Capítulo II: Fundamento teologico de las guerras
Para tener una visión teológica de esta realidad humana de la guerra, que constituye el más espectacular y dilatado capítulo de la vida del hombre sobre la tierra, habría que trazar primeramente las líneas fundamentales de la teología del PECADO. Porque, si las guerras son un hecho humano, que plantea problemas de moral, antes hay que buscar su raiz en otra realidad: el dominio del pecado en el mundo.
La guerra permanecerá sobre la tierra en: la medida en que los hombres sigan siendo pecadores; y continuará ensangrentando a la humanidad "hasta el retorno de Cristo", según la fuerte expresión que emplean en este punto los Padres del Concilio VATICANO II [32]. Este es, en definitiva, el fundamento teológico de las guerras, que a continuación exponemos en sus diferentes aspectos.
1. El pecado del hombre
Reinado del pecado
El pecado inaugura su reinado en el mundo desde el principio. Los primeros capítulos del Génesis constituyen la primera página de este reinado. "Las grandes narraciones de las primeras páginas de la Biblia son los símbolos de toda la vida humana: la desobediencia (Adán), el fratricidio (Caín), la supervivencia (Noé), la escisión en la realización de las grandes obras (Babel). Todas ellas cobran en nuestros días dimensiones gigantescas. El mensaje de estas narraciones bíblicas es que la raíz de las actuales catástrofes está en nuestros pecados, y por tanto, el verdadero remedio consiste en redimirnos del pecado, del odio y de la desconfianza" [33]. La ininterrumpida cadena de pecados que han seguido a través de las generaciones sucesivas de hombres existentes en el tiempo y coexistentes en el espacio ha consolidado ese reinado. Porque el pecado no ha cesado de proliferar, de crecer en extensión y profundidad.
La familia humana se ve afligida, a partir de ese momento, por una serie de desgracias individuales y colectivas, quedando siempre sorprendida por su amplitud y determinismo ciego. El eco de ese sufrimiento resonará por todas partes: guerras, hambres, injusticias. La ineludible fatalidad con que irrumpen en el mundo como tumores cancerosos, por un lado, y la incapacidad egoista de los hombres para amarse mutuamente, por otro, muestran la verdad de la frase de Sán Pablo: "El mundo entero es culpable ante Dios" [34]. Sin este enfoque teológico del mundo, la visión atormentadora del mismo resultaría superficial e inexacta.
Ruptura con Dios y con los hombres
A partir del primer pecado, rompe el hombre con Dios, atentando contra todos los derechos que el Creador tiene sobre él; y rompe consecuentemente con sus hermanos, los hombres, con los cuales ha de vivir en comunidad. De ahí que toda la actividad humana quedará desorientada y desquiciada desde entonces.
El pecado será el que fomente el egoismo entre los hombres, siendo la fuente de la tiranía y la ambición. “Subvertida la jerarquía de valores -dice el Concilio VATICANO II-, y rnezclado el bien con el mal, no miran ya los hombres más que a lo suyo, olvidando lo ajeno" [35] ¿Qué rnotivos han determinado esta situación? ¿Quién nos rnantiene en este desequilibrio?
Es el misterio del pecado, que va desbordando el mundo. "Perjuran, mienten, asesinan... Por eso está en luto el país" [36]. Es el hombre, no solo cómo persona individual, sino también -y sobre todo- como sujeto de una multiplicidad de relaciones interpersonales, el que ha preferido la rebeldía a la sumisión, el egoismo al amor. El mal no puede venir de Dios, que cuando creó todas las cosas "vió que todo cuanto había hecho estaba muy bien" [37], sino que es obra de los hombres, abusando de su libertad desde el principio. "Es el pecado indica también el Concilio VATICANO II el que ha rebajado al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud" [38]. Por eso caminamos ante una profunda desarticulación universal, fruto trágico de la perversión que ha acumulado día a día una humanidad rebelde y desorientada.
Responsabilidad común
La culpa inicial de los hombres no es solamente la que carga con la responsabilidad de esta situación pecadora, de la que la humanidad se siente esclavizada. Es toda la historia del pecado. Es el pecado del mundo. Sin duda, el pecado colectivo de las diversas épocas históricas y culturales, e igualmente los pecados de los individuos han podido ser muy diferentes unos de otros. Pero todos han tenido en común el estar contra el amor: contra el amor a Dios y contra el amor al prójimo. La humanidad se ha constituido libremente en un mundo cerrado, en el que las conciencias son hostiles unas a otras; un mundo del que el amor está ausente. Y un mundo sin amor e impotente para amar es un mundo del que la Gracia y la paz, como fruto de la misma, están también ausentes [39].
Consideramos, pues, que siendo la guerra una realidad histórica hasta hoy tan duradera como la humanidad, y desempeñando una función penitencial, no por ello resulta ontológicamente necesaria para el hombre, sino que su existencia histórica es debida, sobre todo, a la naturaleza pecadora de los hombres. Y corremos el riesgo de identificar la fe cristiana con la no violencia idealista. Nuestra fe cristiana proclama de manera explícita e inequívoca que el pecado existe en la historia del mundo y en la vida del hombre. La Sagrada Escritura es una llamada constante a descubrir lo negativo de la oposición y el rechazo de Dios por parte del hombre y la condición de desgarro en que la humanidad vive; describe el conjunto de los actos en que estas situaciones se manifiestan y se expresan.Porque el pecado es un hecho radical que afecta a todo el hombre y determina una condición de desorden que va más allá del propio pecador. La infidelidad y la ofensa a Dios radican en haber paralizado su acción en la historia.
