En este artículo se estudia el pensamiento de J. Ratzinger sobre las religiones, que comienza con una presentación fenomenológica del hecho religioso: religiones antiguas y su relación con el mito, las tres maneras de evadirse del mito (mística de la identidad, revolución monoteísta e ilustraciones hebrea y griega) y la implantación del cristianismo en el ambiente cultural clásico. Una vez planteado el marco histórico, se analizan las orientaciones fundamentales sobre el valor salvífico de las religiones (exclusivismo, inclusivismo y pluralismo). Por último, se estudia el diálogo interreligioso, cuyo fundamento metafísico es la unidad de la esencia humana, tocada por la verdad, que hace posible el encuentro de las culturas
Una característica de la sociedad contemporánea es el esfuerzo de algunas corrientes por apartar la religión del debate cultural. Sin embargo, como denunciaba Heidegger (2004, 14), en la ausencia de Dios se anuncian circunstancias aún peores: “El tiempo de la noche del mundo es tiempo de penuria, porque se torna cada vez más indigente. Tanto, que ya no es capaz de percibir la ausencia de Dios como ausencia”. Joseph Ratzinger ha afrontado esta penuria en sus escritos. Desde los años sesenta notó que, para favorecer el diálogo con las religiones, había que afrontar el tema con una visión que permitiera avanzar más allá del estudio sobre la salvación de los no cristianos, del “cristianismo anónimo” de Rahner. Por eso, optó por observar bien el panorama de las religiones en su evolución interna, a través de la historia y en su estructura espiritual.
Antes de hacer valoraciones, buscaba reconocer los tipos fundamentales de religión y las posibles relaciones entre ellas. En 2003 escribió que la mayor parte del trabajo estaba todavía por hacer (2005b, 17; 1972, 422)[1]. Entre las razones para subrayar la actualidad de esta temática, señalaba que el pluralismo religioso está hoy más presente que nunca en el centro de la conciencia cristiana y que otras grandes cuestiones relacionadas con la religión configuran el panorama cultural contemporáneo: la teología de la liberación –extendida a diversas culturas, incluso al Islam–, el feminismo, la ecología, el New Age o el politeísmo, entre otras (2005b, 106; 2007d, 13; 2005e, 141-144; 1972, 407). Además, nos encontramos ante una nueva escala de valores: en nuestro tiempo, todos sentimos la obligación de colaborar en la búsqueda de la paz, de la justicia y de la ecología. En este contexto, cobra nuevo valor la responsabilidad común de las religiones. Parece claro entonces que está irrumpiendo una nueva era de la religión (2007d, 85). En estas circunstancias, Ratzinger considera que el cristianismo corre el riesgo de reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones y de conformarse con ser solo una receta más –entre otras– para el progreso (2007b, 68).
“No habrá paz en el mundo sin paz entre las religiones”, sentenció en su momento H. Küng. En este artículo se pretende ofrecer la propuesta de Joseph Ratzinger para lograr esa paz. Como es notorio, la tarea está aún inconclusa; aquí se explorará si las aportaciones del teólogo alemán siguen teniendo vigencia (2004b, 93. 2005b, 15-23; 1972, 422). El método del trabajo consiste en analizar el pensamiento del teólogo alemán acerca de las religiones y el diálogo intercultural: en primer lugar se estudian las religiones primitivas y míticas; después se analiza el intento de la superación del mito a través de la mística de la identidad y de las dos grandes ilustraciones antiguas (hebrea y griega); finalmente se expone lo que supuso la irrupción del cristianismo en el ambiente cultural griego y las consecuencias de haberse presentado como seguidores del Dios de los filósofos frente a los dioses de las otras religiones. Una vez establecido el marco histórico se plantea el interrogante por el valor salvífico de las distintas religiones y se presentan las tres orientaciones fundamentales: el exclusivismo, el inclusivismo y el pluralismo. Con estos presupuestos, se ofrece la argumentación de Ratzinger sobre el diálogo interreligioso, que busca alcanzar una verdadera universalidad en medio de la pluralidad de culturas.
En uno de sus primeros artículos sobre este tema, Ratzinger hacía una síntesis de las teorías sobre el origen de las religiones y explicaba que en primer lugar aparecieron las religiones antiguas (o primitivas), que contenían experiencias dispersas de los primeros tiempos. Este período desembocó en las religiones míticas: las antiguas ideas se reunieron en una visión coherente del conjunto, en un mito de gran envergadura. Ratzinger entiende, siguiendo a Pieper, que los mitos no son simples historias fabulosas, sino que es preciso corregir la representación habitual que separa de modo tajante la conceptualidad filosófica de la verdad mítica. “Platón entendió la incorporación de la tradición sagrada del mito como un elemento y hasta quizá como el acto supremo del quehacer filosófico” (Pieper 1984, 67). Después viene un nuevo paso, decisivo y determinante para la religión de la actualidad, que consiste en evadirse del mito. Esta evasión se produjo de tres formas: por la mística de la identidad (el mito deja de ser ilusorio y la experiencia espiritual se convierte en absoluto, en símbolo de lo genuino), por la revolución monoteísta, o la comprensión personal de Dios (el absoluto no se manifiesta como vivencia inefable sino desde el llamado divino que realizan los profetas) y por la ilustración (el absoluto es el conocimiento racional, que supera el mito como forma precientífica del conocimiento) (2005b, 25). En este primer apartado se estudia el período de las religiones primitivas o naturales y a las míticas, fenómenos que manifiestan la apertura natural del ser humano a la trascendencia.
