Interrelación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles
Una reflexión a partir del pensamiento de Josemaría Escrivá
Prof. Pedro Rodríguez
Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2002, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en P. Rodríguez, Sacerdocio común y ministerial, en AA VV, “Sacerdotes para el tercer milenio”, pp. 91-114, (Edicep, Valencia 2002).
Pocas expresiones del Concilio Vaticano II me han ayudado tanto a adentrarme en el misterio de la Iglesia como aquella que se encuentra al comienzo del n. 11 de la Const. Lumen Gentium. Allí se nos dice, sencillamente, que la Iglesia es una comunidad sacerdotal cuya índole es sagrada y cuya estructura es orgánica. Así sintetiza el Concilio la doctrina sobre el sacerdocio –sacerdocio común y sacerdocio ministerial– que ha expuesto en el número precedente y ahora, en este n. 11, va a explicarnos cómo la índole de esa comunidad sacerdotal se manifiesta y despliega en la vida sacramental de la Iglesia y en la práctica de las virtudes por parte de los cristianos.
Esta expresión del Concilio –«indoles sacra et organice exstructa communitatis sacerdotalis»[1]– ha sido determinante, como digo, en mi concepción de la eclesiología. Pienso sinceramente que esto ha sido posible porque sus implicaciones teológicas venían de muchos años atrás configurando mi vida personal –tanto en la reflexión teológica como en la actividad pastoral cotidiana– a través de la doctrina sobre el sacerdocio en la Iglesia que vivía y enseñaba Josemaría Escrivá de Balaguer. Con su lenguaje incisivo y vivencial, este sacerdote, que la Iglesia se dispone a inscribir en el elenco de los santos, contemplaba a la Iglesia entera –hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, religiosos– movilizada como un solo hombre (mejor, como un solo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo) para desempeñar en el mundo la misión recibida de su Señor. Veía a todos los cristianos –a los laicos, en primer lugar– llamados a vivir las tareas ordinarias y profesionales con «alma sacerdotal», decía[2]; y veía a los sacerdotes con su sacerdocio ministerial concebido como puro servicio a los fieles a la manera –decía– de «alfombras para que los demás pisen blando». Estas dos expresiones (el «alma sacerdotal» de todos los fieles y «la alfombra» que es el ministerio de los sacerdotes) encuadran de manera inolvidable la enseñanza de Josemaría Escrivá sobre la misión de la Iglesia y dan también el marco de mi intervención en estas Jornadas.
Tal como aparece formulado en el título de la conferencia, me propongo considerar el significado que, para la comprensión de la Iglesia, tiene el hecho de que el único y definitivo sacerdocio de Cristo se participe en la Iglesia bajo una doble forma y modalidad, que el Concilio Vaticano II llama «sacerdocio común de los fieles» y «sacerdocio ministerial o jerárquico».
Este propósito lo desarrollaré en cuatro pasos: el primero tiene por objeto tomar conciencia de que esas dos posiciones eclesiológicas provienen fundamentalmente del Bautismo y del Sacramento del Orden; el segundo está destinado a mostrar cómo San Pablo concibe la dinámica de ambas posiciones («fieles» y «ministros»); el tercer paso busca penetrar teológicamente en esa doctrina de San Pablo, estudiando la doble participación del sacerdocio de Cristo; finalmente –cuarto paso–, me detendré en lo que es la intentio de esta conferencia: la ordenación mutua y la mutua interrelación entre «sacerdocio ministerial» y «sacerdocio común de los fieles». Pasemos, pues, al punto primero.
1. Bautismo (y Confirmación) y Sacramento del Orden, origen sacramental de la Iglesia «comunidad sacerdotal»
«Por el Bautismo –ha escrito recientemente Javier Echevarría– todos los fieles nos convertimos realmente no sólo en seguidores de Cristo, sino en miembros de su Cuerpo Místico, partícipes de su sacerdocio»[3]. El misterio cristiano es, en efecto, una cuestión ontológica antes que ascética y psicológica. Por eso, para comprender cómo la Iglesia se constituye en «comunidad sacerdotal» hay que advertir ante todo que la más básica estructura de esta Iglesia «comunidad sacerdotal» se forja por la acción de los sacramentos que «imprimen» carácter: el Bautismo (y la Confirmación), por una parte, y el Orden sagrado, por otra. Surgen así los dos elementos primarios de la estructura fundamental de la Iglesia, que llamamos «christifideles» y «ministerio sagrado».
El Bautismo, en efecto, crea la cualidad de miembro del Pueblo de Dios, de cristiano, de fiel cristiano. o sencillamente de fiel (christifidelis), yhace aparecer la Iglesia en su más primaria y desnuda condición: reunión o congregación de los fieles cristianos (congregatio fidelium). Antes de cualquier otra división de funciones y responsabilidades, de distinción en estados y condiciones, se da en la Iglesia la igualdad radical de todos los fieles que es fruto de la llamada de Dios en el Bautismo: es el plano elemental y escatológico de la comunión de los fieles, de la fraternidad cristiana[4]. Pues bien, por el Bautismo el christifidelis recibe una cualidad sacerdotal que la Iglesia llama «sacerdocio común de los fieles»: al recibirlo, la persona humana, hombre o mujer, adquiere su fundamental posición en la estructura de la Iglesia y, al ejercer ese sacerdocio, ese hombre o esa mujer está realizando su existencia cristiana. Con palabras de Josemaría Escrivá:
«Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que –siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial– capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación»[5].
El hecho y el contenido de ese sacerdocio común de los cristianos está descrito por el Concilio Vaticano II con estas palabras:
«Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Hebr 5, 1-5), a su nuevo pueblo “lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre” (cfr. Apoc 1, 6; 5, 9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1 Petr 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Act 2, 42-47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rom 12, 1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1 Petr 3, 15)»[6].
