Don Álvaro del Portillo fue básicamente un hombre liberal, en el sentido más genuino del término: una persona que se caracteriza sobre todo por su generosidad y por respetar las libertades de los demás, sintiéndose incómoda en ambientes de violencia y coacción, y asumiendo las consecuencias que todo esto implica
Texto facilitado por Josep-Ignasi Saranyana de la conferencia que pronunció el 27 de marzo de 2014 en la Universitat Internacional de Catalunya (UIC) con motivo del centenario del nacimiento de Álvaro del Portillo.
Permítanme que comience de modo escueto con una tesis que pretendo argumentar a lo largo de mi disertación: Don Álvaro del Portillo fue básicamente un hombre liberal, en el sentido más genuino del término.
De entrada, no resulta sencillo alcanzar un acuerdo sobre el significado del término liberal. Conviene proceder con mucha cautela, apelando a precisiones etimológicas, porque esta noción ofrece un abanico semántico muy amplio. Es frecuente, por ejemplo, que se califique de liberal a una persona tolerante e indulgente; o bien a alguien partidario del liberalismo, entendido el liberalismo como doctrina política; o a quien actúa con liberalidad o generosidad en el empleo de sus bienes materiales o intelectuales. Estas definiciones, aunque acertadas, no expresan el significado primitivo de la palabra.
En el latín clásico, el adjetivo liberalis derivaba del substantivo liber, que técnicamente denotaba, según Cicerón, “hombre libre, o sea, que no ha nacido esclavo” o bien, según Fabio Quintiliano, “el hijo”. Su derivado liberalis, además de significar ilustre, noble y generoso, apunta obviamente a la libertad, de modo que Quintiliano empleó el sintagma “liberale iudicium” como sinónimo de “una sentencia judicial que aseguraba la libertad”. También en Quintiliano encontramos la expresión “liberalis causa”, denotando “una causa en la que se trataba acerca de la libertad de alguno”. Así, pues, cuando señalo que el Venerable Álvaro del Portillo fue un hombre fundamentalmente liberal, indico que fue no sólo amante de la libertad, sino muy libre en su actuar, desprendido y generoso, tolerante y tenaz defensor de los derechos y libertades ajenas. Por ello, entiendo que liberalidad significa lo mismo que largueza. Liberal es, pues, sinónimo de liberador, de quien no retiene, sino que se desprende de algo o de alguien[1].
La argumentación anterior, apoyada en la etimología del término liberalis, puede tropezar con una dificultad insuperable, derivada de los prejuicios de la moderna crítica historiográfica. Los historiadores acostumbran a contextualizar la adjetivación liberal en el marco de las polémicas decimonónicas, entre liberales y conservadores. Por lo mismo, ser liberal implica, para muchos, una connotación relativa. Consideran, en efecto, que cualquier liberal de una época es tradicionalista contemplado desde la siguiente, por la mera evolución de los tiempos. No lo niego. Con todo, permítanme que insista en mi tesis. Tomado en su acepción clásica, hay personalidades que por carácter fueron liberales en su época y lo habrían sido en cualquier otra. Algunas épocas ha tenido muchas en su haber. Por citar cuatro ejemplos ya pasados: la Italia del Humanismo; el Renacimiento cincocentista; a finales del XVIII, la Convención de Delegados, reunida en Virginia (1776); y la Inglaterra de comienzos del XIX.
Por tanto, no utilizo el término “liberal” o “liberalismo” en aquella acepción que surge de la primera Ilustración, que enfatizó la libertad de conciencia, propuso el liberalismo como práctica política, y presentó el Estado como un “pacto” del ciudadano, sino más bien en su significación más básica o aparente: una persona liberal, es decir, la que se caracteriza sobre todo por su generosidad y por respetar las libertades de los demás, sintiéndose incómoda en ambientes de violencia y coacción, y asumiendo las consecuencias que todo esto implica.
Como colofón, vayan dos definiciones ingeniosas de persona liberal. La primera es del alemán Johann Wofgang von Goethe: “El verdadero liberal busca, con los medios que están a su alcance, hacer todo el bien posible, y se abstiene de atajar a fuego y espada los defectos con frecuencia evitables (de los demás)”[2]. La segunda es del austriaco Ludwig von Mises, y tiene cierto punto humorístico: “Un hombre liberal puede soportar que los demás se comporten y vivan de manera distinta, y descarta llamar a la policía cada vez que algo le disgusta”[3].
Aclarados los términos, vayamos a la vida de Don Álvaro y delineemos sus principales actitudes, que le definen como un hombre verdaderamente liberal… al menos a mi entender.
Como señaló Benedicto XVI, en su memorable discurso a la curia romana de 22 de diciembre de 2005, el siglo XIX contempló un triple enfrentamiento entre “la Iglesia y la edad moderna”: (1º) en el plano científico, un desacuerdo que comenzó tempranamente con el “problemático proceso a Galileo Galilei” y se recrudeció cuando Immanuel Kant “definió la religión dentro de la razón pura”; (2º) en el plano político, una disconformidad que sobrevino por la imposibilidad de entendimiento entre el Estado liberal surgido de la Revolución francesa, sobre todo en su etapa más virulenta (a partir de 1848), y “las ásperas y radicales condenas de ese espíritu”, por parte de la Iglesia, particularmente en tiempos de Pío IX, vertidas en no pocos artículos del Syllabus de 1864; y (3º) en el plano del análisis histórico-crítico, la resistencia de los exegetas católicos ante las propuestas de la nueva crítica literaria, y el carácter beligerante de esta crítica, reclamando la última palabra contra la exégesis católica tradicional. Sin embargo, los aires comenzaron a cambiar, como indicó Benedicto XVI en su discurso, durante el período de entreguerras, es decir entre 1918 y 1939; aunque la verdadera novedad, por lo que se refiere al campo católico, no se produciría hasta la última etapa del Concilio Vaticano II, no tanto en los documentos mayores, sino en dos de los menores: la Declaración sobre la libertad religiosa (“Dignitatis humanæ”) y la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (“Nostra ætate”), aprobadas ambas en 1965[4].