Ratzinger señala algunos elementos característicos de estas religiones: en primer lugar, la relación con el cosmos es una manifestación básica de ellas: Dios se revela, ante todo, en el poder de la naturaleza. Por ejemplo, la religión babilónica afirmaba que los astros eran dioses; la religión hebrea superaría esta convicción, al mantener que esos seres naturales eran brazos de Dios, Señor de los astros (2009, 214). En la misma dimensión cósmica, otros elementos son: el agua, que se convierte en lugar de encuentro con Dios; el pan, que es “punto de partida de los mitos de muerte y resurrección de la divinidad” y el vino, fuente de alegría, dulzura y regocijo (2007b, 283, 300, 319; 2011a, 157). Esto conlleva la aparición de lugares santos, en los cuales el hombre siente especialmente el totalmente otro, la divinidad. “El sitio se convierte en lugar sagrado, en morada de lo divino” (2009, 104). Junto con el espacio, el tiempo señala la dimensión religiosa natural: es característica humana el anhelo de eternidad, que marca su apertura a la trascendencia (2005e, 25).
Uno de los mitos presente en el mundo religioso desde tiempos primitivos es el de la culpa y la consecuente necesidad de expiación, de sustitución vicaria, como ha expuesto magistralmente R. Girard (cf. 2006, 47; 2009, 233). Quizá esa sensación de culpabilidad es la que provoca el temor a Dios: cuando el hombre se siente repentinamente ante la presencia directa de Dios “solo puede estremecerse por lo que es y pedir la liberación de esta presencia tan grande” (2007b, 352). Por eso las religiones han creado sistemas de “purificación” para dar al ser humano una idea de la santidad de Dios y la posibilidad de acceder a Él: “la superación de la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella” (2009, 74, 193). La culpa personal aflige también a los colectivos. Por eso, “la obra expiatoria con la que los hombres quieren expiar y aplacar a la divinidad ocupa el centro de la historia de las religiones” (2009, 235; 2005c, 29).
En esa misma línea, Ratzinger explica que el mundo vive del sacrificio y ratifica la veracidad y validez de los mitos según los cuales el cosmos se formó, está fundado y vive a consecuencia de un sacrificio original (2009, 212). Otro mito sugestivo y muy extendido en el mundo primitivo es el nacimiento milagroso del niño salvador: “En él sale a la luz el anhelo de la humanidad por la esperanza y pureza que representa la virgen pura, por lo verdaderamente maternal, por lo acogedor y lo bueno” (2009, 229).
Esta riqueza teológica conlleva, como es lógico, la dimensión del culto. La liturgia antigua dependía de una concepción circular del tiempo: el eterno retorno del exitus (salir de Dios, caer al mundo) –reditus (retorno a Dios). Ratzinger se detiene en la interpretación de Plotino, para quien el culto es percatarse de la caída, volver la mirada al origen (1985, 322; 2005e, 228; 2005c, 25; 2005e, 25). Las religiones primitivas manifiestan la gran esperanza en un culto expiatorio que sea efectivo; la finalidad esencial del culto en todas las religiones naturales es la paz del universo, concretada en la paz con Dios. “En torno a esto, reina un inmenso sentimiento de inutilidad que muestra la cara trágica de su historia: la única ofrenda digna de Dios sería él mismo” (2005c, 29; cf. 2009, 235; 1992, 51). En los próximos apartados se estudia los modos que buscó el ser humano para superar esta aporía.
Ratzinger entiende por “mística” una actitud que no tolera por encima de sí ninguna otra entidad, sino que considera que la única realidad religiosa vinculante y suprema es la experiencia misteriosa y sin imágenes. Esta actitud es tan característica de Buda como de las religiones hindúes y constituye el trasfondo uniforme de las grandes religiones asiáticas.
Una propiedad de esta mística es la experiencia de la identidad:
El místico se sumerge en el océano del Todo-Uno, ya sea que ello, en acentuada theologia negativa, se describa como “Nada”, o bien, en sentido positivo, como “Todo”. En el último peldaño de semejante experiencia, el místico no dirá a su Dios: “Yo soy Tuyo”, sino “Yo soy Tú”. La diferencia queda en lo provisional; lo definitivo es la fusión, la unidad (2005b, 30).
Con la mística de la identidad, el mito deja de ser ilusorio y la vivencia inefable o experiencia espiritual se convierte en absoluto. Sin embargo, la mística ofrece una nueva fundamentación a los mitos, pues los interpreta como símbolos de lo genuino: todo lo que se puede decir o formular se presenta como forma simbólica secundaria e intercambiable. La mística comparte con el mito y con las religiones primitivas la carencia de historia “por su rebelión contra el tiempo concreto, su nostalgia de un retorno periódico del primitivo tiempo mítico” (2005b, 26. Cf. 28, 36).
En esta experiencia, todas las religiones son provisionales, pues en ellas la apariencia de la separación encubriría el misterio de la identidad. Esa equiparación de todas las religiones tiene un presupuesto dogmático: la identidad entre Dios, el mundo y el alma, por la cual la persona no sería nada último. Por lo tanto, Dios mismo no sería persona. Lo divino quedaría más allá de la persona y la meta final del hombre sería la unificación y disolución en Todo-Uno (cf. 2005b, 31, 41). La principal consecuencia de este planteamiento es que surge una división entre religión de primera mano, forma directa de la mística como religión –que solo alcanza el místico– y religión de segunda mano, forma indirecta del conocimiento “proporcionado” por el místico para los demás creyentes. A este grupo pertenecen todas las religiones articuladas y formuladas por numerosas personas. Esta interpretación está en el trasfondo de la concepción moderna de la religión, que la reduce a mera experiencia mística. En los próximos apartados se estudia una aproximación diversa, en la que la primera mano es Dios y todas las personas pueden escuchar su voz y están llamadas a oírla (2005b, 24-25, 38).
