Toda su vida de pastor de Juan Pablo II está marcada por una originalidad asombrosa en muchos campos. De modo de todo especial en el de la familia, que le ha valido ser llamado por el Papa Francisco “el Papa de la familia”
Al recordarle en el centenario de su nacimiento, no hacemos solo un ejercicio de memoria, de algo que pasó, sino también de interpretación de una herencia viva que está presente entre nosotros. Lo veremos dentro del sentido profundo de la historia que marcó su existencia.
Recordarle significa reconocer una gran paternidad. Así se vio en la enorme conmoción que despertó su muerte. Una inmensa multitud, que sorprendió a todos, se reunió allí porque consideraba que había muerto algo suyo.
Contenido
Una herencia
Un cambio de época
La época de la posverdad
La mentira emotivista y la formación del sujeto cristiano
El mundo globalizado
La dificultad del diálogo
La unidad eclesial de lo doctrinal y lo pastoral
La mirada al futuro
Conclusión: un mensaje de esperanza
“¡No tengáis miedo!” Son palabras de un profeta, que no hace una mera exhortación para sacar a las personas de un temor que paraliza, sino que pide un seguimiento concreto de un camino que se abre. Para Juan Pablo II tenía el sentido de un grito que despierta, con el valor de vislumbrar una salida que llena de esperanza. Ambas cosas son las que reconocía después como una inspiración del Espíritu Santo como guía de su Pontificado:
“Cuando el 22 de octubre de 1978 pronuncié en la plaza de San Pedro las palabras «¡No tengáis miedo!», no era plenamente consciente de lo lejos que me llevarían a mí y a la Iglesia entera. Su contenido provenía más del Espíritu Santo, prometido por el Señor Jesús a los apóstoles como Consolador, que del hombre que las pronunciaba. Sin embargo, con el paso de los años, las he pronunciado en varias circunstancias”[1].
Esa llamada surgía de la fuerza de interpretar el tiempo presente, en el sentido verdaderamente teológico de los “signos de los tiempos” (cfr. Lc 12,56), para asumir en su ministerio petrino una postura de ser pionero, de abrir caminos nuevos para la Iglesia. En él no era algo ajeno a su existencia. Toda su vida de pastor está marcada por una originalidad asombrosa en muchos campos. De modo de todo especial en el de la familia, que le ha valido ser llamado por el Papa Francisco “el Papa de la familia”[2]. Al recordarle en el centenario de su nacimiento, no hacemos solo un ejercicio de memoria, de algo que pasó, sino también de interpretación de una herencia viva que está presente entre nosotros. Lo veremos dentro del sentido profundo de la historia que marcó su existencia.
Es cierto que la historia pondrá en su lugar la figura de Karol Wojtyła en toda su grandeza. Es difícil encontrar otro personaje que haya sido más influyente en el siglo XX. Su intervención decisiva en la caída del bloque comunista, que crece en importancia en la medida en que se conocen mejor los hechos[3], no nos debe hacer olvidar que no es sino una manifestación de una convicción fundamental en él: Jesucristo es el Señor de la historia[4]. Su visión de los acontecimientos no acababa en el comunismo, ni siquiera estaba obsesionado por él. Más bien miraba al año 2000 como signo de una nueva época a la que responder y que esa era su misión como le anunció el Cardenal Wyszyński[5].
Recordar a San Juan Pablo II, significa reconocer una gran paternidad. Así se vio en la enorme conmoción que despertó su muerte. Una inmensa multitud, que sorprendió a todos, se reunió allí porque consideraba que había muerto algo suyo. Tantas personas, que tenían que esperar horas para pasar unos segundos ante su féretro, no eran cristianos; pero percibían que estaban rindiendo un homenaje a un padre. Lo que se reconoce de un padre es una herencia como el testimonio de lo que permanece. Como enseña la parábola del hijo pródigo, la herencia de un padre, que se revela ante todo en la frase que dirige al hijo mayor: “todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31), en el relato no consiste en una suma de dinero que puede dilapidarse, sino en el sentido de una vida que enseña a vivir. El hijo pequeño pensó que lo había perdido todo, el padre misericordioso le enseñó que la herencia de la filiación permanecía[6]. Debemos pensar un poco en qué significa esta herencia, para asombrarnos de la riqueza que San Juan Pablo II nos ha legado y que nos abre a un futuro.
En primer lugar, es imposible pensar en ella fuera de una historia. En eso se diferencia la herencia de un regalo. Este último significa un momento, la primera incluye la asunción de una vida, de todo aquello que la ha configurado. Esta distinción se vive en el modo de recibir la donación, el regalo incluye la gratitud, pero por algo no merecido, la herencia pide una responsabilidad ante la voluntad del testador que debe ser cumplida, llevada a una plenitud. Si no se ha merecido antes, es bueno que se comience a merecer después, tiene en sí un cierto sentido de justicia. Se basa en la característica que incluye la voluntad de quien otorga el testamento sobre el que lo recibe, como destinatario. El compromiso adquirido por una herencia es grande, requiere tiempo y empeño, nace de la conciencia de ser un continuador de una historia anterior. La razón de este vínculo es básicamente haber recibido la vida, y saber que otro ha vivido para nuestro bien. Ha querido que lo suyo fuera nuestro y de un modo irrevocable que marca un destino.
La herencia, por ello, no solo testifica el destino de un pasado, sino que está volcada al futuro. En gran medida, es un modo de anticipar un futuro con una base firme de la que se puede disponer. Aquí la relación de confianza es grande, el testador ha confiado algo valioso en otra persona, para que haciéndola suya, sea el principio de una nueva historia.
El vínculo que se establece es grande, en cierta medida, recibir un testamento es ponerse en el lugar del testador y conocer mejor su voluntad. Tal vez por ello, cuando los hebreos quisieron traducir al griego la palabra ברית (alianza)[7], usaron el término (…) que significa “testamento”. De aquí que hablemos de Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, con lo que, ante todo, queremos significar una continuidad en una historia.
Hemos de reflexionar sobre la herencia del Santo Papa polaco, porque así podemos acercarnos a su visión de futuro. La pregunta pasa a ser central: ¿qué esperaría de nosotros en las circunstancias presentes que él no vivió? ¿Qué es lo que pudo intuir o prevenir de un futuro que hizo que recibiéramos una herencia tan rica? Supone en nosotros la tarea de querer vislumbrar algo de lo que nuestro Papa quiso dejar a la Iglesia.
No se trata de personalizar excesivamente, como si con Juan Pablo II se hubiera agotado la riqueza de la Iglesia. Todo lo contrario, por definición una herencia se añade a otros bienes ya recibidos por otras fuentes y es una invitación a un crecimiento posterior. Es muy extraño que lo que se hereda constituya lo único que se posee y excluya otros dones y, sobre todo, algunos ingresos propios. Reconocemos el valor real de una herencia cuando comparamos lo recibido de otros con lo que nosotros mismos hemos adquirido con nuestro trabajo. Podemos entender el esfuerzo que ha supuesto y el deseo de dejarlo como herencia. Además, la heredad recibida sirve para que el beneficiario crezca por su propia cuenta mejorando el legado. Es la manera noble de estar a la altura de lo que se ha heredado, de desarrollarlo como lo hubiera hecho el testador. En la medida en que se fundamenta en el “sentido de vivir”, sirve para la vida y, a partir de ella, da luz a los demás bienes que poseemos. Lo primero que se busca es que el heredero tenga esa vida plena que le deseaba su padre y eso incluye su capacidad de llevarla a cabo con plena libertad. Se trata de un último acompañamiento en el crecimiento del beneficiario, en un gesto que marca un destino. Lo que la Iglesia tiene como heredad de este Papa está destinado a hacerla crecer como Iglesia en su misión recibida de Cristo.
La herencia de un Papa tiene que ver con la vida, la vida de la Iglesia. Para eso es su magisterio, para que se haga vida. En particular, ante el enorme magisterio de Juan Pablo II los herederos no debemos repetirlo como una letra muerta, nuestra misión es sacar de él toda la vida que contiene. Eso se comprobará al contrastarlo con la realidad, al poder constatar la capacidad que tiene para iluminar situaciones nuevas que el Papa no supo intuir y que harán crecer el valor de la herencia. Es la manera de testificar su capacidad de generar vida, de descubrir muchas riquezas escondidas que son, además promesas de bienes futuros mayores.
Esto es lo que reconocemos de forma general en los autores que denominamos clásicos: son hombres que nos han dejado algo tan grande que constantemente genera nuevos comentarios y adquiere nuevas perspectivas. Sabe permanecer en los cambios, no como algo inalterable, sino como un referente que indica un camino a seguir, una dirección que todavía promete más y anticipa un futuro que está por llegar.
La herencia de nuestro santo tiene un claro sentido sapiencial. Ya en la homilía de inicio de Pontificado a la que nos hemos referido, puso el acento en una frase del Evangelio (Jn 2, 25) que podía parecer oculta; pero que a sus ojos era tan luminosa que la propone como la razón profunda de no tener miedo: “Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre» ¡Sólo Él lo conoce!”[8]. Es necesario conocer el interior del hombre para poderle hablar al corazón y poder descubrir un camino. Se trata de un acceso a lo humano muy diverso de lo simplemente empírico. Requiere reconocer en él la existencia de un misterio. Es una de las reclamaciones personalistas más incisivas: “Frente al mundo sin profundidad del racionalismo, la Persona es la protesta del misterio”[9]. No puede haber una herencia más oportuna que saber descubrir en lo escondido el germen del futuro. Es expresión máxima de paternidad, como se muestra en el inicio del libro de los Proverbios “Escucha, hijo mío, los consejos de tu padre” (Prov 1, 8). En San Juan Pablo II siempre latía la intuición de que: “Gracias a la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a Cristo”[10].
La sabiduría connota una convicción interior que se convierte en una misión. No es difícil darse cuenta de las consecuencias: “Juan Pablo II no pedía aplausos, ni ha mirado nunca alrededor preocupado por cómo eran acogidas sus decisiones. Él ha actuado a partir de su fe y de sus convicciones y estaba también dispuesto a sufrir golpes”[11]. Siempre consciente de la necesidad de estar abierto a nuevas aportaciones, pues, el Papa Benedicto asegura de él que: “admiraba su disponibilidad a aprender”[12].
Tras la segunda guerra mundial, Romano Guardini escribió una obra fundamental: El ocaso de la Edad Moderna[13], con la que quería explicar el gran cambio de edad que se había producido y que eso era una oportunidad para la Iglesia, pues acababa así una larga época marcada por la división y la confrontación. Esto es debido a que la actividad teológica del pensador italiano empezó tras la primera guerra mundial, que cambió el panorama social con una radicalidad grande, todavía difícil de valorar, pero que supuso el fin de la denominada Teología liberal protestante. Por motivos históricos, la reacción teológica católica tardó un poco más y es la que contribuyó a la renovación conciliar.
El Concilio Vaticano II se centró en el diálogo con la modernidad como superación de la división de los cuatro siglos anteriores. Era una cuestión todavía por afrontar y fue importante hacerlo para provocar un cambio necesario de mentalidad; pero se hizo precisamente en el momento en el que la modernidad estaba en su ocaso. Por desgracia, no se percibe en los textos conciliares ningún atisbo de la postmodernidad que empieza a perfilar en los años 70 con Jean-François Lyotard[14] y que estallará con fuerza en los 80, hasta nuestros días.
Después de los años pasados, no se puede decir que la postmodernidad se haya asentado, su valor sigue siendo más de crítica a realidades ya periclitadas o en clara decadencia, que de propuesta de una forma nueva del mundo. Su carácter crítico se ha hecho semejante al del mayo del 68, una forma defensiva peculiar de no querer afirmar nada, para que nadie pueda desmentirlo.
Se incide sobre todo en propagar una sospecha sobre la razón humana en su capacidad de alcanzar la verdad, y en su valor de universalidad entre los hombres[15]. Era consecuencia en parte del descrédito en el que había caído, tras el proceso de descolonización de los años 50 y 60, el formalismo de una razón pretendidamente universal en algunos contenidos. Se percibía que había sido esta pretensión excesiva la que, en pro de la defensa de una civilización de corte occidental, había justificado un colonialismo a todas luces injusto e incapaz de ver en el pluriculturalismo una riqueza de la humanidad. Surgía así un principio opuesto a la orgullosa razón kantiana como argumento único de universalidad, o la pretensión enciclopédica de poder acumular todo el saber a partir de un orden arbitrario, como es el alfabético, fuera de cualquier referencia a la tradición[16]. En todo caso, ahora es la Iglesia la que defiende la potencialidad de la razón de ir más allá del cálculo o de la estadística. Sin esta capacidad el hombre no tendría acceso a su misterio, ignoraría lo principal de sí mismo[17].
Lo que se aprecia con la postmodernidad no es un pensamiento, ni unas directrices, sino un cierto modo de vivir, lo que se podía llamar “condición” que influye en múltiples ámbitos de la vida. Lo que la caracteriza es que cualquier referencia a la verdad está excluida y que conforma una concepción liquida de la vida que se expande en todas direcciones[18]. Se podría definir esta “liquidez vital” como no necesitar nada permanente que dirija la existencia, sino que basta con la disposición constante a adaptarse a lo exterior sin preguntarse las razones de ello.
Queda el vértigo interior de una constante mutación a la que responder con destreza[19]. Cualquier intento de sentar unos principios básicos parece un error de base. Esta velocidad de cambio solo es posible si se censura cualquier pregunta por la dirección del camino. Se generan así “los malestares de la modernidad”[20] que están fundados en la pérdida de los fines, lo que conduce a una mengua en la libertad. De aquí que aquello que promueve en la sociedad son éticas procedimentales que proponen protocolos para resolver los conflictos sin tener que argumentar sobre los contendidos. Basta con que se siga el procedimiento bien para que la resolución sea justa. Se abandonan los grandes ideales y se confía el cambio social a la aceptación del procedimiento. Se comprende que se abandona así cualquier referencia a la virtud y a lo que toque el corazón del hombre, porque todo se basa en una corrección exterior.
No estamos sino en el inicio de un proceso, cualquier cambio de época suele durar unos 150 años. En esas circunstancias, hay que evitar la identificación de que cualquier cambio es bueno, como ocurre en todo, hay cosas que sirven para mejorar y otras empeoran. En tiempos en que todo se mueve, es la dirección del horizonte la que permanece y permite tener una orientación y es lo que San Juan Pablo II asumió como su propia misión. Desde luego, hay que evitar el obrar al tanteo porque se avanza poco y mal, es importante lo que aparece como promesa y se experimenta como ocasión de crecimiento. En estas circunstancias lo esencial no es cambiar, sino renovar, generar algo en verdad nuevo[21]. Solo de esta forma se sale de lo “post-” para abrir algo positivo que en verdad construya. Es la perspectiva que la postmodernidad no ha sabido adoptar y que es una aportación social magnífica.
Es más, se trata de una clave apologética vital para el cristianismo. En la cultura postmoderna, sin necesidad alguna de explicación, ni de justificación, se presenta ante la sociedad todo lo cristiano como algo anclado en el pasado, que se puede observar con reconocimiento a modo de pieza de museo, pero que se debe rechazar con firmeza y son concesiones cuando se propone de algún modo como propuesta para el presente. Es lo que se denomina “postcristianismo” que caracteriza grandes sectores de nuestra cultura y que margina la propuesta cristiana sin escuchar sus razones[22]. O nuestro mensaje sabe tocar los corazones comunicando algo nuevo o directamente se le arroja a la esfera de lo irrelevante que no merece ni siquiera tomar en consideración.
En esta situación cultural, el Papa Wojtyła entendió con toda claridad que la cuestión de fondo era la verdad. El Evangelio contiene una verdad de tal magnitud que excede todo lo que podamos imaginar[23]. Es un gran desafío para un hombre que no puede dominar esa potencia magnífica que le pide todo. La auténtica fidelidad al Evangelio es sacar de ella ese tesoro de novedad en respuesta a las circunstancias históricas que toca vivir.
En nuestro caso, la misma posibilidad de conocer la verdad y la fuerza que esto supone para el hombre es la que se ha de presentar con toda la novedad que esto representa en la vida personal. Se trata de un principio antropológico de comprender al hombre como: “ser que busca la verdad”[24]. Es una luz para nuestro presente. Como ha ocurrido tantas veces en la historia, sobre todo en las épocas de cambios, la propuesta relativista que intenta no hacer afirmaciones estables parece adecuada para ese tiempo. La manera de hacerlo es la reducción epistemológica de la verdad a opinión. La verdad, en vez de ser una instancia superior que une a los hombres, se considera una rigidez unificadora que impide la gestión adecuada y ágil de las opiniones todas equiparables y relativas. Lo verdaderamente importante sería articular el modo positivo de confrontar las diversas opiniones. Así ocurrió con los sofistas que redujeron la cuestión de la verdad a una gestión inteligente de las opiniones. La centralidad de la verdad en el Evangelio es de tal categoría que el cristianismo primitivo comprendió que debía superar la tentación escéptica, porque el Evangelio poseía una experiencia de absoluto que impedía cualquier reducción a lo que el hombre puede gestionar y que consistía, ante todo, en la llamada a la conversión[25].
La propuesta postmoderna ha dado un paso particular y, en coherencia con sus principios, ha inventado el termino “posverdad”. El Oxford English Dictionary la define como una situación en que “los hechos objetivos son menos determinantes que la apelación a la emoción o las creencias personales en el modelaje de la opinión pública”[26]. Para el Diccionario de la Real Academia Española es la “distorsión deliberada que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública”.
Es muy interesante ver que el término tiene una connotación negativa, de distorsión manipuladora y que el punto clave de ello es la emoción. Se ha aprendido que es fácil mover las emociones para que las personas acepten acríticamente cualquier cosa. Tampoco nos extraña el que la categoría cognoscitiva que se da a esa posverdad sea la de “creencia” en el sentido anglosajón del término: la suposición subjetiva de aquello que va a ocurrir en la que el sustrato emotivo es esencial[27].
Al final, la posverdad pasa a definirse como una “mentira emotiva”. Se concibe como vivir de apariencias, en una reducción total a opiniones, certezas débiles. Se basa en un uso meramente calculador de la razón que no sabe de fines[28]. Sirve mostrar apertura a las opiniones ajenas, antes de afirmar las propias, que siempre habría que poner en cuestión para ser tolerante y abierto. El choque de la posverdad es fuerte, su calificación negativa tiñe de sospecha la claridad de estos procedimientos. La corriente posmoderna es heredera de los “maestros de la sospecha”, Freud, Marx y Nietzsche[29], que anticiparon en muchos aspectos la crítica radical a las posiciones modernas, a partir de la suposición de que contenían males internos. Ahora se levanta la sospecha de la sospecha hasta considerar implícitamente que es la arbitrariedad de un poder la que siempre dirige estos procedimientos aparentemente positivos. La manipulación de la sociedad por medio de mensajes afectivos parece clara y que esto oculta una tasa de mentira y corrupción muy extendidos. Hasta hace algunos años todavía parecía sostenible la afirmación de que un sistema democrático de un Estado de Derecho era, de por sí, una buena vacuna contra la corrupción. Ahora es imposible pensar así, por la constatación amplísima de tasas de corrupción muy elevadas en casi todas las democracias occidentales. A pesar de ello, no se ha realizado todavía un análisis profundo del problema político que apunta, por todos sus indicios, a una deficiencia interna del sistema, aunque muchos se nieguen incluso a considerarlo una posibilidad.
Podríamos resumir la aportación profunda de la propuesta de san Juan Pablo II desde la impronta bíblica de la verdad. Propone la verdad como luz, no como una sentencia que se afirma. No es la conclusión de un proceso, sino la posibilidad del mismo. La analogía de la luz es aquí esencial[30], porque nos introduce en un sentido universal y concreto que comunica a los hombres. Se aprecia inmediatamente que resulta ridículo hablar de “mi luz” como si fuera algo privado, que no tuviera que ver nada con la luz de los demás. Una misma luz ilumina a todos los hombres.
Esta visión, que es clásica, se rompió con el nominalismo, en un tiempo de gran conmoción social. Es una propuesta radicalmente escéptica, sobre todo en lo que concierne al bien, con una propuesta del todo voluntarista: no hay más verdad del bien que el hecho de ser mandado: “bonum quia iusum”[31]. La libertad es puro arbitrio y solo puede ser limitada desde fuera. La consecuencia primera es un individualismo básico que se impone y que será la ruptura más profunda que sufrió la sociedad medieval[32]. Supuso la imposición del sistema político absolutista y la concepción secularizada de las relaciones humanas[33]. El fundamento nominalista de la corriente postmoderna está indicado por Umberto Eco que escribe El hombre de la rosa (1980), para mostrar la vigencia actual de esa visión bajomedieval. La correlación entre la imposibilidad de un conocimiento de la realidad y la necesidad de una hermenéutica personal sin otros referentes deja el campo abierto a una arbitrariedad de parte de quien detenta el poder y que busca romper los lazos humanos.
La perspectiva de la luz es antinominalista, la palabra es acción que ilumina[34] y no un término vacío de contenido arbitrario o convencional. Plantea también una antropología diversa y vinculada a la realidad del camino vital con grandes raíces bíblicas[35], ignorada absolutamente desde el nominalismo. Si se ha de caminar, la luz es imprescindible. En la oscuridad se puede caminar a tientas, pero es un modo muy malo de hacerlo. Se va muy despacio y sin seguridad, se ignora la situación y no se divisa el horizonte. Nadie duda de que no es un límite obligarnos a no chocar con las cosas; es principio de libertad de movimientos desde uno mismo en orden a recorrer el camino si está iluminado. Este es el sentido profundo de la afirmación “la verdad os hará libres” (Jn 8,32): que es una de las frases emblemáticas del Pontificado de nuestro Papa desde su inicio:
“Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia”[36].
Desde la conciencia de estar en camino, la necesidad de una dirección aparece irrefutable. Es lo que podemos denominar el “síndrome de Alicia”, que se refiere a una escena del libro de Lewis Carroll, en la que la protagonista, que estaba caminando gozosa por el país maravilloso, se encuentra una bifurcación y se pregunta qué camino tomar. Este es el relato:
− [Alicia al Gato] “¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí?”
− “Depende mucho del punto donde quieras ir” −contestó el Gato.
− “Me da casi igual dónde” −dijo Alicia.
− “Entonces no importa qué camino sigas” −dijo el Gato[37].
A todos resulta evidente que esa posición que hace que cualquier camino valga, no se puede tomar como la mejor de las situaciones. Por el contrario, todos consideramos de manera natural que Alicia se encuentra perdida; que es digna de lástima. Lo que necesita es ayuda para salir cuanto antes de ese dilema. En conclusión, no es indiferente el camino que se siga; pero, sobre todo, es urgente la necesidad de saber a dónde ir. Es la luz que permite distinguir los caminos. En el relato de la creación, lo primero creado es la luz (Gén 1, 3), porque vence las tinieblas que son “caos y confusión” (Gén 1, 2). Se necesita la luz para distinguir unas cosas de otras, que es lo que va a continuar Dios en su acción creadora. La lógica interna del relato inicial del Génesis es de unidad en la diferencia que es la que permite que exista un orden. Este no se debe a una imposición cuanto a un discernimiento del fin. Se trata de la verdad, la que ordena de una forma que es signo de sabiduría: “es propio del sabio ordenar”[38]. El rechazo de todo orden, la pretensión de transgredir todo lo ordenado como gesto de superioridad, es un modo prometeico de no darse cuenta de que previamente a cualquier esfuerzo humano existe algo dado que guía internamente nuestras decisiones[39]. Podemos decidir transgredir una norma, porque hemos reconocido que existe. No transgredimos nuestra decisión, sino algo previo a ella que no se constituye por ninguna decisión humana. Todo ello llena este primer relato para indicar el orden interior al que el hombre debe responder y que se manifiesta en la correlación entre las diez palabras que pronuncia Dios (“Dijo Dios”) y el Decálogo[40].
La luz tiene la característica de ser previa, no está en el dominio humano, sino que lo precede y lo ilumina. Evdokimov toma esa comparación para explicar la originalidad del amor en la experiencia humana como una realidad previa: “¿Queréis apresar la luz? Se os escapará de entre los dedos. Si existiese una fórmula del amor, en este momento se hubiera encontrado la fórmula del hombre”[41]. La verdad no se posee, más bien es ella la que nos posee y abre así al hombre a una tarea común en la que se sabe acompañado: “hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad”[42]. Está clara la insuficiencia de una “luz privada” como es una linterna; es un mal remedo del sol. Sirve para no tropezar los pasos, pero no apunta a ningún horizonte. Es incapaz de iluminar algo común: un mismo sol ilumina a todos. Lo esencial es no cerrarse a la luz en lo que nos separaría de los demás y fomentaría actitudes excluyentes.
De aquí la importancia que el Salmo cuarto tiene en esta concepción, según la explicación que hallamos en Santo Tomás: “El salmista, después de haber dicho: «sacrificad un sacrificio de justicia» (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: «Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?»; y, respondiendo a esta pregunta, dice: «La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes», como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo −tal es el fin de la ley natural−, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros”[43].
Descubrimos el principio de la libertad, de un movimiento que parte de nosotros mismos, aunque responda a una luz que recibimos. Así lo explica nuestro Santo: “El hombre (...) debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Para esto el hombre necesita poder distinguir el bien del mal”[44]. En este camino de distinción, podemos comprender que el encuentro con Cristo es esencial[45]. Toda la reflexión sobre el Lógos de los Padres tenía la intención de dar un valor único a ese evento de descubrir en Cristo, y solo en Él, la razón de la existencia[46]. La luz creadora se ve en un rostro personal: “La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo”[47]. Nos hallamos ante una verdad personal que nos llama, que solicita nuestra libertad y que es fuente de toda novedad.
Desde el siglo XVII al XX las grandes discusiones sobre el cristianismo y la cultura se centraron sobre fe y razón, lo que configuró la apologética durante esos siglos y la distinción que hacemos casi instantáneamentre entre creyentes y no creyentes. En la época postmoderna la cuestión es bien diferente, se basa en la verdad de un afecto vuelto hacia sí mismo, como nos lo enseña la posverdad. Toda la deriva romántica[48] de una emotividad que busca en la intensidad su único criterio, una vez que ha invadido la conciencia de las personas, conduce a dejarse llevar por la fascinación del instante, sin capacidad de orientar la vida. Nos queda el recurso de la sola gestión de los afectos de una forma inteligente[49].
Como hemos visto, la toma de conciencia de este emotivismo que invade el ámbito que antes se le concedía a la posverdad, ha conducido a constatar que lo que queda tras ella es una auténtica mentira. Que, cuando no se reconoce la verdad y su papel en la existencia humana, se abre la puerta a una manipulación manifiesta, sostenida por un manejo hábil de los afectos sociales. Precisamente esto afecta el ámbito que dejó libre el romanticismo, el público, pues, bien consciente de su impacto social en cuestiones tan relevantes como el nacionalismo, nunca supo iluminar la comunicabilidad de los afectos entre los hombres. La rígida división moderna entre una esfera pública utilitaria y una privada emotiva sigue siendo una fractura que debilita nuestra sociedad. El pensamiento “moderno” despreció los afectos en su capacidad de unir a los hombres y de fundar cualquier tipo de conocimiento común[50]. La corriente anglosajona inventó en consecuencia el término “creencia” para referirse a una posición subjetiva que actúa a modo de costumbre. Por lo dúctil de este término tan ambiguo, pronto se le abrió la puerta para alcanzar una preponderancia en muchas esferas de la existencia. Este tipo de “pensamiento débil”, sostenido en creencias ante todo subjetivas, influyó muy pronto en lo referente a la religión, como si fuera el lugar por excelencia de tales creencias privadas. San John Henry Newman articuló toda una gramática del asentimiento[51], para oponerse a esta postura que diluía lo genuinamente cristiano, en especial en lo que correspondía al carácter dogmático de la fe cristiana[52]. Salía al paso de una corriente muy importante en el anglicanismo; pero que también estaba en la base, con otros presupuestos, en la formulación de la Teología liberal protestante[53]. En ambos casos, frente a la que ellos presentaban como “rigidez” dogmática de una serie de afirmaciones inamovibles, proponían una evolución del cristianismo a modo de un “sentimiento religioso” al que subordinar los dogmas y los sacramentos cristianos. Es una concepción similar a la que llegará a configurar lo que se denomina “modernismo” en el catolicismo[54]. El santo inglés, por ello, también estudió detenidamente la evolución del dogma con una visión nueva de la historia[55].
A pesar de estos signos tan palmarios de una deformación afectiva del cristianismo, desde la teología no se ha sabido tomar en serio el desafío. En verdad, son pocos los estudios que afronten con profundidad la correlación entre la fe y el amor y que puedan aclarar el verdadero fundamento afectivo de la fe[56]. Es en la actualidad postmoderna donde el cristianismo se juega su papel social y su futuro. La fe es más que una creencia subjetiva, como el afecto propio de creer es más que una emoción, puesto que implica a la persona en totalidad[57]. La confusión entre ambos debilita la experiencia cristiana básica. No la golpea en un punto concreto, lo hace de forma global, porque impide una identificación fuerte con los contenidos de la revelación; para volcar la sensibilidad en una espiritualidad emocional y sin relación con la dogmática, muy centrada en “sentirse bien”. La correlación entre la fe, que incluye un vínculo personal con Dios y la forma como la revelación en cuanto comunicación divina es luz para toda la vida, es lo que conforma el sujeto cristiano. Esta es la gran cuestión emergente para el cristiano tras la mentira emotiva.
Estas son cuestiones que interesaron muy pronto a Karol Wojtyła, como se ve en su análisis del amor en Amor y responsabilidad, donde da una importancia decisiva a la relación “persona y amor” que denomina “análisis metafísico del amor”[58]. Todo ello en correlación con su modo de tratar el pudor en relación a la autoconciencia, que es tan característico suyo[59]. Es cierto que, en Persona y acción, donde se perfila claramente la cuestión del “sujeto ético”, esto es, la persona como sujeto de sus actos, el desarrollo afectivo, siendo relevante, todavía pide una profundización en cuanto a su aspecto relacional y comunicativo. Pero, sin duda, es el Papa Juan Pablo II el que da un paso decisivo al ofrecer al mundo sus Catequesis sobre el amor humano, que se denominan en su conjunto como “teología del cuerpo”[60].
Precisamente, una de las dificultades mayores para tratar los afectos es haberlos reducido a realidades simplemente sensitivas, no espirituales, por verlas ligadas al cuerpo. Comprender el valor espiritual del cuerpo, pide, al mismo tiempo, un reconocimiento del sentido estrictamente personal que tienen algunos afectos, sobre todo, en cuanto generan los vínculos entre las personas[61]. De aquí una superación de una concepción espiritualista de la conciencia, sin contacto con la corporeidad. Son los afectos los que conforman inicialmente la conciencia que surge marcada por una experiencia de amor, y es la base de la emergencia del sujeto[62]. De aquí un análisis delicado y profundo de la “redención del corazón”, a la vez espiritual y corporal, y de la virtud de la castidad como su lugar propio[63].
Son bases que nos sirven para la superación del emotivismo, que es, sin duda, la cuestión pastoral de más importancia en un futuro mediato, porque no es de solución pronta. Su atención pide una profundización de importantes aspectos humanos, en especial el de la virtud en su relación con los afectos, una tarea todavía por hacer[64]. Son temas que ya hallan su espacio en la encíclica Veritatis splendor, cuando destaca la subjetividad del cuerpo, al decir: “La persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador”[65].
De modo particular, se ha de vencer el narcisismo con el que tantos viven sus emociones[66]. Se trata de una deformación de la dinámica del deseo[67], que se hace centrípeta y, en el fondo, avocada a la constante insatisfacción. Pensar la realidad desde la manera de sentirnos con nosotros mismos plantea directamente una dificultad grande en las relaciones con los demás, en especial la de entender los lazos sociales en su contenido[68]. Es una tergiversación grave de la propia intimidad, lo más contrario al don de sí que tanto ha propugnado Juan Pablo II como auténtica luz de la vida. Sin duda, nos hallamos ante uno de los motivos del impacto de la globalización cultural en las personas.
Uno de los puntos principales de una novedad respecto al tiempo de Pontificado de San Juan Pablo II es la aparición de la globalización tras la caída del muro de Berlín y el desarrollo de la informática que también fue un factor importante para el cambio político. Es un fenómeno muy diverso de la unificación del mundo por las comunicaciones y la conciencia de unas relaciones internacionales más intensas, que fue la idea base de Pablo VI en su encíclica Populorumprogressio[69]. Ahora se trata de una unificación radical de dos condiciones sociales tan relevantes que hacen cambiar todas las demás. Se trata de la existencia de un mercado económico único, con las mismas reglas para todos, y un mismo Internet en todo el mundo. El panorama es a la vez universal y reducido: las mismas reglas para todos con una inmediatez en las comunicaciones. Este es el ideal de la globalización, que se impone como hecho incontrovertible, al que todos se han de adaptar, pues condiciona todo lo demás. Quien se quede fuera, deja de tener presencia social ni futuro alguno.
Se vive la paradoja de que estamos más comunicados, pero no más unidos. Existe una distancia grande entre lo que aparentemente se nos ofrece y lo que realmente es: “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos”[70]. Las posibilidades a las que nos abre la técnica no tocan lo profundo del corazón del hombre y pueden dejarlo vacío, sin horizonte.
De nuevo nos sorprende que este fenómeno, que nace como hecho, y debería ser una aportación para la humanidad, ha hecho surgir reacciones contrarias o, al menos, fuertes reticencias respecto a las consecuencias negativas que genera. Lo postmoderno devora a sus propios hijos en la fascinación del instante y los critica con severidad. La “aldea global”[71] significa que las claves sociales tienden a igualarse e incluso reducirse, pero aglutinando a todos. Se habla de globalidad y no de universalidad, porque se trata de una realidad de hecho y no de derecho. El mercado y la informática son instrumentos en manos de todos; pero no exigen a priori una universalidad. La aportación principal de esa globalidad es la impresión de la inmediatez, ya sea en el tiempo, como en el hecho de la conexión. Nos aparece aquí la razón profunda de su debilidad: el olvido de las mediaciones y la necesidad de estas para la existencia de un sentido.
La Iglesia es experta en las mediaciones, porque son parte de la lógica de la donación divina. De aquí que haya desarrollado Juan Pablo II una idea fuerte de cultura, ligada al crecimiento de la persona[72] y dentro de un plano comunicativo, que aporta dos luces esenciales para iluminar la globalización.
1º El rechazo de un igualitarismo desmoralizante, que, al pretender que todas las culturas son iguales, no sabe medir que la cultura en sí misma es una realidad esencialmente moral, con sus avances y retrocesos, nunca en una posición equivalente. De aquí que el cristianismo deba imbuir las culturas, con el doble efecto de: purificarla de falsas adherencias y plenificarla en sus bondades. Esto hace del diálogo cultural el lugar para poder construir una verdadera “familia humana”. En cambio, la globalización, ya sea económica, como mediática, se basa en medios que piensan solo en el individuo, porque censuran lo que es específico de la persona.
