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Los textos que presentamos en esta ocasión traen a nuestra consideración una realidad que el Romano Pontífice recuerda con frecuencia: la liturgia es un don, no es algo que nosotros podemos hacer. La liturgia es algo vivo: crece y se renueva por el hecho de ser recibida y celebrada. Importa preservar su identidad, y prestar atención a las leyes internas que la sostienen[1].
La liturgia es un don recibido por la Iglesia, que iluminada por el Espíritu Santo, le da forma. Unas palabras del entonces cardenal Ratzinger tratan la importancia de este doble aspecto y constituyen una buena introducción a la lectura de los textos de esta entrega: «Se ha desarrollado la impresión de que la liturgia se "hace", que no es algo que existe antes que nosotros, algo "dado", sino que depende de nuestras decisiones (...) Cuando la liturgia es algo que cada uno hace a partir de sí mismo, entonces no nos da ya la que es su verdadera cualidad: el encuentro con el misterio, que no es un producto nuestro, sino nuestro origen y la fuente de nuestra vida. Para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación litúrgica que vuelva a reconocer la unidad de la historia de la liturgia y comprenda el Concilio Vaticano II no como ruptura, sino como momento evolutivo. Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia, que a veces se concibe directamente ‘etsi Deus non daretur’: como si en ella ya no importase si hay Dios y si nos habla y os escucha»[2].
1. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005
(…) El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer? Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas: «El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe...» (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524).
Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante.
Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir, del pueblo al que la Constitución debe servir. Los Padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el tiempo y el tiempo mismo. Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del don del Señor. Son «administradores de los misterios de Dios» (1 Co 4, 1), y como tales deben ser «fieles y prudentes» (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no quede oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final, pueda decir al administrador: «Puesto que has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo mucho» (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas parábolas evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.
A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio «quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones», y prosigue: «Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado» (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).
Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.
(…) Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.
Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar.
2. Benedicto XVI, Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 2 de marzo de 2006
El otro punto se centraba en el hecho de que la formación sacerdotal entre generaciones, incluso cercanas, a muchos les parece diversa, y esto complica el compromiso común en favor de la transmisión de la fe. Ya noté esto cuando era arzobispo de Múnich. Cuando nosotros ingresamos en el seminario, todos teníamos una espiritualidad católica común, más o menos madura. Podemos decir que el fundamento espiritual era común. Ahora vienen de experiencias espirituales muy diversas. En mi seminario constaté que vivían en “islas” diversas de espiritualidad, que difícilmente se comunicaban. Damos gracias sinceramente al Señor porque ha dado muchos nuevos impulsos a la Iglesia y también muchas nuevas formas de vida espiritual, de descubrimiento de la riqueza de la fe. Sobre todo, no hemos de descuidar la espiritualidad católica común, que se expresa en la liturgia y en la gran Tradición de la fe. Esto me parece muy importante.
Este punto es importante también con respecto al Concilio. Como dije antes de Navidad a la Curia romana, no hay que vivir la hermenéutica de la discontinuidad; hay que vivir la hermenéutica de la renovación, que es espiritualidad de la continuidad, de caminar hacia adelante con continuidad. Esto me parece muy importante también con respecto a la liturgia. Pongo un ejemplo concreto, que me ha venido a la mente precisamente hoy con la breve meditación de este día. La statio de este día, jueves después del miércoles de Ceniza, es San Jorge. En la liturgia de ese santo soldado, en otros tiempos, había dos lecturas sobre dos santos soldados. La primera hablaba del rey Ezequías, que, enfermo, es condenado a muerte y pide al Señor llorando: «Dame todavía un poco de vida». Y el Señor es bueno y le concede otros diecisiete años de vida. Por tanto, una hermosa curación y un soldado que puede volver a realizar su actividad. La segunda es el pasaje del evangelio que habla del oficial de Cafarnaúm con su siervo enfermo. Así tenemos dos temas: el de la curación y el de la “milicia” de Cristo, del gran combate. Ahora, en la liturgia actual, tenemos dos lecturas totalmente distintas: la del Deuteronomio: “Escoge la vida” y la del evangelio: “Seguir a Cristo y tomar su cruz”, que equivale a no buscar la propia vida sino a dar la vida, y es una interpretación de lo que significa “escoge la vida”.
Puedo asegurar que yo siempre he amado mucho la liturgia. Me gustaba en especial el camino cuaresmal de la Iglesia, con las iglesias “estaciones” y las lecturas vinculadas a estas iglesias: una geografía de fe que se transforma en geografía espiritual de la peregrinación con el Señor. Y me entristeció un poco que nos quitaran este nexo entre la “estación” y las lecturas. Hoy veo que precisamente estas lecturas son muy hermosas y expresan el programa de la Cuaresma: escoger la vida, es decir, renovar el “sí” del bautismo, que es precisamente opción por la vida. En este sentido, hay una íntima continuidad y me parece que debemos aprenderlo a través de este pequeño ejemplo entre discontinuidad y continuidad. Debemos aceptar las novedades, pero también amar la continuidad y ver el Concilio desde esta perspectiva de la continuidad. Esto nos ayudará también al mediar entre las generaciones en su modo de comunicar la fe.