3.1. La revolución monoteísta
La segunda forma de evasión del mito es la revolución monoteísta que presenta la religión judía; en ella, el absoluto se manifiesta desde el llamado divino que realizan los profetas, no como vivencia inefable. Se trata de una verdadera ilustración: concebir a Dios como persona. Estamos en la primera evolución religiosa, que cambió la actitud ante el ser humano, ante el mundo y, desde luego, ante Dios (cf. 2005b, 183-199). El proceso del monoteísmo hebreo fue gradual, pues no se trató de una ruptura abrupta. La fe israelita se desarrolló en medio de puntos de contacto con el ambiente circundante: “no es algo caído del cielo, sino que se forma en contraposición a la fe de los pueblos limítrofes y en ella se unen, peleando, la elección y el cambio de interpretación, el contacto y la transformación” (2009, 95).
Frente a las posibilidades de Moloch y Baal, los padres de Israel optaron por dos nombres usados en su entorno para llamar a Dios: “El” y “Yah”. Estas denominaciones evolucionaron hacia la idea del ser: Elohim y Yahvé. Los israelitas aceptaron la religión de su ambiente, la religión “El”, dirigida a Elohim, porque era un Dios social y personal: un Dios de personas más que el Dios de un lugar. Es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Será su Dios en todas partes y en todos los tiempos. Su poder no infunde temor: “La manifestación del ser personal de Dios y su comprensión en un plano caracterizado por la relación interpersonal yo-tú, rasgo fundamental de Él, es el elemento decisivo de la religión de Israel” (2009, 104-105; cf. 118).
La liturgia marcó esta revolución religiosa: en primer lugar, porque se dirigía a Dios y no “a los poderes y fuerzas”. Este fue el primer mandamiento, rígidamente custodiado por la Torá. Sin embargo, todas las fiestas judías tienen tres dimensiones que incluyen lo anterior: proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones del recuerdo, de la acción salvadora de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza en el Señor que viene, cuya acción salvadora alcanzará su plenitud, y se llegará a la vez a la reconciliación de toda la creación (2005c, 30; 2005b, 131; 2007b, 282, 358).
La disparidad clave entre la mística de la identidad y el monoteísmo es el personaje tipo en el que se concreta: en la revolución monoteísta no es ya el místico, sino el profeta. Para éste, lo decisivo no es la identidad, sino hallarse frente al Dios que llama y da preceptos. Por eso es revolucionario el monoteísmo israelita, islámico y cristiano –tambien el de Zaratustra–, porque rompe con el mito y con sus dioses. En el monoteísmo, el que actúa –el que llama– es Dios; el ser humano es pasivo, no es capaz de nada por sí mismo. La salvación se le abre a la persona cuando obedece a la vocación. Aquí la clave no es la mística, sino la revelación (2006, 26; 2005b, 31-32).
Otra diferencia importante con el camino místico es la dimensión histórica de la fe que se basa en la revolución profética (mientras la mística, el mito y las religiones primitivas no son históricas sino simbólicas). Una consecuencia de ese enfoque es que a Dios no se le intuye (como en la mística) sino que se le experimenta como el que actúa, aunque permanece en la oscuridad, buscando al ser humano en medio de la tierra y estableciendo relación con él. Por eso los grandes profetas no son ejemplares, sino incluso escandalosos, pues el protagonismo es de la acción de Dios, que crea historia.
Y también por lo mismo, en el monoteísmo no hay primera y segunda mano (como en la distinción místico-creyente): aquí todos están igualmente llamados a obedecer la palabra escuchada. Lo divino está ante el ser humano de tal manera que lo supremo de la religión es la relación que llega a ser unidad –amor–, pero que no suprime la contraposición del Yo y del Tú (2005b, 33-42).
Ratzinger concluye que la verdadera superación del mito se da con la propuesta monoteísta, no solo porque ella reconoce la unidad de Dios, sino porque cree que se puede hablar con Él:
El riesgo audaz del monoteísmo es apelar al absoluto –el “Dios de los filósofos”– y tenerlo por el Dios de los hombres –“¡de Abraham, Isaac y Jacob!”– Y naturalmente solo puede arriesgarse a tal cosa porque se sabe apelado primero, precisamente por este Dios (1972, 406-407; 2006, 25).
En el próximo apartado se verá la relación de esta innovación hebrea con la otra ilustración del s. v a.C.: la vertiente helénica.
3.2. La ilustración griega
Después de haber visto la desmitologización hebrea del mundo y de la religión –la opción de Israel a favor del Logos frente a cualquier forma de mito–, en esta sección se aborda un fenómeno simultáneo y en parte similar a la revolución del Dios personal: la crítica filosófica de los mitos en Grecia, la ilustración que superó el mito como forma precientífica del conocimiento y que instauró como nuevo absoluto el conocimiento racional (2009, 118; 2005b, 26).
Se trata del dilema que enfrentó el mundo antiguo entre optar por el Dios de la fe o el Dios de los filósofos, la hostilidad creciente entre los dioses míticos de las religiones y el estudio académico sobre Dios. Esta divergencia se nota en las críticas filosóficas, desde Jenófanes hasta Platón, “que quería desechar el clásico mito homérico para sustituirlo con un mito nuevo, con un mito lógico” (2009, 118). La ilustración hebrea y la griega coinciden temporalmente, aunque con distintos presupuestos y objetivos. El punto común es la búsqueda del Logos. La fe en un Dios personal se puede ofrecer como la reconciliación entre la ilustración y la religión: la divinidad hacia la que se dirige la razón es idéntica al Dios que se muestra en la revelación. Revelación y razón se corresponden. La verdad y Dios se han reconciliado. Este es uno de los puntos clave en el pensamiento de Joseph Ratzinger: el papel de la razón y de la verdad en el mundo de la religión (2005b, 194; Blanco 2011, Eslava 2007).
