Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2005.
Índice
1.1 Misericordia y generosidad
1.3 Beneficencia y generosidad
2. Relación de la generosidad con la esperanza
Es lógico detenerse brevemente en el estudio de la relación que existe entre la generosidad y la caridad. Como enseña Santo Tomás con frase de San Ambrosio, «la caridad es la forma de las demás virtudes»[1], porque a todas ellas las ordena hacia el fin último y, por tanto, dota de bondad el acto propio de cada una.
El acto distintivo de la virtud de la caridad es la dilección, que consiste en un deseo de unión con el objeto conocido[2]. Santo Tomás, en la cuestión relativa a la caridad, analiza, en un primer momento, tres actos o efectos interiores de la dilección: el gozo, la paz y la misericordia[3]. De estos tres efectos interiores de la caridad, el que resulta más interesante para nuestro estudio es el de la misericordia, pues es ella la que mueve al hombre a la compasión por la miseria ajena y lo impulsa a buscar el bien para aquel que sufre o le falta lo necesario.
Santo Tomás adopta como suya una definición agustiniana de misericordia: «la misericordia es la compasión de la miseria ajena en nuestro corazón, por la cual nos compele a socorrer, si podemos»[4]. Esta definición sustenta toda la enseñanza del artículo que dedica a este tema.
Es interesante destacar también el análisis etimológico que Santo Tomás realiza del término, que une en un solo concepto las palabras latinas miserum cor[5]. La misericordia surge como consecuencia de la compasión que nace en el corazón del hombre al descubrir la miseria ajena.
La relación de la misericordia con la generosidad surge, justamente, a partir del análisis del sentido que Santo Tomás otorga al término miseria. Comienza el Aquinate por oponer la miseria a la felicidad:
«La miseria se opone a la felicidad. Y es de esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, pues como dice San Agustín: “Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y nada malo quiere”»[6].
No cabe duda que en el contenido de ese deseo de todo lo bueno se incluyen también los bienes materiales necesarios para obtener un nivel de vida digno. Santo Tomás señala tres formas que puede presentar este deseo: «Primeramente con apetito natural, como los hombres quieren ser y vivir. De una segunda manera se desea algo por elección o premeditación. Finalmente, no queriéndolo directamente, sino en su causa; como de quien apetece ingerir cosas nocivas decimos que en cierto modo quiere enfermar»[7].
Cuando una persona se ve imposibilitada para satisfacer cualquiera de estos tres tipos de deseos, surgen los tres tipos de miserias que conforman la materia de la misericordia: el primero es la falta de bienes necesarios para el sustento, el segundo cuando el hombre, persiguiendo un fin bueno, sufre un mal no deseado, y por último, cuando a aquella persona que siempre ha gozado del bien le sobreviene un mal plenamente contrario a su voluntad. A cada uno de estos niveles de miserias, Santo Tomás asigna un nivel creciente de compasión y conmiseración.
«Así, pues, la misericordia encuentra ocasión en la miseria. En primer lugar, en aquello que repugna el apetito natural del que desea, cuales son los males que arruinan y contristan, cuyos contrarios apetece el hombre. Por eso, el Filósofo dice que “la misericordia es una tristeza por el mal presente, que arruina y entristece”. En segundo lugar, esos males mueven a la misericordia si van contra la voluntad de elección, y así, allí mismo dice el Filósofo que estos males son más dignos de compasión “cuya causa es la fortuna”, esto es, “cuando sobreviene un mal esperándose un bien”»[8].
Por tanto, a partir de la materia propia de la misericordia, podemos realizar un primer análisis de su relación con la generosidad. Podemos afirmar que existe una doble relación.
La primera surge del primer tipo de miseria que mueve a la compasión al hombre misericordioso: es decir, cuando la persona no tiene la posibilidad de acceder a los mínimos bienes necesarios para su sustento. Como causa de esta falta de bienes necesarios, surgen, como hemos visto, la ruina y la tristeza, que causan la compasión. Este tipo de miseria es llamado también pauperismo e implica la imposibilidad del manejo de bienes.
Por tanto, el hombre misericordioso es quien ayuda con sus bienes al miserable, y, para ello, tiene que estar desprendido de los bienes materiales, es decir, debe vivir la generosidad.
El segundo tipo de miseria descrito por Santo Tomás surge de la fortuna o mala suerte en el uso de los bienes materiales. Implica por tanto que una persona posee y usa de dichos bienes de forma generosa, pensando en el bien ajeno, con un desprendimiento virtuoso de las riquezas. Sin embargo, por motivos que no están al alcance de su mano, esa riqueza se pierde como consecuencia de los negocios realizados. En este caso, el objeto de la misericordia es la ausencia de riquezas del hombre que ha usado de ellas generosamente, pero con mala fortuna.
En este sentido, la misericordia mueve al hombre a dar sus bienes a quien los ha perdido fortuitamente y también para ello requerirá de la generosidad.
El Aquinate afirma que, en este caso, la persona es más digna de misericordia que en el anterior, pues la falta de bienes es fortuita y sufrida por quien ha puesto en juego sus bienes para realizar alguna obra buena[9].
Un segundo análisis se puede realizar desde el punto de vista del sujeto que realiza el acto misericordioso. Como hemos visto, el primer tipo de miseria surge de la falta de medios materiales: alimento, vestido, vivienda, etc. Siguiendo la enseñanza de Aristóteles, Santo Tomás destaca que esta necesidad insatisfecha de bienes materiales básicos para el sustento causa la ruina y la tristeza del hombre que la padece. Tanto la ruina como la tristeza constituyen verdaderos males, que mueven a los demás a la compasión y a la acción concreta para solucionar esta situación de precariedad.
No resulta difícil deducir que el resultado lógico de la compasión por las miserias ajenas es una disposición interior hacia la donación de riquezas personales para erradicar ese sufrimiento ajeno. A su vez, bien sabemos que la generosidad dispone al hombre hacia la donación de bienes, en la medida en que modera el deseo desordenado de riquezas. Por tanto, el acto propio de la misericordia y el de la generosidad coinciden: la disposición para la donación.
La diferencia radica en que el acto de misericordia es movido por la compasión hacia el mal ajeno, mientras que el acto de generosidad es impulsado por el desprendimiento interior de los bienes que se dan.
«El beneficio dado por misericordia es causado por los sentimientos de afecto hacia aquel a quien se da. Por eso, tal donación pertenece tanto a la caridad como a la amistad. Pero el beneficio dado por liberalidad tiene por principio un cierto afecto respecto al dinero, en cuanto ni lo desea ni lo ama demasiado. (...) Por lo tanto no pertenece a la caridad sino a la justicia, que tiene por objeto las cosas exteriores»[10].
En términos generales podemos concluir que el objeto de la misericordia es la otra persona, su condición miserable, sus necesidades, que llevan al hombre misericordioso a poner sus bienes a disposición de quien se encuentra en esta condición, es decir, al ser generoso.
A modo de conclusión, podemos afirmar que ambas virtudes contribuyen a generar las disposiciones necesarias para realizar la misma acción, el dar. Ahora bien, la misericordia se mueve por amor hacia el prójimo a quien da, y la por el amor moderado hacia los bienes materiales.
La envidia es el vicio que se opone directamente a la misericordia, porque el envidioso se entristece del bien del prójimo, y el misericordioso, en cambio, de su mal[11].
Santo Tomás define varios tipos de envidia con el fin de determinar si cada uno de ellos es o no pecado. Cada una de estas clases de envidia se relaciona de forma distinta con la generosidad.
La primera clase de envidia es la tristeza personal por el bien del otro cuando ese otro puede utilizar los bienes de forma injusta contra quienes pretenden hacer el bien. Siguiendo una enseñanza de San Gregorio, Santo Tomás justifica este tipo de envidia, que puede tenerse sin pecado. Para explicar su posición afirma que «suele acaecer muchas veces que, sin perder la caridad nos alegre la ruina del enemigo, como, sin culpa de envidia, nos contriste su gloria, ya que creemos que con su caída se elevan justamente otros, y por la elevación de aquél tememos que sean injustamente oprimidos muchos»[12].