La realidad puesta en evidencia por la revelación ilumina la experiencia que el hombre tiene de sí y de los otros, cuando toma conciencia de su situación. A su vez, la exposición y descripción de la condición humana llevada a término por científicos y estudiosos permiten concretar la enseñanza de la revelación, mostrando las dimensiones históricas que asumen en el hombre la inclinación al egoismo y al deseo de imponerse, la incapacidad de convivir pacíficamente con los otros, de dialogar, de encauzar las propias energías hacia la afirmación del bien de todos.
El hombre nace inmerso en un mundo que, ya desde los albores de su historia, se desenganchó de Dios y sufrió el influjo del maligno. El no rechazo de esta situación -jamás definitivo ni total mientras viva el hombre- "hace que constituya una componente, que, en cierto modo, penetra y sitúa todas las actividades humanas. Porque el pecado constituye una dejadez en la acogida del plan de Dios, renunciando el hombre a plantear la vida en conformidad con el orden que dicho plan manifiesta e intentan do conseguir la felicidad al margen de Dios [40].
Desgajado de su origen, busca el hombre justificación para su comportamiento en el ambiente humano y cósmico, en la propia estructura psicofísica, en los influjos que sobre él ejercen las situaciones presentes y pasadas; y ciertamente, esto en parte es verdad. Pero el pecado está, sin embargo, tan unido con el abuso de la libertad dada por Dios a los hombres que, sólo, en el supuesto de que ésta faltase del todo o estuviese viciada y deformada en su orientación, eliminaría totalmente o en parte la participación personal en el desorden [41].
El planteamiento de la vida al margen del plan de Dios o contra Él (sea cual fuere el modo en que se conozca y la forma concreta en que se realice), implícito en todo pecado, sigue siendo un misterio que la mente humana no cesa de investigar y que es el origen del sufrimiento que acompaña al hombre en su camino en el tiempo. La luz sobre esta situación se hace cuando, desde la perspectiva de la fe, se la contempla encarnada en la realidad doliente que es la muerte de Cristo [42].
Estas líneas fundamentales del pecado nos hacen conscientes del carácter profundo del mismo. Porque las guerras pasadas, y todas las calamidades presentes y futuras, no han sido ni serán simplemente por motivos políticos, económicos, raciales, territoriales o simplemente ideológicos. Estos, algunos al menos, existen siempre como motivo de fricción y chispa de hoguera; pero han sido sólo ocasión y circunstancia. Su raíz, como hemos visto, es más profunda.
2. El designio de dios en las guerras
Providencia de Dios y Gobierno del mundo
El hombre y el mundo no son autárquicos. La Providencia y el Gobierno de Dios sobre el mundo es algo inevitables [43]. Precisamente porque el mundo es criatura de Dios, toda esa enorme tragedia de la humanidad (desequilibrio social, guerras hambre, etc.) hay que valorarla no por el solo dato inmediato y aparente, sino que hay que medirla en el plano teológico, único en el que encuentran explicación exacta todos los hechos de los hombres y de las naciones, puesto que Dios castiga y premia, purifica y prueba a éstas y aquellos, en orden al cumplimiento de sus planes sobre el mundo.
La tesis providencialista de la Historia fue sabiamente formulada en aquella expresión ya célebre: "La Humanidad camina, pero Dios la conduce". Y en este sentido dice la Sagrada Escritura: "El corazón del hombre medita su camino; pero es Dios quien asegura sus pasos" [44]. Por eso instintivamente dijeron siempre los pueblos: "la guerra es el azote de Dios", ya que la mayor parte de las calamidades públicas son en la providencia de Dios una justa "soldada" del pecado [45].
Y esto que fue ley universal en la historia pasada,es igualmente providencial para la humanidad futura, según la visión profética de San Juan [46]. En ella describe el apóstol el pecado futuro del mundo no es un estado determinado de la historia del mismo, sino teniendo en cuenta todas sus oscilaciones y balances de culpa, y personificado todo ello en un grandioso drama profético: los tres caballos y tres jinetes [47], a quienes fueles dado "poder para matar con la espada y con el hambre y con la peste", a causa del pecado de los hombres.
Las guerras en la Sagrada Escritura
Es sorprendente constatar que a todo lo largo de la Biblia, la guerra aparece como un hecho humano ligado al pecado del mundo, y cuya eliminación histórica nada permite prever. Antes incluso de que comience la edad de las naciones, la tierra está ya llena de violencias [48]. Convertida en un choque cada vez más formidable de masas humanas, la guerra será uno de los episodios precursores del fin de los tiempos [49].
La guerra aparece en la Sagrada Escritura como el estado normal de las relaciones entre los pueblos; más claramente aún que en nuestros días, en que las convenciones humanas y acuerdos secretos entre las grandes naciones ocultan, en cierto sentido, este estado inicial de las cosas. "Hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz" [50]. Este realismo del Antiguo Testamento se asemeja al del Nuevo Testamento: "Oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras. Cuidado no os alarméis. Porque eso tiene que suceder'' [51]. Es el estado normal, digamos fatal, de la humanidad salvada.