Sin embargo, en la ilustración griega hay una paradoja: al tiempo que desechaban los mitos, seguían venerando a los dioses. Esta actitud entrañaba un grave peligro: mientras el camino racional iba por un lado, el religioso persistía por otra vía distinta. La paradoja de la antigua filosofía estriba en que destruyó intelectualmente el mito, pero al mismo tiempo trató de darle una legitimación religiosa. “Eso quiere decir que la antigua filosofía no era revolucionaria sino más bien evolucionista en lo religioso, que entendía la religión como ordenamiento moral, no como verdad” (2009, 119). El conocimiento racional (“científico”) pasó a ser, en este camino, el absoluto exclusivo. Se negó el absoluto religioso, aunque estuviera en un plano enteramente distinto. De este modo, se enfrentaron la costumbre –y la utilidad– con la verdad. La antigua religión continuó separada del Logos: huyó de la verdad hacia la costumbre, abandonó la physis para dedicarse a una función formal, como la política (2005b, 28-29; 2009, 120).
Una religión con esos presupuestos (disociar la razón de la piedad, el Dios de la fe del dios de los filósofos) estaba condenada al fracaso: en realidad, la religión de los griegos “no iba por el camino del Logos sino que permanecía en él como mito inoperante. Por eso su inevitable hundimiento se debe a la escisión de la verdad, que hace que se la vea como pura organización y modo de configurar la vida” (2009, 120). La cuestión de la verdad en la religión había aparecido ya en los presocráticos y luego adquirió carácter definitivo en Sócrates, que denunció en su diálogo con Eutifrón que en el mundo de los mitos se aborrecía y se amaba lo mismo con respecto a los dioses, “lo piadoso y lo impío serían la misma cosa” (2005b, 191). El neoplatonismo explicó el mito como teología del símbolo, intentó conciliarlo con la verdad por la vía hermenéutica. “Pero lo que solo puede subsistir mediante la interpretación, en realidad ya no existe” (2009, 120). En el próximo apartado se estudia cómo se vivió esta relación cuando apareció la iglesia primitiva.
Los primeros cristianos que aparecieron en Grecia se encontraron un ambiente en el que se hacía imposible unir la fe y la filosofía, la piedad y la razón: los dioses de las religiones míticas iban por una parte y el Dios de los filósofos por otra, pero haciéndolos coincidir al mismo tiempo. Esos creyentes buscaron puntos de unión, como Pablo en el Areópago. Uno de esos contactos fue, incluso antes del nacimiento de Cristo, el camino bíblico: en Alejandría se había traducido el Antiguo Testamento al griego. Los cinco libros de Moisés estaban traducidos ya en el s. III a. C. Después, y hasta el s. I, se fue formando un canon griego de los libros sagrados, que los cristianos adoptaron como su Antiguo Testamento. Debido a los siglos que duró el establecimiento de este canon, “ya dentro de la misma Biblia se encontraron Moisés y Platón, la creencia en los dioses y la crítica ilustrada hacia ellos, el ethos teológico y la instrucción ética procedente de la naturaleza” (2005b, 83, 135; 2005a, 46).
En un momento de crisis cultural helénica, la fe de Israel fue un impulso para el pensamiento ilustrado de la antigüedad. No hay que olvidar que, desde la crítica socrática, las religiones habían ido perdiendo cada vez más su credibilidad. Sin embargo, con el pensamiento del más sabio de los atenienses “se había iniciado el anhelo de la religión apropiada que, no obstante, sobrepasara la capacidad de la propia razón” (2005b, 135). Lo característico de la filosofía griega era que planteaba con toda seriedad la cuestión de la verdad. Ratzinger ve la mano de la Providencia en este encuentro entre la fe de la Biblia y la filosofía helénica. En el fondo de estos puntos de contacto entre cristianismo y Atenas está la expectativa griega: en el mundo antiguo aparecía abierto y sin resolverse el término que abocaba la pregunta socrática: “el resultado era diferente en Platón y en Aristóteles. Por eso, la intelectualidad griega seguía manteniendo una expectativa y el mensaje cristiano se podía convertir en la respuesta ansiada” (2005b, 193). Esta actitud de búsqueda e indagación del pensamiento griego es la razón principal del éxito de la misión cristiana (2005b, 77-85, 191-193).
El cristianismo habría seguido en la misma encrucijada si hubiera desechado la razón como hacían las religiones de aquel tiempo o si hubiera buscado –como hizo la filosofía– una simple evolución religiosa. En cambio, los primeros cristianos optaron por una verdadera revolución sobre el mito: “el cristianismo primitivo llevó a cabo una elección purificadora: se decidió por el Dios de los filósofos frente a los dioses de las otras religiones” (2009, 117). La Iglesia primitiva rechazó todo el antiguo mundo religioso, cambiándolo por el ser mismo, que los filósofos estudian como el fundamento metafísico de toda la realidad. Esta elección es tan significativa como la que los hebreos tomaron al optar por El y Yah en contra de Moloch y Baal o como la posterior evolución hacia Elohim y Yahveh, hacia la idea del ser. Con el cristianismo se llega a la meta que iniciaba la fe hebrea: la íntegra universalidad llegó a ser una posibilidad práctica. La razón y el misterio se encontraron. El cristianismo apareció como la síntesis de la fe y de la razón (2009, 129; 2007b, 136).
La religión cristiana fue vista en el ambiente griego como totalmente diversa a las oscuras religiones orientales. El concepto Logos subraya la claridad de Dios: Logos significa razón, inteligencia, pero también palabra:
El Dios que es Logos nos garantiza la racionalidad del mundo, la racionalidad de nuestro ser, la adecuación de la razón a Dios y la adecuación de Dios a la razón. El mundo viene de la razón, y esta razón es persona, es amor (2009, 29).
La racionalidad cristiana, fundada en la metafísica y en la historia, permite hablar del cristianismo como “religión verdadera” y como vera philosophia.