La relación con la generosidad de este tipo de envidia es muy tangencial: se puede decir en cierta medida que el objeto de esta envidia es la falta de generosidad de otros, que por avaricia y falta de desprendimiento de los bienes, cometen grandes injusticias con los más necesitados, y faltan a su vez con sus deberes de caridad.
Un segundo tipo de envidia, dentro de esta enumeración que estamos analizando, es la tristeza que surge con el bien ajeno, pero no porque el otro posea dicho bien, sino porque a nosotros nos falta. El Aquinate llama a este tipo de envidia celo, y afirma que, cuando versa sobre bienes honestos, no es un vicio, sino un bien laudable. Es lo que en el lenguaje actual llamamos la envidia buena. Es lógico que, al descubrir en otras personas bienes espirituales que nosotros no poseemos, se haga patente esa ausencia, generando cierta tristeza que sirve de impulso a la lucha personal. Sin embargo, añade Santo Tomás, cuando esta envidia se da respecto a bienes materiales, puede ser buena o mala[13].
La relación de este tipo de envidia con la generosidad es más estrecha. En primer lugar porque la misma generosidad ajena puede ser objeto de esta envidia buena, cuando uno descubre la generosidad de otros y la compara con la falta de generosidad propia.
A su vez, cabe destacar que la envidia de bienes materiales ajenos, cuando uno no los posee, puede ser buena o mala. ¿Pero cómo determinar cuándo es buena o cuándo mala? Santo Tomás no aporta respuesta, pero se deduce de su enseñanza que para dar respuesta a esta pregunta es necesario considerar las disposiciones internas del la persona envidiosa. Si la envidia de riquezas ajenas es movida por un deseo personal desordenado de bienes materiales, esa envidia es viciosa. En cambio, cuando la envidia surge de un deseo moderado de bienes ajenos, que implica la existencia de una disposición interior de desprendimiento de esos bienes que no se poseen, esa envidia no puede ser calificada como pecado.
El tercer tipo de envidia, que nace de una enseñanza aristotélica, es la tristeza que surge con el bien del otro en cuanto que éste no es digno del bien que le sobreviene. Explica Santo Tomás que esta clase de tristeza no puede surgir de los bienes honestos que otros consigan, pues dichos bienes hacen justa a la persona. El objeto de este tipo de envidia son siempre las riquezas y otros bienes materiales que suelen tocar a dignos e indignos. El Aquinate rectifica la enseñanza de Aristóteles, y afirma:
«Conforme a la enseñanza de la fe, los bienes temporales que caben a los indignos por justa ordenación de Dios, están destinados o para su corrección o para su condena, y son como nada en comparación de los bienes futuros reservados a los buenos. Por lo cual, en la Escritura se prohíbe esa tristeza: “No te impacientes con los malvados, no envidies a los que hacen el mal” (Ps 36,1); y en otro lugar: “Estaban ya deslizándose mis pies porque miré con envidia a los impíos, viendo la prosperidad de los malos” (Ps 72, 2-3)»[14].
Esta clase de envidia, condenada por Santo Tomás, surge de una visión chata y poco sobrenatural de los bienes materiales. El envidioso no descubre la condición de instrumento de las riquezas, que pueden ser de utilidad incluso para una persona considerada indigna de poseer dichos bienes. Los bienes materiales pueden constituir, según Santo Tomás, un medio para que esa persona descubra el bien que con ellos puede realizar a los demás.
En resumen, las riquezas pueden constituir un instrumento de Dios para cambiar a la persona encerrada en sí misma y despreocupada por los demás. En este sentido existe una estrecha relación con la generosidad, pues el desprendimiento de los bienes materiales personales eleva la visión humana de las riquezas, las convierte en instrumento al servicio de Dios y de los demás hombres, y fomenta el abandono de todos los bienes personales en manos de la providencia divina.
El cuarto y último tipo de envidia es el más sencillo de entender: consiste en entristecerse de los bienes ajenos en cuanto son mayores a los que uno posee. Esta es la envidia propiamente dicha, y siempre constituye un mal pues «se duele de lo que debería alegrarse, a saber, del bien del prójimo»[15].
La relación de esta clase de envidia con la generosidad es patente, pues surge siempre de un deseo desordenado de riquezas: no importa la cantidad de bienes que uno posea, siempre se querrá tener más porque otros nos superan. Está claro que el motivo de esta envidia no puede ser otro que la avaricia y la soberbia de la persona.
Cuando Santo Tomás estudia los actos o efectos exteriores de la caridad, no lo hace de modo exhaustivo, pues se limita exclusivamente a investigar la beneficencia, la limosna y la corrección fraterna[16].
La beneficencia es presentada por Santo Tomás como el resultado natural y lógico de la benevolencia. El concepto de benevolencia está implícito en el de dilección y consiste en el simple acto de querer un bien para otro[17]. Sin embargo, por su propia naturaleza, la benevolencia tiende a hacerse efectiva –a pasar a la acción– y da lugar a la beneficencia. Cuanto se estudia la caridad desde este punto de vista, se aproxima al concepto de generosidad, que tiene como acto propio el dar bienes a los demás.
Para el estudio de la relación entre la beneficencia y la generosidad, Santo Tomás se sirve de la distinción entre la beneficencia general y la beneficencia especial. Como hemos dicho, a la beneficencia no le importa otra cosa que hacer el bien a otro. Este bien puede ser realizado de dos maneras. Primeramente bajo la razón común de bien, es decir, cuando la voluntad se mueve hacia su objeto (que es el mismo bien). A este acto se le llama beneficencia general porque no se busca un bien específico, sino el bien total –o general– del otro. Esta clase de beneficencia pertenece a la caridad o a la amistad[18].
En cambio, si el bien que se busca para el otro es un bien específico, determinado, se trataría de la beneficencia especial y dejaría de pertenecer a la caridad para relacionarse más directamente con alguna de las virtudes especiales. Dicho con palabras de Santo Tomás: «si el bien que uno hace a otro se toma bajo especial modalidad de bien, de esta suerte tomará la beneficencia esencia especial y pertenecerá a una virtud especial»[19]. Por ejemplo: si alguien busca dar a otro un bien que le es debido, esta acción no pertenece al campo de la caridad, sino al de la justicia.
Los párrafos anteriores permiten entender unas palabras de Santo Tomás en las que distingue los conceptos de justicia, misericordia y caridad: «Así como la amistad o caridad ve en la merced hecha la razón común de bien, la justicia ve allí una razón de débito. En cambio, la misericordia, el socorrer la miseria o las deficiencias»[20]. La beneficencia, en general, realiza actos buenos por la simple razón de bien que descubre en el acto, y en este sentido se relaciona con la caridad, pero cuando una obra buena se realiza por la existencia de un deber, no se trata propiamente de beneficencia, sino de justicia.
Si a esta distinción agregamos el concepto de generosidad como virtud potencial de la justicia, podemos concluir que la generosidad realiza el mismo acto que la misericordia, la justicia y la beneficencia, pero en cuanto que el hombre se encuentra desprendido de los bienes materiales.
Este análisis nos permite entender la posibilidad, planteada por Santo Tomás, de que un hombre, al hacer una donación, puede estar realizando un acto de caridad y no un acto de generosidad. Esto se debe a que dicho acto se lleva a cabo simplemente para realizar un bien a otra persona a la que se ama, pero con cierta codicia de retener. Por tanto, dicha acción no puede ser calificada como generosa, y, en cambio, puede ser un acto de caridad. La razón se encuentra en que, en este caso, la donación a un ser querido de un bien al que estoy apegado, no rebaja la amistad, sino que más bien la perfecciona.