3. Benedicto XVI, Ex. apost. post. ‘Sacramentum Caritatis’, 22 de febrero de 2007, nn. 3.11
3. Al observar la historia bimilenaria de la Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos llenos de gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación. Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión del rito romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y del Misal de san Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en cada etapa de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, como fuente y culmen de su vida y misión, resplandece en el rito litúrgico con toda su riqueza multiforme. La XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada del 2 al 23 de octubre de 2005 en el Vaticano, ha manifestado un profundo agradecimiento a Dios por esta historia, reconociendo en ella la guía del Espíritu Santo. En particular, los Padres sinodales han constatado y reafirmado el influjo benéfico que ha tenido para la vida de la Iglesia la reforma litúrgica puesta en marcha a partir del Concilio Ecuménico Vaticano II[3]. El Sínodo de los Obispos ha tenido la posibilidad de valorar cómo ha sido su recepción después de la cumbre conciliar. Los juicios positivos han sido muy numerosos. Se han constatado también las dificultades y algunos abusos cometidos, pero que no oscurecen el valor y la validez de la renovación litúrgica, la cual tiene aún riquezas no descubiertas del todo. En concreto, se trata de leer los cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que caracteriza el desarrollo histórico del rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas[4].
11. (…) Con el mandato « Haced esto en conmemoración mía » (cf. Lc 22,19; 1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don, desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del Sacramento. En efecto, el memorial de su total entrega no consiste en la simple repetición de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano.
4. Benedicto XVI, Carta apostólica “Motu proprio data” ‘Summorum Pontificum’ sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma de 1970, 7 de julio de 2007[5]
Los sumos pontífices hasta nuestros días se preocuparon constantemente porque la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de “alabanza y gloria de Su nombre” y “del bien de toda su Santa Iglesia”. Desde tiempo inmemorable, como también para el futuro, es necesario mantener el principio según el cual, “cada Iglesia particular debe concordar con la Iglesia universal, no solo en cuanto a la doctrina de la fe y a los signos sacramentales, sino también respecto a los usos universalmente aceptados de la ininterrumpida tradición apostólica, que deben observarse no solo para evitar errores, sino también para transmitir la integridad de la fe, para que la ley de la oración de la Iglesia corresponda a su ley de fe”[6].
Entre los pontífices que tuvieron esa preocupación resalta el nombre de San Gregorio Magno, que hizo todo lo posible para que a los nuevos pueblos de Europa se transmitiera tanto la fe católica como los tesoros del culto y de la cultura acumulados por los romanos en los siglos precedentes. Ordenó que fuera definida y conservada la forma de la sagrada Liturgia, relativa tanto al Sacrificio de la Misa como al Oficio Divino, en el modo en que se celebraba en la Urbe. Promovió con la máxima atención la difusión de los monjes y monjas que, actuando según la regla de San Benito, siempre junto al anuncio del Evangelio ejemplificaron con su vida la saludable máxima de la Regla: “Nada se anticipe a la obra de Dios” (cap.43). De esa forma la Sagrada Liturgia, celebrada según el uso romano, enriqueció no solamente la fe y la piedad, sino también la cultura de muchas poblaciones. Consta efectivamente que la liturgia latina de la Iglesia en sus varias formas, en todos los siglos de la era cristiana, ha impulsado en la vida espiritual a numerosos santos y ha reforzado a tantos pueblos en la virtud de la religión y ha fecundado su piedad.
Muchos otros pontífices romanos, en el transcurso de los siglos, mostraron particular solicitud porque la sacra Liturgia manifestase de la forma más eficaz esta tarea: entre ellos destaca San Pío V, que sostenido de gran celo pastoral, tras la exhortación de Concilio de Trento, renovó todo el culto de la Iglesia, revisó la edición de los libros litúrgicos enmendados y “renovados según la norma de los Padres” y los dio en uso a la Iglesia Latina. Entre los libros litúrgicos del Rito romano resalta el Misal Romano, que se desarrolló en la ciudad de Roma, y que, poco a poco, con el transcurso de los siglos, tomó formas que tienen gran semejanza con las vigentes en tiempos más recientes. “Fue éste el objetivo que persiguieron los Pontífices Romanos en el curso de los siguientes siglos, asegurando la actualización o definiendo los ritos y libros litúrgicos, y después, al inicio de de este siglo, emprendiendo una reforma general”[7]. Así actuaron nuestros predecesores Clemente VIII, Urbano VIII, san Pío X[8], Benedicto XV, Pío XII y el beato Juan XXIII.