Pero, en el seno del pueblo de Dios, algunos de sus miembros son llamados por Cristo para una tarea, para un ministerio peculiar, el «sagrado ministerio». Digámoslo con las mismas palabras del Concilio:
«El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, “en el que no todos los miembros tienen la misma función” (Rom 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la sociedad de los fieles poseyeran la sagrada potestad del Orden , para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el oficio sacerdotal en el nombre de Cristo en favor de los hombres»[7].
De entre los fieles, por tanto, algunos son ministros. Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica[8]: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, conferido por Jesús a los Apóstoles, que se transmite por medio de un específico sacramento –el sacramento del Orden– y recae sobre algunos fieles que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología tradicional canónica). De este modo, a través del sacramento del Orden, que les capacita para actuar in persona Christi[9],Cristo configura la dimensión jerárquica de la estructura fundamental de la Iglesia.
Como vemos, esos sacramentos –el Bautismo, la Confirmación y el Orden sagrado– que originan la dimensión básica de la estructura de la Iglesia son precisamente los que, al dar una participación en el sacerdocio de Cristo, crean la realidad sacerdotal de la Iglesia en su triple forma cultual, profética y regia. Y esto de tal manera que, volviendo a la fórmula conciliar que poco ha les citaba, la Iglesia es, toda ella, una «comunidad sacerdotal».
2. La dinámica de la comunidad cristiana según San Pablo
Digamos ya, a partir de todo lo expuesto, que la razón de que la Iglesia, como comunidad, tenga esa estructura básica, que he tratado de presentarles, es ésta: que los titulares del sacerdocio ministerial, con la entrega a su ministerio, sirvan a sus hermanos –los «fieles»– para que éstos, ejerciendo su sacerdocio existencial, puedan servir a Dios y al mundo. La dinámica de este doble servicio escalonado es la misión, la evangelización, la edificación del Cuerpo de Cristo, tal como la explica San Pablo en este célebre pasaje de la Carta a los Efesios 4, 11-12, que quiero ahora comentarles:
«Él mismo (Cristo) dio (a su Iglesia) que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelistas; otros pastores y doctores: para la preparación de los santos (pro ton katartismon ton agion) en orden a la obra del ministerio (eis ergon diakonias), cuyo fin es la edificación del Cuerpo de Cristo (eis oikodomen tou somatos)» [10].
El primer versículo de este pasaje describe lo que hemos llamado el «sagrado ministerio», comenzando por el ministerio fontal y omnicomprensivo de los Apóstoles. Los ministros sagrados son presentados a los efesios como un «don» de Cristo para su Iglesia, para la Iglesia que son ellos, los cristianos de Éfeso. Nótese el carácter «objetivo» del don. No contempla San Pablo de manera directa a las personas de los ministros –que reciben la llamada a ser apóstoles, etc.– sino a la comunidad, a la Iglesia, enriquecida con los oficios que desempeñan esas personas; o si se prefiere, enriquecida con esas personas, que por razón de su oficio son dones para la Iglesia[11].
Y esto es así porque los sagrados ministros no existen para sí, sino para los fieles, para servir a los «santos», como dirá en el versículo siguiente. Los ministros existen pros ton katartismon ton agion. Su tarea primera y fundamental –este es el primer escalón apostólico– es «la preparación de los santos», como hemos traducido la expresión griega, que es mucho más densa y rica. Equiparlos, capacitarlos, ordenarlos, organizarlos, es decir, formarlos y disponerlos: todo esto significa la palabra original[12]. Dicho en forma teológica: servir a sus hermanos, prestarles el servicio que sólo ellos pueden prestar, que es el servicio de la Palabra y de los Sacramentos.
Por eso San Pablo describe inmediatamente el segundo escalón, es decir la finalidad de ese equipamiento sobrenatural: se trata de equiparlos «para la obra del ministerio», para la ministerialidad, podríamos decir, de toda la Iglesia. En efecto, los «santos» así preparados –dice– están en condiciones de prestar a la Iglesia y al mundo el servicio que Dios mismo les ha encargado y que San Pablo expresa cristológicamente diciendo que tiene como fin «la edificación del Cuerpo de Cristo», o si Vds. prefieren, la «nueva evangelización» con la que se edifica el Cuerpo de Cristo. Por tanto, no son sólo los ministros, sino la entera comunidad cristiana, orgánicamente estructurada –laicos y ministros sagrados, hombres y mujeres–, la que realiza la misión de la Iglesia, la edificación del Cuerpo de Cristo en medio del mundo.
Este doble escalón, que expresa la dinámica apostólica originaria de la Iglesia, es esencial en la enseñanza de Josemaría Escrivá y tiene una fuerte repercusión en la misma configuración del Opus Dei como Prelatura personal. Hablando de los sacerdotes de la Prelatura, escribe el Fundador, como haciendo eco a este pasaje paulino:
«En el ejercicio de ese ministerio –ministerium verbi et sacramentorum– es donde han de mostrarse ministros de Dios y siervos de todas las almas, especialmente de las de sus hermanos [...] Siervos, digo, porque, con olvido de sí mismos, han de preocuparse primordialmente –subordinando a esto todo lo demás, por importante que pueda parecerles– de la santidad de sus hermanos [primer escalón] y de cooperar activamente con ellos, en todos los apostolados propios de nuestro espíritu» [segundo escalón][13].
El doble escalón de Efesios aparece de nuevo en otros textos:
«Sepan nuestros sacerdotes que la fecundidad de su labor se mide por la eficacia que contribuyan a dar al trabajo apostólico de los demás [segundo escalón] y –antes, por ser condición indispensable– a la vida espiritual de sus hermanos» [primer escalón][14].