«En la donación de dones hay que atender a dos cosas: la dádiva exterior y la pasión interior que tiene uno por las riquezas, que lleva a deleitarse en ellas. A la liberalidad toca moderar la pasión interior, a saber: no excederse en codiciar y en amar el dinero; y es así como el hombre se vuelve fácilmente distribuidor de dones. Por donde, si el hombre hace una gran merced, pero con cierta codicia en retener, la dádiva no es liberal. Por parte de la dádiva exterior, a la amistad o caridad pertenece la disposición del beneficio en general. De aquí que, si alguien da a otro por amor la cosa que desea guardar, no rebaja la amistad, antes demuestra perfección en ella»[21].
La limosna es uno de los actos exteriores de la caridad. Para dar argumentos que sostengan esta afirmación, Santo Tomás dice que «los actos exteriores pertenecen a la misma virtud que el motivo que impulsa a obrar tales actos»[22], y, como el motivo de realizar limosnas es el socorrer por compasión a quien pasa necesidad, es factible concluir con el Aquinate que dar limosna es un acto de caridad mediante la misericordia[23].
Estas afirmaciones las deduce a partir de una definición de limosna que toma de San Alberto: «es una obra por la cual es dado algo al indigente por compasión y por amor de Dios»[24].
Surge inmediatamente la incógnita de cómo se relaciona el acto de la limosna con el de la liberalidad, porque ambos consisten en dar bienes propios a quien los necesita. Santo Tomás da respuesta a esta incógnita de modo didáctico y sencillo aclarando que la limosna, por consistir en una donación de la propia riqueza, sí pertenece a la generosidad, pero sólo «en cuanto que ésta impide la retención y el aprecio excesivo de riquezas, que harían imposible la limosna»[25].
La generosidad, por tanto, es presentada por el Aquinate como una condición que facilita la limosna. Si no se vive desprendido de los propios bienes, ya sean superfluos o necesarios, el acto de la caridad se vuelve más difícil, o incluso imposible de realizar[26].
Sin embargo, el concepto de limosna se aleja del de generosidad cuando se trata de la limosna espiritual. Bien sabemos que a la generosidad le corresponde el uso y distribución de riquezas y, por tanto, excluye, según la extensión que da Santo Tomás al término, los bienes espirituales.
De todas formas, al enunciar las limosnas corporales, Santo Tomás nos da más pistas sobre su relación con la generosidad. La clasificación tomista de limosnas corporales es compleja y llevaría mucho tiempo detenerse en cada una de ellas. Sin embargo, simplificando, podemos llegar a la siguiente lista: dar alimento al hambriento, bebida al sediento, vestido al desnudo, posada al peregrino, visitar a los enfermos, redimir al cautivo y dar sepultura a los muertos[27].
Cabe notar que no existe una mención expresa de las riquezas, por lo que parece que la generosidad no fuera necesaria para la realización de limosnas corporales. Pero Santo Tomas sale al paso de esta falsa impresión y afirma:
«Las riquezas que remedian la pobreza no se buscan sino para subvención de las deficiencias dichas, por eso no se hace especial mención de ellas»[28].
Con este texto reafirma Santo Tomás el carácter facilitador que la generosidad tiene para el acto caritativo de la limosna y da a entender además su carácter general, es decir que al estar desprendido de las riquezas, el hombre se encuentra dispuesto a realizar cualquier tipo de limosna corporal. Este carácter general propio de las riquezas es un tema recurrente en la enseñanza tomista y un aspecto importante a tener en cuenta a la hora de relacionar la generosidad y la limosna.
«La generosidad se ordena a todos los bienes predichos [bienes corporales, el bien común y bienes espirituales], porque, en efecto, el hombre que no está apegado al dinero fácilmente lo utiliza para sus necesidades, para las del prójimo y para el culto a Dios. Por esta universalidad de buenas obras tiene la generosidad una cierta excelencia»[29].
Con esta afirmación, el Aquinate da un paso más y relaciona las riquezas también con las limosnas espirituales. Lo hace en el artículo siguiente, al estudiar la importancia relativa de la limosna corporal y la espiritual.
«En algunos casos concretos, la limosna corporal lleva ventaja a ciertas espirituales: al que muere de hambre, antes que enseñarle, se ha de darle alimento, pues el Filósofo dice que “es mejor dotar al indigente que volverlo filósofo”, aunque esto sea mejor en términos absolutos»[30].
Muchas veces, los medios materiales resultan condición indispensable para alcanzar los espirituales. Es evidente que para que una persona alcance bienes espirituales, antes que nada, debe haber obtenido un nivel de vida material digno, que le permita elevar su alma a los valores superiores, que son los espirituales.
Sin embargo, Santo Tomás no se queda aquí. Las riquezas materiales no son una simple condición para «dar el salto» hacia los bienes espirituales, sino que además siempre pueden ir acompañadas de eficacia sobrenatural. La razón estriba en que lo importante de la limosna no está en el hecho material de dar un bien a otro, sino en la intención con que se da. El Aquinate ilustra esta enseñanza con el ejemplo de la viuda pobre del Evangelio de San Lucas, que mereció el elogio del Señor: «dio más que todos» (Lc. 21,2).
«La viuda, dando menos en cantidad, dio más en proporción, por lo cual se pone en ella mayor afecto de caridad, que es lo que da eficacia espiritual a la limosna»[31].
Si volvemos a la relación con la generosidad, podemos concluir que el desprendimiento de los bienes materiales facilita la realización de las limosnas corporales. A su vez, si éstas se realizan con verdadero e intenso afecto de caridad, se obtendrá, por medio de esta obra, una mayor eficacia sobrenatural. Por tanto, resulta lógico afirmar que la generosidad facilita la eficacia sobrenatural de los actos humanos. Dicho de forma negativa, el apego inmoderado a los bienes materiales imposibilita que el hombre realice obras meritorias con sus riquezas.
«La limosna corporal puede considerarse de tres modos. En primer lugar, substancialmente. De este modo no obra más que el efecto corporal, por cuanto llena las necesidades corporales de los prójimos. Por parte de su causa, la limosna corporal se da por amor de Dios y del prójimo; en este sentido, da fruto espiritual: “pierde el dinero por el pobre, pon tu tesoro en los preceptos del Altísimo, y te aprovechará más que el oro”. Finalmente, de parte del efecto. También allí se recoge fruto espiritual: el prójimo socorrido con limosna corporal se mueve a rezar por el bienhechor»[32].
Otra interesante pregunta que se realiza Santo Tomás es si el hombre debe dar limosna de lo que necesita para sí y para el mantenimiento de los suyos. Esta pregunta implica una clasificación de los bienes personales en necesarios y superfluos, que vale la pena estudiar.
Lo primero que destaca Santo Tomás es el derecho de propiedad que cada individuo posee sobre los bienes que el Señor ha puesto a su disposición, pues «a cada cual le es lícito el uso y retención de sus cosas»[33]. Sin embargo, el precepto de la caridad exige que la persona socorra las necesidades del prójimo, que se realiza mediante la limosna. Pero este precepto debe ser cumplido siguiendo la recta razón, que impulsa a procurar primero lo necesario para el sustento personal y de las personas más allegadas, dando limosnas de los bienes sobrantes.
«“Dad limosna de lo que os sobre” (Lc. 11,41). Y llamo superfluo no sólo lo que es respecto de su persona, lo innecesario para el individuo, sino también en relación a los sometidos a su cuidado (...), ya que es menester que antes esté provisto él y los de sus desvelos, y después con lo sobrante subvenga a las necesidades de los demás»[34].
Cabe el riesgo de caer en la tentación de querer determinar un punto de inflexión entre lo superfluo y lo necesario. Santo Tomás no da una medida, siempre deja abierta la decisión a la prudencia y responsabilidad personal, porque es un punto que depende de las circunstancias personales y familiares de cada uno.
A pesar de que la medida de lo necesario o lo superfluo dependa de las circunstancias personales, Santo Tomás define y clasifica los bienes necesarios. Dicha clasificación nos resultará de utilidad para establecer ciertos criterios de decisión a la hora de dar un bien propio a otro.