En tiempos recientes, el Concilio Vaticano II expresó el deseo de que la debida y respetuosa reverencia respecto al culto divino, se renovase de nuevo y se adaptase a las necesidades de nuestra época. Movido de este deseo, nuestro predecesor, el Sumo Pontífice Pablo VI, aprobó en 1970 para la Iglesia latina los libros litúrgicos reformados, y en parte, renovados. Éstos, traducidos a las diversas lenguas del mundo, fueron acogidos de buen grado por los obispos, sacerdotes y fieles. Juan Pablo II revisó la tercera edición típica del Misal Romano. Así los Pontífices Romanos han actuado “para que esta especie de edificio litúrgico (…) apareciese nuevamente esplendoroso por dignidad y armonía”[9].
En algunas regiones, sin embargo, no pocos fieles adhirieron y siguen adhiriendo con mucho amor y afecto a las anteriores formas litúrgicas, que habían embebido tan profundamente su cultura y su espíritu, que el Sumo Pontífice Juan Pablo II, movido por la preocupación pastoral respecto a estos fieles, en el año 1984, con el indulto especial Quattuor abhinc annos, emitido por la Congregación para el Culto Divino, concedió la facultad de usar el Misal Romano editado por el beato Juan XXIII en el año 1962; más tarde, en el año 1988, con la Carta Apostólica Ecclesia Dei, dada en forma de Motu proprio, Juan Pablo II exhortó a los obispos a utilizar amplia y generosamente esta facultad a favor de todos los fieles que lo solicitasen.
Después de la consideración por parte de nuestro predecesor Juan Pablo II de las insistentes peticiones de estos fieles, después de haber escuchado a los Padres Cardenales en el consistorio del 22 de marzo de 2006, tras haber reflexionado profundamente sobre cada uno de los aspectos de la cuestión, invocado al Espíritu Santo y contando con la ayuda de Dios, con las presentes Cartas Apostólicas establecemos lo siguiente:
Art. 1.- El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la Lex orandi (“Ley de la oración”), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma Lex orandi y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la Lex orandi de la Iglesia no llevarán de forma alguna a una división de la Lex credendi (“Ley de la fe”) de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano. Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que no se ha abrogado nunca, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia.
5. Benedicto XVI, Carta a los obispos con ocasión de la publicación de la Carta apostólica “Motu proprio data” ‘Summorum Pontificum’ sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma de 1970, 7 de julio de 2007
A este documento se contraponían más directamente dos temores, que quisiera afrontar un poco más de cerca en esta carta.
En primer lugar existe el temor de que se menoscabe la Autoridad del Concilio Vaticano II y de que una de sus decisiones esenciales –la reforma litúrgica– se ponga en duda. Este temor es infundado. Al respecto, es necesario afirmar en primer lugar que el Misal, publicado por Pablo VI y reeditado después en dos ediciones sucesivas por Juan Pablo II, obviamente es y permanece la Forma normal –la Forma ordinaria– de la Liturgia Eucarística. La última redacción del Missale Romanum, anterior al Concilio, que fue publicada con la autoridad del Papa Juan XXIII en 1962 y utilizada durante el Concilio, podrá, en cambio, ser utilizada como Forma extraordinaria de la Celebración litúrgica. Non es apropiado hablar de estas dos redacciones del Misal Romano como si fueran “dos Ritos”. Se trata, más bien, de un doble uso del mismo y único Rito.
Por lo que se refiere al uso del Misal de 1962, como Forma extraordinaria de la Liturgia de la Misa, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que este Misal no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido. En el momento de la introducción del nuevo Misal, no pareció necesario emitir normas propias para el posible uso del Misal anterior. Probablemente se supuso que se trataría de pocos casos singulares que podrían resolverse, caso por caso, en cada lugar. Después, en cambio, se demostró pronto que no pocos permanecían fuertemente ligados a este uso del Rito romano que, desde la infancia, se les había hecho familiar. Esto sucedió, sobre todo, en los Países en los que el movimiento litúrgico había dado a muchas personas una notable formación litúrgica y una profunda e íntima familiaridad con la Forma anterior de la Celebración litúrgica. Todos sabemos que, en el movimiento guiado por el Arzobispo Lefebvre, la fidelidad al Misal antiguo llegó a ser un signo distintivo externo; pero las razones de la ruptura que de aquí nacía se encontraban más en profundidad. Muchas personas que aceptaban claramente el carácter vinculante del Concilio Vaticano II y que eran fieles al Papa y a los Obispos, deseaban no obstante reencontrar la forma, querida para ellos, de la sagrada Liturgia. Esto sucedió sobre todo porque en muchos lugares no se celebraba de una manera fiel a las prescripciones del nuevo Misal, sino que éste llegó a entenderse como una autorización e incluso como una obligación a la creatividad, lo cual llevó a menudo a deformaciones de la Liturgia al límite de lo soportable. Hablo por experiencia porque he vivido también yo aquel periodo con todas sus expectativas y confusiones. Y he visto hasta qué punto han sido profundamente heridas por las deformaciones arbitrarias de la Liturgia personas que estaban totalmente radicadas en la fe de la Iglesia.