«No han de olvidar los sacerdotes, que están especialmente ordenados –no me cansaré nunca de insistir– para cuidar de sus hermanos [primer escalón] y para colaborar en nuestras obras apostólicas» [segundo escalón][15].
Como vemos, es la misma doctrina con la que la Const. Lumen Gentium comienza su cap. III, es decir, su exposición sobre el sagrado ministerio en la Iglesia:
«Los ministros que poseen las sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan por tanto de la dignidad cristiana tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación»[16].
3. Las dos formas de participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia
Esta Iglesia integrada por fieles y ministros sagrados, cuya dinámica acabamos de contemplar siguiendo a San Pablo, es esencialmente sacerdotal, decíamos. La razón teológica es clara: la Iglesia, tanto en su estructura como en su ser profundo (comunión), ha de ser entendida desde el misterio del Hijo de Dios hecho Hombre. Cristo, por su interna constitución, o si prefieren, por esa unción del Espíritu que es la misma Unión hipostática, es el Mediador único entre Dios y los hombres, el Sacerdote eterno de esta Nueva Alianza, y la Iglesia es el fruto de su sacrificio sacerdotal. Pero el misterio de Cristo se prolonga también de otro modo en el misterio de la Iglesia. Cristo, en efecto, a esa Iglesia fruto de su sacrificio redentor (Iglesia fructus salutis) ha querido asociarla a su propia obra salvífica y servirse de ella para la aplicación en el mundo de la obra redentora (Iglesia medium salutis). Esta es la base teológica, repito, de por qué la Iglesia –toda ella– es, como venimos viendo, radicalmente sacerdotal. El tema es de tal calibre, también en relación con la hermenéutica del Concilio Vaticano II, que el actual Papa, siendo todavía Arzobispo de Cracovia, pudo escribir:
«La doctrina del sacerdocio de Cristo y de la participación en él es el corazón mismo de las enseñanzas del último Concilio, y en ella se encierra de algún modo cuanto el Concilio quería decir acerca de la Iglesia, del hombre y del mundo»[17].
El misterio está en que ese sacerdocio de Cristo, que es uno y único en la persona del Hijo de Dios hecho hombre, en la Iglesia se da participado por una doble vía y en una doble forma: es lo que la teología llama «sacerdocio común de los fieles» y «sacerdocio ministerial o jerárquico», que surgen –como hemos visto en el apartado primero– de la donación sacramental del Espíritu. Leamos el texto magisterial normativo sobre la materia, que es el segundo párrafo de Lumen Gentium, n. 10, que dice así:
«El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque se diferencian esencialmente y no sólo en grado (essentia et non gradu tantum), se ordenan sin embargo el uno al otro; porque uno y otro participan a su peculiar manera (suo peculiari modo) del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad de la que goza, modela y dirige al pueblo sacerdotal, realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el Pueblo de Dios; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y con la caridad operativa».
Sirviéndonos del texto conciliar que acabamos de leer, intentemos profundizar en la diferencia mutua entre ambos modos de participar en el sacerdocio de Cristo Redentor. Nuestro discurso será una manera de profundizar teológicamente lo que bíblicamente hemos visto en la Carta de San Pablo a los Efesios.
Pío XII primero[18] y el Concilio Vaticano II después expresaron una convicción unánime de la fe católica cuando dijeron que ambas formas de participación del sacerdocio de Cristo difieren esencialmente y no sólo en grado. Esta expresión ha dado lugar a prolijas discusiones, sobre todo a la hora de explicar metafísicamente qué sea aquí esencia y participación[19]. No debemos ir ahora por este camino, que no es el decisivo para nuestro propósito. Entiendo que el Concilio mismo interpreta la expresión «esencialmente y no sólo en grado» cuando a continuación dice que eso es así porque cada una de esas formas participan del único sacerdocio de Cristo suo peculiari modo[20]. Estimo que esto quiere decir:
1º) que, en cuanto participaciones del sacerdocio de Cristo, son ambas originarias: no derivan la una de la otra y son irreductibles la una a la otra. Sólo a través de la operatividad propia de cada una de ellas el sacerdocio único de Cristo despliega toda su fuerza salvífica en la historia: lo que en Cristo es uno, en la Iglesia se da, como venimos diciendo, en modalidad doble.
2º) que son esencialmente complementarias; de ahí que esa «mutua ordenación» de que habla del texto conciliar no tenga sólo un contenido moral y jurídico, de buena ordenación de la vida eclesial, sino que expresa el porqué profundo de aquella diferenciación esencial: la manera teológica del ser sacerdotal de la Iglesia como un todo, como comunidad sacerdotal.
Esa diferencia esencial y esa mutua ordenación expresan el misterio de la Iglesia como cuerpo (sacerdotal) de Cristo (sacerdote). Veamos, primero, esa diferencia esencial, profundizando en el contenido propio de ambas formas de participación.
Cristo, con los actos concretos e históricos de su vida, que culminan en el misterio pascual, es el sacerdote y la víctima eternamente grata a Dios Padre. Sólo El, el Hijo de Dios hecho hombre, «el hombre Cristo Jesús», es el «único Mediador entre Dios y los hombres», como dice la primera carta a Timoteo (2, 5). El sacerdocio común de los fieles significa una participación, que Cristo da a los suyos, de ese sacerdocio. Por ella los creyentes son capacitados para ofrecer sus vidas –«sus cuerpos», dice San Pablo con profunda expresión (Rom 15, 1)– como hostias vivas, santas, agradables a Dios[21]. El sacerdocio común de los fieles es un sacerdocio «existencial». Con rigurosa y profunda expresión, el Fundador del Opus Dei pudo decir que el cristiano ha sido constituido por Dios en el Bautismo «sacerdote de su propia existencia»[22]. El ejercicio del sacerdocio común consiste primariamente en la santificación cotidiana de la vida real y concreta. Son, en efecto, los actos concretos del hombre cristiano los que se transforman en las «hostias espirituales» de que habla San Pedro (1 Pet 2, 5), actos que despliegan la consagración de todo el ser del cristiano, de su «cuerpo» en el sentido paulino. Cristo, por el sacerdocio común, asocia a los cristianos a su sacrificio y a su alabanza al Padre.