Según Santo Tomás se puede hablar de necesario para quien da en dos sentidos: el primero es cuando aquello que da pone en peligro la vida de quien lo dona y la de su familia pues le quita el sustento. Estos bienes pueden ser dados como limosna en raras excepciones, por ejemplo, cuando por medio de ella se obtuviera la libertad de un gran personaje que sostenga la Iglesia o la República[35], porque el bien común siempre debe ser preferido al propio. Pero es una situación excepcional, difícil que se dé con frecuencia.
El segundo sentido de lo necesario lo constituyen todas aquellas cosas sin las cuales la persona y sus allegados no desarrollarían convenientemente la vida según su condición y estado personal. Santo Tomás deja claro aquí la flexibilidad de este criterio, que no establece, como hemos dicho, un límite fijo y estricto.
«El término de ese necesario no se funda en algo indivisible [o mejor dicho fijo], antes bien, se le puede añadir mucho, y aún así no pasar el límite de lo necesario y se le puede restar mucho y quedar bastante para desenvolver la vida de un modo congruente al propio estado»[36].
Santo Tomás enseña que los bienes necesarios que se encuentran dentro de estos límites señalados y que no afectan el modo de vida de la persona, son susceptibles de ser entregados como limosnas, pero no constituyen una obligación que cae bajo precepto, sino como consejo.
Por otro lado, todo lo que supere este flexible límite de lo necesario cae bajo el concepto de bienes superfluos. Al respecto, el Angélico deja claramente establecido que dar limosna de los bienes superfluos es un precepto que obliga gravemente. Creo que esta larga cita, que incluye un texto de San Basilio, ilumina la postura del Aquinate sobre el deber de dar las riquezas superfluas como limosnas a los más necesitados.
«Los bienes temporales, que divinamente se confieren al hombre, son ciertamente de su propiedad; pero su uso no solamente debe ser suyo, sino también de aquellos que pueden sustentarse con lo superfluo de ellos. Por eso dice San Basilio: “Si confiesas que se te han dado divinamente los bienes temporales, ¿es injusto Dios al distribuir desigualmente las cosas? ¿Por qué tú abundas, ya que él, en cambio, mendiga, sino para que tú consigas méritos con tu bondadosa dispensación y él sea decorado con el galardón de la paciencia? Es pan del hambriento el que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se te apolilla y dinero del pobre el que tienes soterrado. Por lo cual en tanto sufres vilipendio en cuanto no das lo que puedes”»[37].
Respecto de los bienes materiales superfluos, Santo Tomás llama a no caer en el error de guardar bienes innecesarios por la pura probabilidad futura de que suceda cualquier infortunio, «pues no es menester que prevea todos los reveses futuros que le pueden sobrevenir; esto sería pensar en el mañana, prohibido por el Señor. (Cfr. Mt 6,34)»[38].
Existe otra circunstancia que amplía el precepto de dar los bienes personales: la necesidad extrema del indigente o de la república. Hay situaciones en las que se peca mortalmente si se omite dar limosna, aunque sea de bienes necesarios. Es cuando quien la recibe manifiesta una clara y evidente necesidad y no existe nadie más que pueda solventarla en el momento[39].
Esta clasificación de riquezas necesarias o superfluas resulta de gran utilidad para la relación entre la limosna y la generosidad. Para que la decisión de dar sea justa y caritativa, la medida de la donación tiene que ser adecuada a la recta razón[40]. A su vez, para que la decisión se adecue a la recta razón, se requiere como condición indispensable que exista una moderación en el afecto del apetito concupiscible hacia dichos bienes, y como bien sabemos, esta moderación es una función propia de la virtud de la generosidad.
En conclusión, sólo mediante un desprendimiento moderado de los bienes materiales el hombre podrá definir prudentemente qué bienes resultan necesarios para su sustento y el de su familia, y cuáles pueden considerarse como superfluos y factibles de ser entregados como limosnas para el bien de los más necesitados. En cambio, un afecto desordenado hacia los bienes no logrará determinar el punto medio justo, y frenará, o por lo menos dificultará, el acto caritativo de la limosna.
Es lógico que se encuentre cierta dificultad a la hora de definir la esperanza, que, por un lado, es enumerada por Santo Tomás entre las pasiones y, por otro, es una virtud teologal.
El análisis etimológico del término esperanza puede ayudar a la hora de entender el sentido del concepto. Su origen en las lenguas románticas se encuentra en los términos spes ysperare, que surgen respectivamente de las palabras griegas elpis y elpizo. Estas palabras, a su vez, derivan de la raíz felp, que significa desear o querer algo ardientemente. Por tanto, la espera de algo implica el ardiente deseo de lo que esperamos. Por otro lado, algunos autores modernos se inclinan a pensar que el término esperanza deriva de la raíz spa, que se relaciona, a su vez, con la noción de cierta expansión o tendencia.
De este breve análisis etimológico se deduce que, por su mismo significado original, la esperanza implica un deseo ardiente de algún bien sensible, y a su vez, la intención o movimiento del ánimo hacia un bien determinado[41]. Por este motivo, la esperanza es inscrita por Santo Tomás entre las pasiones del apetito sensible.
«La esperanza, por implicar una inclinación del apetito hacia el bien, pertenece evidentemente a la potencia apetitiva, pues el movimiento hacia las cosas copete propiamente al apetito»[42].
Pero la esperanza no es simplemente un deseo ardiente de algo, sino que implica además la expectación de un bien determinado, es decir, la confianza de alcanzar un bien futuro, arduo y posible. Estas son las notas características de la esperanza.
A su vez, la esperanza puede ser humana o sobrenatural. Humana, en cuanto que el bien arduo futuro lo puede ser también objeto de voluntad; y sobrenatural, en cuanto se desea conseguir a Dios mismo, lo cual no está al alcance de las fuerzas humanas naturales.
«Hemos dicho también que hay una doble medida en las acciones humanas: una próxima y homogénea, cual es la razón, y otra suprema y trascendente, que es Dios Así, toda acción humana fundada en al razón o que alcanza a Dios es buena. Y el acto de la esperanza que aquí hablamos alcanza a Dios»[43].
Siguiendo el rumbo marcado por el Aquinate en este texto, dejaremos de lado la esperanza como pasión y nos centraremos en la esperanza como virtud. Es decir nos alejaremos del bien arduo, futuro y posible que el hombre puede conseguir por sus propias fuerzas e inclinaciones y nos centraremos en el bien que se espera por el auxilio divino, que es Dios mismo[44].
Para profundizar en esta idea puede servir el análisis del objeto propio de la virtud de la esperanza que realiza Santo Tomás:
«Hemos dicho que la esperanza de que ahora tratamos alcanza a Dios, al apoyarse en su auxilio para conseguir el bien esperado. Conviene que el efecto sea proporcionado a su causa, por lo tanto, el bien que propia y principalmente debemos esperar de Dios es un bien infinito proporcionado al poder de Dios que ayuda, pues es propio del infinito poder llevar al bien infinito. Este bien es la vida eterna, que consiste en la fruición del mismo Dios, no debiendo de esperar de Él menos que a Él mismo, puesto que no es menor su bondad, por la que comunica bienes a la criatura, que su esencia. En consecuencia, el objeto propio y principal de la esperanza es la bienaventuranza eterna»[45].
Este auxilio divino, al que llama también ayuda de Dios o bondad divina, constituye el objeto formal de la esperanza teologal. Las fuentes de esta enseñanza tomista se encuentran en San Alberto Magno y en San Buenaventura[46]. Es interesante destacar este origen, pues en él se puede encontrar la primera relación de la esperanza con la generosidad.
Sostienen San Alberto y San Buenaventura que la esperanza tiene su motivo en la omnipotencia del Dios que auxilia, y lo enseñan afirmando que la esperanza radica en la «virtud y la largueza divinas»[47]. Santo Tomás no utiliza mucho esta expresión de su maestro en sus obras de madurez, sólo lo hace en su temprano Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo[48].
Al afirmar que la esperanza tiene por objeto formal la bienaventuranza, y que ésta sólo se puede alcanzar con la ayuda del auxilio divino, se está haciendo referencia a la largueza o generosidad de Dios, que da gratuitamente a los hombres el don de alcanzar el fin último, que es Él mismo. Por tanto, la generosidad divina se encuentra en la raíz misma de la esperanza, es la que sustenta y da las fuerzas necesarias para tener la certeza del auxilio divino que permitirá alcanzar el bien arduo sobrenatural que el hombre se propone.