El Papa Juan Pablo II se vio por tanto obligado a ofrecer con el Motu Proprio Ecclesia Dei del 2 de julio de 1988, un cuadro normativo para el uso del Misal de 1962, pero que no contenía prescripciones detalladas sino que apelaba, en modo más general, a la generosidad de los Obispos respecto a las “justas aspiraciones” de aquellos fieles que pedían este uso del Rito romano. En aquel momento el Papa quería ayudar de este modo sobre todo a la Fraternidad San Pío X a reencontrar la plena unidad con el Sucesor de Pedro, intentando curar una herida que era sentida cada vez con más dolor. Por desgracia esta reconciliación hasta ahora no se ha logrado; sin embargo una serie de comunidades han utilizado con gratitud las posibilidades de este Motu Proprio. Permanece difícil, en cambio, la cuestión del uso del Misal de 1962 fuera de estos grupos, para los cuales faltaban normas jurídicas precisas, sobre todo porque a menudo los Obispos en estos casos temían que la autoridad del Concilio fuera puesta en duda. Enseguida después del Concilio Vaticano II se podía suponer que la petición del uso del Misal de 1962 se limitaría a la generación más anciana que había crecido con él, pero desde entonces se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía. Así ha surgido la necesidad de un reglamento jurídico más claro que, en tiempos del Motu Proprio de 1988 no era previsible; estas Normas pretenden también liberar a los Obispos de tener que valorar siempre de nuevo cómo responder a las diversas situaciones.
En segundo lugar, en las discusiones sobre el esperado Motu Proprio, se expresó el temor de que una más amplia posibilidad de uso del Misal de 1962 podría llevar a desórdenes e incluso a divisiones en las comunidades parroquiales. Tampoco este temor me parece realmente fundado. El uso del Misal antiguo presupone un cierto nivel de formación litúrgica y un acceso a la lengua latina; tanto uno como otro no se encuentran tan a menudo. Ya con estos presupuestos concretos se ve claramente que el nuevo Misal permanecerá, ciertamente, la Forma ordinaria del Rito Romano, no sólo por la normativa jurídica sino por la situación real en que se encuentran las comunidades de fieles.
Es verdad que no faltan exageraciones y algunas veces aspectos sociales indebidamente vinculados a la actitud de los fieles que siguen la antigua tradición litúrgica latina. Vuestra caridad y prudencia pastoral serán estímulo y guía para un perfeccionamiento. Por lo demás, las dos Formas del uso del Rito romano pueden enriquecerse mutuamente: en el Misal antiguo se podrán y deberán inserir nuevos santos y algunos de los nuevos prefacios. La Comisión Ecclesia Dei, en contacto con los diversos entes locales dedicados al usus antiquior, estudiará las posibilidades prácticas. En la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal.
De este modo he llegado a la razón positiva que me ha motivado a poner al día mediante este Motu Proprio el de 1988. Se trata de llegar a una reconciliación interna en el seno de la Iglesia. Mirando al pasado, a las divisiones que a lo largo de los siglos han desgarrado el Cuerpo de Cristo, se tiene continuamente la impresión de que en momentos críticos en los que la división estaba naciendo, no se ha hecho lo suficiente por parte de los responsables de la Iglesia para conservar o conquistar la reconciliación y la unidad; se tiene la impresión de que las omisiones de la Iglesia han tenido su parte de culpa en el hecho de que estas divisiones hayan podido consolidarse. Esta mirada al pasado nos impone hoy una obligación: hacer todos los esfuerzos para que a todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad se les haga posible permanecer en esta unidad o reencontrarla de nuevo. Me viene a la mente una frase de la segunda carta a los Corintios donde Pablo escribe: «Corintios, os hemos hablado con toda franqueza; nuestro corazón se ha abierto de par en par. No está cerrado nuestro corazón para vosotros; los vuestros sí que lo están para nosotros. Correspondednos; ...abríos también vosotros» (2 Cor 6,11-13). Pablo lo dice ciertamente en otro contexto, pero su invitación puede y debe tocarnos a nosotros, justamente en este tema. Abramos generosamente nuestro corazón y dejemos entrar todo a lo que la fe misma ofrece espacio.
