A sus ochenta y ocho años, José Jiménez Lozano charla, ríe e ironiza, incansable. Es un escribidor pequeñito, alegre y sabio. Pasa de la broma y el chiste a hacer un comentario histórico fundamentado de nuestra «tierra de conejos», que es como le gusta llamar a España. Es premio Cervantes y otras muchas cosas. Ha publicado veintisiete novelas, doce libros de cuentos, nueve poemarios y siete diarios. Es el maestro de Alcazarén y hasta este pueblecito de Valladolid vienen a charlar amigos de todas partes —Rusia y Estados Unidos, Islandia y República Checa, Alemania e Italia, México e Inglaterra—. Nos recibe en su casa, hecha de ladrillo mudéjar y suelo ajedrezado, como de estancia holandesa, en la que se oye el cacareo de las gallinas del licenciado y se disfruta del jardín de Dora, su mujer. Nos acomodamos en torno a la mesa en la que escribe, rodeados de libros y de complicidades —una candela, varios pájaros, un baldosín árabe, una menorá judía, un retrato antiguo o la imagen de una virgen románica—. Del estudio, pasamos a una salita, Dora nos ha preparado un magnífico aperitivo, nos sentamos en la mesa camilla debajo de un inmenso retrato de Juan Massana. Nuestros ojos van del Jiménez Lozano real al del cuadro. El pintado tiene una mirada, intensa y pensativa. El de carne y hueso tiene unos ojillos atentos, descubridores y alegres. Es la mirada que se transparenta en sus escritos. Y de esa mirada una lengua que nos traslada a la época de un español recién nacido y hablado por la gente para decirse. Da gusto escuchar su cadencia. Empezamos la entrevista yendo hacia atrás, hasta su nacimiento en 1930.
Habla de su nacimiento como un traumatismo ¿Por qué lo describe así?
Me contó un médico de la familia que asistió a él que fue un parto muy difícil y que la anoxia del recién nacido fue tremenda. Lo demás, lo de las angustias existenciales, literarias o filosóficas lo dice Otto Rank, y yo lo he repetido simplemente, pero no de tal manera como para hacerlo mío. Les diré que Francisco Javier Higuero tituló su tesis doctoral: La imaginación agónica de Jiménez Lozano; pero otro crítico de mis poemillas ha escrito, a propósito de La estación que gusta al cuco, publicada cuando yo cumplía ochenta años que «mientras las obras de sus contemporáneos, y también de las generaciones posteriores, se ensombrecen hundidas en el pozo del paso del tiempo y se agotan en el bucle de la idea de la muerte, la poesía de Jiménez Lozano rezuma en cada libro mayor optimismo vital». Al reaccionar en la hora de aquel mi difícil nacimiento, decidí encontrar al mundo bastante interesante.
Yo soy físico, mi formación es de científico y me creo poco lo del nacimiento traumático. Usted tiene una alegría de vivir y unas ganas de reírse con el mundo y hasta un poquito del mundo. Deme una razón para esto.
Ya lo pensaré un poco, pero creo que usted está en lo cierto. Ese es mi talante pero, además, es que a mí me parece que el mundo moderno es una desgracia, porque entre otros aspectos es bastante triste, no encuentra motivos para vivir. Y hay demasiados modernos así. No hace mucho me encontré con alguien muy conocido que había cumplido cuarenta años y me dijo, a mí con ochenta y siete, que no paraba de pensar que se tenía que morir, y le contesté: «Toma y yo también, ¿es que eres tonto?» y me respondió: «Ya, pero yo no tengo motivos para vivir». Y esta es una mera anécdota, pero aterradora porque la vida no necesita motivos para vivirse y parece como si la naturaleza de esa vida fuese la finalidad misma de ser vivida. Como el pez en el agua. Es la conciencia de lo insuficiente de la propia vida, o la amenaza a esta las que se interponen entre la vida y nosotros.
Y, en otro orden de cosas, son los demiurgos de nuestro tiempo, hombres de pensamiento y ciencia, señores del nacer y del morir, quienes piensan que no hay razón alguna para que la especie humana, de la que tienen una pésima opinión, continúe sobre la tierra. Es un botón de muestra del famoso antihumanismo. Y algunos han lamentado que no se aprovechase para ello la crisis, en 1983, de los cohetes Pershin americanos en la República Federal Alemana. Estas son las cosas que solo ocurren, creo yo, después de un desolador desastre en nuestro pensamiento y en el interior más profundo de nuestros ser donde parece que ya no llega la alegría de vivir. Pero yo creo que merece la pena vivir porque hay personas, porque hay pájaros, porque hay cosas que están muy bien, excelentemente bien.
Y, de repente, me acuerdo de que en la Biblia de Ferrara según va haciendo el Creador a las criaturas, dice: « ¡Qué bueno!», mientras otras biblias traducen: «Y vio que era bueno» como diría un inspector o un aduanero. Va un mundo entre aquella traducción y las corrientes. En el XV la vida sería difícil pero la alegría de vivir era desbordante, y esto se refleja en toda la literatura medieval.
Usted habla de tres mujeres en su infancia: su madre, su madrina y la criada de su casa, y hay una historia muy interesante que tiene que ver con esta madrina que se enfrenta a los fusiladores. Me da la impresión de que su madrina es uno de sus primeros personajes literarios, que se funde con el personaje real.
La recreación de mi madrina, o más bien bautizadora, como personaje es mía. Yo a esta mujer la conocí poco, por lo visto fue quien me bautizó, porque como nací tan mal, antes de que llegara el párroco me bautizaron por si acaso, y ella fue quien me bautizó. Murió siendo muy anciana. No la traté mucho, y su comportamiento de Antígona me fue contado siendo ya mayorcito. Fue en el tiempo de la guerra civil. Y parece que había causado impresión a aquellos a quienes se dirigió, porque no les suplicó, sino que les reprochó su conducta, y les recordó que no se podía ir a buscar a alguien para matarle. El comentario que yo oí de los que me contaron el hecho es el de que al fin aquellos fusiladores se fueron, y otros también se irían si alguien tuviera el valor de aquella mujer. Mi madre me dijo que me había regalado el devocionario para cuando hiciera la primera comunión, al año siguiente, y todavía le conservo.
La segunda es la muchacha que les ayudaba en casa: la María.
He personificado, al escribir, a muchachas y a un par de mujeres de mediana edad que estuvieron en casa ayudando a mi madre o llevando la casa cuando ella no podía, y solo una de ellas se llamaba María, pero las recuerdo muy bien, y lo que decían. Y lo bien que se portaron conmigo, y lo que me enseñaron, especialmente en cuanto a lenguaje. Por ejemplo, una de ellas que tuvo un día unas palabras con la vecina que era muy morena, oí que mientras yo leía de buena mañana en la cama, la concluyó llamando «blanca flor de chimenea», y ahí quedó la cosa. Así que esta María tenía una imaginación gongorina, ciertamente.
Usted cuenta de María, la criada, que en una secuencia le dice: «tú mira a los mendigos siempre a los ojos porque son como Cristo».
Sí, estas cosas es lógico que ahora parezcan raras, pero eran muy normales. No hay que olvidar que tenemos una cultura basada en el cristianismo y esta circunstancia ha conformado muchos dichos populares. Hace un tiempo, en una corrección de texto se propuso corregir la frase «no quiero pasar por más calvarios», que pronuncia uno de los personajes de la novela, cambiando «calvario» por «cuesta». Me quedé boquiabierto, porque una cuesta no es un calvario, el calvario implica una connotación de sufrimiento ausente en la palabra cuesta. Y no es lo mismo oír a alguien decir que estaba desamparada para significar que cobraba ninguna pensión, porque la hondura y la sonoridad sentimental de la realidad que lleva consigo la palabra «desamparo» no es la misma que se evoca con el término burocrático. Por eso la poesía solamente la entienden las gentes con inteligencia y sensibilidad y cuyo lenguaje no se haya burocratizado o tecnificado, o se haya hecho televisivo.
La expresión «hacer novillos» me recuerda a mi niñez, y me dicen: ¡pero es que ya nadie usa esa expresión!
Conozco a un excelente filólogo, que hace diccionarios, y me dice que en la editorial donde imprimen esos diccionarios han cambiado a la gente del taller y asegura que se tendrá que ir a otro sitio porque le tachan lo que no entienden. Yo creo que el lenguaje ha desaparecido como expresión y se emplea para fabricar una realidad de cartón como el conde de Potemkin hizo aldeas de cartón.
En Estados Unidos a un basurero se le llama ingeniero de medio ambiente.
Ahora también es así aquí y los vehículos transportadores de basura se llaman más o menos así. Parecen trasuntos de «las cultas latiniparlas» de Quevedo o «las preciosas ridículas» de Molière y nos reímos; pero los camaradas llamaban a la pena de muerte «defensa suprema de la vida»; y durante nuestra guerra civil se llamaba «paseo» al traslado de un detenido para ser asesinado de ordinario junto a una tapia o en el campo, más o menos como sus soldados dicen a Tucídides en la guerra de Corcira y aquel encuentra intolerable. Pero ahora mismo hablamos de «violencia de género» para no llamar asesinato lo que es un asesinato, no sea que nos perturbe o no nos valga para hacer política de masas.
El problema es que el que no sabe describir sus sentimientos al final se hace oscuro para sí mismo.
Ciertamente es así, una persona que no tiene o pierde el lenguaje que nombra ni puede hablar ni pensar por su cuenta, sino por cuenta de otros, digamos con un lenguaje político o comercial, o televisivo, pongamos por caso. Es un lenguaje construido con tópicos, conceptos y hasta frases hechas de los que se echa mano al hablar para no decir nada, o no se quiere decir ni escuchar nada.
Cuando santa Teresa no sabía muy bien cómo expresar exactamente lo que pensaba o sentía, escribía: «a esto llamo yo». Y esto es lo mismo que yo oigo todavía en el habla de la gente del campo. Es Gente independiente, como dice el título de la estupenda novela de Halldör Laxness, no una masa pastoreada, a comenzar por la lengua, y quizás está entre la poca gente que va quedando que entiende las ironías.
La tercera mujer de la que hablábamos es su madre…
Como mi madre estaba mucho tiempo en la cama, o levantada, pero sin poder hacer otra cosa que coser, bordar o leer, hablé mucho con ella. También me leyó mucho, libros piadosos: santa Teresa o el Kempis sobre todo, aunque no solo estos. También era bonito lo de Amado Nervo: «¡Ah Kempis, Kempis, asceta yermo! /¡Ah Kempis, Kempis, asceta triste! / Ha muchos años que estoy enfermo, / y es por el libro de tú escribiste!».
Y también me leía mi abuela, y en alguna parte he contado lo que me impresionaban las páginas de una escena que he contado en varias ocasiones, la del enterrador del que habla fray Luis de Granada que daba un azadonazo a una calavera que bien podía ser la de Alejandro Magno.
Se le ha llamado el maestro de Alcazarén. Vive aquí retirado entre sus libros y recibiendo a los amigos. Atribuye gran parte de su formación a la figura del maestro y, sin embargo, se puede decir que su formación es principalmente autodidacta. Usted ha leído mucho, primero compartía sus lecturas con Jacinto Herrero, luego con otros amigos. ¿Cómo describiría su formación?
Está bien esto de «maestro» como los antiguos pintores, o como ahora se dice a un albañil o a un carpintero, y el apelativo solo quiere decir que tiene un cierto oficio y edad. De los maestros de escuela de mi infancia recuerdo sobre todo la geometría y la geografía o la historia sagrada. Pero en Langa había un sacerdote psíquicamente enfermo, pero de ordinario muy tranquilo, aunque tenía alguna vez algún momento de descontrol un tanto dramático, según he oído después; pero era hombre muy cultivado y que nos reveló a los chicos —a quien le interesara escuchar— la maravilla de la literatura. Se sabía tiradas enteras de la Divina Comedia y hablaba familiarmente de sus diversos pasajes. Se sabía bastantes romances y poemas medievales y del Siglo de Oro, y parlamentos de Shakespeare, y la poesía de Unamuno; y parece que le estoy escuchando: «Aldebarán / rubí encendido en la divina frente», y declamado por aquel hombre rodeado de nosotros, los chicos, frente a Aldebarán.
Era fascinante, y esto es una educación literaria, que incluía a Verdaguer, a Maragall y a Costa y Llobera, o La puerta de paja, de don Vicente Risco, en una malísima edición que perdonábamos enseguida que fuera tan mala. Y versos de Virgilio y Garcilaso. Y luego estaba un hermano mayor de Jacinto Herrero que estudiaba Derecho y que leía literatura, porque entonces los estudiantes leían literatura y, según mi experiencia, sobre todo los de Medicina. Más que los de letras. La literatura, por lo tanto, no me llegó autodidácticamente, sino como pasión; no por vía de enseñanza, sino de conversación con otros estudiantes y algún profesor de letras, pero fuera de clase. Azorín entró así en nuestras vidas, la de Jacinto Herrero y la mía, y con Azorín, entraron Cervantes y los demás de quienes él hablaba.
¿Por qué dice usted que leían más sus amigos estudiantes de Medicina?
Simplemente porque fue mi experiencia. En un mundo en el que leer era una cosa normal, y más si se era estudiante. Entre mis amigos en Valladolid los que estudiábamos Derecho éramos siete, y cinco estudiaban Medicina y leían mucho más ellos que nosotros y que los dos amigos de letras. Seguramente fue que todos éramos lectores, y nada más.
Háblenos de Jacinto Herrero; es su amigo de la infancia y su compañero en el descubrimiento de los libros.
Él y yo nos teníamos como repartidas las lecturas: Jacinto leía la poesía y el teatro, y yo la prosa: narraciones y ensayo. Poesía los dos. Uno leía lo que le tocaba y lo pasaba luego al otro, con lo que a cada uno le había parecido. El ayuntamiento tenía su bibliotequita y allí leímos sobre todo los escritores contemporáneos, y a los del 98 y el 27 sin prestigio todavía, y esto es importante. Tú no podías decir que no te gustaba Virgilio, porque ya era un clásico, pero podías decir que no te gustaba Unamuno con toda libertad, o que nos gustaba Rubén Darío. Muchos años después, además de saber mucha gramática como buen alumno de don Rafael Lapesa, resultó ser Jacinto un excelentísimo poeta, que ya se verá, porque estas cosas se ven tarde.
Que uno pudiese leer a Unamuno y decir que no le gustaba da la impresión de que le dio una libertad tremenda.
Uno leía lo que le daba la gana. Un amigo me dijo: «si vas a escribir, yo te diría que no lo hagas, pero si escribes tienes que ser como una mujer de la calle que se ponga el mundo por montera, y el primero que te diga que está muy bien, lo mandas a paseo, desconfía de ti y de los demás, haz lo que te dé la gana». No había corrección política de ningún tipo. Yo veía que a los de letras, se les preguntaba siempre sobre lo que habían leído aquella semana, y a lo mejor uno decía: «una novelilla pequeña de Cervantes y no he sido capaz de terminarla», y contestaba el profesor: «¡Bueno, ya le gustará!».
Eso hace que la literatura entre como un amigo.
Exacto, esa es la verdad, era como un pariente, como uno más de la casa, y por eso las bibliotecas buenas son desordenadas, no tiene nada que ver un libro con otro, le puede gustar Sófocles y Luis Taboada, no tiene importancia ninguna. Son amigos nuestros y ya está, no hay más razón.
La pobreza, la nada y la desnudez de Castilla ¿son sugerencias para la escritura? Como para san Juan de la Cruz o santa Teresa…
No lo sé, pero ahora me parecen mucho más complicados estos asuntos, y no relacionaría tan claramente una escritura con su ámbito geográfico ni biográfico. La infancia misma es tan determinante, porque en sí es un periodo en general feliz, pero también se redora cuando se evoca por eso mismo: nunca se será más feliz que entonces. Se suele decir que es algo terrible ver la guerra o la pobreza por parte los niños, pero la verdad es que según y cómo. Era formidable ir a manifestaciones con antorchas por la noche, ver un avión o un carro de combate por dentro como en un museo, ver militares de uniforme. El personaje real, Juan de la Cruz quizás veía pobreza en su hogar muy venido a menos antes de que él naciera, pero no necesitaba ni de la Castilla pobre ni de la pobreza de su madre para saber lo que era pobreza. Hasta la Teresa, que era una señorita, quedaba aterrada, cuando Juan le hablaba del desprendimiento total y la renuncia total.
En ese sentido ha dicho que Ávila le parecía Constantinopla…
Sí, sí. Sabíamos incluso que Constantinopla tenía tres murallas como tres anillos de la ciudad. Y gracias a esta literatura familiar no era extraño que cuando iba a Ávila pensara en Constantinopla, leíamos «la intemerata» sobre cruzadas, pero no comprendíamos por qué la guerra civil se llamaba cruzada, si no había caballeros templarios.
Ha comparado Ávila con la estepa rusa. La nevada de hoy me recuerda a Miguel Strogoff, me recuerda a la estepa rusa. ¿A usted le gustó Miguel Strogoff?
Sí, claro. Me gustaba mucho, porque paseaba por Rusia y la literatura hace soñar. El primer problema de un niño pequeño, cuando quiere representar la realidad, es que echa mano, por ejemplo, de un tubo de pasta de dientes o de otra cosa cualquiera que le sirve de avión, de coche, gato o de ratón, y juega con su imaginación. Y eso le pasa con las lecturas, pero si le traes la realidad lo que ha imaginado su desilusión es profunda, y cuando ve un juguete que se mueve lo toma de la mano y quiere moverlo él, y lo mismo ocurre con la lectura: la nieve de «El correo del Zar» era más bonita que la de verdad.
Ha señalado que el mundo se le ofrecía por primera vez en sus viajes de niño a Ávila, ¿qué significa esto? A partir de esta visión de Ávila, usted recupera la historia de España en ese valor de la convivencia entre mudéjares, judíos y cristianos. ¿Por qué le ha fascinado y ha vuelto tantas veces sobre esa época de España en la que convivían? ¿Qué valor tiene?
Dando vueltas a las cosas de pequeño se ven muchas más después, porque las relaciones son historias entre individuos, no entre colectivos que son entes abstractos. La convivencia de las tres leyes fue posible mientras se trató de personas. Hablar de convivencia de civilizaciones o culturas es una vaciedad porque estos son puros nombres, y la libertad como el respeto es para las personas. Cuando ocurre el aupamiento social de los cristianos, y estos son la parte dominante de la población como en Europa entera, se comenzó a imponer el principio abstracto de que la religión que tenía el príncipe o gobernante debía de ser la de sus súbditos; pero hasta entonces islámicos y judíos eran los «otros españoles». Los europeos se extrañaban de que fueran tan libres nuestros judíos y nuestros moros, y aquí no hubiera guetos. Pero lo que quiero decir al evocar estas extrañezas europeas es que, desde tiempo atrás, las capas ilustradas europeas y españolas que sabían hablar latín ya tenían decidido que nuestras «extrañezas» tenían que acabar.
En la catedral de Sevilla la tumba de Fernando III tiene cuatro inscripciones funerarias en su tumba, y solo una de ellas diferente, que es la latina, lengua europea y de la élite cultivada de los reinos de las Españas. En dos de los epitafios, escritos en hebreo y árabe, se dice que el rey allí enterrado «quebrantó y destruyó a todos sus enemigos»; en el epitafio escrito en romance castellano se dice lo mismo: «rompió e destruyó todos sus enemigos»; pero en la inscripción latina está escrito que «aplastó y exterminó la protervia de casi todos sus enemigos». Américo Castro, que es quien con razón se muestra extrañado de esta diferencia, comenta, sin embargo, simplemente que «protervia» equivale a desvergüenza o impudor, y añade: «o sea, de los musulmanes que ocupaban Córdoba y Sevilla», que serían así aludidos solo para los que entendían el latín. Pero me parece que aquí hay algo mucho más significativo. Porque, por lo pronto, el uso de los verbos «aplastó y exterminó» explicita la violencia más extrema, con la palabra «protervia» que pertenece al vocabulario teológico y clerical que designa la maldad de la herejía o «herética pravedad» en la enunciación misma de la institución inquisitorial Y esta es la violencia que se oculta a quienes no saben latín entre los cristianos, y a judíos e islámicos; esta es la violencia como teología, ideología, y sentimiento de quienes redactaron esos epitafios, y es lo que se sentía en toda Europa.
¿Y la Inquisición? Somos conocidos en el mundo entero como los más terribles inquisidores. ¿Qué significa en nuestra historia? ¿Por qué se ha interesado por la Inquisición?
La acción procesal tan arbitraria ya fue reprochada en su tiempo a esta inquisición, llamada «castellana» porque se acordó en Medida del Campo a finales del siglo XV. Y, por ejemplo, por un proceso de la Inquisición de Sigüenza sabemos que un cura rural de Soria, ante la noticia de que se están quemando judíos en Zaragoza, comenta: « ¿Por pensares? El pensamiento no delinque, que yo me sé bien mis bolonias».
Lo terrible no es solo el arbitrio procesal, y ni siquiera la barbarie de la tortura que se hacía en cualquier proceso civil, sino la materialización de los signos de la fe o la conversión del cristianismo en biología y signo de casta, conformando una sociedad demagógica de denuncia fácil racial y popular, y torna en un signo de la fe cristiana comer tocino y el miedo a leer, y de ello se ríe Cervantes con razón. Pero fray Luis de León lo sufrió en su alma y en su carne, y se refería a estos cristianos, que venían al igual que él de «mala casta, como “ganado roñoso” y generación de afrenta que nunca se acaba». Solo hay que pensar en sus problemas y en las otras tragedias familiares como la de Luis Vives, con la quema de su padre y de los huesos desenterrados de su madre junto a una estatua de cartón que se hizo de ella. Y Teresa de Jesús sabía muy bien lo que había pasado en su familia y seguiría pasando en gran parte, y también en sus conventos. Por eso su interés en recalcar que ella y las otras monjas solo sabían coser y no tenían estudios.
La pena es que en muchos casos las cosas eran confusas, porque los inquisidores eran sacerdotes.
Y la inmensa mayoría de sus procesados y condenados de aquella sociedad demagógica también eran clérigos, altos eclesiásticos y obispos, y hasta un arzobispo de Toledo: Carranza, que estuvo dieciocho años en la cárcel inquisitorial. Solo si se era hidalgo vasco o se venía de casta de labradores se podía estar tranquilo; si se era cobrador de tributos, comerciante o banquero, o se tenía un oficio sentado, que le permitía hablar mientras estaba trabajando, o distinguido en lecturas y discursos, había razones para tener miedo. «Ni judío torpe, ni liebre perezosa», se decía. El carácter esencialmente político de la Inquisición española resulta del hecho de que es un tribunal de la pureza de la casta cristiana vieja sin la que no se era español a parte entera, y el inquisidor general era el segundo poder del Estado.
Y qué nos dice que dos de nuestros grandes escritores sean ejemplo de la derrota de la Inquisición: santa Teresa era descendiente de conversos judíos y san Juan de una morisca…
Lo de la madre morisca de Juan de la Cruz es una hipótesis poco clara, pero los abuelos de Juan y de Teresa sí fueron judíos, y morisca la madre de Alonso de Gudiel, el hebraísta, catedrático de la Universidad de Osuna; y como queda dicho también algunos algún antepasado de fray Luis, y bien caro lo pagaron todos los que venían de ellos, y para eso se guardaba «memoria histórica» en los sambenitos colgados en las iglesias. Y hay resistencias cristianas y eclesiásticas contra la Inquisición, pero esta fue siempre poderosa hasta que fue suprimida. Y lo fue, primero por Napoleón y después por los liberales, que nunca la distinguieron de la Iglesia, y la presentaron como un tribunal de Iglesia contra los pensadores y el pueblo, y pensaban que fray Luis de León era un librepensador.
En toda su obra siempre está presente la libertad, la libertad frente a los poderes políticos, religiosos, de los medios o de los caciques… ¿El acceso a la verdad nunca puede ser forzado?
En realidad, la idea de la igualdad y la libertad humanas y de que todo hombre es hombre, y no puede ser nunca y por ninguna razón más ni menos y, por lo tanto, que también los indios como todos los hombres son hombres con mente racional está formulada, siglos antes de que estas palabras se conviertan en verborrea política, en una iglesita de los dominicos de La Española, por el padre Antonio de Montesinos en su homilía del Cuarto Domingo de Adviento de 1511 y llevada a la práctica administrativa magistral, en los años siguientes, por el obispo Vasco de Quiroga. Y así se liquidan las viejas imaginaciones teratológicas de hombres, tal y como aparecen en la imaginería fantástica de la época.
Pero otra fecha que debemos apuntar los españoles es la de 1812 en que la Constitución implanta las libertades republicanas, mientras media España está luchando contra ellas para defender el trono y el altar. Y todavía no hemos salido de aquí, ninguno de los dos partidos enfrentados pensó ni quiso verdaderamente la igualdad y la libertad, sin que estas fuesen como productos suyos y llevasen los adjetivos correspondientes. Eran banderías medievales en el fondo. La idea que se llevó a los indios y que todavía no parece estar muy clara entre nosotros es que la libertad va en el hecho de ser hombre, sin más dobleces ni adjetivos.
¿Qué quiere decir con que la libertad y la igualdad no tengan que ser adjetivadas?
Quiero decir que la libertad y la igualdad son esenciales al ser humano, y no se puede hablar de ellas como conquistas o concesiones y adjetivos otorgados por la bandera ideológica o política de un propio grupo. Ni tampoco se puede rechazar como maldad ya que las enarbola un grupo distinto o contrario. Es decir, siempre se juega con sobrentendidos. En el XIX, en algunas casas de la España no liberal se ponía esta inscripción: «Viva la fe de Dios y muera la libertad» para proclamar que se estaba en contra de la libertad de la que hablaban los liberales. Y los liberales o constitucionalistas estimaban que los que no estaban de acuerdo con ellos estaban contra la libertad. Es el mal del siglo. Ser liberal o ser realista era más que ser hombre. El añadido o adjetivo valía más que la entitatividad de ser hombres.
Usted dice que era todo bandería.
En general, llamaban a los partidos banderías, y no desgraciadamente no les faltaba razón.
Estas banderías siguen gozando de buena salud en la España de ahora, ¿no?
Claro, la bandería simplemente es estar bajo una bandera o ideología y defender lo que diga la bandera y se ha acabado. La razón y el discurso lógico o la misma verdad material y visible no cuenta para nada.
¿Qué libros le acompañan? ¿Qué libros no querría dejar de leer nunca?
No puedo contestar así de repente. El pasado verano me ha hecho feliz releer Los caballeros las prefieren rubias que yo leí con unos veinte años, y la única persona que me he encontrado que también recuerda esta novela desde su juventud ha sido Victoria Howell, a quien usted conoce. El humor de la simple entrevista de la protagonista de esa novela con el doctor Froid, como ella lo pronuncia y cree que se escribe, ha influido más en mi que la teoría de Otto Rank acerca de la asfixia del nacimiento.
Los clásicos. De entre los clásicos a quién elige: Safo, Sofócles, Homero… ¿Por qué?
A Eurípides, sobre todo, y a Aristófanes. Le acompañan a uno, le gustan. Le hacen ver el mundo y al ser humano. Lo que no quiere decir que no se lean otras cosas, pero ese proceso de familiaridad intelectual o sentimental, o las dos cosas, se da en unos casos y no en otros.
¿El primer libro que compró?
El primer libro que yo compré fue Elogio de la locura, pero lo debí de leer diez años más tarde y luego ya pasó al departamento de filosofía. Quizás le compré por la portada, aunque era una mala fotografía de Erasmo de Holbein. Pero me quedo en una duda, pensándolo bien, no sé si el primer libro que compré fue El correo del zar, y este sí lo leí, y muchas veces.
¿Y la Biblia?
El descubrimiento de la Biblia como literatura, relatos como los de José o Ruth o y también los poemas de Isaías y Jeremías, los introdujo en mí la escuela con su historia sagrada, aunque la lectura religiosa sobre estas literaturas las rebajó bastante desde el punto de vista literario, y me impresionaban menos, pero luego en traducciones más antiguas resultaban mucho más hermosas e impresionantes.
Usted dice que en la Biblia hay una estupenda novela o muchas novelas. Yo en la Biblia veo dos grandes obras literarias: el Antiguo Testamento y el Nuevo.
Claro está que eso es evidente, hay un cambio hasta en la manera de escribir, hay un cambio en el mirar la realidad, y el ser humano mismo. El Antiguo Testamento pertenece a una cultura hebrea y oriental y el Nuevo Testamento a una cultura griega, e incluso el Antiguo Testamento nos llega en conceptuaciones y verbalizaciones helénicas. Son dos culturas, distintas obviamente, más histórica y existencial la primera, más intelectual y analítica la civilización helénica. Por ejemplo Qohélet o el Eclesiastés comienza diciendo del mundo: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», pero lo que dice el hebreo es: «Humo de humos y todo humo». Y «vanidad» es un concepto moral que significa vaciedad e inutilidad, pero la palabra hebrea significa «humo, vapor de agua», una materia como la niebla, y esta sería la consistencia del mundo, su total realidad, lo que es mucho más impresionante y dicho más poéticamente, que si se define como vanidad; y, por eso, los judíos dijeron ante la traducción del hebreo al griego, hecha en Alejandría poco antes de la era cristiana y llamada de «Los Setenta», que los ángeles habían llorado.
Además de la Biblia ¿qué nos dice de sus amigas las inglesas?
Con Emily Dickinson tengo una mezcla de amistad académica y de familiaridad personal, la amistad con las Brontë es con todas, pero mucho más cercana con Emily, y desde luego con la americana Flannery. La primera vez la leí en francés y también sus cartas, que yo creo que deberían traducirse La costumbre de vivir, y no sé inglés suficiente, pero no tiene ningún sentido, no tratándose de un texto heideggeriano o derridiano, la traducción al español de El hábito de ser o al francés que es la misma.
Y de las escrituras, vamos a las pinturas. Usted habla de sus visitas tempranas al Prado, empieza ahí su afición por la pintura. Era un chaval, ¿lo que hay en el Prado le puede interesar a un chaval? ¿Por qué ha contado las historias de las bobas y mujercillas de corte?
De muchacho íbamos a ver al Prado a lo que iba el noventa por ciento o más de los visitantes sin intereses intelectuales: La maja desnuda, el Cristo de Velázquez que estaba reproducido en los recordatorios de los abuelos, Las meninas, más bien por María Bárbola y por el perro, y los bufones o bobos de Corte, pero no para reírnos, precisamente. Cuando algún ser de desgracia que era pordiosero entraba en la escuela nos poníamos de pie y saludábamos como cuando iban allí el alcalde, el señor inspector y el señor obispo. Una vez me dijo alguien que esto era una educación aristocrática.
¿Y de la pintura flamenca qué es lo que más le gusta?
Sin duda la cotidianidad, la tranquilidad, la calma. Es lo que he buscado siempre y no un retiro, es la vida la que me gusta. Y me da igual una aldea que una ciudad pero que sea grandísima. Esas pinturas producen una soledad muy parecida. Y es la que me gustaría a mí producir con algunas de mis narraciones.
Creo que usted ha puesto palabras a las candelas, los rojos y los barros del pintor francés La Tour, ¿cómo nace este maridaje entre literatura y pintura?
No sé si es porque uno se pone a escribir porque no sabe pintar, o porque en la pintura se encuentra el mundo propio, y muy bien construido, como uno no sería capaz de hacerlo.
Cuéntenos del acierto de las exposiciones Las edades del hombre. ¿Qué es lo que se quiso con ellas?
La excelente recepción, si es a esto a lo que llama usted el acierto de Las edades del hombre, está en primer lugar porque en general quien iba allí descubría que había muchas hermosuras y que en realidad era la primera vez que reparaba en ellas. Lo que se ofrecía no era en sí mismo una banalidad y, se quisiera o no, el visitante se preguntaba, a veces sobre muchas cosas que no sabía formular, y mirando, obtenía un poco de paz, felicidad y libertad tan intensas y gratuitas como cuando jugaba. Se eligieron ciertos momentos de la historia del sentimiento religioso y se los teatralizó y dramatizó con imágenes —pintura, escultura o alguna reconstrucción— que expresasen ese asunto. Por ejemplo, tras la crisis del siglo XIV, en el gran desespero que se alzó vino con el terror de la peste negra y la injusta condena de los templarios que tanta impresión causó, abunda el arte que representaba la muerte de Cristo, pero pusimos junto a esa angustia la esperanza y la consolación en este mismo Cristo bajado de la cruz y muerto, como ocurrió en la época. O tratamos de explicar la estética del Cister etc.
Con la exposición de libros el asunto era diferente porque un libro ni siquiera se puede hojear, pero se le rodea de arte y objetos hermosos contemporáneos de los diversos libros. Se explicaron un poco las cosas, y pudimos exponer hasta la Enciclopedia, que en el XVIII había estado incluso en la biblioteca de los seminarios, cuya educación ilustrada —dando de lado, como era lógico la parte filosófica— se regulaba por el concordato de 1753. En resumen, nuestro interés era mostrar con aquellas exposiciones el patrimonio de la Iglesia sin ninguna pretensión ideológica ni siquiera catequística, sino hacer que la gente reconociera algo que formaba parte del culto y que era suyo, era hermoso y era para todos. Y en esa hermosura que mostrábamos y la historia que contábamos estaba también toda la teología más allá de una catequesis de formulaciones intelectuales.
Conecta a Dostoievski y Cervantes porque son outsiders. Dostoievski por romántico, porque era romántico cuando nadie era ya romántico y Cervantes porque no era barroco cuando todo el mundo era barroco.
Sí, ambos estuvieron al margen de la corriente del uso. En Dostoievski ya era un postromántico y tiene una conciencia moderna pero inquieta de ser un escritor de «después de la muerte de Dios»; y en Cervantes no hay nada de barroquismo, que imperaba totalmente en su tiempo. Cervantes es de la época de Cisneros y escribe como se escribía en su juventud, porque de otro modo escribiría como Quevedo y todos los demás. A mí me parece que lo que Bataillon y Américo Castro hicieron para enfatizar la figura de Cervantes al nivel de las mayores expresiones literarias europeas fue un intento magnífico de hacer de Cervantes lo que era: un grande de la cultura europea, pero creo que hicieron de él una especie de Motaigne, un moderno; y Cervantes no lo es, ni tampoco depende de necesariamente Erasmo como también se ha hecho. Digamos solamente que Erasmo y Montaigne eran dos «hombres de filosofía o teología y cultura» y Cervantes un escritor. Son dos mundos.
Dostoievski y Cervantes, ¿son genios porque van a contracorriente o a pesar de que van a contracorriente?
No sé si los genios existen, no lo sé, pero si son genios los que nos acompañan y nos descubren el mundo y el laberinto que somos, y tienen un pensamiento propio y un modo de sentir profundo —«el dolorido sentir» que empapa y trastorna la vida humana que decía Garcilaso— ellos lo son. No pueden ir en una multitud, y no por ningún aristocratismo sino porque no podrían prescindir de contrariar a la «ratio» y la alegría de vivir.
Se ha dicho que la literatura cervantina es oral, que hay estructuras circulares propias de la lengua popular, repetición del «que»: «qué digo yo», «que vaya usted a saber», «que así se lo dijeron y así lo cuenta». Las historias que se engarzan unas dentro de otras. Además, sus protagonistas son gentes corrientes… ¿Qué valor tiene esta lengua de Cervantes?
Todo esto es una maravillosa lengua, una lengua carnal y verdadera, no una lengua «ahí-a-la-mano», prefabricada e instrumental e instrumentalizada según normas abstractas y externas al pensar y al sentir. Algunos de estos modismos son recursos del habla, otros pueden ser tópicos, pero algunos otros acompañan a una formulación que no es exacta si no están esos modismos. Las gentes por lo demás, por herencia de siglos, tienen una hermosa sintaxis y las formulaciones son claras. Toda la lucha de Luis Vives fue para mostrar que el español era válido también para los más complejos pensamientos y su formulación. Ahora parece que nos resulta despreciable, y que es una lengua «vehicular», que es algo perfectamente imbécil o siniestro, porque parece indicar que la lengua es un mero instrumento comunicativo.
Es un español hecho a medida de las televisiones y las tertulias. ¿A qué atribuye esta pérdida de frescura, de expresividad, de incapacidad de nombrar las cosas? ¿Se puede perder el español? ¿Cómo se puede recuperar para las generaciones más jóvenes?
Es obvio que ha habido una decadencia o, más bien, rápido descenso o liquidación cultural, perfectamente calculada, y que ha obtenido un gran éxito de última moda. Pero esto no tiene mucha solución. Primeramente, porque nuestra nueva cultura triunfante reclama para sí el derecho de decidir lo que debe ser la realidad, y cómo debe llamarse. Es un puro comportamiento totalitario, la verdad es el resultado de la decisión de 50+1, o la pura fuerza de una ley decidida por una minoría poderosa. O nada es nada y no significa nada. O todo significa todo, que es lo mismo. El lenguaje se hace cada vez más abstracto y puramente nominalista e insufriblemente pedante, y usurpando constantemente términos del lenguaje científico para decir vaciedades o necedades.
¿Qué significan para usted los premios?
Los premios le alegran a uno, pero deberían entregarse por correo o, de otro modo, siempre pueden ofrecer o sacárseles una aroma de triunfo para el que le toca y de fracaso para los demás, algo que no deberían tener, pero en los premios se supone que hay —porque no es un concurso de méritos— un don o regalo que hay que agradecer y que tienen que sonar para convertirse una especie de medio de acceso a un mayor número de lectores o espectadores. Entonces el premiado aparece como la mujer barbuda atado con una cadena, y paseado para que la gente vea lo prodigioso que es. Pero todo este asunto hace mucho ya que lo controla la llamada industria político-cultural. Lo que esta diga.
El primer premio le llega en 1988, con cincuenta y ocho años, el Cervantes con setenta y dos. ¿Por qué un reconocimiento tan tardío?
Pues puede ser asunto de la escalera de subir al gallinero, puede ser cuestión de la escalera, del que sube, o de otros. Un crítico escribió en su reseña de una de mis novelas que «hay otras (razones), y desde luego una fundamental que le ha sido negada muchas veces por razones que nada tienen que ver con la literatura». Y ¡ojalá fuera así! Otras veces, y en este caso de trata de críticos extranjeros, sí adelantan algo más convincente, como el de que mi escritura está en el ámbito de la escritura tradicional o clásica de la que es la moda renegar, etc. En este mundo tan liante y liado de la literatura es mejor dejar de lado todos los laberintos. Usted lo sabe mil veces mejor que yo.
Entremos en su obra, dice que para escribir hay que despedirse del propio yo y salir de la propia vida, para ser otros, y vivir la vida de estos otros: los personajes de las historias que se narran y los sucesos que les ocurren. ¿Cómo se hace eso?
Pues haciendo lo posible para no tomarse en serio, y mucho menos como centro del mundo, y desconfiando del «odioso yo» que decía Pascal que sería algo que ni la cristiandad ni la civilidad podían admitir. Algo que tras cuatro o cinco mil años de escritura cae por su peso. Otra cosa es que sin la experiencia y aventura de un yo no pueda haber literatura; pero esto es otro asunto.
Los seres que sustentan sus historias son los pobres, las mujeres, los mendigos, los seres de desgracia, los inocentes… ellos se llevan la mejor parte, mientras que los poderosos son siempre presentados en sus mezquindades. ¿Por qué?
Hace ya bastantes años creo que escribí en La balsa de la Medusa, o dije a alguien que me preguntaba sobre este asunto, que los protagonistas son seres de desgracia que de algún modo presiden y reciben, durante la hechura y la lectura, toda la atención y el amor que se les había negado o negaba a los seres reales de los que eran trasunto los personajes literarios. Aunque ya sé de antemano, porque lo ha dicho Simone Weil, que solo los grandes genios de la literatura han sido los únicos capaces de hablar de los seres de desgracia.
No digo que los utilice, pero sí que se inclina ante ellos o les dedica sus mejores páginas. Eso lo vemos los lectores. En una de sus últimas novelas describe como el protagonista les cuenta a sus sobrinos que ha visto llorar al ángel de la historia por cómo está el mundo, dice así «y un día le había visto él sentado y llorando, tapándose la cara con las manos, y aunque él, tío Pedro, se había acercado para consolarle, el ángel le dijo que no podía, porque se había roto (…) [Y] tampoco habéis visto lo enrojecida que está esa esfera en algunas partes». ¿Tiene un sentido trágico de la historia?
Es que la historia es trágica, y tiene pocos respiros realmente, aunque yo no quiero tener ningún sentido trágico. Pero la tragedia está ahí, aunque las mañanas y esperanzas también.
Eso es, a pesar de esta esfera del mundo enrojecida, para usted la alegría es irreductible. En sus poemas se ve cómo cada mañana vuelven a acontecer las cosas nuevas. ¿Cuál es el origen de esta alegría?
Pues esa alegría se la puede regalar a uno el cuco, un apretón de manos, una sonrisa, una tarde maravillosa con sol doramembrillos, un gato y desde luego el sonido de una campana que, como decía el señor Hegel, trata de recordarnos que la historia tiene sentido y nuestra vida también. Y esta sí que es una alegría extraordinaria.
Usted ha dicho muchas veces que el relato tiene que ser un acontecimiento, ¿qué significa eso? ¿Qué componentes tiene que tener el acontecimiento para que llegue al lector?
La idea me viene de Lévinas, que distingue entre un texto como documento —o testigo de algo que ha pasado y es res acta—, de la narración, texto o palabra que, cada vez que narra o se lee, sucede de nuevo al lector o a quien escucha. «Cuéntamelo otra vez», dicen los niños para vivirlo otra vez como nosotros leemos o escuchamos para revivir. No preguntamos «cómo fue» a menos que preguntemos a un historiador o a un atestado judicial.
En 1971 escribe su primera novela. Es una historia sobre la libertad frente al poder —se publica durante la dictadura— es una historia de monjas —nada más raro en nuestras literaturas de esa época— y en la Francia de la Modernidad. No cabe duda de que es un comienzo singular, con tres componentes extraños: ¿cuál es el origen de esta primera novela?
Esta novela nace de la memoria un tanto lejana de la lectura de una biografía de Pascal escrita por Mauriac y del Port-Royal de Saint-Beuve, leída mucho más tiempo atrás, el necesario y suficiente para ser libre con respecto a la historia, pero sin traicionarla. Y también de mi preocupación por la libertad personal y de los demás, pero nunca he creído que a los españoles les preocupe mucho la libertad sino llamarse el bando de la libertad.
Me preguntaba, pongamos por caso, si la dictadura también tenía clara una cosa así, porque permitió tranquilamente que se proyectara Un hombre para la eternidad, una película en la que Tomás Moro les decía a sus jueces parlamentarios que, en otro tiempo, se les preguntaba a los acusados ante un tribunal si tenían algo que alegar y se les invitaba a defenderse. Pero tampoco se les ocurría a los espectadores luchadores contra la dictadura, voces en la calle, apoyar a Tomás Moro con un aplauso. Pero ¿desde cuándo en España la literatura o el cine han tenido que ver con la realidad? Con la política sí, y quizás los censores del régimen también pensaron que nadie podía pensar que Moro criticaba una autoridad personal y la de un parlamento obsequioso. Pero aquí seguía mirándose lo que pasaba en la película como decía el predicador del chiste a sus feligresas: «No lloréis porque esto hace mucho tiempo que pasó y vaya usted a saber si será verdad».
Tiene una colección de textos sobre la guerra civil: La salamandra (1973), Un hombre en la raya (2000), Retorno de un cruzado (2013), Se llamaba Carolina (2016). ¿Qué significa esta presencia reiterada y desde diferentes puntos de vista de la guerra civil?
La guerra civil está, desde luego, en La salamandra y en otras cuantas historias tiene también su buena presencia, y hay una tesis doctoral en la universidad romana La Sapienza sobre narraciones mías que tienen relación con aquella guerra. Necesariamente, sus historias formaron parte del imaginario de mi adolescencia y de mi narración, y ahí siguen. Nos preguntábamos cómo era posible que la gente se hubiera matado. No sabíamos cómo responder ni queríamos preguntar a nadie.
En los libros de poesía percibo dos etapas. Los que se refieren a, cómo llamarlo, la sangre de la historia, y una segunda época en la que sus visitantes son mucho más ligeros y alegres, son los pájaros del cielo y los lirios del campo. ¿Es así?
Sí, ciertamente creo que es así. Quizás la poesía primera está algo encajada en la moda existencial y otros críticos están de acuerdo con usted, Y, si esto es así, está muy bien, es un don y tengo que agradecerlo.
Nos ha hablado de la Biblia. Háblenos ahora de su Sara, de su Jonás, de su Abram, de su Esther o de los visitantes que van a Belén. ¿De dónde nacen?
Vienen de mi escuela, como dije, y luego de una larga, larga lectura y convivencia. Con episodios divertidos o disparatados a veces como en el caso de mi narración Palabras y circunloquios de Rabí Isaac Ben Yehuda que enfureció a algún historiador norteamericano y a otro español, un poco apresurados: el primero por considerarme un falsificador de la historia, y el segundo por falsificar los fondos del Archivo de Kafka. Pero también el señor Miguel de Cervantes aseguró que había recibido el manuscrito en la alcaná de Toledo de Cide Hamete Benengeli, un morisco, y el señor Miguel tiene la culpa de que yo haya hecho estos cándidos fraudes y otros.
Los medievales distinguían entre lo admirable, lo milagroso y lo fabuloso. ¿Dónde situaría usted sus historias Relación topográfica (1992), Maestro Huidobro (1999) y Un pintor de Alejandría (2010)?
Desde luego en el apartado de lo fabuloso. Aunque toda historia literaria es fabulosa, creo yo, pero la fábula es un andar por países interiores y es una total transfiguración de la realidad. Para verla de verdad, digamos que en sus invisibles ribetes o muy dentro.
¿Se podría decir que algunos de sus maestros se convierten en personajes? Me refiero a san Juan de la Cruz, Miguel de Cervantes y santa Teresa en El mude jarillo (1992), Las gallinas del licenciado (2005) y Precauciones con Teresa (2015), respectivamente y ha escrito también una biografía a fray Luis de León (2001).
En vez de mis maestros debería decir algunos de mis amigos y cómplices, pero sí es como usted dice.
Hoy parece que la lucha por la libertad es más sutil, ¿o siempre ha sido así? Usted cuenta historias de personajes arrinconados o despreciados por nuestra cultura de lo políticamente correcto, viven en los márgenes, por voluntad propia o porque hasta allí los ha arrinconado. La boda de Ángela (1993), Ronda de noche (1998), Las señoras (1999), Carta de Tesa (2004).
Se trata más bien de pura hipocresía, y de juegos verbales o hasta acciones de obvia injusticia, cubiertos por la supuesta necesidad de proteger un bien oral, como señala René Girard respecto a las filosofías de género y de las discriminaciones positivas que ya vienen de bastantes años atrás. Los camaradas prohibían estudiar a muchachos cuyo padre había sido un burgués y no se arreglaba nada, pero los afectados por esa medida, y el país, pagaban el pato. La injusticia en el pasado ya no tenía ningún remedio, pero los que causaban este daño aparecían como justos vengadores. El juego prosigue en casi todos los planos de la vida.
Vivimos en un mundo de abstractos y de decir y pensar o hacer lo que nos digan que es correcto, y lo correcto y verdadero es afirmar que las aldeas de Potemkin son de verdad y no de cartón. Es puro totalitarismo. Es la verdad dictada por el Ministerio de la Verdad de la ficción de Orwell, o por Pravda, que también significa La Verdad, como señalaba Simone Weil.
Yo leo sus diarios, o libros de cavilaciones como usted los llama, un ejemplo de vida, una especie de resistencia que la vida sea humillada por un racionalismo orgulloso. ¿Es así?
Pretende ser así por lo menos, pero la verdad es que el racionalismo no parece tan serio, sino más bien el «diktak» del iluminismo enciclopedista. Es decir, luz y resplandores para los demás que viven en las tinieblas de la superstición religiosa, por ejemplo. Así que, como dice Jacques Lacan, estos caballeros de la peluca encendieron una palmatoria, las tinieblas huyeron, y la palmatoria todavía ilumina y da resplandores. Pero nada más.
¿Qué es para usted la educación? ¿Es necesaria o la abandonamos para que los chicos aprendan de las magníficas oportunidades de internet?
Hay hasta quien se cree cosas así, pero está clarísimo que internet o cualquier máquina no puede tener conciencia de la historia y solo puede tener información, e información meramente material y mecánica, y solamente la expresable en números y signos matemáticos. Pero el hecho es que los poderes de nuestro tiempo, señores del mundo, han destruido y vuelto a destruir, y con general aplauso, un nivel de educación heredado, todo lo precario que se quiera pero que obedecía a un cierto ideal de educación que se tuvo durante siglos y dio magníficos frutos, haciendo menos vergonzosa la historia de la especie; pero, hoy, todo eso se ha barrido y, como pasa con el Derecho, estamos en el modelo alternativo de educación o destrucción de la historia entera. La educación ha sido hasta ahora tratar de entregar lo más y lo mejor posible de unos cuatro o cinco mil años de historia y sensibilidad. Ahora se trata de destrucción de todo eso y arrear a las gentes con la política de la gran granja. Por nuestro bien, naturalmente.
Sin embargo, respecto a la cultura ya no hay tanto acuerdo, en realidad se piensa que es un adorno para algunos privilegiados o para los que no saben hacer cosas útiles que aporten valor al mundo. Usted se ha dedicado toda la vida a leer y escribir, ¿qué valor tiene la cultura?
La cultura hace a un individuo y a una sociedad que viven bajo el signo de la razón y con el disfrute de la belleza, partiendo de su posibilidad real de tiempo e instrumentos para todos, pero siempre es para los privilegiados que, ciertamente, se han interesado y han trabajado para tenerla, porque no se puede comprar sin más, ni se puede transmitir por los medios de comunicación, aunque sí puede ser destrozada por esa comunicación, exactamente como el mundo de lo religioso.
Dios es el gran ausente de nuestras sociedades. ¿Dios importa? Usted ha puesto en el trasfondo de algunas de sus narraciones la perdida de Dios en Europa, su retirada de la vida y de la cultura, incluso de la teología, como un trasto inservible. ¿Es así?
Cierto es que la ciencia y la filosofía —y por lo visto hasta la teología— han tratado de matar a Dios o de decir que ha muerto, pero el señor Nietzsche ya comprobó que a los que estaban en el mercado y a los que anunció la muerte de Dios, se lo tomaron broma, o no les importó nada. Y esto ha ocurrido al mundo entero, aunque a veces los hombres se ponen a pensar y se preguntan qué pasaría de verdad si Dios no estuviera ahí y el asunto se comprobara, pero parece que al solo rumor de que Dios ha sido asesinado ha aparecido enseguida toda una multitud de dioses sucesores que sin duda nos introducirán nuevamente en los más sangriento de las antiguas luchas mitológicas: luchas por el trono, rebeliones contra Zeus y maldiciones sobre la Casa de Layo etc. Toda la repetición inacabable del fatum pagano; así que parece que es mejor no jugar con este asunto del que se asegura, además, que no importa a nadie.
En el siglo XIX y primeros del XX en algunas salas de anatomía los profesores abrían un cadáver en canal y llamaban a acercarse a los alumnos para que vieran que no había alma, pero algunos alumnos judíos, que ya lo sabían por la Biblia, se levantaron y explicaron que la palabra «alma» es griega y la Biblia habla del hálito divino que dio ser y vida al hombre.
Hay algo muy curioso que ocurre hoy. ¿Es que este mundo se va a venir abajo porque alguien crea en Dios? No será así, pero lo parece. El señor Sartre, que aseguraba que si Dios existía él no podía ser libre, parece haber convencido a todo el mundo; e incluso creo que la ONU o la UE lo declararían un asunto de «interés prioritario». Aunque se diría que hay un exceso de dioses, pero el viejo Jonathan Swift se empeñaba especialmente en que no convenía suprimir el cristianismo porque «abolido el cristianismo ¿cómo les será posible a los librepensadores, a los grandes dialécticos, y a los hombres sesudos un tema tan apropiado en todos sus aspectos para el ejercicio de sus facultades?… Nos quejamos a diario de la decadencia del ingenio en nuestra sociedad, ¿y entonces vamos a suprimir el más importante tema, acaso el único que nos queda?». Y esto es irónico, pero quizás no deja de tener razón en más de un punto.
¿Quién es Dios para usted?
Después de lo dicho no me va a pedir usted que yo me ponga a construir otro Dios. Diré que tengo confianza en el Dios de Abram, de Isaac y de Jacob, por emplear la formula pascaliana, pero que es el encuentro con la palabra de Cristo, tal y como me ha llegado, la que ha dejado sin sentido toda especulación filosófica o teológica sobre Dios. Así que no me meto en estos laberintos. Teraj, el padre de Abram, tenía una tienda de ídolos. Pero mucho mejor surtidos y mucho más bonitos son los bazares o grandes almacenes modernos al respecto, verdaderamente abundantes. Hasta hace poco eran tiendas ordenaditas y un poco hegelianas, pero ahora son estancias más bien coloristas, bien iluminadas y con hilo musical.
Me parece sorprendente que usted se ponga —iba a decir que a estas alturas de la película— en la línea de salida, es decir junto Abram y su historia, la de una conmovedora e inexplicable elección de Dios… Y, ¿se da usted cuenta de que esto ya lo ha superado la Ilustración, es decir, que una historia particular pueda ser la clave de una creencia razonable? Nosotros no estamos iluminados.
Ya sabemos que la Ilustración es un camino de iluminación, o una iluminación general de la historia para aquellos lugares más oscuros pero lo inaceptable es que como señala Brandsfield, refiriéndose exclusivamente al mundo del arte, impidieron llevar a los demás la vida que ellos habían elegido y destruyeron importantes instituciones y numerosos lugares del pasado. Y como comentario de defensores de la tolerancia es algo notable.
Y respecto al argumento de que una historia particular no puede fundar una creencia razonable parece no entender bien lo que es el cristianismo. Hace ya años que señalaba Karl Löwit que la historia particular de Jesucristo es al mismo tiempo una historia universal de salvación. Es decir, que un hecho temporal vale para siempre. Y que, si esto no lo han visto los filósofos ni tampoco los cristianos modernos, eso ha sido porque confundían o confunden la fe cristiana con la religión cristiana, que se desarrolla y es visible en la historia profana, y ciertamente entonces la respuesta particular de Jesucristo quedaría bajo las leyes de la profanidad. Pero la persona y la palabra de Cristo son el centro de la historia de la fe.
Kierkegaard diría, de todos modos, que él era cristiano porque la historia particular de Cristo se la había contado su padre, y a este el suyo, y así hasta llegar a esta historia particular; y toda la obra de Kierkegaard consistió en negar rotundamente la identificación hegeliana del cristianismo con la historia universal.
¿Y sobre la censura?
Realmente me encanta la censura, obliga a pensar en cómo saltarse al señor censor, diciendo lo mismo que se quiere decir pero de un modo que supere las posibilidades del oficio censorio. Si se logra hacerlo bien, hay que reconocer que no hay cosa más interesante que la censura. Naturalmente no la barbarie silenciadora de toda voz con la muerte, que hemos visto en el pasado siglo XX, y que colea.
Por lo pronto, si en una censura se dice que no se puede hablar de tal cosa, ni de tal otra, es que se puede hablar de todo lo demás, y entonces se habla de ello y, con un cierto retintín, polisemia y cantilenación, se puede hacer llegar a decir lo que no se podía. La censura es difícil que pueda impedir silencios y modos de decir que son guiños a quien escucha o al lector. Y esto es todo un ejercicio de escritura muy de agradecer. La censura permite enterarse de la verdad, simplemente pensando en las realidades contrarias a las que se dicen, y así pudo decir Simone Weil que ella siempre estuvo al corriente de lo que pasaba en la URSS, con solo leer las noticias tan excelentes y paradisiacas acerca de esta que publicaba L´Humanité.
Lo malo es cuando se dice que hay libertad total y, si se habla o escribe lo que no conviene o no gusta, el partidario de la libertad total le hace la vida imposible a quien así habla o escribe. Pero, si no hay censura, ello puede ocurrir que sea por algo verdaderamente terrible, y es que no se necesite, porque todo el mundo abre la boca del mismo modo, porque piensa del mismo modo. Es decir, en una sociedad ya totalitaria construida por una enseñanza y una comunicación mayoritarias y poderosas, que pueden permitirse como reserva de «antiguallas» una libertad de ironía o alusiones «demodées», que ya no son entendidas
Y en cuanto a lo de escribir literatura, en fin, ya dijo el señor Faulkner que el escritor no necesita ninguna clase de libertades, solo un lápiz y un papel. Y así es.
Guadalupe Arbona Abascal y Juan José Gómez Cadenas, en jotdown.es/
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