El tema ha sido estudiado de modo exhaustivo por el gran exégeta André Feuillet, que ha podido concluir su investigación diciendo: «los sacrificios espirituales de que habla 1 Pet 2, 5, explicados en el contexto de los otros pasajes mencionados, deben ser interpretados, ante todo, como una imitación voluntaria por parte de los cristianos de la ofrenda sacrificial de Cristo, Siervo doliente»[23]. El ejercicio del sacerdocio común de los fieles aparece así como la forma misma de realización de la existencia cristiana, y de todo cristiano puede decirse, según la expresión de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que en lo profundo de su ser es radicalmente un «alma sacerdotal»[24]. Fue una gran batalla la que combatió para hacerlo entender y vivir en la práctica, como se ve en este punto de Surco:
«Afirmas que vas comprendiendo poco a poco lo que quiere decir “alma sacerdotal”... No te enfades si te respondo que los hechos demuestran que lo entiendes sólo en teoría. —Cada jornada te pasa lo mismo: al anochecer, en el examen, todo son deseos y propósitos; por la mañana y por la tarde, en el trabajo, todo son pegas y excusas.
»¿Así vives el “sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”?»[25]
Es, pues , el sacerdocio común de los fieles una realidad cultual, profética y regia que se ejerce en las circunstancias concretas de la existencia en el mundo y que no puede por tanto reducirse, aunque los incluya, a los actos rituales de culto[26]. Pertenece a la esencia del sacerdocio común el ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu Santo y, en este sentido, su ejercicio no desaparecerá nunca, sino que tendrá su consumación eterna en la Iglesia consumada (Ecclesia in patria). Pero es, también ahora, una alabanza per Filium: de ahí que, aquí en la tierra, diga esencial relación al sacrificio eucarístico, como recuerda Feuillet: «los bautizados son, a semejanza de Cristo, sacerdotes y víctimas del sacrificio que ofrecen, pero este sacrificio se hace posible por el único sacrificio de Cristo»[27].
Esta última afirmación nos lleva a considerar ya lo propio y específico del «sacerdocio ministerial o jerárquico», su insoslayable necesidad y su irreductibilidad al sacerdocio común. Porque, siendo cierto cuanto hemos dicho acerca del sacerdocio de todos los bautizados, permanece como una verdad central de la fe que no hay más sacerdote que Cristo, ni más sacrificio grato a Dios que la donación que Cristo hace de su propia existencia. Los creyentes, los fieles cristianos –la congregatio fidelium– no se autodonan la salvación que deben testimoniar, ni generan ellos la Palabra y el Sacramento que salvan, sino que es Cristo el que salva. Por eso, los cristianos sólo pueden ser hostias vivas “recibiendo” de Cristo, en el hoy de la historia. la fuerza de su Palabra y de su Sacrificio. Pues bien, el sacerdocio ministerial, en la economía de la gracia, es –valga la expresión– el «invento» divino por el que Cristo, exaltado a la derecha del Padre, entrega hoy a los hombres su palabra, su perdón y su gracia. Esta es, pues, la razón de ser del ministerio eclesiástico: constituir el signo e instrumento infalible y eficaz de la presencia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, en medio de los fieles, es decir, en la Iglesia[28]. Como dijo la Conferencia Episcopal Alemana a raíz del Concilio, «el sentido central del ministerio sacerdotal en la Iglesia es el ministerio de Jesucristo mismo que continúa viviendo en el sacerdocio ministerial de la Iglesia en virtud de la ordenación sacramental»[29].
El sacerdocio ministerial aparece, en consecuencia, como un sacerdocio «sacramental», en contraste con el sacerdocio «existencial» común a todos los fieles. Sacramental, no, evidentemente, por razón de su origen –en este sentido, uno y otro proceden de los respectivos sacramentos–, sino en cuanto que lo específico del sacerdocio ministerial y de sus actos propios es ser cauce «sacramental» (re-presentativo) de la presencia de Cristo Mediador y Cabeza. Como decía Josemaría Escrivá, «todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[30]. Los actos propios del sacerdocio común no son, en cambio, «sacramentales» (re-presentativos), sino, como hemos visto, «reales», pertenecen a la res de la vida cristiana santificada, son histórico-existenciales. En efecto, el sacerdocio ministerial, que sella para siempre a los que lo reciben, pertenece, no obstante, al orden del medium salutis, característico de la fase peregrinante de la Iglesia; por el contrario, el sacerdocio regio de los bautizados pertenece al orden de los fines, del fructus salutis, pues consiste en la comunión doxológica con Cristo, Sacerdote y Víctima, que es el corazón mismo de la existencia cristiana, que se plenificará en la vida eterna[31].
La diferencia esencial entre ambas formas de participación, en los términos que hemos visto, pone de relieve algo obvio, pero de la máxima importancia y que querría yo subrayar: que el sacerdocio común permanece, con sus contenidos propios, en los ministros sagrados, no queda «superado» o «subsumido» por el sacerdocio ministerial. El sacerdocio común de los fieles sigue siendo, también para los fieles que son ministros sagrados, la base radical de su llamada a la santidad y al apostolado y, en consecuencia, exige en el fiel-ministro que su sacerdocio ministerial se haga «existencial»: existencia entregada de sacerdote. Con palabras de San Josemaría:
«En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado, del sacerdocio común de los fieles»[32].