Es lógico preguntarnos en este momento si cabe la posibilidad de poner la esperanza en otro bien distinto a la bienaventuranza eterna. Por supuesto que la respuesta de Santo Tomás es afirmativa, pero con la condición de que dicho bien, distinto al fin último del hombre, esté ordenado a la bienaventuranza, o, lo que es lo mismo, que constituya un instrumento o medio para conseguirla.
«Cualquier otro bien no lo debemos pedir a Dios sino en orden a la bienaventuranza eterna. De ahí que la esperanza se dirige principalmente al a bienaventuranza eterna y secundariamente a las otras cosas que se piden a Dios en orden a ella; lo mismo la fe tiene por objeto principal a Dios y como objeto secundario lo que a Él se ordena»[49].
Santo Tomás explica este punto con detenimiento y profundidad filosófica al estudiar si se puede lícitamente esperar en el hombre. En esta cuestión no sólo se plantea si es lícito poner la esperanza en los hombres, sino en todos aquellos bienes inferiores al fin último.
Lo primero que hace notar Santo Tomás es que tanto en la causa final –la bienaventuranza eterna–, como en la causa eficiente de la esperanza –el auxilio divino–, se pueden detectar un elemento principal y otro secundario:
«El principal fin es el fin último, y el secundario es el bien ordenado al fin. Paralelamente, la causa agente principal es el agente primero y la causa eficiente secundaria es el agente instrumental secundario»[50].
Santo Tomás identifica la bienaventuranza eterna con el fin último de la esperanza, y el auxilio divino con el agente principal que conduce a la bienaventuranza. Por tanto, el resto de los bienes inferiores al bien eterno –Dios mismo–, incluido el hombre, constituyen agentes secundarios y fines intermedios de la esperanza.
«Y así como no es lícito esperar bien alguno como último fin fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la beatitud, del mismo modo no es lícito esperar en ningún hombre o criatura como primera causa que conduce a la bienaventuranza. Pero sí es lícito esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario o instrumental con que ayudarse a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza»[51].
Santo Tomás deja muy clara la necesidad de una jerarquía de bienes que comienza por Dios, continúa con los bienes espirituales y culmina con los bienes materiales. Esta jerarquía rige también el orden de la esperanza y nos lleva a buscar los bienes inferiores sólo en la medida que nos conducen a los superiores. En este sentido, la generosidad resulta una virtud que facilita la esperanza verdadera, pues es a esta virtud a la que le corresponde el recto ordenamiento de los bienes materiales como instrumentos para alcanzar los superiores. ¿Por qué? Porque un deseo exagerado de riquezas implicaría un desorden grave: la avaricia, que lleva a considerar las riquezas no como instrumentos útiles para alcanzar bienes superiores, sino como fines en sí mismos.
«Los bienes exteriores son medios útiles para conseguir un fin. Por eso es necesario que el deseo o apetito de dinero guarde una cierta medida, y ésta es que el hombre busque las riquezas en cuanto son necesarias para la propia vida, de acuerdo con su condición social. Y por consiguiente, el pecado se dará en el exceso de esta medida, cuando uno quiera adquirir y retener riquezas sobrepasando la proporción debida»[52].
El deseo inmoderado de riquezas se puede definir también como un exceso de confianza en los bienes materiales, que lleva a poner en ellos nuestro fin y a despreciar el auxilio divino. Por este motivo, la falta de generosidad no es solamente un pecado contra uno mismo y contra el prójimo, sino que es, sobre todo, un pecado contra Dios «en cuanto se desprecia el bien eterno a cambio del temporal»[53].
Sin embargo, las virtudes teologales no pueden darse como un medio entre dos extremos. «Por su objeto propio, no les compete consistir en un medio (...). Así, la fe no puede tener medio y extremos en cuanto es adhesión a la verdad primera, pues nadie puede adherirse a ella excesivamente»[54]. Lo mismo sucede con la esperanza, que no tiene medio ni extremos por parte del objeto principal, porque nadie puede afirmar que tiene una excesiva confianza en la ayuda divina. Sí, en cambio, cabe un medio y extremos en la esperanza de alcanzar bienes materiales, «en cuanto que es factible que alguien crea poder alcanzar bienes que le superan o desesperar de bienes que tiene al alcance de la mano»[55]. Bajo este aspecto se distinguen la generosidad, virtud humana, de la esperanza, virtud teologal: mientras que la primera tiene por objeto un instrumento para alcanzar el fin, es decir, las riquezas, la esperanza tiene por objeto el fin mismo, Dios.
Hemos visto cómo el deseo y amor por las riquezas –pasiones del concupiscible– constituyen la materia próxima de la generosidad. Esto hace pensar, en un primer momento, que la generosidad debe ser considerada dentro de la virtud cardinal de la templanza. Sin embargo, según el doctor Angélico, la materia de la generosidad difiere de la materia de la templanza, porque mientras ésta tiene por objeto la concupiscencia de los placeres carnales, la concupiscencia del dinero «no es carnal sino más bien espiritual»[56].
Para entender el significado de la expresión magis animalis, usada por Santo Tomás, es necesario recurrir al tratado de las pasiones, más concretamente a las cuestiones treinta y treinta y uno de la Prima Secundae. Allí el Aquinate desarrolla su doctrina sobre el deseo (o concupiscencia) y la delectación (o gozo), que son dos pasiones del concupiscible.
En las mencionadas cuestiones, Santo Tomás explica que no existe una sola clase de deseos:
«El deseo, propiamente hablando, puede pertenecer no sólo al apetito inferior, sino también y con mayor razón al superior, por cuanto no implica asociación alguna con la cosa deseada, como en la concupiscencia[57], sino un simple movimiento hacia ella»[58].
Por consiguiente, también el gozo que produce la obtención de la cosa deseada puede ser de distintas clases: en la división de la delectación o gozo hecha por el doctor Angélico se distingue, en un primer momento, la corporal –a la que llama también natural[59], carnal[60] o mixta[61]– de la del alma[62] –que denomina en otras ocasiones como espiritual[63], inteligible[64], pura o simple[65]–.
Las delectaciones corporales son «las que se realizan en la sensación, como las delectaciones en las comidas y las venéreas»[66], que son propias de la facultad orgánica de la persona. La moderación de dichas delectaciones es tarea principal de la templanza. En cambio, «delectaciones espirituales [o del alma] se dicen las que terminan en la sola aprehensión del alma»[67]. Se penetra de esta forma en el campo de las potencias espirituales, donde la templanza ya no cumple un papel principal, dejando su puesto a virtudes como la justicia o la caridad.
El deseo de riquezas tiene su punto de origen en el apetito concupiscible, pero el gozo que ellas brindan no culmina en un placer corporal –como el producido por la comida–, sino que es un gozo espiritual, que se realiza en el apetito racional o voluntad. Estas delectaciones a las que se hace referencia afectan al apetito concupiscible de un modo psicológico, diverso al simple placer fisiológico[68].
La distinción entre concupiscencia carnal y espiritual resulta mucho más sencilla si enfocamos el problema desde el punto de vista del objeto. Mientras que la concupiscencia carnal tiene por objeto el bien deleitable –el placer sensible–, la concupiscencia espiritual tiene por objeto el bien útil, es decir, aquel que «no se busca por sí mismo, sino por el fruto y la utilidad que reporta, como es el caso de las riquezas»[69].
En este sentido, los bienes útiles constituyen medios para que el hombre obtenga no solamente bienes que satisfagan sus necesidades personales corporales –bienes deleitables–, como el alimento o el vestido, sino que con ellos también puede conseguir satisfacer las necesidades de los demás hombres. Por consiguiente, la generosidad, que tiene por materia las riquezas, trasciende en cierta medida la templanza. Sin embargo, también la requiere, pues si existe un deseo desordenado de bienes personales deleitables, las riquezas no serán usadas sino para satisfacer dicho deseo.