No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto. Obviamente para vivir la plena comunión tampoco los sacerdotes de las Comunidades que siguen el uso antiguo pueden, en principio, excluir la celebración según los libros nuevos. En efecto, no sería coherente con el reconocimiento del valor y de la santidad del nuevo rito la exclusión total del mismo.
6. Benedicto XVI, Encuentro del Santo Padre con los periodistas durante el vuelo hacia París, 12 de septiembre de 2008
Pregunta: ¿Qué dice a los que, en Francia, temen que el motu proprio 'Summorum pontificum' sea una involución con respecto a las grandes intuiciones del concilio Vaticano II? ¿Cómo puede tranquilizarlos?
Benedicto XVI: Es un temor infundado, puesto que este motu proprio es simplemente un acto de tolerancia, con una finalidad pastoral, para personas que se han formado en esa liturgia, que les gusta, la conocen y quieren vivir con esa liturgia. Es un grupo pequeño, pues supone una formación en la lengua latina, una formación en una cierta cultura. Pero tener por estas personas el amor y la tolerancia que les permita vivir con esa liturgia me parece una exigencia normal de la fe y de la pastoral de un obispo de nuestra Iglesia. No hay ninguna oposición entre la liturgia renovada por el concilio Vaticano II y esa liturgia.
Cada día (del Concilio, n.d.r.) los padres conciliares celebraban la misa según el rito antiguo y, al mismo tiempo, concebían un desarrollo natural para la liturgia durante todo este siglo, dado que la liturgia es una realidad viva que se desarrolla y, en su desarrollo, conserva su identidad. Así pues, ciertamente hay aspectos diferentes, pero, sin embargo, existe una identidad fundamental que excluye una contradicción, una oposición entre la liturgia renovada y la liturgia precedente. En cualquier caso, creo que existe una posibilidad de enriquecimiento en ambas partes. Por un lado, los amigos de la liturgia antigua pueden y deben conocer los nuevos santos, los nuevos prefacios de la liturgia, etc.; por otro, la nueva liturgia subraya más la participación común, pero no es simplemente una asamblea de una cierta comunidad, sino siempre un acto de la Iglesia universal, en comunión con todos los creyentes de todos los tiempos, y un acto de adoración. En este sentido, me parece que hay un enriquecimiento recíproco, y está claro que la liturgia renovada es la liturgia ordinaria de nuestro tiempo.
7. Benedicto XVI, Discurso a la Conferencia Episcopal Francesa, Lourdes, 14 de septiembre de 2008
El culto litúrgico es la expresión suprema de la vida sacerdotal y episcopal, como también de la enseñanza catequética. Queridos Hermanos, vuestro oficio de santificar a los fieles es esencial para el crecimiento de la Iglesia. Me he sentido impulsado a precisar en el Motu proprio Summorum Pontificum las condiciones para ejercer esta responsabilidad por lo que respecta a la posibilidad de utilizar tanto el misal del Beato Juan XXIII (1962) como el del Papa Pablo VI (1970). Ya se han dejado ver los frutos de estas nuevas disposiciones, y espero el necesario apaciguamiento de los espíritus que, gracias a Dios, se está produciendo. Tengo en cuenta las dificultades que encontráis, pero no me cabe la menor duda de que podéis llegar, en un tiempo razonable, a soluciones satisfactorias para todos, para que la túnica inconsútil de Cristo no se desgarre todavía más. Nadie está de más en la Iglesia. Todos, sin excepción, han de poder sentirse en ella “como en su casa”, y nunca rechazados. Dios, que ama a todos los hombres y no quiere que ninguno se pierda, nos confía esta misión haciéndonos Pastores de su grey. Sólo nos queda darle gracias por el honor y la confianza que Él nos otorga. Por tanto, esforcémonos por ser siempre servidores de la unidad.
8. Benedicto XVI, ‘Luz del mundo’, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2010, pp. 153-154
En lo que respecta a lo concreto [el MP Summorum Pontificum], la liturgia renovada del Vaticano II es la forma válida en la que la Iglesia celebra hoy la liturgia. He querido hacer más accesible la forma precedente sobre todo porque, de ese modo, se conserva la interconexión interior de la historia de la Iglesia. No podemos decir que antes era todo erróneo y que ahora es todo correcto, pues en una comunidad en la que la oración y la eucaristía son lo más importante, no puede ser por completo erróneo algo que antes era lo más sacrosanto. Se trató de la conciliación interna con el propio pasado, de la continuidad interior de la fe y de la oración en la Iglesia.
9. Benedicto XVI, Mensaje al Cardenal Angelo Bagnasco con ocasión de la LXII Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 4 de noviembre de 2010[10]
2. El auténtico creyente, en toda época, experimenta en la liturgia la presencia, la primacía y la obra de Dios. Esta es veritatis splendor (Sacramentum caritatis, 35), acontecimiento nupcial, pregustación de la ciudad nueva y definitiva y participación en ella; es vínculo de creación y de redención, cielo abierto sobre la tierra de los hombres, pasaje del mundo a Dios; es Pascua, en la Cruz y en la Resurrección de Jesucristo; es el alma de la vida cristiana, llamada al seguimiento, reconciliación que mueve a la caridad fraterna.
Queridos hermanos en el Episcopado, vuestra reunión pone en el centro de los trabajos de la Asamblea el examen de la traducción italiana de la tercera edición típica del Misal Romano. La correspondencia de la oración de la Iglesia (lex orandi) con la regla de la fe (lex credendi) plasma el pensamiento y los sentimientos de la comunidad cristiana, dando forma a la Iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. Ninguna palabra humana puede prescindir del tiempo, incluso cuando, como en el caso de la liturgia, constituye una ventana que se abre más allá del tiempo. Dar voz a una realidad perennemente válida exige por tanto el sabio equilibrio de continuidad y novedad, de tradición y actualización.
El Misal mismo se coloca dentro de este proceso. Todo verdadero reformador, de hecho, es obediente a la fe: no se mueve de forma arbitraria, ni se arroga discrecionalidad alguna sobre el rito; no es el amo, sino el guardián del tesoro instituido por el Señor y confiado a nosotros. La Iglesia entera está presente en cada liturgia: adherirse a su forma es condición de autenticidad de lo que se celebra. (…) Como Iglesia que vive en Italia, atenta a interpretar lo que sucede en profundidad en el mundo de hoy y, por tanto, a captar las preguntas y los deseos del hombre, renováis el compromiso a trabajar con disponibilidad a la escucha y al diálogo, poniendo a disposición de todos la buena noticia del amor paterno de Dios. Os anima la certeza de que «Jesucristo es el camino, que conduce a cada uno a la plena realización de sí mismo según el designio de Dios. Es la verdad, que revela al hombre a sí mismo y le guía en el camino de crecimiento en la libertad. Es la vida, porque en él todo hombre encuentra el sentido último de su existencia y de su acción: la plena comunión de amor con Dios por la eternidad» (Educare alla vita buona del Vangelo, n. 19).
4. En este camino, os exhorto a valorar la liturgia como fuente perenne de educación a la vida buena del Evangelio. Esta introduce en el encuentro con Jesucristo, que con palabras y obras constantemente edifica a la Iglesia, formándola en las profundidades de la escucha, de la fraternidad y de la misión. Los ritos hablan por medio de su racionabilidad intrínseca y educan a una participación consciente, activa y fructífera (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 11).
10. Benedicto XVI, Discurso a los participantes de un Congreso organizado por el Instituto Litúrgico Pontificio San Anselmo, en el 50ª aniversario de su fundación, Sala Clementina, 6 de mayo de 2011
Pertenece a la «memoria» la vida misma del Instituto litúrgico pontificio, que ha dado su contribución a la Iglesia comprometida en la recepción del Vaticano II, a lo largo de cincuenta años de formación litúrgica académica. Formación ofrecida a la luz de la celebración de los santos misterios, de la liturgia comparada, de la Palabra de Dios, de las fuentes litúrgicas, del magisterio, de la historia de las instancias ecuménicas y de una sólida antropología. Gracias a este importante trabajo formativo, un elevado número de doctorados y licenciados prestan ya su servicio a la Iglesia en varias partes del mundo, ayudando al pueblo santo de Dios a vivir la liturgia como expresión de la Iglesia en oración, como presencia de Cristo en medio de los hombres y como actualidad constitutiva de la historia de la salvación. De hecho, el documento conciliar pone en viva luz el doble carácter teológico y eclesiológico de la liturgia. La celebración realiza al mismo tiempo una epifanía del Señor y una epifanía de la Iglesia, dos dimensiones que se conjugan en unidad en la asamblea litúrgica, donde Cristo actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, y el pueblo de los bautizados bebe más abundantemente de las fuentes de la salvación. En la acción litúrgica de la Iglesia subsiste la presencia activa de Cristo: lo que realizó a su paso entre los hombres, sigue haciéndolo operante a través de su acción sacramental personal, cuyo centro es la Eucaristía.
Con el término «profecía», la mirada se abre a nuevos horizontes. La liturgia de la Iglesia va más allá de la misma «reforma conciliar» (cfr. Sacrosanctum Concilium, 1), que, de hecho, no tenía como finalidad principal cambiar los ritos y los textos, sino más bien renovar la mentalidad y poner en el centro de la vida cristiana y de la pastoral la celebración del misterio pascual de Cristo. Por desgracia, quizás también nosotros, pastores y expertos, tomamos la liturgia más como un objeto por reformar que como un sujeto capaz de renovar la vida cristiana, dado que «existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia. La Iglesia (...) saca de la liturgia las fuerzas para la vida». Nos lo recuerda el beato Juan Pablo II en la Vicesimus quintus annus (n. 4), donde la liturgia se presenta como el corazón palpitante de toda actividad eclesial. Y el siervo de Dios Pablo VI, refiriéndose al culto de la Iglesia, con una expresión sintética afirmaba: «De la lex credendi pasamos a la lex orandi, y esta nos lleva a la lux operandi et vivendi» (Discurso en la ceremonia de la ofrenda de los cirios, 2 de febrero de 1970: L’Osservatore Romano, 8 de febrero de 1970, p. 4).
La liturgia, culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y al mismo tiempo fuente de la que brota su virtud (cfr. Sacrosanctum Concilium, 10), con su universo celebrativo se convierte así en la gran educadora en la primacía de la fe y de la gracia. La liturgia, testigo privilegiado de la Tradición viva de la Iglesia, fiel a su misión original de revelar y hacer presente en el hodie de las vicisitudes humanas la opus Redemptionis, vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio, lúcidamente explicitada por la constitución conciliar en el número 23. Con estos dos términos, los padres conciliares quisieron expresar su programa de reforma, en equilibrio con la gran tradición litúrgica del pasado y el futuro. No pocas veces se contrapone de manera torpe tradición y progreso. En realidad, los dos conceptos se integran: la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso. Es como decir que el río de la tradición lleva en sí también su fuente y tiende hacia la desembocadura.
11. Benedicto XVI, Carta al Gran Canciller del Pontificio Instituto de Música Sacra con ocasión del 100º aniversario de la fundación del instituto, 13 de mayo de 2011
A este propósito, deseo poner de relieve un aspecto fundamental que me interesa particularmente: el hecho de que desde san Pío X hasta hoy se percibe, a pesar de la natural evolución, la continuidad sustancial del Magisterio sobre la música sacra en la liturgia. En particular, los Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, a la luz de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, quisieron reafirmar el fin de la música sacra, es decir, «la gloria de Dios y la santificación de los fieles» (n. 112), y los criterios fundamentales de la tradición, que me limito a recordar: el sentido de la oración, de la dignidad y de la belleza; la plena adhesión a los textos y a los gestos litúrgicos; la participación de la asamblea y, por tanto, la legítima adaptación a la cultura local, conservando al mismo tiempo la universalidad del lenguaje; la primacía del canto gregoriano, como modelo supremo de música sacra, y la sabia valoración de las demás formas expresivas, que forman parte del patrimonio histórico-litúrgico de la Iglesia, especialmente, pero no sólo, la polifonía; la importancia de la schola cantorum, en particular en las iglesias catedrales. Son criterios importantes, que hay que considerar atentamente también hoy. De hecho, a veces estos elementos, que se encuentran en la Sacrosanctum Concilium, como precisamente el valor del gran patrimonio eclesial de la música sacra o la universalidad que es característica del canto gregoriano, se han considerado expresiones de una concepción que respondía a un pasado que era preciso superar y descuidar, porque limitaba la libertad y la creatividad del individuo y de las comunidades. Pero tenemos que preguntarnos siempre de nuevo: ¿quién es el auténtico sujeto de la liturgia? La respuesta es sencilla: la Iglesia. No es el individuo o el grupo que celebra la liturgia, sino que esta es ante todo acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad. La liturgia, y en consecuencia la música sacra, «vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio», teniendo siempre muy presente que estos dos conceptos –que los padres conciliares claramente subrayaban– se integran mutuamente porque «la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso» (Discurso al Instituto litúrgico pontificio San Anselmo, 6 de mayo de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de mayo de 2011, p. 2).
12. Benedicto XVI, Motu proprio ‘Porta fidei’, 11 de octubre de 2011, n. 5
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[11], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[12]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[13].
13. Benedicto XVI, Mensaje a la clausura del 50º Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Dublín, 17 de junio de 2012
El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más amplia renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y activa de los fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de los Padres Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la «participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica real. En un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales, debemos aprender a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida.