En las coordenadas que acabo de trazar, la historia de España desde 1808 a 1978 ha sido un tanto peculiar, con una tensión constante (aunque ciertamente muy variada en sus manifestaciones) entre los partidarios del antiguo régimen (los llamados “tradicionalistas”) y los del nuevo (los llamados “liberales”)[5]. Salvo en períodos muy cortos y siempre borrascosos, España continuó rigiéndose por tres principios que caracterizaron (entre otros) el Antiguo Régimen: la confesionalidad del Estado, una tolerancia muy limitada de otras confesiones que no fuesen la confesión católica, y el voto restringido de los ciudadanos (concedido sólo a un grupo selecto de españoles)[6]. Este marco se transformó a la muerte del general Franco, comenzando una nueva era con la aprobación de la Constitución de 1978.
En otros términos: a pesar de las cuatro confrontaciones bélicas entre liberales y tradicionalistas, ocurridas a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX, no cambiaron substancialmente en España las coordenadas socio-político-religiosas. Hubo lenta evolución, ciertamente, pero dentro de un marco muy limitado de libertades individuales. Aunque las tres primeras guerras fueron vencidas por los liberales[7], éstos no consiguieron imponer su concepción de la vida, por causas muy variadas que no es ahora el momento de recordar, y el Antiguo Régimen continuó más o menos incólume. Hubo aún una cuarta guerra (1936-1939), mucho más cruenta que las anteriores y con tintes claramente revolucionarios, ganada esta vez por los tradicionalistas. Si antes los liberales no consiguieron imponer un cambio de régimen, ahora los perdedores cedieron toda la iniciativa a los tradicionalistas. De este modo se perpetuó en España, como un caso insólito en la Europa occidental, una situación de antiguo régimen hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX (no considero ahora el caso del Portugal salazarista).
Se votaba por estados, es decir: trabajo, familia y corporaciones, que constituían los tres tercios de las Cortes Españolas[8]. Las mujeres tenían muy limitados sus derechos civiles (si solteras, estaban sometidas a la patria potestad hasta cumplir veinticinco años; y si casadas, dependían en aspectos básicos de la autoridad del marido[9]). Estaba restringida la actividad sindical (sólo sindicatos profesionales de carácter vertical) y estaban prohibidos los partidos políticos. La confesionalidad del Estado era, además, un principio fundamental del Movimiento Nacional. En tal contexto, los cultos no católicos eran simplemente tolerados, aunque sólo en el ámbito privado o, a lo sumo, en capillas sin especiales signos exteriores y muy vigiladas por las fuerzas de seguridad.
Por los motivos señalados, los españoles no digirieron fácilmente las dos declaraciones conciliares antes citadas, sobre la libertad religiosa y sobre las relaciones con religiones no cristianas. Incluso los padres conciliares españoles no entendieron, de primeras, ni el alcance ni el sentido de tales declaraciones, aunque votaron a favor[10]. Y la sociedad española se sintió perpleja, por un doble motivo: porque no estaba preparada para comprender la sutil distinción entre el nivel veritativo, donde sólo la verdad tiene derechos (que nos los tiene el error religioso), y el nivel de los derechos civiles o humanos fundamentales (en el cual, el respeto a las libertades subjetivas constituye una frontera infranqueable, porque nadie puede ser violentado por sus convicciones religiosas)[11].
A las perplejidades señaladas se añadió en España una última y especial dificultad, que quiero subrayar. El régimen político instaurado por el general Francisco Franco, denominado Movimiento Nacional, contaba con siete textos legales que tenían rango de leyes fundamentales, equiparables, más o menos, a un cuerpo constitucional. El primero de esos textos había sido promulgado en 1938, y el último de ellos fue otorgado en 1967[12]. Tiene especial interés, para el tema que nos ocupa, la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, proclamada en 1938, que establecía, en su segundo principio, lo siguiente:
“La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”[13].
Por consiguiente, cuando Pablo VI firmó la declaración conciliar Dignitatis humanæ, a finales del año 1965, el Estado español tuvo que plantearse la revisión del artículo 6 de la ley de 17 de julio de 1945, comúnmente denominada Fuero de los Españoles, que sancionaba, siguiendo la pauta del artículo 11 de la Constitución española de 1876 (ya derogada), la confesionalidad del Estado, por una parte, y la mera tolerancia civil de otras formas religiosas, por otra[14]. La revisión del citado artículo 6 del Fuero de los Españoles era además obligada, porque el Estado español se había comprometido, por ley fundamental de 1958, a ajustar su legislación a la ley de Dios, según la doctrina de la Iglesia romana, que recién acababa de modificar sus enseñanzas sobre tales cuestiones.
Los cambios entonces introducidos muestran, no obstante, las reticencias de los legisladores españoles a aceptar por completo el espíritu del Vaticano II. El nuevo texto del artículo 6 del Fuero de los Españoles fue redactado en los siguientes términos:
“La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público”.
Se intentó lo imposible, a mi entender: compaginar la confesionalidad del Estado con el principio de libertad religiosa; un equilibrio inestable que chirriaba, y que habría de acarrear nuevos problemas en los últimos seis años del franquismo[15]. El pleno reconocimiento de la libertad religiosa, hasta sus últimas consecuencias, no llegó hasta la aprobación de la Constitución española de 1978 (artículo 16), a la cual siguió, el 24 de julio de 1980, una Ley orgánica de libertad religiosa[16].
Cabe ahora que nos preguntemos por la actitud de Don Álvaro del Portillo, en el contexto que acabo de describir, aunque Don Álvaro había dejado de residir establemente en España en 1946. ¿Qué sentía Don Álvaro ante los hechos antes relatados? Una pista útil, en mi opinión, para descubrir su talante y vislumbrar la fuerte componente liberal de su personalidad, podría ser un trabajo que publicó primeramente en italiano, en 1971, traducido al castellano tres años después, titulado Morale e diritto[17].