Pero la pretensión de inteligibilidad no fue la única clave de la victoria cristiana sobre las religiones paganas. También influyó mucho la seriedad moral del cristianismo. Mientras el Dios filosófico se relacionaba exclusivamente consigo mismo y era puro pensar, la religión cristiana exigía una praxis moral. Por ejemplo, defendía la dignidad de cada persona, también de las mujeres y de los esclavos:
el cristianismo convencía por la vinculación de la fe con la razón y por la orientación de la acción hacia la caritas, hacia la solicitud amorosa por los que sufrían, por los pobres y por los débiles, superando todas las fronteras de las clases sociales” (2005b, 153; cf. 2009, 122).
Esa caridad incluye la preocupación por influir en el ambiente cultural, como se verá en los próximos apartados.
Después de repasar el marco fenomenológico que aporta Ratzinger, a continuación se afronta la cuestión rabínica que alguna vez le hicieron a Jesucristo: “¿son pocos los que se salvan?” (Lc 13,23). Las tres orientaciones fundamentales para responder a esa pregunta en nuestro tiempo son: exclusivismo, inclusivismo y pluralismo.
La primera posición es asignada habitualmente a Karl Barth y se resume en una frase: la fe que salva exclusivamente es la cristiana y las religiones no son caminos de salvación. Aunque es la idea de fondo, se trata de una afirmación sacada de contexto, pues Barth distingue la fe (un don de Dios, que el hombre simplemente recibe) y la religión (los esfuerzos humanos –también de los cristianos– por acercarse a Dios). Fe y religión estarían opuestas: “no es nuestra acción la que salva, sino el poder bondadoso de Dios”. Ratzinger replica que la fe tiene que expresarse también como religión y en la religión, aunque no se reduce a ella. El exclusivismo de Barth se dirige hacia el fenómeno de la “religión” en general, no hacia la salvación de los no cristianos (2005b, 17, 44-49, 73-77).
El principal representante del inclusivismo es K. Rahner: el cristianismo estaría presente en todas las religiones o, al contrario, todas las religiones se dirigirían –sin saberlo– hacia él. De esta manera, las religiones salvan: “llevan oculto en sí mismas el misterio de Cristo”. La tercera actitud es el pluralismo de Hick, Knitter o Dupuis –en algún momento de su obra–. Para ellos, Cristo ocupa un puesto destacado, pero no exclusivo en la salvación de las almas. Pero esta propuesta, de amplia acogida en la actualidad, es “el problema más hondo de nuestro tiempo”, la razón de que la verdad sea sustituida por la praxis. Desplaza el eje de las religiones, pues considera la pluralidad de culturas como la prueba de la relatividad de todas ellas: “se contrapone la cultura a la verdad” (2005b, 65). Por eso, el cardenal bávaro afirma que en el caso de aceptar este modelo se formaría un cortocircuito. En el fondo, se trata de una propuesta clerical: pretende que la religión aporte soluciones políticas, con lo cual “se convierte en dictadura ideológica, cuyo furor totalitario no construye la paz, sino que la perturba”. En este punto cita a Cuttat, para quien la unificación de las religiones es “la más sutil tentación luciferina” (2007d, 93; Cf. 1993a, 83). La conclusión es que, a pesar de todas las buenas intenciones, tal unión “es casi imposible y quizá ni siquiera deseable”.
Ratzinger procura mejorar la propuesta inclusivista: no se trata de absorber las demás religiones, “pero sí es necesario el encuentro en una unidad, que transforme el pluralismo en pluralidad” (2005b, 76). Plantea tres modelos de unidad: por una parte, el monismo espiritual de la India (la mística de la identidad). En segundo lugar, la forma cristiana de la universalidad: en ella se une la pluralidad y la unidad en Dios mismo (tres Personas que son un solo Dios) y se pone al alcance de la mano la última palabra de todo lo real: el amor, que se hace visible en la encarnación de Dios. El tercer modelo es el islámico, que pasaría por ser la religión universal, sin culto y sin misterio. Pero Ratzinger no lo afronta, convencido de que la alternativa más fundamental y contemporánea se da entre la mística de la identidad y la mística del amor personal.
La pregunta por la salvación no es para nada teórica, pues de su respuesta depende el fundamento antropológico para el apostolado cristiano: “el dinamismo de la conciencia y de la callada presencia de Dios en ella es el que conduce al encuentro mutuo de las religiones y pone al ser humano en camino hacia Dios” (2005b, 49). De esto se habla en el siguiente apartado.
Una cuestión clave para el diálogo interreligioso en el actual contexto multicultural es el fundamento del supuesto derecho a la misión apostólica, al proselitismo. Ratzinger enfoca esta materia desde el punto de vista de la pretensión de verdad y de las relaciones interculturales como derivación de la naturaleza humana (2005b, 51-77. Cf. Carbonell 2008). De hecho, la pregunta que se plantea es “sobre el derecho y la capacidad de la fe cristiana para comunicarse a otras culturas, para acogerlas en sí y para transferirse a ellas” (2005b, 53). Partiendo del mandato apostólico de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28,19), surge la pregunta sobre cómo es posible una verdadera universalidad en medio de la pluralidad de culturas, sin que una se presente como la única válida y oprima a las demás.
Para responder ese interrogante, Ratzinger expone tres presupuestos fundamentales: en primer lugar, la cultura se relaciona con la verdad y con los valores, para configurar la comunidad de modo correcto. Con excepción de la cultura moderna, en todas las culturas históricas conocidas la religión es el centro determinante: “el núcleo de las grandes culturas es que ellas interpretan el mundo en relación con lo Divino” (2005b, 56. Cf. Pieper 1984). Además, en esa apertura el individuo se sobrepasa a sí mismo y se sustenta en un sujeto comunitario mayor. Por eso se apela a la sabiduría de los antiguos, a tradiciones de los primeros tiempos, al contacto originario con lo Divino. En tercer lugar, la comunidad precede en el tiempo; la cultura tiene que ver con la historia. Por lo tanto, cada tradición cultural puede progresar, se puede abrir y transformarse por medio del encuentro con otras culturas (2005b, 57).