Pero Santo Tomás no sólo relaciona las riquezas con el bien útil y deleitable, sino también con el bien honesto[70]. Es interesante este estudio, pues nos permite descubrir el sentido positivo que el Aquinate otorga a las riquezas y a todos los bienes materiales en general, ya sea por su condición de criaturas de Dios o por su ordenamiento hacia Él.
El concepto de honestidad nos habla de la excelencia de un objeto. Es un concepto similar al de bondad, y el Aquinate lo asimila al término de virtud[71]. Ahora bien, ¿porqué, siendo la honestidad un bien tan amplio y general, Santo Tomás la relaciona con la templanza, que regula el mas bajo de los apetitos del hombre? Justamente por esa radical oposición entre uno y otro, pues «a la templanza, se le debe un mayor honor por reprimir los vicios más execrables»[72].
«Hermoso y torpe son términos antagónicos que mutuamente se dan luz. Por eso la honestidad parece reducirse con especial motivo a la templanza, que refrena lo que hay en el hombre de más bajo y torpe, es decir, los placeres propios de brutos. Por eso, su mismo nombre de templanza lleva escondido un bien para la razón, al que corresponde moderar o temperar las concupiscencias depravadas»[73].
Sin embargo, la honestidad no depende de la templanza del mismo modo que la abstinencia y la sobriedad[74] –que son partes subjetivas– o la clemencia y la mansedumbre[75] –que constituyen partes potenciales–, sino como parte integral de la templanza, es decir como una condición necesaria para su existencia. La honestidad no es una virtud dependiente o inferior a la templanza. Por eso se explica la discrepancia entre la opinión de Cicerón, que afirmaba que la templanza es parte de la honestidad, y la de San Ambrosio y Macrobio, que piensan que la honestidad es parte de la Templanza[76].
La honestidad es cierta hermosura espiritual[77], y son bienes honestos aquellos que poseen cierta excelencia. De ahí que el bien honesto por antonomasia sea Dios mismo. Y en el ámbito de lo humano, se habla de bien honesto para referirse principalmente a las virtudes. Pero también son dignos de honor otros bienes inferiores a la virtud «en cuanto cooperan a su formación, por ejemplo, la nobleza, el poder y la riquezas»[78].
«Según la común estimación de los hombres, la excelencia que procede de las riquezas hace al hombre digno de honor, de ahí deriva que a veces se le aplique el nombre de honestidad a la prosperidad en bienes externos»[79].
Ahora bien, si la honestidad pertenece a la templanza, y las riquezas, además de bienes útiles, pueden ser consideradas como bienes honestos, parece lógico deducir que la virtud de la generosidad, que regula el uso de bienes materiales, se relaciona más estrechamente con la templanza que con la justicia. Para contrarrestar esta respetable posición, Santo Tomás ofrece diversos argumentos.
En primer lugar, como ya hemos dicho, si consideramos la honestidad en su máxima extensión, como lo hacía Cicerón, no puede ser parte de la templanza, y por tanto, los bienes honestos superan en dignidad a los bienes deleitables. En este sentido la generosidad tiene un objeto más amplio que la templanza[80].
Por otro lado, se puede enfocar la relación del honor y de la templanza no como opuestos que se asocian. En este sentido «a la justicia y a la fortaleza se debe mayor honor que a la templanza en virtud de la mayor excelencia que su objeto»[81]. La razón radica en que el uso de las riquezas para satisfacer necesidades ajenas es mas digno de honor que su uso para satisfacer los deseos personales.
A modo de resumen podemos afirmar que la enseñanza tomista sobre la diferencia entre pasiones espirituales y carnales es la que permite solucionar la distinción entre la generosidad y la templanza. En la cuestión 118, al tratar el tema de la avaricia, Santo Tomás deja zanjado el tema cuando dice:
«La avaricia, que tiene por objeto lo corporal, no busca un deleite corporal, sino únicamente espiritual, es decir, el placer de tener muchas riquezas. Y, por lo tanto, no es pecado carnal. Sin embargo, este objeto le coloca en un término medio entre los pecados puramente espirituales, que buscan un placer espiritual causado por un objeto espiritual –como la soberbia, que se deleita en su sentimiento de superioridad–, y los pecados puramente carnales, que sólo buscan el placer carnal sobre un objeto igualmente carnal»[82].
El argumento dado por Santo Tomás pretende, a nuestro entender, acercar la virtud de la generosidad al campo de la voluntad, y alejarla –sin independizarse totalmente– del ámbito del apetito concupiscible. Intenta identificar el acto de la persona generosa con una acción que trasciende –aunque la implica– la esfera meramente sensitiva.
[1] S.Th., II-II, q. 23, a. 8, sc: «Sed contra est quod Ambrosius dicit caritatem esse formam virtutum».
[2] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 2, co.
[3] Cfr. S.Th., II-II, qq. 28-30.
[4] S. Th., II-II, q. 30, a. 1, co: «Misericorida est alienae miseriae in nostro corde compassio, quea utique, si possumus, subvenire compellimur». Cfr. San Agustín, De Civitate Dei, IX, c. 5, PL 41, 261.
[5] Cfr. Ibidem.
[6] Ibidem: «Miseria autem felicitati opponitur. Est autem de ratione beatitudinis sive felicitatis ut aliquis potiatur eo quod vult, nam sicut Augustinus dicit, XIII de Trin., beatus qui habet omnia quae vult, et nihil mali vult». Cfr. San Agustín, De Trinitate, XIII, c. 5, PL 41, 1020.
[7] Ibidem: «Uno quidem modo, appetitu naturali, sicut omnes homines volunt esse et vivere. Alio modo homo vult aliquid per electionem ex aliqua praemeditatione. Tertio modo homo vult aliquid non secundum se, sed in causa sua, puta, qui vult comedere nociva, quodammodo dicimus eum velle infirmari».
[8] Ibidem: «Sic igitur motivum misericordiae est, tanquam ad miseriam pertinens, primo quidem illud quod contrariatur appetitui naturali volentis, scilicet mala corruptiva et contristantia, quorum contraria homines naturaliter appetunt. Unde philosophus dicit, in II rhet., quod misericordia est tristitia quaedam super apparenti malo corruptivo vel contristativo. Secundo, huiusmodi magis efficiuntur ad misericordiam provocantia si sint contra voluntatem electionis». Cfr. Aristóteles, Retórica, VIII, 1385 b, 13 y 1386 a, 5.
[9] Cfr. S.Th., q. 30, a. 1, co.
[10] S.Th., II-II, q. 117, a. 5, ad 3: «Datio benefici et misericordis procedit ex eo quod homo est aliqualiter affectus circa eum cui dat. Et ideo talis datio pertinet ad caritatem sive ad amicitiam. Sed datio liberalitatis provenit ex eo quod dans est aliqualiter affectus circa pecuniam, dum eam non concupiscit neque amat. Unde etiam non solum amicis, sed etiam ignotis dat, quando oportet. Unde non pertinet ad caritatem, sed magis ad iustitiam, quae est circa res exteriores».
[11] Cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 3, ad. 3.
[12] Ibidem, a. 2, co: «Evenire plerumque solet ut, non amissa caritate, et inimici nos ruina laetificet, et rursum eius gloria sine invidiae culpa contristet, cum et ruente eo quosdam bene erigi credimus, et proficiente illo plerosque iniuste opprimi formidamus».
[13] Cfr. Ibidem. Santo Tomás fundamenta la bondad del celo en la Sagrada Escritura citando a San Pablo: «Envidiad lo espiritual» (1Cor 14, 1).
[14] Ibidem: «Secundum doctrinam fidei, temporalia bona quae indignis proveniunt ex iusta Dei ordinatione disponuntur vel ad eorum correctionem vel ad eorum damnationem, et huiusmodi bona quasi nihil sunt in comparatione ad bona futura, quae servantur bonis. Et ideo huiusmodi tristitia prohibetur in Scriptura sacra, secundum illud psalm., noli aemulari in malignantibus, neque zelaveris facientes iniquitatem. Et alibi, pene effusi sunt gressus mei, quia zelavi super iniquos, pacem peccatorum videns».