El punto de partida de este estudio es la distinción entre la moral y el derecho u orden jurídico positivo. “Entendemos por Moral […] el conjunto de exigencias que derivan de la estructura óntica del hombre en cuanto que es un ser personal”[18]. Por ello, la moral es un orden intrínseco al ser humano, aunque objetivo (porque la estructura óntica personal se recibe de Dios), y es, además, “un orden inherente a la libertad, puesto que corresponde al desarrollo de la personalidad del hombre según su propio ser”. Por el contrario, el derecho tiene un carácter distinto, porque significa el orden social, o sea, “el conjunto de estructuras que ordenan y organizan a los hombres en la comunidad”[19]; las cuales estructuras se caracterizan por la positividad y la historicidad[20]. El orden moral y el orden jurídico son, pues, diversos, aunque no estén disociados. La conclusión de tales premisas resulta inmediata:
“Aunque sea necesario hablar de un fundamento moral de las reglas de derecho, sería erróneo pasar del fundamento a la totalidad del edificio. Y esto sucedería si se pretendiese afirmar que un ordenamiento jurídico ha de ser el desarrollo completo -por conclusión y deducción- de las normas morales”[21].
Por ello, derecho y moral no tienen por qué coincidir completamente: no todo pecado tiene que ser delito, ni todo delito, pecado[22]. Estas aseveraciones se hallan en las antípodas de la confesionalidad del Estado, es decir, de un ordenamiento positivo que plasme punto por punto las expresiones del magisterio de la Iglesia. La tesis de Don Álvaro era incompatible, en definitiva, con cualquier violencia a la libertad individual, en nombre de la religión.
Permítanme otra anotación, que ilustra −a mi entender− el aprecio que tenía Don Álvaro por los derechos de la naturaleza, nunca contrarios a la elevación sobrenatural, sino su presupuesto básico. Volvamos nuestros ojos quince años atrás. A mediados de julio de 1955 se celebró en Río de Janeiro el XXXVI Congreso Eucarístico Internacional, previo a la primera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Coincidiendo con ese congreso eucarístico tuvo lugar un importante simposio teológico. He podido comprobar, en los archivos de la Pontificia Comisión para América Latina, que estaba prevista una intervención de Don Álvaro en el citado encuentro teológico sobre la formación humana del sacerdote[23]. Con todo, aunque Don Álvaro no pudo finalmente acudir a Río, su paper se publicó en la revista Nuestro Tiempo en noviembre de ese mismo año de 1955[24].
En ese ensayo, Del Portillo sienta, al hilo de un texto de Santo Tomás, que el fin de la educación es doble: la “perfección de la naturaleza” y la “perfección de la gracia”: Toda educación cristiana debe tender a la formación completa de la persona, que abraza a la vez el aspecto humano y el aspecto sobrenatural. Seguidamente, y después de traer a colación un texto de Pío XI, añade, refiriéndose al sacerdote:
“Entre estos aspectos de la educación hay un punto concreto, que podría parecer secundario y cuya importancia no conviene exagerar, pero que también se puede echar en olvido: el de la educación del hombre en la formación del sacerdote secular. Hablamos, por consiguiente, de aquella nota que la formación sacerdotal tiene en común con la educación de cualquier cristiano: perfectio hominis ut homo est”[25].
El enunciado perfectio hominis ut homo est recuerda algunas expresiones del fundador del Opus Dei. Por ejemplo, dos puntos de Camino: el número 4 (“Sé varón −‘esto vir’”), redactado el 1932, y el punto 22 (“Sé recio. −Sé viril. −Sé hombre. −Y después… sé ángel”), que data de 1933. Refiriéndose a este punto 22, en que se contraponen “hombre” y “ángel”, ha escrito Pedro Rodríguez que caben varias lecturas (muy próximas entre sí, según me parece). La primera de ellas indicaría que es preciso cultivar las virtudes humanas para pasar a un situación posterior de ángel, una realidad más alta, que viene de arriba, es decir, la vida de unión con Dios, o sea la divinización de la criatura. En definitiva, que lo humano es “soporte histórico de lo divino”[26]
A partir de los presupuestos que hemos considerado, Don Álvaro subraya obviamente la importancia de las virtudes humanas, como “hábitos morales que debe poseer el hombre como hombre, aunque no sea cristiano, y que el cristiano eleva al orden sobrenatural por medio de la gracia”[27]. Omito los desarrollos posteriores ofrecidos por Don Álvaro, que conservan toda su frescura y actualidad. Baste lo dicho para señalar la importancia que el Venerable del Portillo concedía a la naturaleza, cuyos derechos nunca deberán obviarse, y de qué manera se presentaba como defensor de las libertades fundamentales.
Pasemos ahora a otra cuestión. La teología católica sufrió, desde los años en que Don Álvaro del Portillo cursó sus estudios para la ordenación sacerdotal, acaecida en junio 1944, hasta la celebración del Concilio Vaticano II, una evolución notable. Del Portillo entró en el Concilio, incluso después de haber trabajado en las comisiones preparatorias[28], con una arquitectura intelectual bien establecida, alimentada por los grandes principios de la neoescolástica latina. Era lo que se enseñaba en los Ateneos pontificios y lo que él había aprendido en Madrid, en el Laterano y en el Angelicum. A lo largo del Concilio fue adaptándose a los cambios que el Espíritu Santo inducía en el aula conciliar, donde Don Álvaro desarrolló una destacada actividad como secretario de la comisión conciliar para el clero, encargada de la redacción del decreto Presbyterorum ordinis.
Benedicto XVI ha descrito con autorizadas palabras esa evolución de los padres y de los peritos, a lo largo de los años conciliares: “Los obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe”[29]. ¿Qué significa esto? Indica que los padres maduraron sus perspectivas teológicas, a lo largo del sexenio conciliar (contando el bienio preparatorio), por nuevas lecturas, por contactos personales, al escuchar las intervenciones en el aula, etc.