Esta es la clave del argumento ratzingereano: la universalidad potencial de toda cultura, que conlleva la mutua apertura interna a la elevación, permite el encuentro y la unión entre culturas diversas. El fundamento metafísico de este presupuesto es que en todas “vive una verdad común del ser humano, una verdad que se encamina a la unión”. La unidad de la esencia humana, tocada ocultamente por la verdad, por Dios, es lo que hace posible el encuentro de las culturas que lleva a ser más conforme a la verdad y al ser del hombre. Y estos cambios no son necesariamente violencia o alienación (2005b, 55-59).
Con estas reflexiones, se plantea cómo lograr que el encuentro no sea externo, sino fecundo y purificador. La respuesta “no puede ser más que la verdad común sobre el hombre, en la cual está siempre en juego la verdad sobre Dios y sobre la realidad”. Aquí aparece una vez más la importancia de la racionalidad en la religión: cuanto más humana y elevada sea una cultura, tanto más exhortará a la verdad encubierta y permitirá asimilarla y asimilarse a esa verdad. La seguridad de buscar y hallar la verdad es la que “aproxima a los hombres entre sí, partiendo de la dignidad que es común a todos ellos” (2005b, 168, 60).
En este momento puede surgir la pregunta sobre qué implicaciones tiene esta afirmación para las relaciones de la fe cristiana con las culturas del mundo. Ratzinger aclara que la fe misma es cultura. Con sus verdades, la fe crea cultura. Y está abierta a todo lo que es grande, verdadero y puro en la cultura del mundo. Además, la fe es también un sujeto propio, una comunidad llamada “pueblo de Dios”. Y esta comunidad es intercultural, hay cristianos en múltiples culturas. Por tanto, el creyente vive en dos sujetos culturales: el histórico y el de la fe; una coexistencia que purifica continuamente. El encuentro entre la fe y las demás culturas no es disolución. De esta manera se responde la pregunta inicial: “la tensión es fructífera, renueva la fe y sana la cultura” (2005b, 63. 2004a, 49. Cf. Carbonell 2008).
Para emprender la estrategia ecuménica, Ratzinger propone una clasificación de la situación actual de las religiones mundiales: una primera división sería entre religiones étnicas y universales (con mutua interrelación). El ecumenismo se refiere ante todo a las segundas, que él divide en religiones teístas (trascendencia) y místicas (interioridad). Añade una tercera propuesta contemporánea, que designa como “pragmática”, según la cual todas las religiones deberían renunciar a la disputa sobre la verdad y dedicarse a la “ortopraxis”, que hoy día puede ser el servicio a la paz, a la justicia y al cuidado de la creación. De esta última opción pluralista se habló en el apartado anterior.
Refiriéndose a la religión mística, explica que también ahora se vive lo que se estudió en el primer apartado: parece ser la única que tiene futuro, pues no tiene imágenes, contenidos ni instituciones y se limita a la experiencia espiritual, sin ninguna confrontación con la razón científica. Pero el ecumenismo no puede acoger esta variante: aunque hay puntos de unión, no es posible aceptar ni la identificación de ambos caminos ni la reducción del teísmo a mística, pues “el mundo sensible perdería totalmente su relación con lo divino y no se podría utilizar el concepto de creación. El cosmos no tendría que ver con Dios” (2007d, 90). La salvación quedaría fuera del mundo, la humanidad quedaría abandonada a sí misma, como sucede en algunas actitudes contemporáneas de la ética y la teología moral. En conclusión, aunque el teísmo tiene muchos elementos en común con el misticismo, “no se puede reconducir a él”: la fe en Dios no puede renunciar a una verdad definible (2007d, 91).
Por último, estudia la vía teísta y sus posibilidades de conciliar las religiones. En concreto, el diálogo judeo-cristiano, que es fundamental para que esas dos tradiciones puedan entenderse con el Islam, la tercera religión monoteísta. La premisa histórica que Ratzinger propone es que la fe en Jesucristo ha llevado la Biblia hebrea a todos los pueblos. El Dios de Israel se convirtió en el Dios de todas las naciones, cumpliendo así las profecías. Con este presupuesto, los cristianos deben reconocer a Israel como “el primer poseedor de la Sagrada Escritura” y los judíos deben reconocer en Jesucristo al siervo del Señor, que lleva la luz de Dios a todos los pueblos. Israel y la Iglesia han de permanecer “unidos en el camino de Aquel que viene”. Judíos y cristianos deben acogerse mutuamente en una verdadera reconciliación, sin quitarle nada a su fe ni renunciando a ella. “Con su reconciliación recíproca, deberían convertirse en una fuerza de paz para el mundo” (1996, 74. 2007d, 95-97, 39. Cf. Söding 2007, 81). Con razón pudo afirmar un experto que “paz y verdad son la mejor fórmula para el diálogo interreligioso y con las demás culturas. Aquí queda resumida la teología de las religiones de Joseph Ratzinger” (Blanco 2011, 368 Cf. Blanco 2005, 57-83, 107-132).
Ratzinger retoma el principio metafísico: el encuentro entre las culturas para formar una única historia común de la humanidad tiene su fundamento en la esencia misma del hombre (2005b, 68). Y ofrece un argumento histórico: si se busca la verdad sobre los vestigios interculturales se descubrirá que las antiguas culturas tienen más en común con el cristianismo que con el mundo relativista y racionalista. “No se confirma el relativismo, sino la unidad del ser del hombre y el hecho de que cada persona está tocada en común por una verdad mayor que ella misma” (2005b, 71; 2004a, 69). Aplicando estos principios al diálogo interreligioso, el teólogo bávaro muestra cómo ha de ser la actitud ante culturas diversas: no se trata de llamar “paganos” a los fieles de otras religiones, ni de destruir su mundo religioso, sino de “entenderlos desde dentro y dar cabida a su herencia”. La cuestión más apremiante entonces es la “unidad en la diversidad” (2007d, 84; 2004c, 109).