[15] Ibidem: «Quia dolet de eo de quo est gaudendum, scilicet de bono proximi».
[16] Con el nombre de beneficencia, Santo Tomás describe todos los actos bienhechores del amor en general, mientras que la limosna y la corrección fraterna son obras caritativas particulares.
[17] Cfr. S.Th., II-II, q. 27, a. 2, co.
[18] Cfr. S.Th., II-II, q. 31, a. 1, co.
[19] Ibidem: «Si autem bonum quod quis facit alteri accipiatur sub aliqua speciali ratione boni, sic beneficentia accipiet specialem rationem, et pertinebit ad aliquam specialem virtutem».
[20] S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad 3: «Sicut amicitia seu caritas respicit in beneficio collato communem rationem boni, ita iustitia respicit ibi rationem debiti. Misericordia vero respicit ibi rationem relevantis miseriam vel defectum».
[21] S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad 2: «In collatione donorum duo sunt attendenda, quorum unum est exterius datum; aliud autem est interior passio quam habet quis ad divitias, in eis delectatus. Ad liberalitatem autem pertinet moderari interiorem passionem, ut scilicet aliquis non superexcedat in concupiscendo et amando divitias, ex hoc enim efficietur homo facile emissivus donorum. Unde si homo det aliquod donum magnum, et tamen cum quadam concupiscentia retinendi, datio non est liberalis. Sed ex parte exterioris dati collatio beneficii pertinet in generali ad amicitiam vel caritatem. Unde hoc non derogat amicitiae, si aliquis rem quam concupiscit retinere det alicui propter amorem; sed magis ex hoc ostenditur amicitiae perfectio».
[22] S.Th., II-II, q. 32, a. 1, co: «Exteriores actus ad illam virtutem referuntur ad quam pertinet id quod est motivum ad agendum huiusmodi actus».
[23] Cfr. Ibidem.
[24] Ibidem: «Eleemosyna est opus quo datur aliquid indigenti ex compassione propter Deum». Quizá se podría traducir: «una obra por la cual es dado algo al indigente por compasión y a causa de Dios» (Cfr. Alberto Magno, In Sent., IV, d. 15, p.2, a. 1, q.4).
[25] S.Th., II-II, q. 32, a. 1, ad 4: «Dare eleemosynam pertinet ad liberalitatem inquantum liberalitas aufert impedimentum huius actus, quod esse posset ex superfluo amore divitiarum, propter quem aliquis efficitur nimis retentivus earum». Esta enseñanza tomista sobre la distinción entre la liberalidad y la caridad se encuentra también en In Libros Sententiarum, IV, d. 15, q. 2, a. 1C, co. y ad 3.
[26] A pesar de la importancia de la generosidad para el acto caritativo, Santo Tomás deja abierta la posibilidad de que la persona pueda dar un bien a otro por amor, aunque se esté apegado a él. Este hecho, según el Aquinate, hace aún más perfecta la acción (Cfr. S.Th., II-II, q. 31, a. 1, ad. 2).
[27] Cfr. S.Th., II-II, q. 32, a. 2, co.
[28] Ibidem, ad. 2: «Divitiae autem, quibus paupertati subvenitur, non quaeruntur nisi ad subveniendum praedictis defectibus, et ideo non fuit specialis mentio de hoc defectu facienda».
[29] S.Th., II-II, q. 117, a. 6, co: «Liberalitas ordinatur in omnia bona praedicta, ex hoc enim quod homo non est amativus pecuniae, sequitur quod de facili utatur ea et ad seipsum, et ad utilitatem aliorum, et ad honorem Dei. Et secundum hoc, habet quandam excellentiam ex hoc quod utilis est ad multa».
[30] S.Th., II-II, q. 32, a. 3, co: «Secundum aliquem particularem casum, in quo quaedam corporalis eleemosyna alicui spirituali praefertur. Puta, magis esset pascendum fame morientem quam docendum, sicut et indigenti, secundum philosophum, melius est ditari quam philosophari, quamvis hoc sit simpliciter melius». Cfr. Aristóteles, Tópicos (118a, 10).
[31] S.Th., II-II, q. 32, a. 4, ad. 3: «Vidua, quae minus dedit secundum quantitatem, plus dedit secundum suam proportionem; ex quo pensatur in ipsa maior caritatis affectus, ex qua corporalis eleemosyna spiritualem efficaciam habet».
[32] S.Th., II-II, q. 32, a. 4, co: «Respondeo dicendum quod eleemosyna corporalis tripliciter potest considerari. Uno modo, secundum suam substantiam. Et secundum hoc non habet nisi corporalem effectum, inquantum scilicet supplet corporales defectus proximorum. Alio modo potest considerari ex parte causae eius, inquantum scilicet aliquis eleemosynam corporalem dat propter dilectionem Dei et proximi.Et quantum ad hoc affert fructum spiritualem, secundum illud Eccli. XXIX, perde pecuniam propter fratrem. Pone thesaurum in praeceptis altissimi, et proderit tibi magis quam aurum. Tertio modo, ex parte effectus. Et sic etiam habet spiritualem fructum, inquantum scilicet proximus, cui per corporalem eleemosynam subvenitur, movetur ad orandum pro benefactore».
[33] Ibidem, a. 5, arg. 2: «Cuilibet licet sua re uti et eam retinere».
[34] Ibidem, co: «Quod superest date eleemosynam. Et dico superfluum non solum respectu sui ipsius, quod est supra id quod est necessarium individuo; sed etiam respectu aliorum quorum cura sibi incumbit, quia prius oportet quod unusquisque sibi provideat et his quorum cura ei incumbit (...), et postea de residuo aliorum necessitatibus subveniatur».
[35] Cfr. S.Th., II-II, q. 32, a. 6, co.
[36] Ibidem: «Huius necessarii terminus non est in indivisibili constitutus, sed multis additis, non potest diiudicari esse ultra tale necessarium; et multis subtractis, adhuc remanet unde possit convenienter aliquis vitam transigere secundum proprium statum».
[37] Ibidem, a. 5, ad 2: «Bona temporalia, quae homini divinitus conferuntur, eius quidem sunt quantum ad proprietatem, sed quantum ad usum non solum debent esse eius, sed etiam aliorum, qui ex eis sustentari possunt ex eo quod ei superfluit. Unde basilius dicit, si fateris ea tibi divinitus provenisse (scilicet temporalia bona) an iniustus est Deus inaequaliter res nobis distribuens? cur tu abundas, ille vero mendicat, nisi ut tu bonae dispensationis merita consequaris, ille vero patientiae braviis decoretur? est panis famelici quem tu tenes, nudi tunica quam in conclavi conservas, discalceati calceus qui penes te marcescit, indigentis argentum quod possides inhumatum. Quocirca tot iniuriaris quot dare valeres». Cfr. Basilio, Homilía 6 in Lucas 12,18, PG (31, 275).
[38] S.Th., II-II, q. 32, a. 5, ad 3: «Nec oportet quod consideret ad omnes casus qui possunt contingere in futurum, hoc enim esset de crastino cogitare, quod Dominus prohibet».
[39] Cfr. Ibidem.
[40] Cfr. Ibidem, co.
[41] Cfr. T. Urdanoz, Introducción al tratado de la esperanza, en S.Th, tomo VII, BAC, Madrid 1959, p. 480.
[42] S.Th., I-II, q. 40, a. 2, co: «Cum spes importet extensionem quandam appetitus in bonum, manifeste pertinet ad appetitivam virtutem, motus enim ad res pertinet proprie ad appetitum».
[43] S.Th., II-II, q. 17, a. 1, co: «Humanorum autem actuum, sicut supra dictum est, duplex est mensura, una quidem proxima et homogenea, scilicet ratio; alia autem est suprema et excedens, scilicet Deus. Et ideo omnis actus humanus attingens ad rationem aut ad ipsum Deum est bonus. Actus autem spei de qua nunc loquimur attingit ad Deum».
