Aristóteles fue el primero que, hace veinticuatro siglos, reflexionó de una forma sistemática sobre la ética. Y lo hizo sin prejuicios, libre de ataduras a ninguna iglesia, creencia o escuela que condicionara su búsqueda de la verdad
Aristóteles fue el primero que, hace veinticuatro siglos, reflexionó de una forma sistemática sobre la ética. Y lo hizo sin prejuicios, libre de ataduras a ninguna iglesia, creencia o escuela que condicionara su búsqueda de la verdad. Su legado intelectual ha sido determinante en la filosofía de todas las épocas y en la cultura de Occidente.
Basta asomarse superficialmente a los medios de comunicación para observar que la preocupación por el bien (qué es, dónde se encuentra, cómo se accede a él, cómo conseguirlo) es de la máxima actualidad: nos escandaliza la proliferación del mal, desde los abusos a menores a la eventual destrucción del sistema ecológico planetario; nos desconcierta la proliferación de la mentira normalizada en la red y en la vida política; no logramos contener la corrupción en la vida pública política y económica; la violencia contra la mujer no solo no desaparece sino que crece entre las nuevas generaciones; fracasamos con frecuencia en la inculturación pacífica de los menores y llenamos las escuelas de éticas y ciudadanías que no mejoran los resultados; nuestros afectos se hacen líquidos; los ancianos se ven solos y abandonados en las grandes urbes del mundo rico mientras los niños son explotados sexual y económicamente en grandes territorios; seguimos implicados en guerras que nadie entiende, y destruimos países (Libia, Irak, Siria …) sin sentido ni lógica alguna; la pornografía infantil y la depredación sexual de niños coloniza la red; etcétera.
Grandes intelectuales, de Tocqueville a Habermas, nos recuerdan que la democracia es débil sin ciudadanos virtuosos, que existe un sustrato prepolítico de corrección ética que la política no genera por sí misma y sin el que un régimen de libertades puede devenir inviable. También los últimos Papas de la Iglesia católica, especialmente Juan Pablo II y Benedicto XVI (este incluso en diálogo con el citado Habermas), han hablado con frecuencia de este factor de sostenibilidad de las democracias.
Y todo padre de familia se plantea cómo conseguir que su hijo sea una buena persona. Esta preocupación por el mal, el ansia del bien, el deseo general de formar buenas personas, hace que la eterna pregunta por el bien, cómo conseguirlo, sea de la máxima actualidad (como siempre, por otra parte).
En nuestros días y apoyándose en las nuevas tecnologías que posibilitan los avances en las ciencias biológicas y cibernéticas, algunos proponen una forma nueva de afrontar la mejora del ser humano: el transhumanismo, la sustitución con soporte tecnológico del ser humano actual por un nuevo sujeto posthumano más perfecto. Vendría así el perfeccionamiento del ser humano de una intervención tecnológica externa.
Desde hace siglos, existe otra forma de afrontar este problema: apostar porque el ser humano se mejore a sí mismo aprovechando la potencialidad inmensa de bien que hay en su naturaleza, ayudándose unos a otros en comunidad en este trabajo colectivo y personal. El primero que de una forma sistemática se planteó esta cuestión −dejando por escrito sus reflexiones al respecto− fue Aristóteles. Por eso, conviene recordar cómo afrontó este problema por si aporta alguna luz a las incertidumbres actuales.
Antes de referirme a su obra cumbre en materia de ética, me gustaría despejar algunos prejuicios bastante habituales que pueden retener a muchos ante la idea de leer o estudiar a Aristóteles. Muchos hoy lo asocian con la imagen de un dogmático (porque a veces se le ha usado en la historia como fuente dogmática), defensor de cosas absurdas en materia científica (astronomía o biología, por ejemplo), y apegado a extrañas elucubraciones de su invención (como la idea de la causa final o los conceptos de materia y forma, verbigracia). Para otros, quizá algo más informados, pero igual de equivocados, Aristóteles fue el racionalista carente de la sensibilidad poética y luminosa de su maestro Platón.
Estos prejuicios no responden a la realidad. Basta leer su obra magna sobre la materia que nos ocupa, la Ética a Nicómaco, para comprender que el viejo Aristóteles no es ese que dibujan los tópicos al uso. El Aristóteles real es de una inmensa honestidad intelectual, un hombre que intenta entender, sin prejuicios condicionantes, la realidad −la humana y la física− y que investiga los hechos, tanto los biológicos como los humanos, e intenta darles una explicación racional; para ello se ve obligado a inventar nuevas categorías intelectuales, como la teoría de las causas o el hilemorfismo −todo cuerpo está constituido por dos principios esenciales: la materia y la forma−, porque en su época faltan aún los instrumentos conceptuales y terminológicos necesarios para dar razón de la realidad que investiga, como les ha sucedido a tantos filósofos modernos que han inventado un lenguaje nuevo porque se veían obligados a explicar una nueva forma de entender la realidad (así, Kant, Heidegger, etc.).
Aristóteles era tan serio en sus reflexiones que nos legó los primeros tratados de lógica que se han escrito y le importaba tanto la realidad material que parte de su producción intelectual son libros de biología, botánica, física y astronomía basados en su personal observación de los fenómenos naturales y su propia experimentación. Y a la vez, quiso ayudar a la formación de sus conciudadanos, a la construcción de una sociedad más justa y a la formación de los jóvenes; por eso, dedicó gran parte de su vida a la educación (como docente en el Liceo ateniense y como profesor particular del joven Alejandro Magno), y escribió tratados sobre ética y sobre política. Como era muy serio, no quiso quedarse en la superficie de los temas que estudiaba y escribió sobre la esencia de lo existente, creando lo que hoy llamamos metafísica. Filósofo, ético, sociólogo, científico, cultivador de las ciencias políticas, experto en derecho constitucional, profesor,… Todo eso fue Aristóteles si le ponemos títulos actuales.
Ha sido una de las personas más influyentes de la historia de la humanidad: su legado intelectual ha sido determinante en la construcción del lenguaje, la filosofía de todas las épocas y las categorías de la teología católica a través de Tomás de Aquino, con lo que eso significa en la conformación de la cultura occidental; y todos los filósofos serios han tenido en cuenta su pensamiento y categorías intelectuales (aunque sea para oponerse a él). En particular, no hay libro de ética que se precie que no cite reiteradamente a Aristóteles (cfr. por ejemplo, las obras de Fernando Savater y Adela Cortina en la actual reflexión ética española) y algunos de los más influyentes filósofos éticos actuales son aristotélicos, como es el caso de Alasdair MacIntyre.
¿Significa esto que Aristóteles acierta en todo lo que dice? En absoluto. No olvidemos que hablamos de un autor de hace veinticuatro siglos (vivió entre los años 384 y 322 antes de Cristo) y que pensó sin una tradición asentada en que apoyarse y sobre la que construir, aunque se benefició de las enseñanzas de su maestro Platón y del ejemplo de Sócrates y de la reflexión de los que conocemos como presocráticos. Fue hijo de su época y del medio cultural en que vivió (como todos, por cierto), le influyeron los prejuicios asentados en su ambiente social (justificación de la esclavitud, machismo, etc.), y le llevó a grandes errores en su comprensión del mundo la cosmovisión de sus coetáneos no discutible con los datos disponibles en su tiempo y totalmente ajena a la que nos proporciona la física contemporánea.
Pero, con todas esas limitaciones y equivocaciones, Aristóteles es un modelo de honradez intelectual. No se ve atado por la pertenencia a ninguna iglesia, creencia o escuela que limite o condicione su búsqueda de la verdad. Es un pensador libre al que solo interesa la verdad de las cosas y la felicidad de aquellos a los que se dirige (sus alumnos, sus conciudadanos, sus lectores…). Por eso, me parece que acercarse a su forma de pensar sigue siendo hoy tan útil como lo fue para sus contemporáneos, si queremos aclararnos, tener criterio; por ejemplo, en materia de ética.
Ética a Nicómaco es la más completa, sistemática y madura reflexión de Aristóteles sobre la ética. Si alguien se acercase a este libro (de unas trescientas páginas en una edición estándar actual) buscando en él un prontuario de juicios morales, mandamientos, preceptos o anatemas, se vería frustrado. La Ética de Aristóteles es una reflexión sobre el comportamiento humano, intentando clarificar qué nos puede ayudar a ser más felices por hacernos mejores y más auténticos. Es decir, es auténtica ética; no manual de soluciones de leguleyos a dilemas morales.
Como dice Giuseppe Abbá, la ética no está en los códigos o mandamientos −ni en las nubes− sino en el encuentro de nuestra libertad con el bien accesible para nosotros. Si al interactuar con la realidad tratamos con respeto a lo bueno existente, somos y nos hacemos buenos; si, desde nuestra libertad, tratamos mal a lo bueno o bien a lo malo nos hacemos malos. Esta no es una terminología aristotélica ni estas son sus categorías intelectuales, pero creo que estas ideas reflejan bien el sentido más profundo de la intuición ética de Aristóteles que inspira su Ética a Nicómaco.
¿Cómo reflexiona Aristóteles sobre ética? A diferencia de la mayoría de los filósofos éticos actuales que entablan interminables e inútiles discusiones dialécticas entre argumentarios estereotipados de esta o aquella escuela ético-filosófica o religiosa sin hacer posible tender puentes racionales entre unas y otras, Aristóteles se limita (¡bendita limitación!) a observar la realidad del comportamiento humano y analizar los frutos de una u otra conducta o actitud. Para ello, se refiere a y analiza personajes y sucesos de la historia de su patria o de la literatura que leen o el teatro que ven sus contemporáneos; es decir reflexiona sobre situaciones o vidas concretas que forman parte de su entorno cultural a fin de extraer así conclusiones de cierta validez general.
También se apoya en el lenguaje y su uso cotidiano por los ciudadanos de su época, pues en la conversación afloran los ideales, los valores, frustraciones y anhelos éticos y de felicidad de las personas. Esta es la forma de acercarse al bien propia de Aristóteles: desde lo concreto, desde las situaciones de vidas reales; no desde especulaciones abstractas de corte idealista sobre el buenismo teórico de esta o aquella escuela de pensamiento.
Esta es una de las grandes aportaciones que Aristóteles hace a nuestro tiempo: no hay que buscar el bien moral en las nubes ni en la especulación abstracta, sino en la vida real; en tu vida y en la mía, aquí y ahora; pero con pleno respeto al bien real preexistente. Abramos los ojos a una mirada contemplativa y enamorada del bien posible que podemos conocer y conseguir a través de nuestra conducta ética. Esta es la propuesta de la ética aristotélica.
Incluso el estilo literario de la Ética a Nicómaco responde a esta humildad metodológica: es una conversación con el lector u oyente (quizá sean «apuntes de clase» de Aristóteles en el Liceo ateniense por él fundado y donde fue maestro). Abundan los interrogantes, las dudas, el contraste con opiniones ajenas, las cuestiones que se analizan pero no se cierran del todo porque no acaba de verse clara la solución. Es como la conversación inteligente que podríamos tener cualquiera de nosotros con amigos serios, conversación en que se hacen algunas luces y quedan zonas de sombra. Nada que ver con los tratados dogmáticos de ética de moda en el mundo académico e ideológico actual, donde todo se sistematiza en una lógica abstracta…; pero donde la vida real de las personas no cuenta para nada.
Comienza la Ética a Nicómaco (nombre del hijo de Aristóteles al que se atribuye por algunos la recopilación de estos textos) con la afirmación de que «el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden». Coloca así Aristóteles el bien no en el orden de la subjetividad emocional ni en el del normativismo racionalista, sino en el orden del ser: la ética trata de averiguar −estudiando al ser humano− en qué consiste la excelencia específica de que es capaz el hombre, excelencia que el filósofo griego identifica con la felicidad (eudaimonia, término esencial en Aristóteles que ha servido incluso para calificar su ética y cuya interpretación exacta ha hecho correr ríos de tinta). La excelencia o virtud (areté) es la conformación del comportamiento humano desde la libertad para optimizar las posibilidades de bien de que somos capaces.
La ética aristotélica es una ética optimista e ilusionante: podemos ser siempre mejores y así ser más felices. Aunque sea arduo este proceso, el mero caminar hacia la excelencia nos hace más fácil y menos arduo seguirlo, según Aristóteles. El Libro II de la Ética a Nicómaco, el más interesante para el lector actual en mi opinión, analiza la «naturaleza de la virtud». En él nos dice el maestro peripatético que «adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores […] practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practicando la virilidad, viriles». Es decir, ser buenos, excelentes, está en nuestras manos; pues nos hacemos buenos haciendo actos buenos. Por ello, Aristóteles resalta la importancia de la educación: «el adquirir un modo de ser de tal o cual manera desde la juventud tiene no poca importancia, sino muchísima, o mejor, total».
Maestro del sentido común y la observación práctica, nos hace considerar a continuación que el camino de la virtud es hacedero. No se trata de un esfuerzo frío y voluntarista por cumplir un ideal luchando contra la propia naturaleza por un rigorismo moral puritano, como plantean ciertas éticas modernas de tipo racionalista; sino que se trata de ir haciendo el bien concreto que se nos hace asequible. El esfuerzo ético se refiere a «lo concerniente a lo particular»; no se trata del «dominio de ningún arte ni precepto, sino que los que actúan deben considerar siempre lo que es oportuno». Es decir, el comportamiento ético no consiste en el cumplimiento de normas abstractas sino en la búsqueda del bien concreto que podemos hacer caso a caso.
Recuerdo la cita de Abbá que hice más arriba: la ética no está en los códigos o mandamientos −ni en las nubes− sino en el encuentro de nuestra libertad con el bien a nuestro alcance. Esta es la idea y la praxis ética que nos propone Aristóteles.
Y añade que esto no es difícil: «Apartándonos de los placeres nos hacemos moderados, y una vez que lo somos, podemos mejor apartarnos de ellos; y lo mismo respecto de la valentía: acostumbrados a despreciar los peligros y a resistirlos, nos hacemos valientes, y una vez que lo somos, seremos más capaces de hacer frente a los peligros». Esta es la doctrina aristotélica de los hábitos, tan ilusionante y realista, pues todos la comprobamos en nuestra propia vida, aunque sea Aristóteles el primero que la formuló como teoría ética. En la medida en que hacemos actos buenos de una virtud concreta, cada vez nos cuesta menos vivir esa virtud; y, por el contrario, cada vez que incurrimos en un vicio, nos resulta más fácil recaer en ese vicio. Por eso, ese fino analista del comportamiento humano que es Aristóteles afirma: «las virtudes no son ni pasiones ni facultades, son modos de ser»; son el modo de ser que cada uno vamos creando en nosotros mismos según lo que vamos eligiendo hacer −y, por consiguiente, ser−.
No es extraño, por tanto, que Aristóteles dé tanta importancia a las que podríamos llamar virtudes intelectuales; y en particular a la prudencia, que nos permite identificar intelectualmente el bien posible a nuestro alcance. La virtud no consiste −nos dice Aristóteles− en conocer el bien sino en practicarlo, pero esa práctica exige la previa identificación de lo bueno como bueno: «Las acciones, de acuerdo con las virtudes, no están hechas justa o sobriamente si ellas son de cierta manera, sino si también el que las hace está en cierta disposición al hacerlas, es decir, en primer lugar, si sabe lo que hace; luego, si las elige, y las elige por ellas mismas; y, en tercer lugar, si las hace con firmeza e inquebrantablemente».
A partir de estos planteamientos generales, Aristóteles en su Ética a Nicómaco examina virtudes concretas —magistral la relevancia que le da a la amistad, es decir, su intuición de que ser virtuoso no es solo un trabajo individual y solipsista, sino algo que se hace en comunidad—, pero excedería el ámbito y extensión posible de este trabajo entrar al análisis de todas sus consideraciones.
También tiene serias limitaciones el planteamiento ético de Aristóteles. No logra entender en profundidad el libre albedrío y su trascendencia ética: la ascética del arrepentimiento y el perdón que el cristianismo aportó a la sabiduría ética de la humanidad le es ajena. La dimensión comunitaria de la vida ética la circunscribe a la vida política de la polis, sin intuir la comunidad espiritual de todos los humanos que solo el cristianismo haría visible. Pero no podemos pedirle a un autor del siglo IV antes de Cristo lo que el cristianismo nos aportó. Lo sorprendente es que en su época construyese una ética tan humana que, aun hoy −tras veinte siglos de reflexión moral cristiana y postcristiana−, sigue siendo tan actual e inspiradora.
El transhumanismo es hoy una propuesta ideológica basada en los avances de las ciencias y las tecnologías en los campos de la genética, la cibernética, la inteligencia artificial y las neurociencias que propone una «mejora» del ser humano para evitar la enfermedad, el envejecimiento y hasta la muerte. Llega a proponer (posthumanismo) la promoción programada de un nuevo salto en la evolución de la especie humana que nos llevaría a crear una nueva especie, los posthumanos, que incluso podrían liberarse del soporte biológico de nuestra personalidad para integrarse en una red cibernética que nos daría la inmortalidad.
Según el pensamiento transhumanista, la especie humana −tal y como es hoy− es fruto de una evolución ciega guiada por el azar; pero hoy los humanos estamos ya en condiciones de hacernos cargo de nuestra propia evolución como especie y programar y diseñar el siguiente paso evolutivo. Las nuevas tecnologías permitirían en breve plazo este programa de mejora del ser humano y de creación del nuevo posthumano. Las técnicas de reprogramación genética, la producción de órganos de sustitución en un medio animal o totalmente artificial y las posibilidades de hibridación entre hombre y máquina abren horizontes deseables para mejorar o sustituir a la actual especie humana por una nueva especie posthumana.
Estas propuestas no son fantasías, son ya programas de investigación a cuyo servicio están cuantiosos recursos económicos que piensan en los nuevos mercados que se pueden abrir al socaire de las nuevas tecnologías y servicios a ofrecer. La ideología de este ambicioso proyecto es el transhumanismo.
Aristóteles nos ofrecía una ética de la mejora del ser humano desde dentro, sobre la base del compromiso ético por hacer el bien posible apoyándonos en nuestra naturaleza. El transhumanismo nos ofrece la posibilidad de mejorar al ser humano desde afuera, con el apoyo de las nuevas tecnologías. Son dos modos de afrontar el eterno reto de la perfectibilidad del ser humano. La elección entre estas dos formas de afrontar la mejora del ser humano es la cuestión del próximo futuro.
De ahí la actualidad de Aristóteles.
Benigno Blanco
Fuente: nuevarevista.net.
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