Quedan vigentes las condiciones para un auténtico diálogo interreligioso: primero, no se puede renunciar a la verdad, sino que hay que profundizar en ella (al contrario de lo que proponen el escepticismo místico y el pragmatismo utilitarista). No se trata de imponer la estrechez del modo de entender propio, sino de aprender a entender al otro, pues nadie en la tierra posee en plenitud la verdad sobre Dios y siempre se está ante ella como aprendices, peregrinos en busca de la verdad por un camino que no termina nunca. Encuentro, diálogo y misión deben confrontar con la verdad: “ningún camino puede pasar de largo junto a ella, por poco moderna que esta actitud pueda parecer” (2005b, 101).
La segunda condición para el diálogo interreligioso es la necesidad de conservar el sentido autocrítico, pues la propia fe se debe purificar constantemente a partir de la verdad. Por último, hay que asumir el anuncio, la misión, como tarea de diálogo: “no es una conversación sin objetivo, sino que apunta a la persuasión, a descubrir la verdad, pues de otro modo carecería de valor”. Como decía Nicolás de Cusa, el diálogo entre las religiones “debería convertirse cada vez más en escucha del Logos, que nos muestra la unidad en medio de nuestras divisiones y contradicciones” (2007d, 100-103).
El estudio del diálogo de Joseph Ratzinger con la cultura contemporánea permite deducir pistas para mejorar la actitud del cristiano y también para el diálogo con las principales corrientes actuales. En cuanto a las escuelas míticas y naturales, encarnadas en algunos ecologismos radicales, recuerda que su riqueza es el panorama de expectativa por el cumplimiento de lo que sus ritos ansían. Esa esperanza de expiación se lleva a cabo en el sacrificio del Hijo de Dios. Una dificultad de esta tendencia es el politeísmo, cuyas tres modalidades fundamentales son “la adoración del pan, del eros y la divinización del poder. Estas tres formas se equivocan porque absolutizan lo que no es absoluto, y al mismo tiempo subyugan al hombre” (2009, 95). El politeísmo estuvo cada vez más expuesto a la crítica de la ilustración, de la pregunta sobre su verdad, que terminó por desmoronarlo (2005b, 194), como se verá al recapitular el monoteísmo.
Ante la pretensión de igualar las religiones asiáticas con el cristianismo, que ha puesto de moda el New Age, Ratzinger señala una diferencia esencial: Jesucristo salva a toda la humanidad. En cambio, en las religiones orientales no interesa el todo, sino la salvación individual: el salvarse a sí mismo del mundo y de la condenación (2005b, 210). Esta diferencia se remonta al concepto de Dios y a la actitud con respecto a Él. Pero las consecuencias de esta visión no solo afectan a Dios, sino también al hombre. La santidad de ese Dios tiene que ver con la dignidad humana y con la integridad moral: “la dignidad de cada persona solo se puede fundamentar en último término en la idea misma de Dios”: si desaparece la unicidad de la persona, tampoco es posible establecer la dignidad inviolable de la persona individual (2005c, 164; 2005b, 42-44; 2009, 27. Cf. Eslava 2011).
Otra diferencia de perspectivas deriva de la dimensión simbólica que tiene el conocimiento religioso en el budismo y en el hinduismo. Por el contrario, en el cristianismo se trata de un conocimiento realista: la verdad no es intercambiable por otros símbolos. Por ejemplo, para los cristianos Krishna es un símbolo dramático de Cristo, que es la realidad; pero esta relación no es intercambiable. El cardenal bávaro resume la diversidad gnoseológica con una frase: “el hinduismo no conoce ortodoxias, solo ortopraxis”, entendida ésta última como el buen hacer ritual, la glorificación de Dios (1985, 393. Cf. 2005b, 111-113).
Por su parte, la ilustración hebrea supera el eterno círculo cósmico: tiende hacia adelante, “a aquello hacia lo que se dirige la historia, a su término y meta definitivos; se trata del Dios de la esperanza en lo venidero. Esta es una dirección irreversible” (2009, 105-106). Con su apertura a la promesa divina, la profesión fundamental de la fe –El Señor, tu Dios, es único– es originalmente una negación de los dioses vecinos y del politeísmo, por lo que se convirtió en un proceso liberador: fue un gran acontecimiento en la historia de la liberación humana. La concepción personal de Dios cree que el ser humano puede hablar con el Absoluto. Esta convicción es la principal negación del politeísmo, antiguo y contemporáneo (1972, 406-407; 1985, 407; 2006, 25; 2009, 95-96).
Nos encontramos aquí con una aportación significativa para el debate actual: Ratzinger entiende que el politeísmo no es simplemente la adoración de la multiplicidad en Dios, sino la negación de la posibilidad de relacionarse personalmente con Él. Por eso puede decir que la cultura contemporánea, al menos en muchas de sus manifestaciones, es politeísta. El constitutivo decisivo del politeísmo no es la ausencia de la idea de unidad, sino la representación de que lo absoluto no es apelable para el hombre. Esta apelabilidad del Absoluto es la diferencia del mito con el monoteísmo, el punto que distingue “el dios de los filósofos y el Dios de la fe” (2006, 24. Cf. 1972, 406; 2009, 93).
Ratzinger subraya que la teología contemporánea sigue enfrentándose a los mismos problemas que tuvo la patrística cristiana. Y ha de acoger el reto de asociarse con las energías de la ilustración, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos. El punto de escándalo, tanto para la mística de la identidad como para el pensamiento griego, era la posibilidad de que Dios se desvelara, se manifestara a los hombres. Para la metafísica helénica, la revelación –la actuación ab extra de Dios: la creación y la encarnación– era imposible (2006, 26; 2005b, 31-35). Sin embargo, frente a la fuerza que las modas culturales tenían en el imperio romano, la fe cristiana puso el ambiente intelectual sobre la pista de la verdad y, por ende, reclamó para sí la razón. Gracias a la coherencia de los teólogos de entonces, el mundo apareció en su racionalidad: quedó claro que procede de la Razón eterna, que es el verdadero poder sobre el mundo. Y que cuando esta fe desaparece, se cambia por la creencia en el azar y en el caos (2007b, 212).