Veamos ya la mutua relación entre ambos sacerdocios, que está implícita en las consideraciones precedentes. Ambas formas del sacerdocio, con sus actos propios, se necesitan mutuamente: son la una para la otra, aunque de distinta manera.
4. Mutua ordenación e interacción entre«sacerdocio ministerial» y «sacerdocio común de los fieles»
a) El sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio común: prioridad “sustancial” de los «christifideles».
«Nuestro sacerdocio sacramental –escribía Juan Pablo II en 1979 hablando de los ministros sagrados– constituye un ministerium particular, es servicio respecto a la comunidad de los fieles»[33]. La ordenación del ministerio a los fieles hay que verla en esta perspectiva. La primera y más radical relación entre ambas magnitudes es, en efecto, el servicio del ministerio a la «congregación de los fieles cristianos». Así lo afirma solemnemente la Constitución Lumen Gentium:
«Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su Pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se denomina muy significativamente diakonía, es decir, ministerium (cfr. Act 1, 17.25; 21, 19; Rom 11, 13; 1 Tim 1, 12)»[34].
La razón formal de ese servicio –según hemos visto ya– es la «re-presentación de Cristo». Para ejercerlo, los titulares del ministerio sacerdotal están dotados de la «sagrada potestad», como afirma el Concilio:
«Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, y lo hacen con sus consejos, sus exhortaciones, su ejemplo, pero también con la autoridad y sagrada potestad (auctoritate et sacra potestate), la cual ciertamente ejercen sólo para santificar a la grey en la verdad y en la santidad... porque el que ocupa el primer puesto ha de ser como un servidor de los demás»[35]. «Para ejercer este ministerio, se le confiere al presbítero la potestad espiritual, que se da ciertamente para edificación»[36].
En consecuencia, decir que la ordinatio, la referencialidad, del «sagrado ministerio» a los «fieles» es esencialmente diakonía, servicio, es lo mismo que decir que la «ontología» de la estructura de la Iglesia, que la esencia de la Iglesia señala la prioridad sustancial de la «condición de cristiano», del sacerdocio común –«con vosotros soy un cristiano, para vosotros soy el Obispo», decía Agustín de Hipona[37]–, respecto de la cual el elemento «ministerio sacerdotal» tiene carácter relativo, teológicamente subordinado: «Cristo instituyó el sacerdocio jerárquico –escribió el Card. Woytila– en función del común»[38].
Esta prioridad de que hablamos es «sustancial», decimos. Lo cual no significa que el sagrado ministerio o ministerio sacerdotal derive del sacerdocio común, postura ésta formalmente incompatible con la fe católica[39]. Ambas formas de sacerdocio son «originarias», como hemos visto ya suficientemente, y «esencialmente» distintas. Pero, una vez despejado el posible equívoco, debemos afirmar con todo rigor la prioridad sustancial así establecida. Afirmarla y comprenderla con todas sus exigencias pertenece al núcleo de la concepción católica de la Iglesia. Desde la prioridad del sacerdocio común aparece claro por qué esa potestad de representar a Cristo que tienen los titulares del sacerdocio ministerial, no significa que en ellos se concentre la realidad del ser cristiano, ni que acaparen la misión de la Iglesia, situando a los fieles en la condición de simples receptores de la acción de los ministros.
Aquí es precisamente donde la eclesiología del Concilio Vaticano II ha operado uno de sus más profundos desarrollos, que ha consistido, paradójicamente, en dejar emerger lo más antiguo y original en la estructura de la Iglesia. Desde ella se ve con claridad que es todo el Pueblo sacerdotal de Dios, organice exstructus, el portador ante el mundo del mensaje de la salvación, y que, en el seno de ese Pueblo, es la «condición de cristiano» –los «fieles», cada fiel, hombre o mujer–, la que representa el momento sustantivo de la Iglesia. Por eso, la condición del «sagrado ministerio» es, por su propia naturaleza, relativa. Relativa en una doble dirección: relativa a Cristo y relativa a la «comunidad de los cristianos». Es relativa a Cristo, en cuanto que el servicio de los sacerdotes al Señor consiste en ser signo e instrumento de su don salvífico a los hombres. Es relativa a la comunidad, en cuanto que, a través de sus acciones sacerdotales, el sagrado ministerio enriquece con los dones divinos a la congregatio fidelium para que ésta ponga en ejercicio su sacerdocio: el «alma sacerdotal» de que hablaba el Fundador del Opus Dei. Dicho de otro modo: para que los fieles cristianos vivan la sustancia de la fe y ejerzan en el mundo el culto a Dios, es decir, la caridad que Cristo mismo –no los ministros– les ha otorgado en el Espíritu. Es este el clima de la Escritura, ya desde el Viejo Testamento: «La función de los «kohanim» (iereis) –decía el historiador del Cristianismo primitivo Colson– es esencialmente la de mantener al pueblo consciente de su carácter sacerdotal y hacer que viva como tal para glorificar a Dios con toda su existencia»[40].
Este giro de la eclesiología del Vaticano II se manifiesta en su definición de Iglesia particular, que ya no es ni un territorio ni una jurisdicción, sino una porción del Pueblo de Dios[41]. El texto conciliar tiene concentrada su teología eclesiológica precisamente en la interacción de la doble participación en el sacerdocio de Cristo. Allí, a la hora de definir la Iglesia, el elemento sustantivo es la comunidad, la portio, el conjunto de los fieles cristianos, que tiene carácter de fin para el doble elemento ministerial que también la compone y que a través de su ministerio la estructura como Iglesia: el Obispo, «principio y fundamento visible de la unidad de su Iglesia»[42] y los presbíteros, «próvidos cooperadores del Orden episcopal, su ayuda y su instrumento»[43]. Por la acción ministerial del Obispo con los presbíteros –ejercicio del «sacerdocio ministerial»: predicación y sacramentos, sobre todo la Eucaristía–, la Iglesia local, la portio, es y vive como Iglesia: la Iglesia de Cristo, como tal, allí existe y actúa (inest et operatur). Pero pasemos a examinar ya la relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial.
b) Relación del sacerdocio común al sacerdocio ministerial: prioridad “funcional” del sagrado ministerio.
