Se ofrece a continuación un comentario-resumen de la encíclica Laudato si' sobre el cuidado de la casa común
La encíclica aborda muchos aspectos relacionados con la ecología y desciende a detalles concretos con los que el Papa Francisco intenta ejemplificar su mensaje. Un mensaje de esperanza que nos invita a hacer vida de nuestra vida el Evangelio de la Creación. El núcleo central de la encíclica es el capítulo segundo, donde se exponen las verdades de fe que han de motivar y orientar la acción del cristiano. La originalidad de la encíclica radica en el sexto capítulo donde el Papa expone la nueva cultura que nace del compromiso de nuestra fe.
Al final, se señalan unas ideas para una clase y una breve bibliografía.
Las palabras escogidas por el Papa Francisco para comenzar su encíclica, tomadas del canto a las criaturas de san Francisco de Asís, ponen de evidencia la actitud del hombre, y en concreto del cristiano, de admiración ante la creación, como un niño pequeño que contempla lleno de orgullo las obras de su Padre. Una admiración que lleva a alabar, dar gracias a Dios, quien nos ha hecho el regalo de la creación. Para un cristiano, el cuidado del ambiente no es una acción opcional o extra, sino una cuestión de suma importancia, porque se refiere al cuidado del lugar que su Padre Dios le ha dado como hogar, su casa. Precisamente la palabra ecología deriva del griego οικία, que significa casa, hogar. El subtitulo de la encíclica subraya este hecho: «El cuidado de la casa común», y ofrece una idea que permea toda la encíclica: el cristiano no está solo, su filiación le hace sentirse hermano de todos los hombres, el cuidado de la casa es una tarea que compartimos con todos los hombres, también con las generaciones futuras, que como en una familia son las que impulsan a mejorar el ambiente del hogar para acogerlas del mejor modo posible.
La convicción de haber recibido este regalo de Dios hace que «nada de este mundo nos resulte indiferente» (LS 3), porque todas las «criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada criatura para evitar un uso desordenado de las cosas» (Catecismo de la Iglesia Católica 339). Los cristianos ante el gran regalo de la creación se sienten «llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que El soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud» (LS 53). Esta convicción lleva al cristiano a ser protagonista en primera línea en el cuidado del ambiente.
La Iglesia no es ajena a la creciente preocupación por el problema ecológico, basta ver que en la encíclica se citan más de 14 documentos de distintas conferencias episcopales sobre el tema. El primer capítulo de la encíclica se centra en las distintas cuestiones que provocan inquietud acerca del medio ambiente, de aquello que afecta a nuestra casa. No se pretende hacer una descripción completa y detallada de los problemas, sino tomar conciencia y «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (LS 19). Es normal que un hijo se preocupe activamente y sufra por los problemas de su hogar.
La encíclica invita a una investigación seria y honesta que permita conocer las causas de los problemas y evitar descripciones parciales −movida en ocasiones por interés particulares−, que esconden la verdad de los problemas. Entre los que se enumeran, hay uno que llama la atención por no ser considerado muchas veces como un problema ecológico, pero que es coherente con la idea de cuidar nuestra casa común: el «deterioro de la calidad de la vida humana y degradación social» (LS 43-47). Los hombres formamos parte del gran regalo de la creación, y el empeño por el ambiente ha de tener «en cuenta que el ser humano también es una criatura de este mundo, que tiene derecho a vivir y a ser feliz, y que además tiene una dignidad especialísima» (LS 43). La degradación ambiental afecta la vida de muchos seres humanos que son nuestros hermanos.
El Papa no pretende dar soluciones ni involucrarse en teorías científicas sobre las causas, sino que, convencido de su misión y de las exigencias de la nueva Evangelización, debe “salir” con la Iglesia para anunciar el Evangelio a todos los hombres, iluminando el sentido de su obrar (cfr. LS 64). En el segundo capítulo, expone «algunas razones que se desprenden de la fe judío-cristiana, a fin de procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente» (LS 15), y propone «algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana» (LS 15), que permitan realizar los cambios que el desafío ecológico plantea.