Esa debe ser la senda para la nueva evangelización: la fe cristiana de hoy
sería infiel a sí misma si evadiera la razón. Siempre ha impulsado la búsqueda de la cultura y de formación. Quiere liberar al hombre de la ignorancia, porque sabe que es criatura de Dios e imagen del Logos, de la Verdad (1985, 409).
Por eso se ha podido afirmar que los hechos diferenciales que sitúan al cristianismo respecto a otras religiones son la asunción de la razón humana de manera crítica y la superación del misticismo de la indistinción por medio de la relación con un Dios personal (Blanco 2011, 372). Como dice al final de su “Introducción al cristianismo”, la fe en la resurrección es el mejor antídoto contra la angustia, contra el sufrimiento que el mundo precristiano representaba con los mitos de Sísifo y Penélope ante la nulidad de toda obra humana. “El mundo ha sido redimido. Esa es la certeza que sostiene a los creyentes y que hace que hoy siga valiendo la pena ser cristianos” (2009, 297).
Un aspecto concreto de la primera evangelización fue la victoria sobre el relativismo clásico: “el relativismo actual representa únicamente un retorno a la teoría de la religión existente en la Antigüedad tardía”. Esos cristianos hablaban de la conversión de las culturas: “la conversión es la transformación, no la destrucción”. Por eso conservaban y renovaban los templos, las lenguas y el pensamiento (Gnilka 1990. Cf. Ratzinger 2010, 62). ¿Cómo presentar el propio mensaje en un ambiente que solo aplaude el pragmatismo relativista? Ratzinger habla de la fidelidad a una misión siempre actual: desde el comienzo, el cristianismo se identificó a sí mismo como la religión que seguía a Cristo, a quien tenía por el único salvador real, la salvación definitiva del ser humano. Con esta premisa, las demás religiones solo se podían ver de dos maneras: o como provisionales y precursoras del cristianismo o como insuficientes y opuestas a la verdad. El mismo Jesús señaló la primera actitud ante la fe de Israel y la teología reconoce que en las culturas cósmicas hay “un dinamismo de adviento”, una preparatio evangelica, las “semillas del Evangelio” (2005b, 57; 1972, 427, Von Balthasar y Ratzinger 2005, 107). Por ejemplo, Ratzinger resalta la actitud positiva del Concilio Vaticano ii hacia las religiones naturales: los obispos prefirieron valorar su aportación como una exigencia para la especulación cristiana y subrayaron el movimiento positivo, aunque no definitivo, que se da en el mito (1972, 442-443. Cf. 2005a, 16). Pero esta preparación para recibir el Evangelio no es una puerta para el sincretismo; las religiones no son iguales. Por eso la segunda posición, que también se encuentra en la Biblia: algunas religiones no solo tienen semillas de verdad, sino que también pueden contener elementos perjudiciales para el hombre (2005e, 25. 131; 2005b, 177; Ratzinger y Messori 1985, 152). Ante este panorama, el cristianismo podría ser conservador y dejar que las cosas siguieran como están. Pero en cambio fue revolucionario: optó “a favor del rebelde que se atreve a romper con lo habitual porque así se lo dicta su conciencia” (2004a, 75). Decir esto no es despreciar las otras religiones. Se trata más bien de una invitación –también para los cristianos– a buscar la verdad que se hizo carne en Jesucristo (2011 b, 71-84).
En este sentido, la religión cristiana pacifica: enseña la necesidad de purificación, pero no angustia, pues lleva en sí mismo la luz y la redención del mal. “La oscuridad de la verdad es la más propia y desgraciada situación del hombre”, falsea al ser humano, a la comunidad y al mismo Dios. En cambio, la verdad libera de las alienaciones y de ese modo reconcilia al ser humano consigo mismo, con los demás y con Dios. Por lo tanto, la verdad lleva a cada cultura a desplegar su propia fecundidad. Esta es la explicación del mandato apostólico: Jesús es la verdad en persona y el camino para el ser del hombre (2005b, 61). Y plantea un doble reto, tanto para los cristianos como para las religiones: los primeros deben entender y acoger las religiones de un modo más profundo y las segundas “necesitan, para seguir viviendo en lo mejor que ellas tienen, reconocer su propio carácter de adviento que señala hacia adelante, hacia Cristo” (2005b, 70).
La verdad de fondo es que Jesús, hecho hombre, es el sentido de la historia, el Logos, la revelación de la verdad, el espacio abierto en el que todos pueden encontrarse sin perder su valor y dignidad propios. Únicamente el cristianismo lleva a pleno rigor el enfoque histórico dentro del monoteísmo. Si las religiones son todas iguales, el apostolado es imperialismo. Pero si Cristo regala el don de la verdad, “entonces es una obligación ofrecer también esa verdad al otro, respetando, sí, su libertad, porque de otra manera no puede actuar la verdad ni puede haber amor” (2005b, 94). Podemos concluir con un párrafo de Ratzinger que resume el sentido y la esperanza última del estudio de las religiones:
Para la fe cristiana la historia de las religiones no es el ciclo de lo eternamente igual, que nunca llega a lo genuino. No, el cristiano considera la historia de la religión como una historia real, un camino que progresa y que genera esperanza. Y en esto consiste el servicio que presta el cristianismo: estimular la espera en la meta de la historia, en la transformación del “caos” con el que comenzó el mundo por la ciudad eterna de Jerusalén, en la cual “Dios habita para siempre entre los hombres y resplandece entre ellos como su luz” [Ap 21,23] (2005b, 39).
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Euclides Eslava
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