[44] Cfr. Ibidem; Q. D. de Spe, a. 4; S.Th., II-II, q. 18, a. 2, co.
[45] S.Th., II-II, q. 17, a. 2, co: «Sicut dictum est, spes de qua loquimur attingit Deum innitens eius auxilio ad consequendum bonum speratum. Oportet autem effectum esse causae proportionatum. Et ideo bonum quod proprie et principaliter a Deo sperare debemus est bonum infinitum, quod proportionatur virtuti Dei adiuvantis, nam infinitae virtutis est proprium ad infinitum bonum perducere. Hoc autem bonum est vita aeterna, quae in fruitione ipsius Dei consistit, non enim minus aliquid ab eo sperandum est quam sit ipse, cum non sit minor eius bonitas, per quam bona creaturae communicat, quam eius essentia. Et ideo proprium et principale obiectum spei est beatitudo aeterna».
[46] Cfr. T. Urdanoz, Introducción.., p. 515.
[47] San Alberto Magno, In Sent., III, d. 26, a.1 q, ad. 8; San Buenaventura, In Sent., II, d. 26, a. 1, q. 1: «Divina largitas, excellentia virtutis et largitas».
[48] Cfr. In Libros Sententiarum, III, d. 26, q. 2, a. 4, sc. 3.
[49]S.Th., II-II, q. 17, a. 2, ad. 2: «Quaecumque alia bona non debemus a Deo petere nisi in ordine ad beatitudinem aeternam. Unde et spes principaliter quidem respicit beatitudinem aeternam; alia vero quae petuntur a Deo respicit secundario, in ordine ad beatitudinem aeternam. Sicut etiam fides respicit principaliter Deum, et secundario respicit ea quae ad Deum ordinantur».
[50] S.Th., II-II, q. 17, a. 4, co: «Principalis enim finis est finis ultimus; secundarius autem finis est bonum quod est ad finem. Similiter principalis causa agens est primum agens; secundaria vero causa efficiens est agens secundarium instrumentale».
[51] Ibidem: «Sicut igitur non licet sperare aliquod bonum praeter beatitudinem sicut ultimum finem, sed solum sicut id quod est ad finem beatitudinis ordinatum; ita etiam non licet sperare de aliquo homine, vel de aliqua creatura, sicut de prima causa movente in beatitudinem; licet autem sperare de aliquo homine, vel de aliqua creatura, sicut de agente secundario et instrumentali, per quod aliquis adiuvatur ad quaecumque bona consequenda in beatitudinem ordinata».
[52] S.Th., II-II, q. 118, a. 1, co: «Bona autem exteriora habent rationem utilium ad finem, sicut dictum est. Unde necesse est quod bonum hominis circa ea consistat in quadam mensura, dum scilicet homo secundum aliquam mensuram quaerit habere exteriores divitias prout sunt necessaria ad vitam eius secundum suam conditionem. Et ideo in excessu huius mensurae consistit peccatum, dum scilicet aliquis supra debitum modum vult eas vel acquirere vel retinere»; Cfr. también S.Th., II-II, q. 17, a. 5, ad. 2.
[53] Ibidem, ad. 2: « ... inquantum homo propter bonum temporale contemnit aeternum».
[54] S.Th., II-II, q. 17, a. 5, ad. 2: «Secundum proprium obiectum, non convenit virtuti theologicae esse in medio (...). Sicut fides non potest habere medium et extrema in hoc quod innitatur primae veritati, cui nullus potest nimis inniti, sed ex parte eorum quae credit, potest habere medium et extrema, sicut unum verum est medium inter duo falsa».
[55] Ibidem: «... inquantum vel praesumit ea quae sunt supra suam proportionem, vel desperat de his quae sunt sibi proportionata».
[56] S.Th., II-II, q. 117, a. 5, ad 2: «... non est corporalis, sed magis animalis». El término latino animalis, debe ser traducido como «del alma» o «espiritual» .
[57] En este párrafo Santo Tomás distingue el deseo de la concupiscencia. Mientras que la concupiscencia se refiere a la pasión que tiene por objeto el placer sensitivo, el deseo incluye tanto el sensitivo como el placer espiritual.
[58] S.Th., I-II, q. 30, a. 1, ad 2: «Desiderium magis pertinere potest, proprie loquendo, non solum ad inferiorem appetitum, sed etiam ad superiorem. Non enim importat aliquam consociationem in cupiendo, sicut concupiscentia; sed simplicem motum in rem desideratam».
[59] Cfr. S.Th. II-II, q. 123, a. 8.
[60] Cfr. S.Th. I-II, q. 82, a. 2; II-II q. 118, a. 6.
[61] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. X, lec. 3, n. 1427.
[62] Cfr. S.Th. II-II, q. 123, a. 8.
[63] Cfr. S.Th. II-II, q. 118, a. 6.
[64] Cfr. S.Th. I-II, q. 31, a. 5.
[65] Cfr. Sententia Libri Ethicorum, L. X, lec. 3, n. 1427.
[66] S.Th. II-II, q. 118, a. 6, co: «Carnales quidem delectationes dicuntur quae in sensu carnis complentur, sicut delectationes ciborum et venereorum».
[67] Ibidem: «... delectationes vero spirituales dicuntur quae complentur in sola animae apprehensione».
[68] Cfr. M. Ubeda Purkiss, Introducción a la cuestión 31. De la delectación, en S.Th., tomo IX, BAC, Madrid 1954, p. 765.
[69] S.Th., II-II, q. 145, a. 3, arg. 2: «Est aliquid non propter suam vim et naturam, sed propter fructum et utilitatem petendum, quod pecunia est».
[70] ¿Por qué hacemos este estudio cuando hablamos de la templanza? El motivo es que Santo Tomás allí lo realiza. Justamente al hablar de la relación entre honestidad y templanza se pregunta si las riquezas son un bien útil, honesto o deleitable (Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 3, ad. 2).
[71] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 1, co.
[72] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, ad. 3: «Sed temperantiae debetur maior honor propter cohibitionem vitiorum magis exprobrabilium».
[73] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, co: «Pulchro autem opponitur turpe. Opposita autem maxime se invicem manifestant. Et ideo ad temperantiam specialiter honestas pertinere videtur, quae id quod est homini turpissimum et indecentissimum repellit, scilicet brutales voluptates. Unde et in ipso nomine temperantiae maxime intelligitur bonum rationis, cuius est moderari et temperare concupiscentias pravas».
[74] Cfr. S.Th., II-II, q. 146 y 149 respectivamente.
[75] Cfr. S.Th., II-II, q. 157.
[76] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 4, arg. 1 y sc.
[77] Cfr. Ibidem; S.Th., II-II, q. 145, a. 1, co.
[78] S.Th., II-II, q. 145, a. 1, ad. 2: «... inquantum coadiuvant ad operationem virtutis, sicut nobilitas, potentia et divitiae».
[79] S.Th., II-II, q. 145, a. 1, ad. 4 : «Quia secundum vulgarem opinionem excellentia divitiarum facit hominem dignum honore, inde est quod quandoque nomen honestatis ad exteriorem prosperitatem transfertur».
[80] Cfr. S.Th., II-II, q. 145, a. 4, arg. 1 y ad. 1.
[81] S.Th., II-II, q. 145, a. 4, ad. 3: «Iustitiae et fortitudini debetur maior honor quam temperantiae propter maioris boni excellentiam».
[82] S.Th, II-II, q. 118, a. 6, ad 1: «... avaritia circa corporale obiectum non quaerit delectationem corporalem, sed solum animalem, prout scilicet homo delectatur in hoc quod divitias possideat. Et ideo non est peccatum carnale. Ratione tamen obiecti, medium est inter peccata pure spiritualia, quae quaerunt delectationem spiritualem circa obiecta spiritualia, sicut superbia est circa excellentiam; et vitia pure carnalia, quae quaerunt delectationem pure corporalem circa obiectum corporale».
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |