7. La vocación común de los fieles: principales reflejos jurídicos
El c. 204 § 1 expresa la noción de fiel a partir de la eficacia específica del sacramento del bautismo: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”.
El c. 208, por su parte, extrae la primera consecuencia jurídica de la condición de fiel, al reconocer que “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo”.
Así, antes de cualquier distinción o diversificación, el CIC, siguiendo las enseñanzas conciliares, reconoce la condición de fiel, que da lugar a una igualdad fundamental entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo, basada en la común vocación bautismal a la santidad y a participar en la misión de Cristo y de la Iglesia (principio de igualdad) [39]. Una igualdad fundamental que se conjuga sin estridencias con la distinción de funciones propia del principio jerárquico, de institución divina [40], y que no se traduce en una rígida uniformidad a la hora de vivir la vocación cristiana, ya que en ella se da una rica variedad en cuanto a los caminos de santidad y en cuanto a las formas de perseguir el fin de la Iglesia, que no contradice la igualdad fundamental, sino que enriquece la comunión que es la Iglesia (principio de diversidad) [41].
Tanto el principio de igualdad como los principios jerárquico y de diversidad tienen consecuencias relevantes para el tratamiento jurídico de la vocación en la Iglesia católica, como trataré de mostrar seguidamente, comenzando por apuntar las relativas a la igualdad fundamental.
En efecto, el reconocimiento de la común vocación de todos los cristianos da lugar al estatuto jurídico fundamental del fiel, recogido en el título del Libro II del CIC: De las obligaciones y derechos de todos los fieles (cc. 208‐223), cuyo contenido forma parte también del Título I del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium.
En primer lugar, el c. 209 establece el deber de todos los fieles de mantener la comunión con la Iglesia, concretamente respetando los vínculos de comunión descritos en el c. 205. Si se recuerdan las consideraciones anteriores sobre la dimensión eclesial de la vocación cristiana, se advierte inmediatamente que nos hallamos aquí ante uno de sus reflejos jurídicos más básicos. La comunión con la Iglesia constituye precisamente el espacio, teológico y jurídico, en el que se desenvuelve de manera genuina la dinámica de la vocación [42]. De ahí que vivir en comunión con la Iglesia constituya no solo un deber, sino también un derecho, que —como comenta Cenalmor— “preserva el bien más básico para el fiel, comparable al bien de la vida en el ámbito natural, y en el que se sintetizan y del que derivan los principales deberes y derechos del bautizado” [43].
En ese marco de posibilidad constituido por la comunión eclesial, los cánones dedicados a los deberes y derechos fundamentales tratan de diversos ámbitos de desarrollo de la vocación cristiana [44]. Destacaremos brevemente algunos de ellos, a título ilustrativo, sin detenernos en su análisis detallado [45].
El c. 210 se refiere al deber de esforzarse por llevar una vida santa, incrementar la Iglesia y promover su continua santificación. Se trata de un deber moral, no exigible jurídicamente de manera directa. Sin embargo, conviene mencionarlo porque muestra cómo la Iglesia ha considerado oportuno recordar de modo explícito, en el contexto del estatuto jurídico fundamental de los fieles, una exigencia derivada inmediatamente de la vocación bautismal a la santidad. El mismo canon añade que ese deber ha de ser cumplido por cada uno de los fieles “según su propia condición”. De este modo, reconoce que junto al título del bautismo puede haber —hay de hecho— otros que especifican con concreciones más o menos diversas ese deber fundamental (cfr., por ejemplo, cc. 276 § 1, 573 § 1).
La vocación cristiana es, inescindiblemente, vocación a la santidad y al apostolado [46]. De ahí que junto al deber de tender a la santidad se recoja en el c. 211 el deber y el derecho de difundir el Evangelio, radicado también en la vocación bautismal y, por tanto, anterior a cualquier mandato de los sagrados Pastores y a cualquier deber específico anejo a la condición personal.
Aunque este deber sea también, de suyo, de carácter moral, su existencia fundamenta la juridicidad del derecho al apostolado, en la medida en que su ejercicio dependa de la actividad de otros, particularmente de los sagrados Pastores, que deben reconocerlo, fomentarlo, prestarle el auxilio espiritual necesario, y ordenar su ejercicio en el seno de la comunión eclesial [47].
El c. 213 muestra otro reflejo jurídico fundamental de la vocación cristiana al enunciar el derecho de los fieles “a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos”. En efecto, los medios de salvación resultan absolutamente imprescindibles para poder alcanzar el fin de la vocación bautismal. Además, en virtud de la voluntad fundacional de Cristo, los fieles no pueden autodonarse esos bienes, ya que han sido confiados a los sagrados Pastores para que los administren. A esa finalidad sirve enteramente la constitución jerárquica de la Iglesia, la distinción y ordenación recíproca entre Jerarquía y pueblo cristiano, sacerdocio común y sacerdocio ministerial a la que antes he aludido.
Esta exigencia básica reclama ante todo que la Jerarquía de la Iglesia organice la cura pastoral de los fieles de modo adecuado y eficaz para ofrecerles el acceso a los bienes espirituales conforme a sus necesidades y a su propia vocación en la Iglesia [48]. Da lugar, además a múltiples concreciones de los deberes ministeriales, reguladas en diversos lugares del CIC [49].
Como un corolario del derecho a recibir la palabra de Dios, el c. 217 especifica el derecho de los fieles a recibir una educación cristiana, fundamentándolo explícitamente en el hecho de que todos han sido llamados “por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica”, que por tanto deben poder conocer con autenticidad y profundamente, comenzando por el nivel catequético básico hasta llegar incluso a la formación de nivel universitario (cfr. c. 229) [50].
El c. 214 regula, como manifestaciones específicas de la variedad con que acontece la correspondencia a la vocación cristiana en la Iglesia, los derechos de todo fiel al propio rito y a la propia espiritualidad.
El derecho a dar culto a Dios según las normas del propio rito (expresión que designa primariamente la propia Iglesia ritual sui iuris) se basa en la conveniencia de favorecer el bien espiritual que implica para los fieles desarrollar su trato con Dios conforme a las tradiciones litúrgicas y espirituales en las que arraiga su condición cristiana [51]. La norma del c. 214 se acompaña, para hacerla operativa, de diversas disposiciones de organización pastoral en el Código latino [52].
El derecho a seguir la propia forma de vida espiritual —limitado solo por la conformidad con la doctrina de la Iglesia— se basa en la multiforme pluralidad de caminos por los que cabe perseguir la meta de la identificación con Cristo, la santidad, conforme a la variedad de dones que el Espíritu distribuye. Al impedir que se establezcan arbitrariamente cánones uniformadores y restrictivos para la vida espiritual —más allá de los medios generales presentes en la tradición viva de la Iglesia—, abre un cauce de libertad que permite a los fieles desarrollar sus propios carismas y secundar la acción del Espíritu Santo según los modos que les resulten más fructíferos [53]. La organización de la atención pastoral de los fieles encuentra también aquí un principio informador fundamental.
Los derechos de asociación y reunión para fines y materias propios de la misión eclesial, sancionados en el c. 215 y desarrollados en otras normas del CIC [54], constituyen cauces para que los fieles que lo deseen puedan poner en práctica, de manera asociada o colectiva, diversísimas iniciativas relacionadas con su vocación cristiana.
Mencionaré, por último, el derecho a la libertad en la elección del propio estado de vida, que guarda, evidentemente, relación directa con la personal vocación cristiana. Se trata fundamentalmente aquí de la inmunidad de coacción, tanto a la hora de adoptar el estado de vida libremente elegido, como a la hora de mantenerlo, sin más restricciones que las legítimamente establecidas por el derecho (señaladamente, en virtud de sanción penal). A la vez, desde el punto de vista positivo, este derecho reclama de toda la comunidad eclesial (pastores, padres, educadores), cada uno según sus responsabilidades, que se facilite a los fieles el clima y los subsidios necesarios para que puedan reconocer su propia vocación y seguirla.
Sin embargo, la libertad en la elección de estado no otorga a cada fiel acceso absoluto e ilimitado a cualquier estado que subjetivamente desee. Cuando se trata de condiciones de vida en las que entra en juego el bien público o los derechos y libertades de otros sujetos, el interesado tiene derecho a manifestar su deseo o inclinación, pero debe cumplir las condiciones legítimamente establecidas y recibir el consentimiento o la llamada de otros a tenor del derecho. Así sucede, evidentemente, con el matrimonio; y de manera peculiar con el sacramento del orden o con la asunción de estados de vida que exigen ser admitido por la autoridad competente. Este es, como veremos, uno de los puntos en que se muestra de modo más específico la relación entre derecho y vocación.
8. La vocación cristiana en los fieles laicos
El CIC, desde el punto de vista de la constitución jerárquica de la Iglesia, llama laico a todo fiel que no ha recibido el sacramento del orden (cfr. c. 207 § 1). Pero usa también el término, conforme a la doctrina del Concilio Vaticano II, para designar una modalidad de fieles cristianos que se distingue, tanto de los ministros sagrados o clérigos, como de los fieles que asumen alguna de las formas canónicas de vida consagrada (cfr. c. 207 § 2).
En este sentido específico, los laicos son los fieles corrientes, los bautizados que viven en las circunstancias comunes de la existencia ordinaria en el mundo. Su posición eclesial no se delimita de modo meramente negativo, sino que se caracteriza positivamente por la nota de la secularidad, ya que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" [55], de modo que determina su misión en la Iglesia y en el mundo, y da razón de su estatuto jurídico.
Al señalar precisamente la secularidad como "índole propia" de los fieles laicos, el Concilio Vaticano II indica el rasgo que define su modo propio [56] de buscar la santidad y de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, la forma peculiar que asume en los laicos la vocación cristiana: "La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular" [57].
Si la misión específica que corresponde por vocación a los laicos es santificar el mundo "desde dentro", a modo de fermento, la eficacia de su aportación a la misión de la Iglesia dependerá en buena medida de que se mantengan fieles a su modo de ser cristianos: la secularidad (cfr. c. 225). Y ésta implica: que viven plenamente inmersos en las realidades temporales y que esa vida es plenamente cristiana [58].
La peculiaridad de la vocación laical ha sido acogida también en el CIC, cuya característica más importante respecto a los laicos es, sin duda, el cambio de perspectiva que supone la proclamación del principio de igualdad y la formalización de la común condición jurídica de fiel, con todos sus derechos y obligaciones.
Se ha dicho a veces, no obstante, que, en contraste con la revalorización conciliar de la vocación y misión de los laicos, el Código les presta poca atención, mientras que dedica gran número de cánones a los clérigos, a la Jerarquía y a la vida consagrada, como si perdurase una concepción de la Iglesia en la que los laicos no tuvieran más que un papel auxiliar o subalterno. Sin embargo, si se tiene en cuenta la índole secular que es característica peculiar de los fieles laicos, se advierte que el CIC acoge fielmente los rasgos propios de su vocación y misión expuestos en el Concilio.
Hay, en efecto, algunas normas —pocas— que se refieren a capacidades y responsabilidades de los laicos en tareas internas de la Iglesia; y nada se dice sobre la mayoría de los aspectos de su vida. Pero ese silencio no es sino manifestación de que la vida cristiana de los laicos, en su mayor parte, se desarrolla en las vicisitudes y circunstancias del mundo —que no son regulables desde el Derecho canónico—, y ello por su propia vocación, que se reconoce (cfr. c. 225) y se sostiene con todos los medios de santificación.
Además, el Código incluye, bajo el título "De las obligaciones y derechos de los fieles laicos", ocho cánones (224‐231) que precisan en algunos aspectos su posición jurídica en la Iglesia.
Son, como sucede con los que componen el estatuto jurídico fundamental de los fieles, cánones de contenido heterogéneo: no todos recogen propiamente deberes y derechos, ya que varios tratan de capacidades, o de deberes no jurídicos, sino morales [59]; algunos enuncian deberes, derechos o capacidades no exclusivamente laicales (pero que el CIC explicita por referirse a ámbitos en los que no se había precisado la posición de los laicos [60]); otros no afectan a todos los laicos, sino solo a algunos [61]; y, finalmente, los hay que tratan aspectos muy circunscritos [62], mientras que otros aluden a la parte esencial de la vida y misión de los laicos [63].
En cuanto a los contenidos concretos de ese título, en primer lugar se trata del apostolado de los laicos. Reiterando y concretando la disposición del c. 211, el c. 225 § 1 se refiere al deber de hacer apostolado, y reconoce el correspondiente derecho de los laicos a trabajar apostólicamente, de modo personal o asociándose con otros. El canon citado funda este deber y derecho de hacer apostolado en el bautismo y en la confirmación, no en un encargo de la Jerarquía [64]. El apostolado propio de los fieles laicos es inseparable de su secularidad. Resulta imposible, por eso, hacer un elenco de sus manifestaciones [65] puesto que son tan diversas como las situaciones y vicisitudes de la vida en el mundo. Pero es indudable que la misión de "iluminar y ordenar las realidades temporales" [66], se ha de ejercer, ante todo, en la vida ordinaria: familia, trabajo, vida social, amistad, etc.
Además de resaltar la dimensión apostólica de la vida cotidiana, el Concilio llamaba a los laicos, precisamente por su índole secular, a asumir su responsabilidad apostólica especialmente en aquellos lugares, circunstancias y actividades en los que la Iglesia solo puede ser sal de la tierra a través de ellos [67]; y el c. 225 § 1 se hace eco de esa llamada.
Por su parte, reconociendo otro de los elementos fundamentales de la peculiar vocación laical, el c. 227 recoge el derecho de los laicos a que se les reconozca, por parte de las autoridades eclesiásticas, la libertad que compete a todos los ciudadanos en los asuntos terrenos. Ese reconocimiento es esencial para que no se coarte el desarrollo de su misión propia (cfr. c. 275 § 2).
Las cuestiones temporales tienen su propia autonomía [68], y no es misión de la Iglesia gobernarlas: en ese aspecto no tiene competencia. Son éstas precisamente aquellas actividades, antes mencionadas, en las que la Iglesia no puede ser sal de la tierra sino a través de los laicos, de su libre iniciativa y responsabilidad en su misión de iluminar cristianamente esas realidades, ordenándolas según Dios [69]. Pero la autonomía de lo temporal no puede legitimar una quiebra de la autenticidad de la vida cristiana [70]. El propio c. 227 recuerda por eso que, al ejercer su libertad en las cuestiones temporales, los laicos "han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia", que, lógicamente, no propondrá soluciones concretas, sino que se limitará a iluminar las conciencias acerca de los aspectos y dimensiones morales de esas cuestiones. Puesto que en muchos asuntos caben diversas opiniones coherentes con la fe, los fieles laicos deben evitar "presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables" (c. 227).
El c. 229 § 1 conecta el deber de apostolado con el deber y el derecho de los laicos de adquirir conocimiento de la doctrina cristiana, de acuerdo con la capacidad y condición de cada uno (cfr. c. 217). Se sigue de aquí el correlativo deber de los sagrados Pastores de ofrecer y organizar los medios necesarios para esa formación.
En efecto, para estar en condiciones de cumplir la misión de iluminar todas las realidades seculares, evitando la tentación del secularismo, resulta imprescindible una formación que proporcione la capacidad de discernimiento, de juzgar lo que agrada a Dios [71], sin dejarse llevar acríticamente por los criterios de comportamiento imperantes. Se necesita, en particular, un conocimiento exacto y profundo de las verdades de la fe; una recta antropología; la ciencia moral esencial, especialmente sobre las cuestiones más relacionadas con las propias circunstancias; un conocimiento sólido de la doctrina social de la Iglesia. Y todo ello orientado a la formación de la conciencia personal, ya que la coherencia cristiana debe darse en una vida secular presidida por la más amplia libertad de decisión y de acción (cfr. c. 227).
El derecho de los laicos a la formación doctrinal se prolonga en el derecho a recibirla, si se tiene la necesaria preparación intelectual, al más alto nivel en las facultades e institutos eclesiásticos, y a obtener los correspondientes grados académicos (c. 229 § 2). El c. 229 § 3 reconoce, asimismo, a los laicos capacidad para recibir mandato de enseñar ciencias sagradas, si cumplen los requisitos de idoneidad establecidos por el Derecho (cfr. c. 812).
Por lo que se refiere a la asunción de cometidos intraeclesiales por parte de los laicos, el c. 230 recoge algunas capacidades concretas en materia litúrgica; y en su § 3 se refiere al supuesto extraordinario de suplencia, por parte de fieles laicos, de algunas funciones de los ministros sagrados. Esa suplencia solo es lícita en caso de necesidad y si no hay ministros sagrados que puedan realizarlas [72].
Igualmente, quienes reúnan las condiciones de idoneidad pueden recibir aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir los laicos (c. 228 § 1). Y los fieles laicos que se distingan por su ciencia, prudencia e integridad pueden ser llamados a ayudar como peritos y consejeros a los Pastores de la Iglesia (c. 228 § 2). Quienes reciben esos encargos tienen el deber de formarse para ejercerlos bien, y tienen derecho a una retribución adecuada, de acuerdo también con la legislación estatal (c. 231).
La regulación de las funciones, habilidades y capacidades de los fieles laicos muestra una faceta lógica de su condición de fieles, miembros del Pueblo de Dios, investidos por el bautismo del sacerdocio común. A la vez, el derecho canónico procede cuidadosamente para proteger en el ámbito jurídico la naturaleza propia de la Iglesia y, dentro de ella, de la vocación laical. En efecto, Concebir la plena asunción de la vocación cristiana por parte de los laicos como incremento de su actividad intra-eclesial supondría incurrir en el error que el Sínodo de Obispos sobre los laicos llamó clericalización [73].
La correcta comprensión de la vocación peculiar de los laicos implica entender que su dedicación a las tareas seculares es dedicación a la misión de la Iglesia, en la parte que les es propia por su vocación. No existe aquí un dilema: o misión en la Iglesia o misión en el mundo; sino que ambas dimensiones convergen en unidad de vida [74].
Puede decirse, pues, que toda la vida de los laicos, incluso en sus manifestaciones más terrenas y cotidianas, posee una dimensión eclesial. Pero, evidentemente, solo si esa vida es plenamente cristiana, vivida en comunión con Dios y con la Iglesia, sin ceder a la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, que constituye "uno de los más graves errores de nuestra época" [75]. Y a favorecer y posibilitar esa plenitud cristiana de la vida ordinaria de los laicos se orientan las breves normas que integran su estatuto jurídico, en conjunción con las que enuncian los deberes y derechos de todos los fieles.
9. La vocación matrimonial
Al tratar del contenido del Título del CIC sobre los derechos de los fieles laicos, he dejado aparte los que se refieren a la vida matrimonial y familiar, precisamente para subrayar cómo, también en este punto, el CIC adopta la perspectiva propia de la vocación.
El significado radical de la vocación cristiana, expuesto en páginas anteriores, implica que cada bautizado puede y debe vivir todas las realidades y circunstancias que componen su vida como ocasiones de responder a la llamada de Dios, como parte de su vida cristiana y camino de santidad, del mismo modo que el Hijo de Dios, al hacerse verdadero hombre, asumió en su vida divina todo lo humano, santificándolo. Así lo confirma la doctrina conciliar cuando, refiriéndose directamente a los cristianos corrientes, afirma que "todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo" [76].
Sin embargo, desde el punto de vista de la vocación cristiana, hay que advertir que el matrimonio es más que una mera circunstancia personal, que pueda y deba santificarse del mismo modo que todas las otras. Constituye una precisa determinación, una concreción de la vocación bautismal, a través del sacramento del matrimonio: "la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar (cfr. LG, 41)" [77].
En ese sentido, el mismo matrimonio es vocación cristiana, "una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (...): signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" [78].
Para comprender esta dimensión vocacional del matrimonio es preciso reflexionar sobre el hecho de que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne [79]. Su unión no es, pues, una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales, que están íntimamente implicados en la vocación fundamental de la persona al amor [80] y, por eso mismo, en la vocación a la santidad, que no es otra cosa que la plenitud de la caridad, del amor.
Así pues, una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, al que debe en justicia las obras del amor, su personal respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de esa realidad, de su identidad de esposo o esposa.
Por tanto, no es que los esposos reciban una segunda vocación —ya hemos visto que la vocación identifica a la persona, que es una—, sino que, al constituirse en matrimonio, se especifica el camino por el que han de responder a su vocación eterna a la santidad [81]: un camino marcado decisivamente por la naturaleza sacramental de su unión conyugal, y que adquiere una peculiar fuerza santificadora, intrínseca, por la gracia del sacramento: "el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana" [82].
Pues bien, en coherencia con esta concepción, el c. 226 se refiere a la misión peculiar de aquellos laicos que, "según su propia vocación, viven en el estado matrimonial". En su caso el deber general de trabajar en la edificación del Pueblo de Dios se realiza de modo especial a través del matrimonio y de la familia, "Iglesia doméstica". Esto lo harán en primer lugar, aunque no exclusivamente, mediante el cumplimiento fiel del gravísimo deber (c. 226) —al que corresponde un derecho, ante la Iglesia y ante el Estado— de procurar la educación cristiana de sus hijos, que constituye el primer apostolado de los padres cristianos, el primer e insustituible ámbito de su participación en la misión evangelizadora.
10. Un aspecto peculiar de la relación entre vocación y derecho en el régimen jurídico de los ministros sagrados y de la vida consagrada
Entrando ya a reflexionar sobre los fenómenos vocacionales más conocidos, y tradicionalmente más tratados —la vocación al ministerio ordenado y a la vida consagrada—, parece innecesario detallar aquí la mayoría de las cuestiones que se integran en su tratamiento jurídico que, evidentemente, muestra numerosísimos reflejos de la fe de la Iglesia en la vocación de Dios, de la reverencia, aprecio y gratitud con que la trata y la protege.
Las normas jurídicas que se refieren al sacerdocio y a la vida consagrada van desde el fomento de las condiciones óptimas para que surjan en el Pueblo de Dios las vocaciones necesarias para la misión de la Iglesia, hasta el cuidado de la vocación recibida, mediante precisas normas y exhortaciones de vida dirigidas a los interesados y a quienes tienen la responsabilidad de intervenir en su formación previa y permanente. Me ceñiré ahora, sin embargo, solo a un aspecto, de especial interés desde el punto de vista aquí adoptado, que es peculiar de estos fenómenos vocacionales, aunque se configura jurídicamente de maneras distintas.
Me refiero a la necesaria intervención de una autoridad externa al sujeto, tras una tarea previa de discernimiento, para que la vocación sea eclesialmente reconocida y se despliegue legítimamente, también en sus efectos jurídicos, más allá de la interioridad subjetiva. Se trata, en efecto, de dos casos paradigmáticos en los que la vocación aparece como presupuesto meta-jurídico de la legítima atribución y asunción de funciones o condiciones de vida que tienen evidentes dimensiones de orden público.
Conviene traer a la memoria en este punto, como contexto y fundamento, algunas de las consideraciones ya expuestas en los apartados 1 y 2, acerca del carácter meta-jurídico y la dimensión intrínsecamente eclesial de la vocación.
a) La vocación al ministerio ordenado
La Iglesia ha considerado constantemente el sacerdocio como un don recibido, un ministerio de institución divina que hace sacramentalmente presente a Cristo el Señor y su acción redentora en medio de su Pueblo.
"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios (...) lleguen a la salvación" [83]. La función propia de los ministros sagrados en la Iglesia es hacer presente a Cristo, no ya al modo en que todos los fieles, cooperando en pie de igualdad en cuanto a dignidad y acción (cfr. c. 208), edifican su Cuerpo, sino ejerciendo la acción específica que corresponde a Cristo, como Cabeza y Pastor, para guiar y apacentar a su grey. Esto requiere en los clérigos una específica capacitación ontológica que depende esencialmente de su participación personal en la consagración y misión de Cristo [84].
La función ministerial no se basa, por tanto, en una simple decisión personal, o en una designación de la comunidad, sino en la sagrada potestad de Cristo. Se trata de una destinación sacramental a desempeñar en nombre —y los sacerdotes (obispos y presbíteros), en determinadas acciones, también en persona— de Cristo Cabeza las funciones sagradas de enseñar, santificar y regir, que cada uno de los ministros desempeña según su propio grado [85].
La asunción del ministerio sagrado presupone, ciertamente, una vocación divina, cuya realidad primaria es carismática y misteriosa. La Iglesia sabe bien que “nadie se toma por sí mismo este honor, sino el que es llamado por Dios como Aarón” [86] y, a la vez, siente la grave responsabilidad de no imponer a nadie las manos precipitadamente [87], sin comprobar que posee las debidas condiciones para desempeñar fructuosamente el ministerio sagrado en bien de los fieles, pues de lo contrario permitiría que se causase un grave daño al Pueblo de Dios y al interesado.
El decreto conciliar sobre la formación sacerdotal expresa, a este respecto, plena confianza en “la acción de la divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los hombres elegidos por Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia” [88]. Opera aquí la certeza, siempre presente en la Tradición cristiana, de que Dios, al elegir a una persona para una misión determinada, le otorga los dones, cualidades y auxilios que necesita para llevarla a cabo fiel y fructuosamente [89].
Si se tiene presente que, como considerábamos más arriba, la elección de Dios es eterna, anterior a la creación, se comprende que no es temerario, sino perfectamente coherente aspirar a discernir prudentemente y con la ayuda de Dios ciertos signos externos de que una persona determinada ha recibido la vocación sacerdotal. Por eso el mismo decreto conciliar añade que Dios no solo llama interiormente a los que ha elegido, sino que “confía a los legítimos ministros de la Iglesia que, una vez conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia” [90]. De este modo, la vocación al orden sagrado es, a la vez, divina y canónica [91].
Así, entre las condiciones de licitud para recibir la ordenación diaconal o presbiteral, resumidas en el c. 1025 § 1, se exige en primer lugar que el sujeto reúna las debidas cualidades, que corresponde valorar al Obispo propio o —tratándose de un candidato miembro de un instituto de vida consagrada— al superior mayor competente. La autoridad competente debe valorar esas cualidades conforme a derecho, según dispone el mismo canon, con el fin de comprobar la autenticidad de los signos de la vocación del candidato y, en su caso, llamarlo a las órdenes.
De ahí que nadie pueda invocar propiamente un derecho a la ordenación [92]. En virtud del c. 212 § 2, quien cree tener vocación sacerdotal tiene derecho a manifestar a los sagrados Pastores su creencia de ser llamado por Dios, y su deseo consecuente de recibir la ordenación, si cuenta con las condiciones personales necesarias y una vez recibida la oportuna preparación.
Además, del mismo modo que está “terminantemente prohibido obligar a alguien, de cualquier modo y por cualquier motivo, a recibir las órdenes”, se prohíbe igualmente “apartar de su recepción a uno que es canónicamente idóneo” (c. 1026; cfr. c. 1038). Por tanto, ante la manifestación del deseo de recibir la ordenación por parte de un fiel, los Pastores sagrados tienen el deber de valorarlo adecuadamente, poner los medios para llevar a cabo el discernimiento y no exigir condiciones arbitrarias ni poner obstáculos innecesarios.
El discernimiento vocacional debe procurar determinar, en la medida en que ello es humanamente factible, la idoneidad personal del candidato (cfr. c. 1029) que, como he señalado, guarda una profunda relación con la autenticidad de su vocación divina. Ciertamente, se trata de un terreno en el que entran en juego de manera muy singular la prudencia, la experiencia y la recta capacidad de juicio. A la hora de alcanzar la certeza moral requerida para llevar a cabo la llamada canónica a las órdenes de un candidato intervienen factores que escapan a la determinación jurídica, si bien el derecho procura objetivar en cierta medida —a veces enunciándolas mediante conceptos jurídicos indeterminados— algunas de las principales cualidades que configuran positivamente la idoneidad personal (cfr. c. 1029).
b) La vida consagrada
La modalidad de vida a la que da lugar la consagración a Dios por la profesión de los consejos evangélicos es manifestación del principio de variedad, no del principio jerárquico; sin embargo, es "parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un preciso impulso hacia una mayor coherencia evangélica" [93]. De ahí la afirmación conciliar de que "aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece indiscutiblemente a su vida y santidad" [94].
Juan Pablo II ha glosado en diversas ocasiones esa expresión del Concilio: "Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza" [95]. Esta es la razón de que todos los fieles deban apoyar y promover la vida consagrada, aunque Dios llame a ella solo a algunos (cfr. c. 574).
Por estas razones radicadas en el bien público eclesial, unidas a otras particulares que tienen que ver con la tutela de la integridad de los carismas y de la vida regular de los institutos de vida consagrada, también el derecho canónico —de modo análogo a como lo hace en el caso de los candidatos al orden— interviene en el discernimiento de la vocación para abrazar la vida consagrada en una de las formas aprobada por la Iglesia.
Así, el c. 597, al enumerar los requisitos generales para que un fiel pueda ejercer eficazmente la libertad de incorporarse a un instituto de vida consagrada (cfr. c. 573 § 2), y para que el instituto pueda admitirlo, exige que, además de ser católico, sin impedimentos y con la debida preparación, esté movido por recta intención y tenga las cualidades exigidas por el derecho universal y por el derecho propio.
Estas normas básicas se concretan ulteriormente en los cánones dedicados a la admisión, formación e incorporación de los miembros de los diversos tipos de institutos [96]; y en el derecho propio de cada uno de ellos, que regulan las condiciones en que debe efectuarse el discernimiento de la idoneidad personal y la admisión para incorporarse —temporalmente, hasta llegar a la incorporación definitiva— al instituto.
* * *
Debo poner fin ya a estas páginas, para no extenderme más de lo admisible. Espero haber sido capaz de mostrar, aunque de modo más bien panorámico, dada la extensión de la materia, que la vocación es un concepto fundamental en la vida de la Iglesia católica y, en consecuencia, posee reflejos muy identificables también en su legislación. Como expresó Juan Pablo II en la Const. Ap. Sacrae disciplinae leges, la finalidad del Código de Derecho Canónico —y otro tanto podría decirse de toda norma canónica— “no es suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”.
Jorge Miras, en unav.edu/
Notas:
39 Imprescindible, en este tema, la doctrina de Hervada: cfr., para su exposición originaria, J. Hervada – P. Lombardía, El derecho del pueblo de Dios, I, Pamplona 1970; J. Hervada, Elementos de Derecho constitucional canónico, 2ª ed. Pamplona 2001.
40 En la base de esa desigualdad funcional se encuentra la distinción —esencial, y no solo de grado—, que existe por institución divina entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial, que están recíprocamente ordenados el uno al otro. La Iglesia tiene una estructura jerárquica precisamente en orden a la administración de los medios de salvación: aparece como una comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada (cfr. LG, 10‐11).
41 Las múltiples manifestaciones verdaderas de esa variedad, que suele indicarse hablando de carismas, vocaciones, espiritualidades (c. 214), condiciones de vida (cfr. c. 219) y formas de apostolado (cfr. c. 216), no solo son legítimas, sino que se dan "por designio divino" (LG, 32): como ha subrayado Hervada, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del Espíritu Santo.
42 Cfr. A. Marzoa, La 'communio' como espacio de los derechos fundamentales del fiel cristiano, en “Fidelium Iura” 10 (2000) 147-180.
43 Cfr. la sintética exposición de D. Cenalmor, en D. Cenalmor – J. Miras, El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico, Pamplona, 2ª ed. reimpresa 2006, Lecc. 9. Directamente relacionado con este deber y derecho se encuentran los enunciados en los tres parágrafos del c. 212 (obediencia, petición y opinión), que se refieren a otros tantos aspectos de la relación entre los fieles y los sagrados Pastores.
44 Si bien todos ellos se incluyen en un texto jurídico, no todos son susceptibles propiamente de tratamiento jurídico. Como precisa Cenalmor, siguiendo a Hervada y a Viladrich, “no todo lo incluido en estos cánones tiene índole jurídica. Los derechos sí, porque de lo contrario no serían auténticos derechos, que reclaman tutela jurídica; pero algunos deberes (cf., p. ej., c. 210) son prevalentemente morales, y pueden exigirse en justicia solo en determinados ámbitos. Por lo demás, el elenco de obligaciones y derechos de todos los fieles de los cc. 209‐223 (...) no es exhaustivo ni sistemático”. Ibid.
45 Para un estudio pormenorizado, cfr. J. Hervada, Comentario a los cc. 204-231, en CIC anotado (a cargo del Instituto Martín de Azpilcueta), 7.ª ed., Eunsa, Pamplona 2007; J. Fornés, Comentario a los cc. 204-208; en VV.AA., Comentario Exegético al CIC (Dir. A. Marzoa, J. Miras, R. Rodríguez-Ocaña), vol. II/1, Pamplona, 3º ed. 2002; D. Cenalmor, Comentario a los cc. 209-223, ibid.
46 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2-3; LG, 33.
47 Cfr. AA, 24. Muy relacionado con este derecho‐deber está el derecho, enunciado en el c. 216, a crear y sostener iniciativas apostólicas, como cauce institucional posible para corresponder a la vocación apostólica, y los deberes que se recogen en el c. 222, acerca de la ayuda a las necesidades de sostenimiento de la Iglesia, de promover la justicia social y de ayudar a los más pobres.
48 Cfr. LG, 37, fuente de esta norma, que matiza que los fieles deben poder recibir abundantemente esos medios.
49 Cfr., por ejemplo, cc. 386 § 1, 528, 843 § 1, 885 § 1, 912, 918, 980, etc.
50 En el libro III del CIC, De la función de enseñar de la Iglesia, se regulan con más detalle los distintos cauces y formas con los que la Iglesia proporciona la formación cristiana adecuada a cada fiel en las distintas circunstancias. Por su parte, el c. 218 reconoce a quienes se dedican al cultivo de las ciencias sagradas los derechos de investigación y de manifestar prudentemente su opinión en aquello en lo que son expertos.
51 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Orientalium Ecclesiarum, 4.
52 Cfr. cc. 111-112, 372 § 2, 383 § 2, 450 § 1, 476, 518, etc.
53 También este derecho encuentra ulteriores concreciones en normas como las de los cc. 239 § 2, 240 § 1, 246 § 4, 991, etc.
54 En especial, el derecho de asociación, que se desarrolla detalladamente en el vigente régimen canónico de las asociaciones de fieles (cc. 298-329).
55 LG, 31; cfr. c. 225 § 2.
56 Cfr. LG, 31.
57 Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici [CL], 15. El Concilio describe así esa índole secular: "Corresponde a los laicos, por su vocación propia, buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Es ahí donde son llamados por Dios para que, realizando su función propia, bajo la guía del Evangelio, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a semejanza del fermento, y de esta manera, sobre todo con el testimonio de su vida, iluminando con la fe, la esperanza y la caridad, muestren a Cristo a los demás. Por tanto, a ellos les corresponde de manera especial iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser y se desarrollen constantemente según Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG, 31).
58 Cfr. CL, 2. Más desarrollado en J. Miras, Fieles..., cit.
59 Cfr., por ejemplo, c. 225.
60 Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 1; 228; 229 §§ 2‐3.
61 Cfr., por ejemplo, cc. 226; 230 § 1; 231.
62 Cfr., por ejemplo, c. 230.
63 Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 2; 226 § 1.
64 Cfr. CCE, 900. Se acoge de este modo en el canon la doctrina conciliar, que superó una concepción reductiva del apostolado laical como mera cooperación en el apostolado jerárquico (esto no supone que no se dé también esa cooperación —cfr. LG, 33; AA, 20—; ni excluye el papel que corresponde a los Pastores en la promoción y ordenación del apostolado laical: cfr. AA, 24).
65 Cfr. AA, 16.
66 LG, 31; c. 225 § 2.
67 Cfr. LG, 33.
68 Cfr. GS, 36.
69 Cfr. LG, 31; c. 225 § 2.
70 Cfr. LG, 36.
71 Cfr. Rm 12, 2; Ef 5, 10.
72 La Instrucción Ecclesiae de mysterio, de 15.VIII.1997, precisó diversas cuestiones al respecto, con la preocupación —entre otras— de evitar que una indebida generalización de esos supuestos pueda tergiversar la naturaleza del sacerdocio común de los fieles (cfr. Principios teológicos, n. 2).
73 Cfr. CL, 23. Dicho error consistiría en entender la "promoción del laicado" como si se tratara sobre todo de abrir a los laicos el acceso a funciones y cometidos antes reservados a los clérigos, o de contar más con su colaboración en tareas intra-eclesiales.
74 Cfr. CL, 17 y 59. Unidad de vida significa especialmente —como enseñó con especial fuerza desde 1928 San Josemaría Escrivá— que en la existencia del cristiano no se pueden separar o contraponer los aspectos propios de su condición de cristiano y los de su condición de hombre y ciudadano.
75 GS, 43; cfr. CL, 2.
76 LG, 34; cfr. LG 10.
77 Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio [FC], 56.
78 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23. Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3.ª ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 347-348.
79 Gn 2, 24; Mt 19, 6; cfr. GS, 48.
80 Cfr. FC, 11; RH 10.
81 Cfr. A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pp. 141 ss,
82 FC, 56. Cfr., para una exposición más amplia, J. Miras – J.I. Bañares, Matrimonio y familia, Madrid, 5ª ed. 2007, Lecc. 13.
83 LG, 18.
84 "El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad (...) Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio (...) Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia: debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo" (CEC, 874-875).
85 Cfr. c. 1008. "Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (...), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los obispos, los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en diverso grado, a diversos sujetos en la Iglesia" (LG, 28). "De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el 'poder sagrado') de actuar in persona Christi Capitis; los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la 'diaconía' de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio (...)" (CEC, 875).
86 Hb 5, 4.
87 Cfr. 1Tm 5, 22.
88 Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius [OT], 2.
89 Cfr., por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 25, a.5, ad 1.
90 OT, 2.
91 Cfr. para un estudio histórico de esta concepción, E. de la Lama, ¿Vocación divina o vocación eclesiástica? Una dialéctica superada para explicar la naturaleza de la vocación sacerdotal (I y II), en “Ius Canonicum” XXXI, n. 61 (1991), 13-56; y n. 62 (1991), 431-507.
92 “Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido” (CEC, 1578).
93 Juan Pablo II, Ex. Ap. Vita consecrata [VC], 3.
94 LG, 44; cc. 207 § 2, 574 § 1.
95 VC, 29.
96 Cfr., por ejemplo, cc. 641-653, para los institutos religiosos.
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