El misterio de la participación del sacerdocio de Cristo en la Iglesia, tanto en la comunión, como en la estructura, hemos de verlo también desde el otro lado. La afirmación de la prioridad sustancial de la «condición de cristiano» respecto de la de «ministro sagrado» sólo se hace plenamente inteligible si se capta bien la prioridad funcional que tiene el sacerdocio ministerial en la dinámica de la Iglesia. Esa prioridad es la consecuencia de la ordinatio que a su vez tienen los fieles respecto del ministerio. Ambos, como dice el texto conciliar, se ordenan el uno al otro (ad invicem ordinantur). Todo lo cual no es difícil de captar a partir de lo ya establecido.
La sustancia cristiana –el nomen gratiae, como decía San Agustín[44]– está ciertamente, como hemos dicho, en los fieles: todos y cada uno, en la Iglesia, están en camino de salvación y llamados a la santidad por su condición de cristianos. Pero esa sustancialidad no se la da la comunidad cristiana a sí misma, sino que –decíamos– es fruto del Espíritu, que Cristo envía en la Palabra y en los Sacramentos. De ahí que el servicio específico que prestan a la comunidad los ministros de la Palabra y de los Sacramentos no sea para los fieles una «posibilidad» que se ofrece entre las múltiples que se operan dentro de la vida cristiana, algo que se puede tomar o dejar según las propias preferencias. Es, por el contrario, una radical condición de existencia: “usar” de ese «sagrado ministerio» –en la economía de la salvación instaurada por Cristo– es esencial para que en la «congregación de los fieles» –y en cada fiel– quede asentada la sustancia de lo cristiano. En este sentido los ministros, porque representan a Cristo Cabeza, tienen, en cuanto tales ministros, una clara prioridad funcional en la dinámica eclesial. Esta prioridad de los ministros sagrados, precisamente porque actúan in persona Christi Capitis, testifica que Cristo –y no la Iglesia– es la Cabeza y el Salvador de su Cuerpo.
Por aquí puede verse cuál es la peculiar relación (ordinatio) del sacerdocio común al ministerial. A diferencia de la ordenación de éste a aquél, no se trata ahora de una ordenación de servicio: la congregatio fidelium no dice de suyo servicio al sacerdocio ministerial, sino que es una ordenación basada precisamente en lo contrario: en la necesidad insoslayable que la comunidad cristiana tiene de ser servida. Los fieles, en efecto, necesitan el servicio sacramental, pastoral y profético de los ministros para ser cristianos y poder vivir como cristianos. Para poder ejercer las acciones que son propias de su sacerdocio común necesitan las acciones específicas del sacerdocio ministerial. Sin la “ayuda” del ministerio sacerdotal no podrían ser lo que son y lo que están llamados a ser, según expresa Juan Pablo II, apoyándose en las declaraciones del Concilio Vaticano II:
«El sacramento del Orden, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Eph 4, 11ss): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para 'ofrecer sacrificios espirituales' (cfr. 1 Pet 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1 Pet 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote 'por la potestad sagrada de que goza..., realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi y lo ofrece en nombre de todo el pueblo' (Const. dogm. Lumen Gentium, n. 10)»[45].
Esta consideración de la prioridad funcional del sagrado ministerio es la que ha llevado a algunos teólogos a hablar de su función «estructurante» de la comunidad[46]. En efecto, la función propia de los ministros es ser cauce del que Cristo Cabeza –a través de la Palabra y el Sacramento– se sirve para mantener a la Iglesia como Iglesia, es decir, dotada de su estructura fundamental en orden a la misión de todos los cristianos. Esta es la razón de que siendo los ministros esencialmente servidores de los demás, deban, sin embargo, ser amados y honrados por la comunidad cristiana, como San Pablo pedía a los Tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros y os gobiernan en el Señor y os instruyen, y que los estiméis en el más alto grado con amor a causa de la obra que realizan» (1 Thes 5, 12-13). La razón de su dignidad no es “personal”, sino “eclesial”: la dignidad de la «obra» que realizan.
Una palabra en este sentido sobre el Opus Dei, “hogar” inmediato de mi experiencia cristiana. En su estructura teológica y en su acción pastoral, responde a esas dos formas eclesiales de participar en el sacerdocio de Cristo, en su diferenciación y en su complementariedad, con la prioridad «sustancial» de los fieles laicos de la Obra –para servicio de los cuales está el sacerdocio ministerial de los presbíteros– y la prioridad «funcional» del sagrado ministerio. La prioridad «funcional» de los ministros, venía expresada por el Fundador con estas palabras:
«Si excelsa es la dignidad del sacerdocio y grande su importancia para todo el pueblo de Dios, grande es también su valor entre nosotros –que constituimos una parte de la Iglesia Santa– porque el sacerdocio, al que todos los socios del Opus Dei veneran, informa con su espíritu nuestra vida personal y nuestra entera labor apostólica»[47].
Pero si estos términos –informar con su espíritu, vivificar– indican la «prioridad funcional», al mismo tiempo muestran a las claras la «prioridad sustancial» de los fieles laicos en el Opus Dei, que el Fundador explicaba, de forma plástica, a los sacerdotes de la Obra diciéndoles, como dije al principio, que su tarea es ser alfombra para los demás:
«En el Opus Dei –escribía– todos somos iguales. Sólo hay una diferencia práctica: los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando»[48].