(...) Por otra parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz; su cuerpo y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados y la transformación del mundo. Durante siglos, Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por la santa Misa y por la fuerza de su gracia, así como por las generaciones de monjes, mártires y misioneros que han vivido heroicamente la fe en el país y difundido la Buena Nueva del amor de Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los herederos de una Iglesia que ha sido una fuerza poderosa para el bien del mundo, y que ha llevado un amor profundo y duradero a Cristo y a su bienaventurada Madre a muchos, a muchos otros. Vuestros antepasados en la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse por la santidad y la constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que proviene del Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia universal, en comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el amor a la fe y la virtud cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica, imbuida de un sentido radical de la presencia de Dios, fascinada por la belleza de su creación que nos rodea y purificada por la penitencia personal y la conciencia del perdón de Dios, es un legado que sin duda se perfecciona y se alimenta cuando se lleva regularmente al altar del Señor en el sacrificio de la Misa. La gratitud y la alegría por una historia tan grande de fe y de amor se han visto recientemente conmocionados de una manera terrible al salir a la luz los pecados cometidos por sacerdotes y personas consagradas contra personas confiadas a sus cuidados. En lugar de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del mensaje de la Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben regularmente el cuerpo del Señor y confiesan sus pecados en el sacramento de la penitencia hayan pecado de esta manera? Sigue siendo un misterio. Pero, evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado por el encuentro gozoso con Cristo: se había convertido en una mera cuestión de hábito. El esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a redescubrir la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo. El Congreso Eucarístico tiene un objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con el Señor resucitado. Le pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual que sopló sobre los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame también sobre nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos ayude a ser verdaderos testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es su amor. El amor de Cristo es la verdad.
14. Benedicto XVI, Homilía Santa Misa de apertura del Año de la fe, 11 de octubre de 2012
Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz... La tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio… Es preciso que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad.
15. Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con los Obispos que participaron en el Concilio Vaticano II, 12 de octubre de 2012
Son muchos los recuerdos que surgen en nuestra mente, y que cada uno tiene bien impresos en el corazón, respecto a aquel período tan vivaz, rico y fecundo que fue el Concilio. No quiero, sin embargo, extenderme demasiado, pero retomando algunos elementos de mi homilía de ayer quisiera recordar solamente cómo una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la palabra «aggiornamento» (actualización).
A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía exacta. El cristianismo no debe considerarse como «una cosa del pasado», ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente «en el pasado», porque Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento, porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno «hoy».
Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así, está en perenne «aurora», es siempre joven. Y esta actualidad, este «aggiornamento», no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión pública, sino todo lo contrario: precisamente como hicieron los padres conciliares, debemos llevar el «hoy» que vivimos a la medida del acontecimiento cristiano, debemos llevar el «hoy» de nuestro tiempo al «hoy» de Dios.
El Concilio fue un tiempo de gracia en que el Espíritu Santo nos enseñó que la Iglesia, en su camino en la historia, debe siempre hablar al hombre contemporáneo, pero esto sólo puede ocurrir por la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas en Dios, se dejan guiar por Él y viven con pureza la propia fe; no viene de quien se adapta al momento que pasa, de quien escoge el camino más cómodo. El Concilio lo tenía bien claro, cuando en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, en el número 49, afirmó que todos en la Iglesia están llamados a la santidad según las palabras del Apóstol Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4, 3). La santidad muestra el verdadero rostro de la Iglesia, hace entrar el «hoy» eterno de Dios en el «hoy» de nuestra vida, en el «hoy» del hombre de nuestra época.
Queridos hermanos en el episcopado, la memoria del pasado es preciosa, pero nunca es un fin en sí misma. El Año de la fe que hemos comenzado ayer nos sugiere el modo mejor de recordar y conmemorar el Concilio: concentrarnos en el corazón de su mensaje, que por lo demás no es otro que el mensaje de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo, proclamado al hombre de nuestro tiempo.
También hoy lo importante y esencial es llevar el rayo del amor de Dios al corazón y a la vida de cada hombre y de cada mujer, y conducir a los hombres y mujeres de toda época hacia Dios.
Deseo vivamente que todas las Iglesias particulares encuentren en la celebración de este Año la ocasión para el siempre necesario retorno a la fuente viva del Evangelio, al encuentro transformador con la persona de Jesucristo. Gracias.
Selección de Juan José Silvestre
Notas
[1] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 23
[2] J. Ratzinger, Mi vida. Recuerdos (1927-1977), Madrid 1997, 125
[3] Cf. Propositio 2
[4] Me refiero a la necesidad de una hermenéutica de la continuidad con referencia también a una correcta lectura del desarrollo litúrgico después del Concilio Vaticano II: cf. Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[5] Traducción no oficial distribuida por el VIS (Vatican Information Service).
[6] Institutio generalis Missalis Romani, Editio tertia, 2002, 397
[7] JUAN PABLO II, Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 de diciembre de 1988), 3: AAS 81 (1989), 899.
[8] Ibid.
[9] PIO X, Carta. Ap. Motu proprio datae Abhinc duos annos (23 de octubre de 1913): AAS 5 (1913), 449-450; cfr JUAN PABLO II, Carta. ap. Vicesimus quintus annus, op. cit., 899.
[10] Traducción del original italiano por Inma Álvarez, Zenit.org
[11] PABLO VI, Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[12] JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[13] BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
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