Sumario:
1. Fidelidad conyugal y Alianza de Dios con los hombres
3. Crecimiento de la fidelidad, crecimiento en el amor
5. Fidelidad a pesar de la infidelidad
Por tanto, la fidelidad matrimonial podría definirse como la virtud que capacita a los esposos para hacer verdadera a lo largo de la vida, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, la “palabra dada”, es decir, los compromisos que de verdad y libremente han adquirido y manifestado ante Dios y la Iglesia en la alianza esponsal.
La alianza esponsal que se establece entre el hombre y la mujer es una expresión significativa de la comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel. El vínculo de amor entre los esposos “se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo” (FC, 12).
En el orden de la Redención, el matrimonio es signo de la Nueva Alianza de Cristo con la Iglesia. “El Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús” (FC, 19).
“El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia” (CEC, 2365). Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad porque es su participación. En consecuencia, los esposos han de hacer visible ese amor de Dios el uno al otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad, también los esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para siempre (cfr. A. Sarmiento, 123).
La fidelidad, como el amor, es, ante todo, una iniciativa y un don de Dios. En esta verdad se fundamenta el optimismo y la seguridad que deben tener los esposos.
Ciertamente la fidelidad es una tarea personal, requiere esfuerzo y lucha. Pero, así como es un error confiar exclusivamente en las propias fuerzas, lo es también pensar en la debilidad humana sin tener en cuenta la ayuda constante y eficaz de Dios.
Cristo renueva el corazón del hombre por medio de la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Además, la gracia sacramental específica que se recibe en el sacramento del matrimonio, ayuda a vivir la fidelidad conyugal en todas las circunstancias por las que deban atravesar los esposos. ”Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la «dureza de corazón» (cfr. Mt 19,8), sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel» (Ap 3,14), es el «sí» de las promesas de Dios (cfr. 2 Cor 1,20) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin (cfr. Jn 13,1)” (FC, 20).
La ayuda de Dios a los esposos es constante. Jesucristo no les retira sus dones. “El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo «permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS, 49)” (FC, 56).
La comunión conyugal está llamada “a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (FC, 19). La fidelidad, como todas las virtudes, no es algo estático, está llamada a crecer.
El don del Espíritu Santo infundido en los corazones del hombre y de la mujer con la celebración del sacramento “es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma— revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de Cristo” (FC, 19).
Para crecer en la fidelidad es necesario, por tanto, poner los medios sobrenaturales (oración y sacramentos, especialmente la penitencia y la Eucaristía) y los humanos. Al mismo tiempo que piden ayuda a Dios, los esposos han de esforzarse por mantener viva “la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que son” (FC, 19). Renovar el amor y la fidelidad es una tarea de cada día, en las alegrías y en las penas, y también en aquellas circunstancias que no se podían prever; una tarea que requiere ser pacientes y humildes, saber comprender y perdonar, y no solo cuando resulta fácil, sino también cuando Dios pide verdadero heroísmo.
De esta manera, las dificultades por las que los cónyuges tienen que atravesar, lejos de enfriar el amor, lo hacen crecer. “Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el cariño” (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 24).
Como todas las virtudes humanas, la fidelidad tiene que ser formada, educada, adquirida. Se trata de uno de los objetivos más importantes en la preparación para el matrimonio. La encíclica Familiaris consortio (n. 81) insta a los pastores a enseñar “a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento”.
La fidelidad necesita de todas las virtudes, porque todas están conectadas, pero parece solicitar especialmente el desarrollo de la fortaleza, la virtud que nos ayuda a amar el bien a pesar de las dificultades que se presenten, o a huir de las tentaciones que puedan ponerlo en peligro. Y también de la castidad, que encauza el amor conyugal exclusivamente hacia el otro cónyuge, y evita todo lo que puede poner en peligro la fidelidad.
En la Sagrada Escritura, el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos (cfr. Os, 3). Y así, del mismo modo que la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor, la infidelidad de uno de los cónyuges no debe destruir la del otro.
Es el caso, por ejemplo, de un cónyuge inocente que sufre la separación por culpa del otro. “En este caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior” (FC, 83).
“Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que —conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido— no se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos” (FC, 83).
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1644-1645; 2360-2400.
Juan Pablo II, Exh. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981.
S. Josemaría Escrivá, Homilía “El matrimonio, vocación cristiana”, en Es Cristo que pasa, nn. 22-30.
A. Sarmiento, Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia, Instituto de Ciencias para la Familia, Universidad de Navarra, Rialp, Madrid 2006, especialmente pp. 121-132.
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