«La creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos, como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal» (LS 76). Esta acción divina procede «de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado» (LS 77). Por eso, «cada criatura tiene un valor y un significado» (LS 76), ninguna de ellas es fruto del azar, sino de un querer divino. El hombre es depositario de este don de Dios. Es al hombre a quien Dios confía la creación para trabajarla y custodiarla, sin olvidar que también le confía el cuidado de sus hermanos los hombres.
La relación estrecha entre el cuidado del ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto al que el Papa Francisco se refiere en distintos lugares de la encíclica, para mostrar la incoherencia de un empeño por salvar la creación material, cuando se descuida el cuidado de los demás seres humanos. Se opone al control demográfico como solución al problema ambiental (LS 50); denuncia la incoherencia de quien lleva adelante una lucha por especies animales o vegetales y no desarrolla un empeño para defender la igual dignidad entre los seres humanos, incluso algunas veces atentando contra derechos de otras personas (LS 90-91); resalta la incapacidad de algunos para reconocer el valor de un pobre, de un embrión humano, de un discapacitado (LS 117); muestra la incompatibilidad de la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto (LS 120);muestra su preocupación cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente y reclaman ciertos límites a la investigación científica, pero no aplican estos mismos principios cuando se refieren a la vida humana, incluso justifican que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos (LS 136).
La tarea del hombre de trabajar y cuidar de lo creado es la de un «administrador responsable» (LS 116). Con ello se quiere decir que el dominio del hombre sobre la naturaleza no es un dominio absoluto, sino participado. El mundo no es una res nullius −algo que no tiene dueño−, sino res omnium −patrimonio de la humanidad−; su uso debe redundar en beneficio de todos (Cfr. GS 69).El concepto de administrador puede ser limitado y dar la idea que el hombre es un obrero que realiza un encargo. No, el Papa insiste en que el cuidado del ambiente es un acto de reconocimiento del creador, «a la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y "por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria"» (LS 69). También el hombre trabajando y custodiando lo creado da gloria a Dios, cuando responde a Dios por el regalo de la creación. La donación es más perfecta cuando el destinatario es consciente de la misma y es capaz de aceptarla y agradecerla. Se acepta realmente no sólo al recibir el don, sino cuando se reconoce a la persona que dona, cuando se identifica la propia voluntad con la voluntad del donante. La buena administración exige al hombre, en cuanto imagen de Dios, participar de su Sabiduría y de su Soberanía sobre el mundo (Cfr. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 42), es decir, relacionarse con la tierra con la misma actitud del Creador, que no sólo es Omnipotente, sino también Providencia amorosa (cfr. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 15). El hombre recibe el poder de dominar el mundo para perfeccionarlo y transformarlo «en una hermosa morada donde se respete todo» (Pablo VI, Discurso a la Conferencia Internacional sobre el ambiente (1.VI.1972)). A través del hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios sobre el mundo.
Para lograr una «administración responsable» se requiere el esfuerzo por conocer la verdad de la entera creación, de su valor y su significado, a través de un conocimiento no sólo científico sino también metafísico y teológico, y el trabajo para conducir la creación al destino querido por Dios (cfr. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 34). Sólo así, el hombre podrá reconocer los límites de su obrar. El primer límite de la acción humana sobre el mundo es el mismo hombre, pues «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus prójimos y el bien de las futuras generaciones (…). El segundo límite son los seres creados, es decir, la voluntad de Dios expresada en su naturaleza. Al hombre no se le permite hacer lo que quiera y como lo quiera con las criaturas que le rodean. Al contrario, el hombre debe “cultivarlo” y “custodiarlo”, como enseña la narración bíblica de la creación (Gn 2, 15). El hecho de que Dios “dio” al género humano las plantas para comer y el jardín “para cuidarlo” implica que la voluntad de Dios debe ser respetada cuando se trata de sus criaturas. Están “confiadas” a nosotros y no simplemente a nuestra disposición. Por esta razón, el uso de los bienes creados implica obligaciones morales» (Juan Pablo II, Discurso 18.V.1990, n. 4).