Es muy fácil detectar una evolución intelectual entre los primeros pareceres que los padres remitieron a la Comisión Antepreparatoria, en respuesta a una circular del cardenal Tardini, de 18 de junio de 1959, y los puntos de vista defendidos por esos mismos padres en el aula conciliar, a medida que adelantaban las sesiones.
Estos cambios fueron muy rápidos. A modo de ejemplo, citaré, siguiendo la secuencia de los hechos, el caso del cardenal Giovanni Battista Montini, después Pablo VI[30].
a) En junio de 1959, el cardenal Tardini envió una circular a todos los obispos, centros eclesiásticos de cultura superior, institutos religiosos, etc., preguntando sobre los temas que debía tratar el Concilio que se avecinaba. Montini respondió el 8 de mayo de 1960. En el parecer montiniano resonaba todavía el eco de las polémicas acerca del sobrenatural e incluso la discusión sobre los “curas obreros” y los posicionamientos de la “nouvelle théologie”. En cuanto a la eclesiología, Montini proponía que se definiese la naturaleza sacramental de la consagración episcopal; que se explicase con detalle la necesidad de la Iglesia para la salvación y las condiciones de pertenencia a la Iglesia, entendida como Cuerpo Místico de Cristo; y que se hiciera una declaración sobre la misión de los laicos, quizá contemplada desde su experiencia en la Federazione Universitaria Cattolica Italiana (FUCI)[31]. La cuestión ecuménica ocupaba un tímido segundo lugar, porque se consideraba cuestión “insuperable para las fuerzas humanas”.
b) El 16 de agosto de 1960, tres meses después de este parecer, Montini pronunció un discurso en Milán sobre los temas que debería abordar el Concilio. En sus propuestas se aprecia ya un enriquecimiento, porque aparecen como cuestiones ineludibles la colegialidad episcopal y la cuestión ecuménica. En esta conferencia descubre sus lecturas: el tratado de Karl Joseph Hefele (puesto al día por Henri Leclerq) sobre la historia de los concilios, el manual de Joseph Lortz sobre historia de la Iglesia, el tratado de Hubert Jedin sobre el Concilio de Trento, y el magnífico L’Église du Verbe incarné, de Charles Journet.
c) Dos años más tarde, en una pastoral sobre el Concilio que se avecinaba, publicada en la cuaresma de 1962, emergen nuevas lecturas: Yves-Marie Congar, Roger Aubert, Hans Küng, Romano Guardini, Henri de Lubac, Gérard Philips, Carlo Colombo (por supuesto), etc.
d) El 18 de octubre de 1962, ya inaugurado el Concilio, el cardenal Montini escribió una carta al cardenal Cicogniani, secretario de Estado, lamentando que el Concilio careciera de un plan orgánico de trabajo[32]. Había transcurrido sólo una semana desde la solemne apertura y Montini insistía ya en que todo el Concilio debía girar en torno a un solo tema: la santa Iglesia, y ser, en algún sentido, la continuación del Vaticano I, destacando, sobre todo, la potestad del episcopado y las relaciones de éste con el Romano Pontífice[33].
e) El 23 de noviembre de 1962, pocas semanas después de la carta a Cicogniani, se distribuyó a los padres el esquema de ecclesia, elaborado por la Comisión Teológica del Concilio. El 1 de diciembre el cardenal Ottaviani lo presentó a la asamblea conciliar con muy poca convicción, persuadido de que ese esquema iba a tener muy poco recorrido. Flotaba en el ambiente la sensación de que los padres no aceptarían el esquema, porque en él se sugería la identidad entre Cuerpo místico de Cristo e Iglesia católico-romana, y se subrayaba demasiado la dimensión societaria de la Iglesia, en detrimento de la Iglesia como misterio. Después de Ottaviani intervinieron los cardenales Frings, Suenens y Bea (día 4 de diciembre), Montini (día 5) y Lercaro (día 6). Montini, como era de esperar, expuso con brevedad el contenido de la carta antes aludida.
f) Por último, y para cerrar el ciclo, podríamos referirnos a su primera encíclica, titulada Ecclesiam suam, de 6 de agosto de 1964. En ella, Pablo VI reconocía que la eclesiología había avanzado mucho y lo agradecía:
“Bien sabido es, además, cómo la Iglesia, en estos últimos tiempos, ha comenzado, por obra de insignes investigadores, de almas grandes y reflexivas, de escuelas teológicas calificadas, de movimientos pastorales y misioneros, de notables experiencias religiosas, pero principalmente por obra de memorables enseñanzas pontificias, a conocerse mejor a sí misma” (n.10).
En definitiva: en un intervalo de apenas cuatro años Montini había pasado de cierta prevención ecuménica, a la abierta promoción del ecumenismo; de pensar en las categorías teológicas de la década de los cuarenta, recogidas y aclaradas en la encíclica Humani generis (1950), a considerar esos temas ya superados, abriéndose a la eclesiología que cristalizaría en la espléndida Lumen gentium; de una concepción del laicado, según el modelo del apostolado jerárquico, a captar toda la energía sobrenatural que reside en el sacerdocio común de los fieles.
El 21 de noviembre de 1964, la asamblea conciliar aprobó la constitución Lumen gentium, que sanciona “la dignidad y libertad de los hijos de Dios” (LG, 9), comunes, por tanto, a todos los miembros del Pueblo de Dios. La primera invitación para que se pusieran por escrito “los derechos y deberes más importantes de los fieles sin distinción de ritos” apareció en la Relatio circa quæstiones fundamentales, discutida en la reunión plenaria de cardenales miembros de la Comisión Pontificia para la Reforma del Código de Derecho Canónico, que tuvo lugar en Roma el 25 de noviembre de 1965[34]. El reconocimiento de que los fieles tienen derechos y deberes era, por ello, un fruto que había madurado durante ese largo itinerario emprendido por los padres conciliares, desde la crítica al esquema de ecclesia, en otoño de 1962, hasta la aprobación de Lumen gentium, dos años más tarde[35].
A lo largo del verano de 1965, Don Álvaro adelantó mucho en la redacción de una respuesta a un quæsitum (una consulta) que le había pedido la citada Comisión Pontificia para la reforma del Código de Derecho Canónico, con fecha 20 de julio de 1965, sobre la conveniencia de confeccionar un Código fundamental, que contuviera el derecho constitucional de la Iglesia, previo a los dos Códigos de Derecho Canónico (uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias de ritos orientales). La respuesta de Don Álvaro, de carácter claramente afirmativo, lleva fecha 23 de septiembre de 1965[36].Finalmente, y a partir de esa respuesta y de su amplia experiencia conciliar, Del Portillo preparó un importante libro, que vio la luz en 1969, con el título Fieles y laicos en la Iglesia[37].
Del Portillo fue capaz de expresar en ese libro, como nadie lo había hecho hasta entonces, la noción de fiel (antes que laico, clérigo o religioso), una noción importantísima para el derecho de la Iglesia. Más en concreto, y como leemos al comienzo de la “introducción”, se propuso reflexionar “en torno a los principios teológicos y jurídicos que deberían fundamentar […] las nuevas normas canónicas sobre los derechos y deberes de los laicos en la Iglesia”. Desarrolló así, a partir de Lumen gentium, la necesidad de precisar técnicamente “las nociones de derecho fundamental y derecho subjetivo, que, en un planteamiento científico no deben confundirse”[38]. Tal distinción ha tenido, después, una gran repercusión en la doctrina.
¿Qué son los derechos fundamentales? Son los derechos derivados de la condición de fiel; aquellos, por tanto, que deben ser reconocidos en un nivel superior o constitucional, prevalente frente a otras normas de rango inferior[39]. En cambio, los derechos subjetivos son situaciones de poder personal, institucionalizadas por una norma o por la voluntad de los particulares, los cuales convienen en obligarse unilateral o bilateralmente[40]. Don Álvaro señaló, además, la necesidad de introducir una serie de cambios en el ejercicio de la potestad eclesiástica (como los recursos, las garantías procesales, la diferenciación de funciones y otros), sin escudarse en "la peculiaridad del derecho canónico", pues, de lo contrario, podría ser que la autoridad eclesiástica actuase recortando o lesionando los derechos de los fieles, como de hecho ha ocurrido alguna vez en la historia. La protección de los derechos subjetivos es necesaria −insistía− por la falibilidad de la persona, tanto del súbdito como del titular del poder. Por ello, tampoco la jerarquía eclesiástica está libre de esa falibilidad[41].
Con todo, la novedad más relevante de don Álvaro no ha sido tanto la distinción entre derecho fundamental y derecho subjetivo, sino haber formulado por vez primera un elenco de derechos propios de todos los fieles y haberlos descrito[42]. Como se sabe, el Código pio-benedictino había prestado muy escasa atención a los derechos y deberes de los fieles. Hablar de derechos y deberes en la Iglesia era casi impensable, en 1917. Así, pues, fue extraordinario el salto entre 1917 y 1969, fecha de la edición del libro de don Álvaro. Del Portillo había madurado intelectualmente y se avanzaba a su tiempo. Detrás quedaban sus estudios teológicos en Madrid, su doctorado en Derecho Canónico en Roma, su colaboración en las comisiones conciliares preparatorias, su intenso trabajo en la comisión que redactó Presbyterorum ordinis y su reflexión sobre el legado doctrinal de San Josemaría Escrivá, que tanto insistía en la inviolabilidad de la libertad de los fieles, querida por Dios y exigible ante la Iglesia.
Como ya se ha indicado, la reflexión sobre los derechos de los fieles pedía, de alguna manera, la promulgación de una ley fundamental de la Iglesia. Sobre esta cuestión pensarían, en años sucesivos, otros canonistas, desarrollando las perspectivas ofrecidas por Del Portillo[43]. Al final quedó descartada la promulgación de esa ley. Lástima, porque, en el camino el adjetivo “fundamental” desapareció del nuevo Código de Derecho Canónico (libro II, parte I, título I), por ser el Codex una ley ordinaria y no una ley fundamental. ¿Quién sabe si el libro de Don Álvaro no se adelantó demasiado a su época? En todo caso, su condición de pionero queda aquí atestiguada.
*
Llego ya al término de mi disertación. Me propuse ilustrar, con algunos ejemplos, que el Venerable Álvaro del Portillo fue, en el contexto socio-político-eclesiástico de su tiempo, un adalid de la libertad, un liberal convencido, en el sentido más genuino y original del término.
En un marco tradicionalista, como lo era particularmente el español de esos años (si nos atenemos al testimonio de la historiografía especializada), Don Álvaro se mostró partidario de la adecuada distinción entre moral y derecho, salvando así la libertad de las conciencias, pues no todo delito es pecado, como tampoco toda pecado es delito. Tal posicionamiento suponía afirmar decididamente la libertad religiosa entendida como derecho civil, y sostener la incompetencia del Estado en materias religiosas, aunque no su indiferencia o neutralidad.
En el ámbito canónico y teológico, supo distinguir adecuadamente entre derechos fundamentales del fiel y derechos subjetivos del cristiano, abogando así por una ley fundamental de la Iglesia, en la que esos derechos fundamentales estuvieran convenientemente enumerados y protegidos; un tema que él mismo no desarrolló. No olvidemos, tampoco, que fue pionero al elaborar una relación de derechos fundamentales de los fieles, desarrollando con amplitud el alcance jurídico de cada uno de esos derechos. En todo caso, mostró con qué profundidad había asimilado las novedades del Concilio, descubriendo nuevas consecuencias de ese principio teológico formulado por San Pablo: “la misma creación espera ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios”: “in libertatem gloriæ filiorum Dei” (Rom. 8,21).
Cuando una personalidad se adelanta a su tiempo o madura más rápidamente que su entorno, a veces alcanza a influir en su contexto; en otras ocasiones, en cambio, debe ejercitar la paciencia y esperar tiempos mejores. Obviamente Don Álvaro no fue una excepción. Y, por ello, también en esto nos señaló el camino que debe seguir todo hombre de paz y de bien, que sabe tirar de las redes, sin que las redes se rompan (cfr. Ioan. 21,11).
Josep-Ignasi Saranyana
Membro in carica del Pontificio Comitato di Scienze Storiche (Città del Vaticano). Profesor ordinario emérito de la Universidad de Navarra (Pamplona. España).
[1] En el medievo, siguiendo a Aristóteles, se empleó también el término liberalidad (liberalitas), contrapuesto a la justicia, aunque emparentado con ella: “quia iustitia exhibet alteri quod est eius, liberalitas autem exhibet id quod est suum”, pues por la justicia se paga al otro lo que es del otro, mientras que por la liberalidad se paga al otro lo que es propio del donante (Tomás de Aquino, Summa theologiæ, IIª-IIæ, q. 117, a.2 ad 3; q.80, a.4). Por ello, “ad liberalem pertinet emissivum esse [del verbo emitto]” (ibid. a.2c). En este sentido se dice “manumisión de un esclavo”, cuando se le concede la libertad, pues el amo lo deja escapar de sus manos.
[2] “Der wahre Liberale sucht mit den Mitteln, die ihm zu Gebote stehen, soviel Gutes zu bewirken, als er nur immer kann; aber er hütet sich, die oft vermeidlichen Mängel sogleich mit Feuer und Schwert vertilgen zu wollen”.
Cfr.<www.aphorismen.de/suche?f_thema=Liberalismus&seite=2>Página consultada el día 3.01.12.
[3] "Ein freier Mensch muss es ertragen können, dass seine Mitmenschen anders handeln und anders leben, als er es für richtig hält, und muss sich abgewöhnen, sobald ihm etwas nicht gefällt, nach der Polizei zu rufen". Cfr. < www.liberalismus-portal.de/liberalismus.htm> Página consultada el día 3.01.12.
[4] Cfr. Benedicto XVI, “Inédito del Santo Padre publicado con ocasión del 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II”, en L’Osservatore Romano, 11 de octubre de 2012 (corresponde a una intervención del Romano Pontífice en Castelgandolfo, el 2 de agosto de 2012).
[5] Gonzalo Redondo escribió, refiriéndose en particular a España, aunque no exclusivamente: “León XIII se impuso con seriedad eliminar en lo posible la existencia de dos mundos cerrados sobre sí mismos y, en consecuencia, enemigos: la sociedad civil del liberalismo y la sociedad tradicionalista cristiana”. Más adelante, refiriéndose al magisterio de León XIII sobre la sociedad, añadió: “El mundo católico, incluso el mundo católico más culto, era notablemente tradicionalista. No parece que alcanzara a percibir que León XIII planteaba toda una nueva forma de entender la presencia de los cristianos en el mundo; y que, si esta forma [propugnada por León XIII] era todavía muy tradicional, procuraba a la vez apartarse en lo posible del fijismo tradicionalista” (Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939, I. La segunda república 1931-1936, Eds. Rialp, Madrid 1993, p. 55).
[6] Cfr. Por ejemplo José Álvarez Junco,Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid 2001; Benoit Pellistrandi, Un discours national? La Real Academia de la Historia: entre science et politique (1847-1897), Casa Velázquez, Madrid 2004; Santos Juliá, Historia de las dos Españas, Taurus, Madrid 2004; y Jaume Aurell, “Católicos, liberales y tradicionalistas: el debate historiográfico”, en Jaume Aurell - Pablo Pérez, Católicos entre dos guerras. La historia religiosa de España en los años veinte y treinta, Biblioteca Nueva, Madrid 2005, pp. 285-304.
[7] La primera, de 1833 a 1840; la segunda, de 1846 a 1849; y la tercera, de 1872 a 1876.
[8] Las Cortes españolas (como se denominaba el parlamento) estaban compuestas por tres tercios: el tercio sindical (sólo sindicatos verticales y no de clase), el tercio familiar (sólo votaban los cabeza de familia) y el tercio municipal. Eran además diputados en Cortes un buen número de miembros de procedencia estamental (rectores de universidades, miembros de la jerarquía eclesiástica, miembros de las Academias, etc.).
[9] Poco a poco se abrió la puerta a las casadas, para que pudieran también estar en las Cortes y para que se atendiesen otras reivindicaciones de las mujeres, si bien siempre de forma muy limitada.
[10] Cfr., por ejemplo, José M. Cirarda, “Recuerdos de un Padre conciliar”, en Scripta theologica, 17 (1985) 816-823.
[11] Véase Josep-Ignasi Saranyana, Tres lecciones sobre la fe y un epílogo acerca de la libertad religiosa, Eunsa, Pamplona 2013, pp. 87-111. Cfr. también Fernando Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo, Eds. Rialp, Madrid 2013, pp. 87-88.
[12] Las siete Leyes Fundamentales fueron: Ley de los Principios del Movimiento Nacional (1958), Fuero de los españoles (1945), Fuero del trabajo (1938), Ley Orgánica del Estado (1967), Ley constitutiva de las Cortes (1942), Ley de sucesión (1946) y Ley del referéndum (1945).
[13] He aquí un interesante comentario de Lombardía, sobre el régimen jurídico establecido después de la guerra civil de 1936: “Terminada la guerra civil española −y en radical contraste con el anterior la Constitución de 1931, que tuvo vida muy efímera− se va elaborando paulatinamente el Derecho eclesiástico de este período histórico, que se caracteriza por basarse en el principio de la confesionalidad católica del Estado, por establecer una normativa relativa a la Iglesia Católica con amplio recurso al procedimiento de la legislación concordada y por basar el régimen jurídico de las Confesiones religiosas en criterios fundados, no en el acuerdo con los grupos interesados, sino en planteamientos del tema deducidos de la doctrina oficial de la Iglesia Católica” (Pedro Lombardía, Precedentes del Derecho eclesiástico español, en VV. AA., Derecho eclesiástico del Estado español, Eunsa, Pamplona 1980, pp. 158-159).
[14] Sobre los cambios jurídico-constitucionales que provocó en España la declaración sobre la libertad religiosa del Vaticano II, cfr. María Blanco, “La regulación de la libertad religiosa en España en su trigésimo aniversario. Contribución de Amadeo de Fuenmayor a la aplicación de la Declaración ‘Dignitatis humanæ’”, en Anuario de Historia de la Iglesia, 4 (1995) 504-510; y de la misma autora: La primera ley española de libertad religiosa. Génesis de la ley de 1967, Eunsa, Pamplona 1999.
[15] Cfr. Josep-Ignasi Saranyana, “La libertad religiosa en España desde el año 589 hasta 1978. Consideraciones histórico-jurídicas sobre las relaciones entre el poder civil y la potestad eclesiástica”, en Kirchliche Zeitgeschichte, 14 (2001) 123-134. - Algunos estiman que la Dignitatis humanæ no habría establecido una incompatibilidad entre la libertad religiosa y la confesionalidad del Estado. Citan, para justificarlo, el n. 6c de la declaración. Allí, sin embargo, se dice otra cosa. Sólo se advierte que la libertad religiosa es compatible con el especial reconocimiento de una comunidad religiosa, en atención a peculiares circunstancias (por ejemplo, por ser claramente mayoritaria, en un país, una determinada confesión religiosa). Tal es el caso de la Constitución española de 1978, que reconoce como derecho civil fundamental la libertad religiosa y, al mismo tiempo, menciona expresamente la Iglesia católica (art. 16).
[16] Sobre la legislación de 1978 y 1980, cfr. Joaquín Calvo Álvarez, Orden público y factor religioso en la Constitución española, Eunsa, Pamplona 1983; y Antonio Viana Tomé, Los acuerdos con las confesiones religiosas y el principio de igualdad, Eunsa, Pamplona 1985.
[17] Álvaro del Portillo, “Morale e Diritto”, en Seminarium, 3 (1971) 732-741, reproducido en Persona y Derecho, 1 (1974) 493-502. Citaré la traducción castellana, por ser la que tengo a la vista cuando redacto estas líneas.
[18] Ibíd., p. 494.
[19] Ibíd., p. 495.
[20] “Son, por ello, características de estas estructuras: 1) la positividad, o sea el hecho de que entran en vigor sólo en el momento en que, de modos diversos, quedan asumidas en la comunidad como orden propio; 2) la historicidad, es decir su necesaria adecuación a la situación real de la comunidad” (Álvaro del Portillo, “Morale e Diritto”, cit. en nota 17, p. 495).
[21] Álvaro del Portillo, “Morale e Diritto”, cit. en nota 17, p. 496.
[22] Recuérdese, a modo de ejemplo, el gran debate que hubo en la Nueva España, cuando comenzaron las guerras de emancipación, a propósito de las excomuniones ferendæ sententiæ fulminadas por el obispo electo de Michoacán (ahora Morelia), Manuel Ignacio Abad y Queipo, contra el prócer mexicano y sacerdote Manuel Hidalgo y quienes le siguieran, y después la secularización como pena canónica impuesta contra Hidalgo y más tarde contra José María Morelos, haciendo entrega de ambos a la jurisdicción militar. Sobre las críticas desarrolladas entonces por el liberal Servando Teresa de Mier, cfr. Carmen-José Alejos Grau, “La teología de la independencia”, en Josep-Ignasi Saranyana (dir.), Teología en América Latina, II/2: De las guerras de independencia hasta finales del siglo XIX (1810-1899), Iberoamericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt 2008, pp. 212-227.
[23] Sobre este simposio y su desarrollo, véase: Josep-Ignasi Saranyana (dir.) – Carmen-José Alejos Grau (coord.), Teología en América Latina, III. El siglo de las teologías latinoamericanistas (1899-2001), Iberoamericana-Vervuert, Madrid – Frankfurt 2002, pp. 98-99.
[24] Cfr. “Formación humana del sacerdote”, en Nuestro Tiempo, 17 (noviembre de 1955), recogido después en Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Eds. Palabra, Madrid 1970, pp. 23-38.
[25] Ibid., p. 24. La frase latina se traduce, según el contexto tomista aducido por el autor (Summa theologiæ, Suppl. q. 41, a. 1c): “la perfección del hombre según es hombre”, o sea, la perfección del hombre en su aspecto más propiamente humano. La conjunción ut, que rige aquí indicativo y no subjuntivo (ambos usos son posibles en el latín clásico), significa “según”; no significa “para que”.
[26] Cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Eds. Rialp, Madrid 2002, ad locum.
[27] Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, cit. en nota 26, p. 25.
[28] Fue presidente de la séptima comisión preparatoria, en el seno de la Congregación del Concilio, cuya temática era el laicado católico, y miembro de la tercera comisión, encargada de los medios modernos de apostolado. Nada más comenzar el Concilio fue designado perito de tres comisiones conciliares: la dedicada a la disciplina del clero y el pueblo cristiano (de la que fue designado secretario), la de los obispos y el régimen de las diócesis, y la de religiosos. Cfr. Javier Medina Bayo, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Eds. Rialp, Madrid 2012, especial el cap. 14, dedicado a la actividad del Venerable del Portillo en el Concilio Vaticano II (pp. 381-412).
[29] Benedicto XVI, “Inédito del Santo Padre Benedicto XVI publicado con ocasión del 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II”, cit. en nota 4.
[30] Sobre este parecer y otras intervenciones montinianas, anteriores al concilio y durante el concilio, previas a su elección para el solio pontificio, cfr. Josep-Ignasi Saranyana, “Doctrina montiniana sobre la naturaleza del Concilio y sus fines. Presupuestos y evolución”, en Giovanni Battista Montini Arcivescovo di Milano e il Concilio Ecumenico Vaticano II. Preparazione e Primo Periodo. Colloquio Internazionale di Studio, Milano, 23-25 settembre 1983, Pubblicazioni dell'Istituto Paolo VI, Brescia 1985, pp. 355-367.
[31] Giovanni Battista Montini había leído Humanisme intégral de Jacques Maritain, cuya edición francesa data de 1936. Con todo, no parece haber comprendido completamente, al menos en un primer momento, el fondo discutido por el filósofo francés. Es cierto que, en 1937, Montini escribió sobre la relación entre profesión y vocación, considerando que el nuevo ideal histórico no debía ser "sacral-cristiano", sino "profano-cristiano", o sea, la sobrenaturaleza apoyada en la naturaleza, como en su base o fundamento. No nos engañe, sin embargo, la terminología, porque, cuando el cardenal Émile Suhard dio a conocer su célebre pastoral de cuaresma de 1947, titulada "Lettre pastorale pour le Carême de l’an de grâce 1947", Montini glosó elogiosamente el texto suhardiano y alabó la iniciativa de los sacerdotes-obreros. Atención: ¡sacerdotes-obreros, y no obreros-sacerdotes! Cfr. Josep-Ignasi Saranyana, “Teología de los santos’ o ‘teología de la santidad’”, en Scripta theologica, 43 (2011) 593-620, aquí p. 614.
[32] Publicada en: Giovanni Battista Montini Arcivescovo di Milano e il Concilio Ecumenico Vaticano II. Preparazione e Primo Periodo, cit. en nota 32, pp. 420-423.
[33] Lo que después se declarará con la feliz fórmula: “una cum capite suo et nunquam sine hoc capite” (Lumen Gentium, 22).
[34] El 28 de marzo de 1963, Juan XIII había creado la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico. Esta Comisión se había reunido por vez primera el 12 de noviembre de 1963 y había acordado esperar a que terminase el Vaticano II, antes de empezar sus trabajos. Su presidente era el cardenal Pietro Ciriaci.
[35] Cfr. Eduardo Molano, “Derechos y obligaciones de los fieles”, en Javier Otaduy – Antonio Viana – Joaquín Sedano (eds.), Diccionario General de Derecho Canónico, Ed. Thomson – Reuters – Aranzadi, Pamplona 2012, III, pp. 230-235. Como se sabe, en el aula conciliar fueron discutidas tres redacciones del esquema de ecclesia: al final del período de 1962, la redacción formulada por la Comisión Teológica durante la fase preparatoria del Concilio, que no llegó a ser votada; en el período de 1963, el esquema Philips enriquecido con muchas sugerencias; y en el período de 1964, la tercera redacción, finalmente aprobada, con cambios estructurales y notas aclaratorias.
[36] En su respuesta, Don Álvaro decía: “Me parece muy oportuno que sea redactado un Código fundamental, a semejanza de una ley constitucional, para la Iglesia universal, por estas razones: a) la unidad de la Iglesia resaltará más, si están reunidas en una sola cosa aquellas que son comunes, y que son como el fundamento de la unidad dentro de la legítima diversidad; además conviene tener una norma jurídica escrita, donde conste claramente tanto la estructura de la Iglesia como el conjunto de los derechos y deberes que obligan a los fieles cristianos, cualquiera que sea su Rito; b) tal código favorece el ecumenismo, pues claramente en el mismo pueden determinarse aquellas cosas que pertenecen a la constitución de la única de la Iglesia de Cristo; a través del cual los hermanos separados podrán conocer bien cuál es el fundamento que debe ser aceptado por todos, y aquellas cosas que, por el contrario, pueden ser dejadas a la libre determinación de las Iglesias particulares, bajo la autoridad del Supremo Legislador; y por tanto el Código fundamental contribuirá mucho a una mayor claridad en el diálogo ecuménico” (citado por Cristian Sahli, “Álvaro del Portillo y los primeros pasos del proyecto de una Ley fundamental para la Iglesia”, en Atti del Congresso nel centenario della nascita di Mons. Álvaro del Portillo, Pusc, Roma, pro manuscripto). Cfr. también de Cristian Sahli, La revisión de las leyes de la Iglesia. Contexto doctrinal y primeros pasos de una Ley fundamental, Edusc, Roma 2011, passim.
[37] Álvaro del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Eunsa, Pamplona 1969. La introducción lleva fecha 14 de febrero de 1969.
[38] Álvaro del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, cit. en nota 39, p. 24.
[39] Por ejemplo: derecho a recibir la ayuda de la palabra de Dios y de los sacramentos; derecho a cultivar las disciplinas teológicas o morales o de historia eclesiástica, con la garantía de que nadie puede ni debe ser objeto de sanciones y medidas disciplinares por el hecho de emitir una opinión teológica, canónica o de cualquier otra ciencia, mientras tal opinión no constituya un delito, es decir, mientras esté de acuerdo con los dictámenes del Magisterio; derecho a la propia espiritualidad; derecho a asociarse; derecho al apostolado; etc.
[40] Cfr. Abel Carmelo Andrade Ortiz, “Derecho subjetivo”, en Javier Otaduy – Antonio Viana – Joaquín Sedano (eds.), Diccionario General de Derecho Canónico, cit. en nota 37, III, pp. 189-196.
[41] Álvaro del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, cit. en nota 39, pp. 78-80. Cfr. el comentario de Francisca Pérez-Madrid, “El acto administrativo canónico. Los principios de certeza y de defensa de los administrados”, en Il Diritto ecclesiastico, 122 / 3-4 (2011) 529-550.
[42] Cfr. Javier Otaduy, “Del Portillo, Álvaro”, en Javier Otaduy – Antonio Viana – Joaquín Sedano (eds.), Diccionario General de Derecho Canónico, cit. en nota 37, II, pp. 1017-1021.
[43] Cfr. Daniel Cenalmor, La ley Fundamental de la Iglesia. Historia y análisis de un proyecto legislativo, Eunsa, Pamplona 1991.
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