Parece que Dios se inserta en esta situación. En vano los imperios, en los periodos de gran civilización, firmarán tratados de paz perpetua . La evolución de los hechos no tardará en romper aquellos frágiles contratos [52]. Dios, en un primer estudio, acepta e incluso dirige la guerra santa, que se halla muy acentuada en los textos bíblicos. La prohibición del asesinato, según Ex 20, 13, no significaba una prohibición expresa de la guerra. Existe una prohibición de asesinar al prójimo, pero no de hacer la guerra. Por el contrario, con mucha frecuencia, y sin que podamos espiritualizar los combates, Dios, en medio de su pueblo en armas, es llamado "un valiente guerrero" [53]. Habita en el Arca Santa, y el arca es llevada a los luqares de combate. Yavé es llamado, con toda naturalidad, "Señor de los ejércitos” [54]. Se habla de un libro perdido, cuyo título era "libro de las guerras de Javé." [55].
En tiempos de guerra existe en la Sagrada Escritura un estado particular de santidad. Así Urías, marido de Betsabé, no se acuesta con su mujer cuando vuelve a su casa, porque se halla en estado de santidad, a causa de la guerra en que participa [56]. Y hay una ceremonia que tiene lugar cuando se pasa del estado sagrado del guerrero al estado profano del hombre civil [57]. Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si el pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios.
Es una insistencia sorprendente sobre la guerra, como acto sagrado ordenado por Dios, de tal modo que si él pueblo se niega a llevar a cabo esta guerra se vuelve infiel al mismo Dios.
La predicación de los Profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado de las naciones y de Israel, como origen de todas las catástrofes que afligen a los pueblos. Si Nabucodonosor impone su yugo a Israel y a la naciones, es en perspectiva de este designio de Dios, como efecto de su ira contra pueblos culpables [58]. Si tal o cual nación pagana conoce la ruina, es en virtud de un plan establecido por Dios y para que se manifieste el juicio divino [59].
Uno de los grandes escándalos para el racionalismo, enfáticamente virtuoso, del siglo XVIII consistió en que la Biblia fuese un libro lleno, no sólo de relaciones sexuales sino también de batallas . ¿Por qué los autores bíblicos se sirven de la historia guerrera para darle un significado dentro de las relaciones de alianza entre el pueblo y Dios? Es este un interrogante no aclarado del todo por los exegetas. Conviene, por tanto ver las motivaciones de este primer estadio de la Historia de la Salvación.
Dios suscita las guerras las permite, diríamos mejor con un sentido religioso, superior a las finalidad de establecer a Israel en la tierra prometida el de convertir al Pueblo escogido el de castigarle cuando ha pecado La historia de Israel, encuadrada en este marco del designio de Dios, implicará una experiencia, unas veces exaltadora y otras cruel de las guerras, revelándose éstas como un mal endémico en la tierra.
Es por ello por lo que, al comenzar cada año, los reyes "se ponían en campaña" [60], trasponiendo al dominio religioso los resultados de su experiencia social e introduciendo las guerras humanas en su representación del mundo divino. Fácilmente imaginaban en el tiempo primordial una guerra de los dioses, de la que todas las guerras de los hombres eran como prolongación e imitaciones terrestres.
De ahí que, como resultado del odio fratricida entre los hombres [61], las guerras están ligadas al destino de una raza pecadora. Azote de Dios, no desaparecerá de aquí abajo, sino únicamente cuando haya desaparecido también el pecado [62].
El fenómeno social de la guerra entró de hecho como necesario para la constitución del pueblo de Dios. Los Profetas no la condenaron como tal, aún cuando percibieron claramente la violencia de tal situación derivada, como los otros males de la humanidad, del inicial desorden del pecado, de la ira, de la venganza que alienta en el hombre histórico. Todas las promesas es catológicas de los Profetas acabarán con una maravillosa visión de paz universal. Por eso, al desaparecer el pecado con la implantación del Reino de Dios, llegará la paz mesiánica como el estado ideal que Dios ha previsto y provisto para el individuo y los pueblos todos [63]. Las guerras escatológicas señalarán el culmen de la malicia humana, y cuando la iniquidad sea barrida de sobre el haz de la tierra, florecerá la paz soberana, anhelo de todos los hombres [64)].
El Evangelio es en esta materia un acto de la confianza divina hecha al hombre y a sus milenarios futuros. Cristo hace alusión a las guerras, Él es nuestra paz [65], pero lo es en medio de un mundo que no ha querido reconocerle [66]. Y es la causa de que un mundo de guerra envuelva a la humanidad, porque se ha alejado de Dios.
La revisión, por tanto, de las prácticas de la guerra podrá dibujarse a partir de la manera como cada individuo viva lo que el Hijo de Dios ha enseñado a vivir. CRISTO dará a entender que el resultado de la paz no logrará afirmarse más que en la proporción en que la masa humana haya consentido de verdad en el Reino de Dios y en su verdadera justicia, luchando contra la guerra y los terribles azotes que trae consigo; pero esta lucha debe ser paralela a la lucha contra el pecado [67].
La no desaparición de la guerra y de sus amenazas atestigua el carácter todavía parcial e imperfecto de la conversión humana. Es este uno de los síntomas del desarrollo del "hombre de pecado", que el misterio de salvación no impide que siga creciendo, y que no será exterminado verdaderamente más que en el último día. Por eso, toda la Historia del mundo, entre la Ascensión y la Parusía o vuelta de Cristo se describe como la cadena de batallas de una guerra, que no es tanto física como metafísica [68] ¡y en la última lucha, dos grandes poderes se aprestan a la batalla "por el gran Día del Dios Omnipotente" [69]. Por lo demás , como en otros problemas de repercusi6n social, derechos de la mujer, esclavitud, etc.- el Evangelio no aporta una solución directa, pero sí los principios religiosos, sobre cuya base los problemas sociales encuentran su justa solución. No se condena el uso de las armas y se mira a los soldados hasta con simpatía por la sinceridad con que aceptan el mensaje evangélico.
Veamos ahora la conducta de los cristianos al aceptar los principios del Evangelio.Y ello nos hará avanzar en nuestra reflexión teológica.
Actitud de los primeros cristianos
Se ha pretendido condenar la licitud de la guerra en base a frases bíblicas o evangélicas y a la postura asumida por el cristiano de los primeros siglos de nuestra era [70]. Se alega el "no matarás" del Decálogo, con olvido de que ese precepto debe ser interpretado, como indica el P. Congar, "en el sentido en que el conjunto de la Escritura muestra que Dios lo dió. El mismo libro, que lo menciona, relata también que Israel guerreó e incluso -por mandato de Dios, o de acuerdo con las costumbres de aquel tiempo- exterminó a los prisioneros o a las poblaciones.
Por tanto matar se refiere a un asesinato y no a la acción guerrera invocando ese texto [71].
La realidad es que del Evangelio tampoco puede desprenderse el anatema de la guerra y de la profesión militar, pues, según razona el P. de Sorás, "el Evangelio que nos ilumina sobre los fines a proseguir a través de la existencia y de la historia, lo hace también bajo la condición real, de la que nos es preciso partir... El Evangelio que me dice "si se te pega en la mejilla izquierda, pon la derecha", no me dice si ves a tu prójimo injustamente golpeado en la mejilla derecha deja además que se le golpeé en la izquierda... El ejercicio de la caridad, aquí abajo, no se identifica pura y simplemente con la no violencia'' [72].
En el mismo momento inicial de la propagación del Evangelio, éste asume esa forma de vida humana que llamamos "vida militar"; y la asume tal cual es, sin exigir que cambie, sin exigir que deje de ser [73]. A otras formas de vida, precisamente, porque eran pecaminosas, las acoge misericordioso el Señor y misericordiosos los Apóstoles, para purificarlas y convertirlas, para que cambien.
Ya al principio, cuando Juan el Bautista, el Precursor, anuncia la proximidad del Reino de Dios y del Rey que lo instaura (“el Mesías"), y suscita en torno a Él un movimiento profundo, implacablemente exigente, de purificación y penitencia, de cambio de vida y mentalidad, es decir, de conversión, se le acercan entre otras categorías de personas,unos soldados preguntándole: "Y nosotros, ¿qué hemos de hacer?". Como han notado muy bien los comentarista , el Precursor -¡tan enérgico y exigente¡ no les insinúa en modo alguno que deban cambiar de oficio. Se limita a recomendarles que no cometan abusos en el ejercicio de sus funciones: "No hagáis extorsión a nadie -les dice-, no denuncieis falsamente, contentáos con vuestra soldada" [74].
El propio Evangelio nos muestra a Cristo encomiando al centurión por su fe para ponerle de modelo, sin presentar el menor reproche a su cualidad de militar [75]. Cuando Jesús muere en el Calvario, entre el odio de unos, la indiferencia de otros y el desánimo cobarde de algunos más, es también la fe de otro centurión, que mandaba a los soldados ejecutores de órdenes dadas por Pilatos, quien supo ver en el espectáculo de aquella agonía la marca de Dios: "Verdaderamente este hombre -dice- era justo", "Hijo de Dios" [76].
Cuando el Evangelio quiere traspasar las fronteras de Palestina y abrirse al mundo de los gentiles -momento impresionante de la historia cristiana-, Pedro, inspirado por el Señor, se dirige primeramente a Cornelio -el centurión de la Cohorte Itálica- que estaba de guarnición en Cesarea de Palestina, en la costa del Mediterráneo. Aquella familia de soldados constituye las primicias de la incorporación del mundo pagano a una Religión que muchos por entonces creían reservada a los judíos [77].
Otro momento significativo es la implantación de la primera Iglesia en Europa. El Apóstol Pablo, después de recorrer en peregrinaciones apostólicas toda Asia Menor (la actual Turquía), atraviesa la lengua de mar que separa Turquía de Grecia y va a pasar a Filipos, ciudad fundada por una colonia de soldados romanos veteranos ("jubilados" diríamos ahora), y con una interesante guarnición militar. Aquí logra Pablo constituir la primera comunidad cristiana de Europa. Una noche, estando Pedro en prisión, un terremoto produjo gran desconcierto entre todos sus acompañantes. El soldado encargado de la guardia, en vez de huir o agredir, se plantó ante los Apóstoles diciendo: "Señores, ¿qué he de hacer para ser salvo?", y Pablo lo evangelizó y lo bautizó con todos los de su casa.
Y llegamos finalmente a la meta de esta primitiva historia cristiana, que termina con la inserción del Evangelio en la ciudad de Roma, núcleo fundamental de todo el mundo civilizado antiguo. Pablo va a Roma (hacia el año 61) como ciudadano romano prisionero, pues había apelado al tribunal del César. Es conducido por una guardia, custodiado por soldados. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Julio, el oficial de la Cohorte Augusta encargado de conducir a los presos, trató a Pablo con delicadísima humanidad, en momentos en que peligraba su vida. Ya en Roma, Pablo, todavía sometido a proceso, en una prisión que no le impedía la acción apostólica con sus visitantes, escribe una de sus cartas más afectuosas y gozosas a la comunidad de Filipos, a la que antes nos referíamos, contándoles cómo su prisión se había convertido en portavoz del Evangelio para todo el Pretorio, la gran estación militar de Roma; y envía saludos a la comunidad de Filipos de parte de muchos cristianos, que se había convertido al Señor, gracias a su palabra, en "la casa del César" [78].
Esta sucinta reseña histórica resulta impresionante, casi increible. Alguna afinidad, alguna sintonía espiritual tiene que haber entre el tenor de vida de aquellos paganos militares y el mensaje evangélico, para que se produzca, de manera tan ostensible, el acercamiento entre ambos en los momentos decisivos.
En resumen, el Evangelio -que, como tal, no se propaga por medio de la fuerza- asume con toda naturalidad a los soldados en su propio ámbito espiritual; señal de que asume en ellos valores positivos. Pero hay más. Desde el comienzo los Apóstoles, -Pedro y Pablo sobre todo-, aparte de acoger los soldados con toda naturalidad en la comunidad cristiana, proclaman la función que corresponde a la espada (a la fuerza canalizada por la autoridad legítima, a la fuerza militar): la espada no es solamente un instrumento de legítimas necesidades humanas, sino que, según la mente y la palabra de los Apóstoles, es expresión de la voluntad de Dios. Pedro y Pablo lo dicen con toda energía: "estad sumisos a las autoridades, porque por ellas actúa Dios. Por algo llevan la espada: mas no estéis sumisos sólo por temor, si no por conciencia" [79].
La espada legítima, en la concepción de los Apóstoles, no es un simple hecho bruto, de fuerza que se impone y con la que se tropieza, sino que es la expresi6n de un valor espiritual que afecta a la conciencia. Este espíritu absolutamente puro, absolutamente desinteresado, es el que marca desde los orígenes la actitud básica de la Iglesia ante la fuerza, ante el Ejército: sean cuales sean los vaivenes, las vicisitudes históricas y contingentes en que tal fuerza se manifiesta a lo largo de los siglos.
El cristianismo primitivo tuvo una actitud poderosamente original, que hemos de esclarecer. El sentido cristiano de repudiar la violencia se afirmaba en la exigencia de renunciar al estado militar. ¿Cómo se llegó a esta actitud?
En los tres primeros siglos de nuestra era, una serie de autores cristianos (Tertuliano, Orígenes, el obispo Cipriano, Lactancia y algunos más) parece ostentar en nombre del Evangelio un espíritu totalmente antimilitar; desaconsejan a los cristianos que tomen el oficio de soldados. Pero conviene enmarcar esta postura en su auténtico contexto [80]. Disuaden estos autores a los cristianos de que tomen el oficio de soldados, porque se trataba entonces de un oficio voluntario, que se ejercía en una atmósfera impregnada de idolatría, de cultos paganos, de fórmulas supersticiosas, ciertamente no recomendables. Pero esto no impedía que al mismo tiempo los mismos autores en páginas inmortales proclamasen su reverencia religiosa hacia el Imperio Romano y hacia el Ejército, que mantenía la paz y el orden en aquel Imperio; corno tampoco impedía que muchos cristianos fuesen de hecho soldados al servicio del Imperio [81].
Por eso lógicamente surge un cambio al llegar el siglo IV, tiempo de la paz religiosa. El oficio militar era antes respetable en sus funciones esenciales, pero voluntario y del que podían encargarse otros, sin que la pequeña comunidad cristiana tuviera que considerarlo como de propia responsabilidad. Cuando es ya cristiana, en casi todas sus líneas, la contextura del Imperio de Roma, entonces no sólo los cristianos seglares que ocupaban puestos directivos en el Imperio, sino también los teólogos y los prelados tenían que examinar más de cerca cúal era la función del cristianismo y el modo de ejercerla en ese sector inesquivable, que impone la vida misma, esto es, la organización y el uso de la fuerza militar. A partir de ese momento, con hombres tan lúcidos como Ambrosio de Milán y Agustín el de Africa, y luego con todas las escuelas jurídicas y teológicas de la Edad Media, se va formando una doctrina cristiana, que podrímos llamar oficial, acerca del valor y del sentido cristiano del Ejército.
De ahí que podamos afirmar que la renuncia al estado militar en el cristianismo primitivo no fue nunca una práctica general, y hubo muy pronto colectividades humanas ganadas a la fe cristiana, las cuales no estaban en situación de poder convertirse a la eliminación de la violencia guerrera [82]. La permanencia dentro del Cristianismo, de la portación de la Sagrada Escritura, la visión religiosa de las peripecias guerreras por las que pasa el Pueblo de Dios, que allí aparece enseñada, permitían la acomodación de los casos que se presentaba. La influencia ejercida de este modo por el Antiguo Testamento sobre la Teología Cristiana de la Guerra, y más aún sobre la Pastoral, fue muy considerable.
La corriente pacifista, contraria al servicio de las armas, en gran parte fue motivada, como hemos indicado anteriormente, por el peligro de los actos idolátricos que la pertenencia a las legiones llevaba consigo implícita y, también, por un sentimiénto pacifista; pero, como esclarece el P. Congar, nunca representó un hecho general, al haber siempre cristianos en el Ejército [83]. Por otro lado, esta posición pacifista resultaba en cierto modo paradójica y no podía subsistir largo tiempo, ya que según indica un sociólogo contemporáneo [84]: "las legiones no eran defensoras de un orden nacional, sino universal. De hecho, la ley, la cultura, el orden y, después, incluso el catolicismo, sólo existían en el Imperio Romano, y fuera de él todo era caos, barbarie y paganismo. Por eso allí sí era cierto el ''si vis pacem, para bellum". Porque para el soldado romano el dilema era rotundo: o defender con las armas el Imperio, el Derecho y la Civilización, o dejar que estos valores se hundieran en el caos".