«La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado, fue destruida por haber pretendido [los hombres] ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de "dominar" la tierra (cfr. Gn 1,28) y de "labrarla y cuidarla" (Gn 2,15)» (LS 66). El Evangelio de la creación nos recuerda la realidad del pecado, que la bondad de toda la creación ha sido contaminada por el mal uso de la libertad del hombre. El mal en el mundo ha sido introducido por el hombre, no proviene de Dios. Pero el mal no tiene la última palabra, es posible la salvación, porque Dios «decidió abrir un camino de salvación» (LS 71). El Padre, que nos había regalado todo los bienes salidos de sus manos, también nos promete la salvación: «el Dios que libera y salva es el mismo que creó el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente conectados» (LS 73).
El plan de salvación de Dios consiste en el envío de su Hijo. «La comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas: “Todo fue creado por él y para él” (Col 1,16). El prólogo del evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de Cristo como Palabra divina (Logos). Pero este prólogo sorprende por su afirmación de que esta Palabra "se ha hecho carne" (Jn 1,14). Uno de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera misteriosamente en el conjunto de la realidad natural» (LS 99).
El Hijo de Dios ha tomado nuestra condición humana, habitó entre nosotros, trabajó con sus manos, contempló las maravillas de la creación de su Padre, pero no sólo sino que también «resucitado y glorioso, [está] presente en toda la creación con su señorío universal: “Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,19-20). Esto nos proyecta al final de los tiempos, cuando el Hijo entregue al Padre todas las cosas y “Dios sea todo en todos” (1 Co 15,28). De ese modo, las criaturas de este mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud. Las mismas flores del campo y las aves que Él contempló admirado con sus ojos humanos, ahora están llenas de su presencia luminosa» (LS 100).
Esta salvación no es solamente una obra divina, «Dios, que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación, también es capaz de sacar algún bien de los males que nosotros realizamos, porque “el Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables”. Él de algún modo quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador» (LS 80). Esta idea es el núcleo del mensaje de esperanza que el Papa quiere enviar con la encíclica: «La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común», porque «el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepintió de habernos creado» (LS 13).
Teniendo a Cristo como modelo del actuar del hombre (cfr. GS 24), y en especial del cristiano, el Papa propone «el ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz» (LS 82), que debe regir la «administración responsable», recordando que el “dominio” del hombre sobre lo creado debe tener en cuenta las palabras de Jesús: «Los poderosos de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Que no sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande, sea el servidor» (Mt 20,25-26). De este modo las tareas −el estudio, la ciencia, la investigación, la tecnología, el trabajo manual, las labores domésticas– con las que el hombre responde al don divino de la creación, estarán siempre orientadas al servicio de todos los hombres.
Una vez anunciado el Evangelio de la creación, el Papa, en el tercer capítulo, invita a «llegar a las raíces de la actual situación, de manera que no miremos sólo los síntomas sino también las causas más profundas» (LS 15) de los problemas ambientales. Teniendo en cuenta todas las implicaciones que aporta la luz de la fe al cuidado de nuestra casa común, se pueden valorar mejor ciertos aspectos que están íntimamente relacionados con la «administración responsable» y que, al no estar orientados según una visión integral, han provocado y son causa de los problemas enunciados en el primer capítulo. El punto central se puede resumir en la frase: «no hay ecología sin una adecuada antropología» (LS 118). La tecnología, la ciencia, la investigación y la innovación, el trabajo, los problemas sociales, son cuestiones que tienen como protagonista al ser humano. La creciente preocupación por el medio ambiente en todo el mundo lleva a reconocer tanto la responsabilidad del hombre por los abusos que ha hecho del ambiente, como la necesidad que el hombre busque y proponga soluciones a los problemas ecológicos.
El Papa valora la importancia y la necesidad del desarrollo de la tecnología, las ciencias, etc., pero hace notar también las repercusiones negativas que éstas han tenido sobre el ambiente y la familia humana. La tecnología y las ciencias deben de reconocer un ámbito ético que las precede. La tecnología y la ciencia no son capaces de asegurar, por sí mismas, el progreso, el aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de los valores, porque la realidad, el bien y la verdad no brotan espontáneamente del poder tecnológico y económico. La historia ha demostrado «que “el hombre moderno no está preparado para utilizar el poder con acierto”, porque el inmenso crecimiento tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores, conciencia» (LS 105). El Papa invita a reflexionar sobre el desarrollo, a contemplarlo con “otra mirada”, que sea capaz de ver la conexión de éste con el desarrollo de la humanidad y el servicio que presta al mundo.
El buen uso de la tecnología y de las ciencias requiere un cambio en las personas, reconocer que «el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado» (LS 115).
La nueva mirada propone Francisco se puede resumir de este modo: «Cuando el pensamiento cristiano reclama un valor peculiar al ser humano por encima de las demás criaturas, da lugar a la valoración de cada persona humana, y así provoca el reconocimiento del otro. La apertura a un “tú” capaz de conocer, amar y dialogar sigue siendo la mayor nobleza de la persona humana. Por eso, para una adecuada relación con el mundo creado, no hace falta debilitar la dimensión social del ser humano y tampoco su dimensión trascendente, su apertura al “Tú” divino. Porque no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios. Sería un individualismo romántico disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia» (LS 119).
Tema central para una visión integral del empeño ecológico es el trabajo. «Si intentamos pensar cuáles son las relaciones adecuadas del ser humano con el mundo que lo rodea, emerge la necesidad de una correcta concepción del trabajo, porque si hablamos sobre la relación del ser humano con las cosas, aparece la pregunta por el sentido y la finalidad de la acción humana sobre la realidad. No hablamos sólo del trabajo manual o del trabajo con la tierra, sino de cualquier actividad que implique alguna transformación de lo existente, desde la producción de un informe social hasta el diseño de un desarrollo tecnológico» (LS 125). Cualquier forma de trabajo tiene detrás una idea sobre la relación que del ser humano con el mundo, con los demás y con Dios.
Partiendo del hecho que todo está íntimamente relacionado, y que los problemas actuales requieren una mirada que tenga en cuenta todos los aspectos de la crisis mundial, el Papa Francisco propone, en el cuarto capítulo, «los distintos aspectos de una ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales» (LS 137). Hablar del medio ambiente indica una relación entre la naturaleza y la comunidad humana que la habita. «El análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma, que genera un determinado modo de relacionarse con los demás y con el ambiente» (LS 141). Por este motivo la ecología integral incluye también aspectos que influyen en la vida social, como la economía, la política, la cultura.
Desde la perspectiva de esta visión integral, Francisco habla de «una ecología económica, capaz de obligar a considerar la realidad de manera más amplia» (LS 141), no sólo por el impacto que ciertas decisiones económicas pueden tener sobre el ambiente, sino también por el valor que tiene el ambiente en la vida de los pueblos. Habla también de una «ecología social», convencido de que «la salud de las instituciones de una sociedad tiene consecuencias en el ambiente y en la calidad de vida humana: “Cualquier menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales”» (LS 142). La «ecología social» necesariamente institucional alcanza progresivamente las distintas dimensiones que van desde el grupo social primario, la familia, pasando por la comunidad local y la Nación, hasta la vida internacional. Por último, habla de la «ecología cultural», que «supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad en su sentido más amplio» (LS 143), el patrimonio histórico, artístico, etc. Es una riqueza como lo es la variedad de las especies. Por eso las soluciones a los problemas ecológicos «que se van gestando no siempre pueden ser incorporados en esquemas establecidos desde afuera, sino que deben partir de la misma cultura local» (LS 144).
Estas consideraciones tienen una motivación antropológica profunda, que el Papa expone al hablar de la «ecología de la vida cotidiana» (LS 147-155). Cuidar el ambiente es cuidar “la casa” donde transcurre la vida de los hombres, garantizando la seguridad, la higiene, acceso a servicios, y evitar situaciones que atentan contra la dignidad de la persona. Al hacer proyectos, «hace falta cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos urbanos que acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de arraigo, nuestro sentimiento de “estar en casa” dentro de la ciudad que nos contiene y nos une» (LS 151). Sólo si se atiende al hombre lograremos crear el compromiso por cuidar nuestra casa común. Habrá un mayor compromiso por colaborar con el bien común (LS 156-158) y transmitir, mejorándolo, el don recibido a las generaciones futuras.
En el quinto capítulo, se proponen algunas líneas de acción, inspiradas en la visión integral de la ecología, tanto a nivel internacional como nacional y local, que ayuden a dar un cambio de rumbo. El Papa propone grandes líneas de diálogo, que se hade caracterizar por ser sincero, honesto, interdisciplinar, de modo que, atendiendo a todos los elementos de los problemas, se puedan llevar a cabo soluciones concretas.
En esta parte, el Papa propone detalles concretos a tener en cuenta, aun cuando «la Iglesia no pretende definir las cuestiones científicas ni sustituir a la política, pero invito a un debate honesto y transparente, para que las necesidades particulares o las ideologías no afecten al bien común» (LS 188).
Para terminar el capítulo, el Papa plantea el diálogo entre las religiones y las ciencias, convencido de que «no se puede sostener que las ciencias empíricas explican completamente la vida, el entramado de todas las criaturas y el conjunto de la realidad» (LS 199). La encíclica forma parte de este diálogo; con ella, la Iglesia se hace partícipe de las preocupaciones del hombre actual y, consciente que su fe puede aportar para la solución de los problemas ambientales, anuncia el Evangelio de la Creación e interpela «a los creyentes a ser coherentes con su propia fe y a no contradecirla con sus acciones», y les reclama «que vuelvan a abrirse a la gracia de Dios y a beber en lo más hondo de sus propias convicciones sobre el amor, la justicia y la paz» (LS 200).
El Papa, «convencido de que todo cambio necesita motivaciones y un camino educativo», propone «algunas líneas de maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual cristiana» (LS 15). El cambio para los cristianos implica poner por obra la nueva evangelización. No puede haber separación entre doctrina y vida, la fe para que se transmita debe estar viva. La transformación del ambiente pasa a través de la «conversión "ecológica", que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» (LS 217). Ser protectores de la obra de Dios, incluye en primer lugar la protección de nuestros hermanos más frágiles. Compartir nuestra fe con los demás hombres, crear una cultura conforme al Evangelio de la creación «es un bien para la humanidad y para el mundo» (LS 64). Sólo de este modo se adquirirá «la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos. Esta conciencia básica permitiría el desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida» (LS 202).
El Papa convencido de que el cambio ecológico nace de un cambio en el hombre, capaz de «recuperar los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios», sostiene que «la educación ambiental debería disponernos a dar ese salto hacia el Misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo» (LS 210). La preocupación por el ambiente abre a las personas a cuestiones profundas, a las que sólo la fe puede dar una respuesta satisfactoria.
Al hablar sobre el compromiso intergeneracional en el capítulo IV, Francisco plantea un interrogante: «¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? […] Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo, para qué vinimos a esta vida, para qué trabajamos y luchamos, para qué nos necesita esta tierra?» Preguntas fundamentales, que nos llevan a «advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra» (LS 160).
No basta con ofrecer repuestas para «crear una "ciudadanía ecológica"», tampoco bastan normas o leyes y un control efectivo de las mismas, si se quiere que se produzcan «efectos importantes y duraderos es necesario que la mayor parte de los miembros de la sociedad la haya aceptado a partir de motivaciones adecuadas, y reaccione desde una transformación personal. Sólo a partir del cultivo de sólidas virtudes es posible la donación de sí en un compromiso ecológico» (LS 211). Se requiere una tarea de educación, transformar la cultura para fomentar esas disposiciones.
Entre los diversos ámbitos educativos: la escuela, la familia, los medios de comunicación, la catequesis, etc., el Papa destaca «la importancia central de la familia, porque “es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida”. En la familia se cultivan los primeros hábitos de amor y cuidado de la vida, como por ejemplo el uso correcto de las cosas, el orden y la limpieza, el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres creados. La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir "gracias" como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (LS 213).
Se trata de gestos “ecológicos” al alcance de la mano de todos, que alimentan «una pasión por el cuidado del mundo» (LS 216). El Papa muestra así la necesidad de una profunda conversión interior (LS 217), que requiere «examinar nuestras vidas y reconocer de qué modo ofendemos a la creación de Dios con nuestras acciones» (LS 218). La conversión implica «gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca […] También implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres». En consecuencia anima al «creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo, ofreciéndose a Dios "como un sacrificio vivo, santo y agradable" (Rm 12,1)» (LS 220).
Esta espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar de los bienes (cfr. LS 222). Entre las virtudes de este estilo de vida el Papa subraya la sobriedad, vivida con libertad y conciencia, y la humildad, esencial en la vida social. Estas virtudes no se llegan a desarrollar, «si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal» (LS 224).
La sobriedad y la humildad dan la «capacidad de convivencia y de comunión» (LS 228), de vivir el amor fraterno, de prescindir de lo nuestro de modo gratuito a favor de los otros, y ser conscientes «que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos» (LS 229). También facilitan valorar los «simples gestos cotidianos» que hacen la vida más llevadera. «El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor» (LS 331). Sólo así experimentaremos que «vale la pena pasar por este mundo» (LS 212).
Otro aspecto importante de este estilo de vida es la paz interior de las personas que «tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida» (LS 225). El Papa insiste sobre la importancia de una educación estética (LS 215), que permite abrirse a la belleza y amarla, pues la apertura a la belleza de la creación nos lleva a Dios, nos empuja a la contemplación, al crecimiento en la vida interior. El cristianismo no es una filosofía, es el encuentro con un Dios que “primerea”, creador de todo cuanto existe y es bueno. Esta convicción permite al cristiano tener «una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido» (LS 226).
Este estilo de vida «implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea, cuya presencia "no debe ser fabricada sino descubierta, develada"» (LS 225). Y como seres creados que somos, también necesitamos el contacto físico para crecer en intimidad, de aquí que, el Papa dedique unos puntos a hablar de los Sacramentos, los cuales considera como «un modo privilegiado de cómo la naturaleza es asumida por Dios y se convierte en mediación de la vida sobrenatural» (LS 235). Destaca la Eucaristía por que «la gracia, que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia» (LS 236). Siguiendo por un plano inclinado el Papa nos introduce en el misterio de la Trinidad y nos hace desear el fin para el cual hemos sido creados: encontrarnos «cara a cara frente a la infinita belleza de Dios (cf. 1Co 13,12)» y contemplar con feliz admiración que el universo «participará con nosotros de la plenitud sin fin» (LS 243).
Este fin, más que apartarnos de nuestro compromiso con el ambiente, nos impulsa a «hacernos cargo de esta casa que se nos confió, sabiendo que todo lo bueno que hay en ella será asumido en la fiesta celestial» (LS 244).
Ideas de fondo
El amor al mundo
La filiación divina
Mentalidad laical y alma sacerdotal
Consecuencias prácticas
El trabajo (dimensión social)
La importancia de la familia y el cuidado del hogar
Las cosas pequeñas
Las virtudes humanas
La pobreza
Necesidad de vida interior
Antonio Porras
Profesor de Teología moral de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
Fuente: collationes.org.
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