundamental, que es el encuentro con Cristo, con su misericordia, con su amor, y en amar a los hermanos como Él nos amó. Un encuentro con Cristo que es también adoración, palabra poco usada: adorar a Cristo.
Francisco, Homilía, Santa Misa en Santa Marta, 7 de septiembre de 2013[5]
«¿Cuál es entonces la regla para ser cristiano con Cristo? ¿Y cuál es el “signo” de que una persona es un cristiano con Cristo? Se trata de una “regla −aclaró el Santo Padre− muy sencilla: es válido sólo lo que te lleva a Jesús, y sólo es válido lo que viene de Jesús. Jesús es el centro, el Señor, como Él mismo dice». Así que si algo lleva o viene de Jesús, «ve adelante», exhortó el Papa; pero si no viene o no lleva a Jesús, «entonces es un poco peligroso». Y a propósito del “signo”, dijo: «Es un signo sencillo el del ciego de nacimiento del que habla el Evangelio de Juan en el capítulo noveno. El Evangelio dice que se postró ante Él para adorar a Jesús. Un hombre o una mujer que adora a Jesús es un cristiano con Jesús. Pero si tú no consigues adorar a Jesús, algo te falta».
He aquí «una regla y un signo», concluyó el Pontífice: «La regla es: soy un buen cristiano, estoy en el camino del buen cristiano, si hago lo que viene de Jesús o me lleva a Jesús porque Él es el centro. El signo es la adoración ante Jesús, la oración de adoración ante Jesús».
Francisco, conferencia de prensa durante el vuelo de regreso a Roma (con ocasión de la JMJ), 28 de julio de 2013
En las Iglesias ortodoxas se ha conservado esa primigenia liturgia, tan hermosa. Nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Ellos lo conservan, alaban a Dios, adoran a Dios, cantan, el tiempo no cuenta. El centro es Dios, y con ocasión de la pregunta que usted me hace, quisiera decir que esto es una riqueza.
Francisco, mensaje al Congreso Eucarístico Nacional de Alemania, Colonia, 30 de mayo de 2014
«Señor, ¿a quién iremos?». También nosotros, miembros de la Iglesia de hoy, nos hacemos esta pregunta. Aunque ésta es quizás más titubeante en nuestra boca que en labios de Pedro, nuestra respuesta, como la del Apóstol, sólo puede ser la persona de Jesús. Ciertamente Él vivió hace dos mil años. Sin embargo nosotros le podemos encontrar en nuestro tiempo cuando escuchamos su Palabra y estamos cerca de Él, de un modo único, en la Eucaristía. El Concilio Vaticano II la llama «acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosantum Concilium, 7). ¡Que en nosotros la santa misa no caiga en una routine superficial! ¡Que alcancemos cada vez más su profundidad! Es precisamente ella la que nos introduce en la inmensa obra de salvación de Cristo, la que afina nuestra vida espiritual para alcanzar su amor: su «profecía en acto» con la cual, en el Cenáculo dio inicio al don de Sí mismo en la cruz; su victoria irrevocable sobre el pecado y sobre la muerte, que anunciamos con orgullo y de un modo alegre. «Es necesario aprender a vivir la santa misa», dijo un día el beato Juan Pablo II en un seminario romano, a los jóvenes que le preguntaron por el recogimiento profundo con el que celebraba (Visita al Colegio pontificio germánico húngaro, 18 de octubre de 1981). «¡Aprender a vivir la Santa Misa!». A esto nos ayuda, nos introduce, estar en adoración delante del Señor eucarístico en el sagrario y recibir el sacramento de la reconciliación.
Francisco, discurso a las religiosas participantes en la asamblea plenaria de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), 8 de mayo de 2013
Jesús, en la última Cena, se dirige a los Apóstoles con estas palabras: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), que recuerdan a todos, no sólo a nosotros sacerdotes, que la vocación es siempre una iniciativa de Dios. Es Cristo que os ha llamado a seguirlo en la vida consagrada y esto significa realizar continuamente un «éxodo» de vosotras mismas para centrar vuestra existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándoos de vuestros proyectos, para poder decir con san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Este «éxodo» de sí mismo es ponerse en un camino de adoración y de servicio. Un éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a Él en los hermanos y hermanas. Adorar y servir: dos actitudes que no se pueden separar, sino que deben ir siempre juntas. Adorar al Señor y servir a los demás, sin guardar nada para sí: esto es el «despojarse» de quien ejerce la autoridad. Vivid y recordad siempre la centralidad de Cristo, la identidad evangélica de la vida consagrada. Ayudad a vuestras comunidades a vivir el «éxodo» de sí en un camino de adoración y de servicio, ante todo a través de los tres pilares de vuestra existencia.
Francisco, Homilía, Basílica de San Pablo Extramuros, 14 de abril de 2013
Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer −pero no simplemente de palabra− que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Juan José Silvestre
[1] Tr. de L’Osservatore Romano.
[2] Tr. de L’Osservatore Romano.
[3] Tr. de L’Osservatore Romano.
[4] Tr. de Raúl Cabrera - Radio Vaticana.
[5] Tr. de L’Osservatore Romano.
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