Estas ideas concuerdan con las ideas de Celso en el siglo II al tachar de malos ciudadanos a los cristianos, a causa de su negativa a enrolarse en la milicia, dado que "si todos los hombres hicieran lo mismo, el César quedaría completamente solo y abandonado, y el Imperio caería en manos de los bárbaros" [85].
La Iglesia se encontró muy pronto en la obligaci6n de avenirse con el poder civil constituido y, siguiendo el camino más realista, trazado por San Pablo desde sus orígenes, empieza a elaborar una doctrina de compromiso. El P. Congar nos explica que los cristianos primitivos, durante la primera época, bajo el régimen de las persecuciones, vivían la vocación cristiana, en toda su plenitud, al igual que los monjes contemporáneos. Poco numerosos, miraban a la comunidad eclesial corno el sitio de tránsito desde la Pascua a la Ciudad Eterna que anticipaban. "Observaban -dice- con respecto al Estado una actitud de obediencia leal en las cosas temporales, pero no creían tener que asumir, como cristianos, una búsqueda del bien temporal o terrestre de los hombres. Las cosas cambiaron evidentemente, en la situación de una sociedad ampliamente cristiana, donde los cristianos ocupan los más altos cargos civiles. La Iglesia se vió entonces obligada a hacer una experiencia que no había hecho, ni siquiera imaginado, durante la época de los Apóstoles y de los Mártires. Tuvo que desarrollar nuevos aspectos de la ética cristiana en materia temporal [86].
El cardenal Danielou parece abundar en idéntico pensamiento. Durante su intervención en el Congreso de la sección nacional gala del movimiento "Pax Christi", decía en 1955: "Nos hemos encontrado tres situaciones: la del Antiguo Testamento, donde la sociedad es teocrática y la vida religiosa es normal. La de los primeros siglos cristianos, que nos muestra a una minoría de cristianos ocupándose en la oración y en la misión en un Imperio pagano que asegura la paz temporal. La de los siglos de la Cristiandad, donde los cristianos deben asumir las responsabilidades de la ciudad terrestre y hallan en la Ley de Dios un freno al desenvolvimiento de la violencia [87].
Pronto se abandona la posición irenista, que va desapareciendo desde el momento en el cual el cristiano afronta las responsabilidades de la ciudad temporal donde se inserta, y se comienza a asentar las primeras doctrinas sobre la guerra, funda das en la ideología del Cristianismo [88].
Sin embargo, con la Teología aparecía algo nuevo en los horizontes del alma religiosa: el problema de un derecho del hombre a hacer la guerra. Es decir, la conciencia de ciertos deberes, cuya observancia se presentaba como deseable entre los pueblos. ¿En qué medida podía pensarse que las decisiones de tales deseos eran legítimas? [89]. Porque el Evangelio alimenta una estima absoluta de la paz, crea el ambiente en el que los teólogos, bajo la mayor seguridad, elaborarán una teología de la guerra. En esta teología, el rasgo característico de la Cristiandad será la consecución de la paz, la "tranquillitas ordinis". Hay que tener en cuenta, que San Agustín, elaborador de este teología de la guerra justa, es un ciudadano romano; y el orden, que constituye la sustancia de la paz, significa para él la prolongación terrestre del misterio cristiano.
Es un dato muy interesante a destacar que casi todas las sectas heréticas del cristianismo van a ser irenista, mientras que la Iglesia Católica, desde San Atanasio el Grande, San Ambrosio de Milán y, sobre todo, San Agustín -a partir del siglo V- defenderá la doctrina de la guerra justa, si por ella, cuando no sea posible por otros medios, se consigue restablecer la paz. La posición irenista, no obstante, permanece soterrada y latente, y resurgirá a través de diversos movimientos heterodoxos.
Siguiendo el irenismo de los montanistas y maniqueos, que consideran imcompatible la milicia con el cristianismo, declarando intrínsecamente ilícita la guerra, en el siglo XII son irenistas los valdenses, y en la centuria siguiente los albigenses, proclamando ambos que toda guerra es abominable. En el siglo XIV, el primer precursor de la Reforma protestante, Juan Viclef, proclama que toda guerra es ilícita en sí, y la secta que funda -los lolardos- prohibe verter sangre, condenando incluso la pena de muerte, como contraria al Nuevo Testamento. A finales del siglo XV, a través del inglés John Colet, influido por Wiclef, el irenismo y pacifismo integral se desarrolla entre los denominados reformadores de Oxford y, siguiéndoles, Erasmo de Rotterdam escribe en el siglo XVI: "No hay paz, aún injusta, que no sea preferible a la más justa de las guerras". Erasmo influye con su pacifismo integral doctrinario (aún cuando, finalmente, ante el peligro turco rectifica) en católicos ortodoxos, como Tomás Moro y Juan Luis Vives, y también, sobre todo, eh Martín Lutero, que resucita un nuevo irenismo, que habrá de ser exaltado por varias sectas protestantes: los antitrinitarios cuyo jefe fue Miguel Servet; los anabaptistas y los mennonistas, que consideran que, no ya la guerra, sino el servicio militar son incompatibles con el cristianismo, y fundan el movimiento de los "objetores de conciencia", junto con los cuáqueros, apóstoles actuales de un antimilitarismo militante [90]. Estos últimos desempeñan el papel de eslabón entre los movimientos de la Era de la Reforma y los contemporáneos. Durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos permanecieron neutrales, en virtud del "Holy experiment", y su postura fue de suma importancia para que pervivieran los escrúpulos morales frente a la legitimidad del servicio militar [91]. El siglo XX ve nacer y desarrollarse el "Movimiento por la paz'', integrado principalmente por cuáqueros, metodistas, congregacionistas y presiterianos en Norteamérica; en Rusia por los dukhobors, quienes con los molocanos repudian el servicio militar. En la actualidad se oponen de manera destacada los Testigos de Jehová [92].
El concepto de la guerra en los Santos Padres
En el periodo patrístico es cuando comienzan a constituirse los primeros eslabones de una teología cristiana de la guerra. San Ambrosio, prefecto del Pretorio antes de ocupar la sede del obispado de Milán, será el precursor de la teoría sobre la guerra justa. San Agustín completará la tarea de aquél y escribirá al general del Imperio, Bonifacio: "La paz debe ser objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esa necesidad y los guarde en paz. Pues no debe buscarse la paz para alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz. Pensamiento este últimoque se mantendrá constante en los tratadistas católicos.
Sólo a los monjes y sacerdotes se les eximía del servicio de las armas por San Ambrosio y San Agustín, quien escribiríá al mencionado general: "Rezarán por tí contra tus invisibles enemigos; debes luchar, en lugar de ellos, contra los bárbaros, sus enemigos visibles''. Los demás cristianos no encontrarán ninguna incompatibilidad u obstáculo moral entre sus creencias y el servicio de las armas. San Agustín, prefectamente consciente de la contradicci6n aparente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, desarrolla una teodicea que justifica la guerra en la medida en que puede ser expresión de la voluntad divina [93]. Al mismo tiempo que se establecían institutos y normas humanizadoras de la guerra -tregua de Dios, derecho de asilo, Orden de la Merced, órdenes de Caballería, prohibición de la deslealtad, traición , saqueo, uso de ciertas armas- va perfeccionándose por san Isidoro, el Decreto de Graciano, San Juan de Legnano y San Raymundo de Peñafort la tesis acerca de la guerra justa.
Elaboración de esta teología
El flujo ideológico que mana, definitivamente, de la doctrina de San Ambrosio y San Agustín, será perfilado por Santo Tomás de Aquino en la "Summa Theologica" [95], donde encontramos una articulación sobria y sintética, que poprocionará durante mucho tiempo sus bases a las consideraciones más desarrolladas de los teólogos católicos, exigiendo tres requisitos para la guerra justa: autoridad del Príncipe, causa justa e intención recta. Estos requisitos serán la base de las condiciones, que la Teología Moral exigirá, para que una guerra pueda ser declarada lícita, como veremos más adelante.
La Teología concebirá desde el primer momento la guerra como aparición y consecuencia existencial del pecado: algo que en nuestro orden concreto de salvación no debería existir, y cuya progresiva eliminación debe ser la tarea constante y nunca plenamente acabada del cristiano. Pero, por otro lado, ve que la guerra es una realidad imposible de eliminar, precisamente en este orden concreto del pecado y de la gracia. Por lo que no será siempre posible evitar el recurso a ella.
Un análisis más detenido en este trabajo, nos llevará a la conclusión de que la utilización de la guerra deberá tender a la elirninación progresiva de la misma, aunque sepamos que ello no es plenamente alcanzable en la tierra. Porque por encima de la guerra está la paz, a la que aspira el Siervo de Yhavé. Paz que la Humanidad ha perdido en el Paraíso y que volverá a encontrar en los tiempos mesiánicos, después del gran caos escatológico. Si la guerra, en su absurdo, puede tener algún sentido, es en el único y riguroso servicio de la paz. Y sólo en función de la paz podrá el teólogo aprobar ciertas manifestaciones de guerra.
TEOLÓGIA DE LA GUERRA será entonces la ciencia teológica normativa que trate de la regulación moral de la utilización de la guerra, asi como del puesto de la guerra en la estructura social de hoy. Será aquella ciencia normativa que, a partir de la Revelación, se cuestione ante todo si la guerra tiene algún papel que jugar en el orden concreto de la creación y salvación en cuanto a su utilización. Y, en caso afirmativo, se pregunte de qué modo, con qué espíritu y en qué medida debe ser regulado el uso de la guerra, de modo que sea concordable con la marcha hacia la plena configuración de los hombres en Cristo, y con la construcción del Reino de Dios en la Paz de Cristo.
De esta forma podremos distinguir desde el primer momento, con toda precisión posible, entre aquello que constituye la última meta del "ethos" cristiano (la configuración de los hombres en Cristo y la construcción del Reino de Dios), y el problemático papel que la guerra puede jugar directa o indirectamente en ello, habida cuenta de sus características esenciales en este orden concreto de creación y salvación del hombre.
Según esto, descendamos a un nivel más concreto. Conozcamos las diferentes esferas de esta actividad humana, que es la guerra, con una mayor explicitación Y ello nos llevará a la entraña de esta teología.
Ricardo Muñoz Juarez, en defensa.gob.es/ceseden/
Notas:
32 Concilio VATICANO II: Constituciones, Decretos, Declaraciones Constitución "Gaudium et Spes", núm. 78. B.A.C., Madrid 1965, 876 págs.
33 Nuevo Catecismo para adultos. Versión íntegra del Catecismo Holandés, pág. 408. Edit. Herder, Barcelona 1969, XXII, 512 págs.
35 Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 37.
38 Concilio VATICANO II: Op. cit. núm. 13.
39 Cfr. Baurmgartner, C.: El pecado original, col. El misterio cristiano, Edit. Herder, Barcelona 1971, 238 págs.
40 Scheffczyk, r.: Pecado, en Conceptos fundamentales de la teología, tom. 3°, Ediciones Cristiandad, págs. 378-398, Madrid 1966.
41 Bockle, F.: El pecador y su pecado, en La Nueva Comunidad. Autores Varios. Edit. Sígueme, Salamanca 1971, págs. 75-89.
42 Cfr. Lucena, C.: « Pecado y plenitud humana?, Edit. Perpetuo
44 Cfr. Tuya, M. de: Visión teológica de la actualidad mundial. Edit. Stvdivm, Madrid 1952, 249 págs.
52 León-Dufour, X.: Vocabulario de Teología Bíblica. Art. Guerra págs. 325-329. Edit. Herder, Barcelona 1967, 871 págs.
63 Os 1, 7; Os 2, 18; Jr 21, 4; Is 2, 4-11 – Is 6, 9.
64 Za 14, 1-3; Dn 7, 19-25; Dn 11, 40-45; Dn 12, 1ss ; Dn 5, 15-16; Mt. 24, 6; Ap 12, 7; Ap 16, 14.
66 Allmen, J.J. von: Vocabulario Bíblico, Art. Guerra (H. Michaud), págs. 131-134. Edit. Marova, Madrid 1968, 366 págs.
68 Ap 2 , 16; Ap 9, 16ss.; Ap 11 , 7; Ap 16 , 14.
69 Haag, H.: Diccionario de la Biblia. Art. Guerra, col, 786-787. Edit. Herder, Barcelona 1964, XVI, 1080 págs.
70 Fontaine, S.: Los cristianos y el servicio militar en la antigüedad, en "Concilium", Julio-Agosto 1965, págs. 118-131. Se recogen las investigaciones de historiadores, exegetas, patrólogos y teólogos en orden cronológico. .
71 Congar, Y; y Folliet, J.: El Ejército, la Patria y la conciencia, pág. 69. Edit. Nova Terra, Barcelona 1966, 156 pags. Cfr. también el artículo de Jesús González Malvar, en "Incunable7 262-63 (1971), pág. 7-9, bajo el título "La objeci6n de conciencia".
72 Citado por Leandro García Rubio, en ¿Superación del problema de la objeción de conciencia? Revista de Derecho Militar, 6 (1958), pág. 44.
73 Guerra Campos, J.: Sentido cristiano del Ejército, Madrid 1970, 40 págs.
76 Mt 27, 54; Lc 23, 47; Mc 15, 39.
77 Hch, 10, 1-48; Hch 16, 25-34.
78 Hch 23, 17s; Hch 25, -12; Hch 27,1-3.43; Flp 4, 22; Flp 28, 16. Cfr. Bover, J.M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana. Edit. Balmes, Barcelona 1941. Estudia: el centurión de Cafarnaún y Jesús, el centurión de Cesárea y San Pedro, los veteranos de Filipos y San Pablo.
80 Ver bibliografía en García Arias, L.: Servicio Militar y objeción de conciencia. Revista "Temis" (de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza) 4.20 (1966) págs. 11-44. Sobre el cristianismo primitivo y la doctrina clásica de la Iglesia, págs. 15-21.
81 Cfr., por ejemplo, Tertuliano: Apologeticum, 30,1 7 (oración de los cristianos por la prosperidad del Imperio y de su Ejército, garantía de la "tranquillitas"; 41("No somos inútiles). No somos hombres fuera del mundo. Nos acomodarnos a todo: somos marineros, soldados, labradores..., todas las artes. Si no frecuento tus ceremonias, no por eso dejo de ser hombre aquel día.
82 Bover, J. M.: Los soldados, primicias de la gentilidad cristiana, en "Razón y Fe", 113 (1938) págs. 62-88.
83 Congar, Y. y Folliet, J.: Op. cit., pág. 70.
84 Busquets, J.: Ética. y Derecho de guerra, en "Revista Española de Derecho Militar: 21 (1966), pág. 82.
85 Contra Celsum, VIII, 68-69. Citado por Gonzalo Muñiz Vega en su artículo "La objeción de conciencia", en la Revista "Verbo", 101-103 (1972), pág. 134.
86 Congar Y. y Folliet. J.; Op. cit. págs. 70-71.
87 Cfr. García Rubio, L.: Op. cit., En "Revista Española de Derecho Militar" 6 (1958), pág. 42.
88 Cfr. Muñiz Vega, G.: Op. cit. pág. 132-136.
89 Dubarle, D.: La salvaguarda de la paz y la construcción de la comunidad nacional, en "La Iglesia en el mundo de hoy", tomo II, pág. 710. Edit. Taurus, Madrid 1970, 790 págs.
90 García Arias, L.: Servicio militar y objeción de conciencia, en "Revista Española de Derecho Militar", 22(1966), págs. 53-54.
91 Bainton, H.R.: Actitudes cristianas ante la guerra y la paz, págs. 172-175. Madrid 1963, citado por Gonzalo Muñiz Vega, en su artículo "La objeción de conciencia", Revista "Verbo", 101-102 (1972), pág. 154.
92 Muñiz Vega, G.: Op. cit. págs. 153-154.
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