«La alfombra». Una expresión plástica de profunda resonancia teológica (es la kènosis paulina), que se hizo inolvidable para muchos sacerdotes y les abrió a la comprensión de la interrelación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial. Uno de los primeros sacerdotes del Opus Dei, a propósito de la manera que tenía Josemaría Escrivá de entender el sacerdocio, dice:
«Consideró su sacerdocio, desde que tomó tal resolución, como una misión de servicio a Dios, a la Iglesia y a los hombres. Podría resumirlo en lo que me dijo cuando, por primera vez, me preguntó si estaría dispuesto yo a ser sacerdote, señalándome la modesta alfombra roja que cubría la tarima del altar y el presbiterio del oratorio de la residencia de Ferraz 50, en Madrid. Me comentó: “Date cuenta que ser sacerdote es ser como esa alfombra, estar muy cerca del sagrario, pero estar dispuesto para que los demás pisen blando y no quejarse por ello”»[49].
* * * * *
Termino. La consideración conjunta que hemos hecho del binomio “fieles/ministros”, con su diversa participación en el sacerdocio de Cristo, con su mutua ordenación, con la prioridad sustancial de los primeros y la prioridad funcional y estructurante de los segundos, nos ha hecho más conscientes de que la Iglesia, aquí en la tierra «orgánicamente estructurada» (organice exstructa), no es sólo los fieles, ni sólo los ministros; es la comunidad sacerdotal consagrada por el Espíritu, que Cristo envía desde el Padre, dotada de una estructura en la que sacerdocio común y sacerdocio ministerial se articulan de manera inefable para hacer de ella –la Iglesia– el Cuerpo de Cristo.
Si algo ha quedado claro, pienso yo, es que el ministerio sacerdotal existe no para sí mismo, sino, como decía Álvaro del Portillo, para «la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil»[50]. En este contexto adquiere toda su fuerza el título de aquél que, por institución divina, preside y aúna todo el «ministerio» eclesiástico: «Siervo de los siervos de Dios». En este título se sintetiza toda la teología del sacerdocio ministerial y, con ella, el verdadero sentido de la doble prioridad –sustancial y funcional– que hemos expuesto. Muchas gracias a todos por su paciencia.
[1] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 11/a.
[2] Solía hablar de «alma sacerdotal y mentalidad laical». Con este binomio, aparentemente paradójico, describía el ser en la Iglesia y en el mundo de los fieles del Opus Dei. Nuestro discurso nos lleva a hacer abstracción del segundo término del binomio. Un texto sobre la «mentalidad laical»: «Tenéis que difundir por todas partes —afirmaba en una homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra— una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: —a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; —a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a las que cada uno de nosotros sostiene; —y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola con banderías humanas» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 1ª ed, Madrid 1968, nº 117).
[3] J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Madrid 2001, p. 69.
[4] Vid. sobre el tema J. RATZINGER, La fraternidad cristiana, Madrid 1960.
[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa. Homilías, 1ª ed, Madrid 1973, n. 120.
[6] Lumen Gentium, n. 10/a. Uno de los más autorizados comentarios al Vaticano II sigue siendo, al cabo de los años, G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, II (Barcelona 1968) 175-200.
[7] CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2/b:
[8] Vid. todo el cap. III de la Const. dogm. Lumen Gentium; y el documento El sacerdocio ministerial del Sínodo de los Obispos de 1971, parte I, n. 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25). Vid también J. RATZINGER, Das geistliche Amt und die Einheit der Kirche, en «Catholica» 17 (1963) 165-179.
[9] L. SCHEFFCZYK, Schwerpunkte des Glaubens. Gesammelte Schriften zur Theologie, Einsiedeln 1977, pp. 367-386 (Die Christusrepräsentation als Wesensmoment des Priesteramtes).
[10] Eph. 4, 11-12. Seguimos la lectura de R. PENNA, Lettera agli Efesini, Bolonia 1988, pp. 189-194. Vid. también H. SCHLIER, Der Brief an die Efheser. Ein Kommentar, Düsseldorf 1962 (versión italiana: Brescia 1965, p. 238-243) con los desarrollos que se contienen en su obra posterior La eclesiología del Nuevo Testamento, en AA. VV., Mysterium salutis, IV/1. La Iglesia, Madrid 1973, p. 171ss..
[11] Vid. en R. PENNA, Lettera agli Efesini, cit., pp. 189-191, el estudio de esas figuras y de esos ministerios.
[12] La Neovulgata traduce: «ad instructionem sanctorum».
[13] Carta 2-II-1945, n. 25. He incluido entre corchetes mis comentarios. Nótese que en el «segundo escalón» no son los laicos los que «cooperan» con los presbíteros, sino éstos los que colaboran en los apostolados de los laicos. Es un matiz que aparece todavía con más fuerza en este otro texto, en el que hablando del ministerio sacerdotal de los presbíteros, dice de éstos que «serán apoyo y savia de la labor de sus hermanos seglares, en quienes fomentarán un sano anticlericalismo: los laicos del Opus Dei no se forman para sacristanes, sino que –dentro de la máxima fidelidad a la Santa Iglesia y al Papa– proceden por su cuenta, con libertad y responsabilidad personal» (ibídem, n. 28). —Los textos de esta nota y de las dos siguientes están tomados de PEDRO RODRÍGUEZ - FERNANDO OCÁRIZ - JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia. Introducción eclesiológica a la vida y el apostolado del Opus Dei, 5ª ed, Madrid 2000, p. 81, nota 106.
[14] Ibídem, n. 26.
[15] Carta 8-VIII-1956, n. 9.
[16] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 18.
[17] K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, Madrid 1982, p. 182.
[18] Pío XII, Discurso a los Cardenales, 2-XI-1954, en AAS 46 (1954) 669.
[19] Vid. A. FERNÁNDEZ, Nota teológica sobre la explicación conceptual de una fórmula difícil: la diferencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, en «Revista Española de Teología» 36 (1976) 329-347; y A. VANHOYE, Sacerdoce commun et sacerdoce ministériel. Distinctions et rapports, en «Nouvelle Revue Théologique» 97 (1975) 193-207.
[20] Vid. sobre el tema A. ARANDA, El sacerdocio de Jesucristo en los ministros y en los fieles. Estudio teológico sobre la distinción '«essentia et non gradu tantum», en AA.VV, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, Pamplona 1990, pp. 207-246.
[21] Los fundamentos bíblicos del sacerdocio común de los fieles han sido rigurosamente estudiados en A. FEUILLET, Les «sacrifices spirituels» du sacerdoce royal des baptisés (1 Pet 2, 5) et leur préparation dans l'Ancien Testament, en «Nouvelle Revue Théologique» 96 (1974) 704-728; Idem, Les chrétiens prêtres et rois d'après l'Apocalypse, en «Revue Thomiste» 75 (1975) 40-66.
[22] «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre» (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 96).
[23] A. FEUILLET, Jésus et sa mère, París 1974, p. 237.
[24] Carta 28-III-1955, n. 3.
[25] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, 1ª ed, Madrid 1986, n. 499.
[26] Cfr. F. OCÁRIZ, La participazione dei laici alla missione della Chiesa, en «Annales Theologici» 1 (1987) 7-26.
[27] A. FEUILLET, Jésus et sa mère, cit., p. 245.
[28] «Cristo está presente en su Iglesia no sólo en cuanto atrae a sí a todos los fieles, para que en Él y con Él, formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que Él quiso instituir en el seno de su Iglesia» (A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, 4ª ed., 1976, pp. 98-99).
[29] Schreiben der Bischöfe des deutschprachigen Raumes über das priesterliche Amts, 11-XI-1969, Trier 1970 (edición española: CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, El ministerio sacerdotal, Salamanca, 1971), p. 98.
[30] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, 1ª ed, Madrid 1986, p. 68.
[31] A. FEUILLET, Les “sacrifices spirituels”... cit., p. 726.
[32] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, cit., pp. 71s
[33] JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, en AAS 71 (1979) p. 399.
[34] CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, n. 34/a.
[35] Ibidem, n. 27/a.
[36] CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 6/a.
[37] «Ubi me terret quod vobis sum, ibi me consolatur quod vobiscum sum. Vobis enim episcopus, vobiscum christianus. Illud est nomen officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis» (SAN AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, n. 32/d).
[38] K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, cit., p. 183.
[39] Vid. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-1983, II, 2, en AAS 75 (1983) 1001-1009.
[40] J. COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile, Paris 1966, p. 185.
[41] «Populi Dei portio, quae Episcopo cum cooperatione presbyterii pascenda concreditur, ita ut, pastori suo adhaerens ab eoque per Evangelium et Eucharistiam in Spiritu Sancto congregata, Ecclesiam particularem constituat, in qua vere inest et operatur Una Sancta Catholica et Apostolica Christi Ecclesia» (CONC. VAT. II, Decr. Christus Dominus, n. 11/a).
[42] CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 23/a.
[43] «Ordinis episcopalis providi cooperatores eiusque adiutorium et organum» (CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, n. 28/b).
[44] Cfr. SAN AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en Lumen Gentium, n. 32/d.
[45] JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, en AAS 71 (1979) 399.
[46] Vid. J. G. PAGÉ, Qui est l'Eglise. III: Le Peuple de Dieu, Montreal 1979, p. 263.
[47] Carta 2-II-1945, n. 4; citada en PEDRO RODRÍGUEZ - FERNANDO OCÁRIZ - JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, p. 77, nota 98. Los Estatutos del Opus Dei lo expresarán con palabras más técnicas: «Bajo el régimen del Prelado, el Presbiterio, a través de su ministerio sacerdotal, vivifica e informa a todo el Opus Dei» (Statuta, n. 4 § 1). —La terminología «socios», aplicada a los fieles del Opus Dei , era la correspondiente entonces a la situación canónica del Opus Dei.
[48] Carta 8-VIII-1956, n. 7. –«Todos debéis serviros unos a otros como pide vuestra fraternidad bien vivida, pero los sacerdotes no deben tolerar que sus hermanos laicos les presten servicios innecesarios. Los sacerdotes somos en la Obra los esclavos de los demás y, siguiendo el ejemplo del Señor –que no vino a ser servido sino a servir: non venit ministrari, sed ministrare (Matth. XX, 28)–, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando. Por eso, dejaros servir sin necesidad por vuestros hermanos seglares, es algo que va contra la esencia del espíritu del Opus Dei» (Carta 2-2-1945, n. 20). Esta conciencia de la prioridad sustancial de los fieles laicos en la Obra llevó a Escrivá, incluso, a formular lo que sigue: «En nuestro camino de santidad, por su naturaleza laical, el presbiterado, aunque es sacramento e imprime carácter, para nosotros es –por decirlo así– como una circunstancia que en nada modifica nuestra vocación divina [es decir, la vocación cristiana originaria, con su inmanente llamada a la santidad]: vocación que, en la Obra, es la misma para todos, vivida por cada uno dentro de su estado» (Carta 28-III-1955, n. 44; comentario mío entre corchetes). Tomo los textos de estas Cartas de PEDRO RODRÍGUEZ - FERNANDO OCÁRIZ - JOSÉ LUIS ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, p.98, nota 100.
[49] PEDRO CASCIARO, Declaración procesal, fol 715; Proceso Matritense de San Josemaría, testigo nº 31.
[50] A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit., p. 60.
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