2º Lo global, por carecer de su propio significado y quedarse en la facilidad del medio, tiende a justificar lo diverso, sin dar base a los vínculos y a la unión entre las personas. Es principio, por tanto, de fragmentación en la vida de las personas si no se apoya en otras instancias. Es una realidad que tener en cuenta por sus efectos perniciosos: “El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares”[73]. La fascinación del fenómeno de pertenecer a un mundo global, tantas veces se vuelca en la sobrevaloración de lo ajeno y el desprecio de lo propio, a causa de una pérdida de las propias raíces culturales que se ignoran. Tiende, por ello, a diluir la identidad personal a base de fomentar constantemente cambios interiores y censurar cualquier certeza como una indebida “zona de seguridad”. En este sentido, ya nos advierte el Papa Francisco: “Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas”[74].
La globalización, así entendida, se convierte en un instrumento que toma el emotivismo para su propia difusión. Importa más el medio que el contenido, porque se impone desde la apariencia de su inmediatez y la enormidad de presentarnos posibilidades sin fin. Es sencillo darnos cuenta de las consecuencias afectivas debidas a una globalización solo mediática. Las personas piensan que tienen miles de amigos, simplemente porque personas que no tienen otra cosa que hacer se incorporan a su cuenta en Facebook, Twitter, Instagram... Se favorecen este tipo de relaciones virtuales, tan fáciles por ser superficiales, en donde los contenidos afectivos son muy débiles y centrados en el propio yo. Olvida la verdad de la dinámica afectiva, para la que las mediaciones y los vínculos son parte esencial, que deben ser cuidados y fomentados por todas las instancias posibles[75].
El cuidado de la cultura es, en primer lugar, un cuidado del lenguaje: de la comunicación con los demás que nos permita crecer en la unión profunda con ellos, que es la auténtica comunión de personas[76].
Karl Marx definía la ideología como el modo de transmitir lo inconfesable. Lo aplicaba al capitalismo en la forma que causaba, de forma aparentemente inocente, la alienación de la clase proletaria[77]. Por eso, tenía claro que es un obstáculo grande para el diálogo social. La conclusión se impone, aunque nosotros la tomemos desde una perspectiva personalista: no se puede dialogar con las ideologías, sino con las personas. En la actualidad es muy grande un peso ideológico de pequeños grupos de presión que dominan en gran medida las relaciones sociales. Hemos de considerarlo, de hecho, una grave dificultad para un diálogo social constructivo. Esto ocurre de modo particular con la ideología de género, de la que siempre hemos de destacar su condición ideológica que pretende esconder bajo una apariencia cientificista[78]. De nuevo, hemos de decir que muy pocas personas han tenido una sensibilidad mayor que la de Juan Pablo II sobre las ideologías. Se puede afirmar que comprendió muy bien que se trata de estrategias despersonalizantes con una finalidad manipuladora. Él las sufrió de forma devastadora con el nazismo y el comunismo; Pero también percibió con claridad que, detrás de nuestra sociedad occidental, obraban fuertes corrientes ideológicas con un deseo similar de “ingeniería social” demoledora. Así, tras la caída del muro, ya avisó muy pronto con una frase que causó polémica: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”[79].
Era consciente de la necesidad de un fármaco potente para una epidemia tan fuerte, cuyos efectos devastadores habían sembrado de víctimas el siglo XX. La forma como él asumió el personalismo actuaba como un principio anti ideológico[80]. Tener en cuenta como centro la persona, hace que las ideas no se absoluticen, sino que sirvan de cauce para una mejor “defensa de las personas” que debe ser un aliento social[81]. Para el personalismo francés el liberalismo individualista, funciona para estos efectos como una ideología perniciosa. Sin duda, la centralidad que el Papa polaco dio a la familia es por ver en ella una fuerza anti ideológica muy grande[82]. La familia es donde se transmite el lenguaje y, con él, los significados fundamentales que dan consistencia a los demás[83]. Es la base que liga la naturaleza y la cultura en una síntesis de gran valor, que pide ser reconocida.
La cuestión que hace emerger el problema comunicativo debido a la ideología es la necesidad de presupuestos éticos para el diálogo; porque no siempre se dan las condiciones para el mismo. Ya Jurgen Jabermas reflexionó sobre ello, para mostrar las dificultades reales que nuestra sociedad levanta respecto al diálogo[84]. Se habla mucho de él precisamente, porque tantas veces es verdaderamente difícil llevarlo a cabo y nunca se puede presuponer sin más.
En nuestro Santo, la exigencia del diálogo no es estratégica, sino que está anclada en una compresión antropológica en la que el diálogo configura la persona. Ya Karol Wojtyła asumió una auténtica filosofía dialógica, cuya fuente primera parece ser Franz Rosenzweig[85], que fue dado a conocer por Emmanuel Lévinas[86]. El pensamiento real del hombre nace del diálogo entre personas y, por eso mismo, está siempre abierto a nuevas riquezas y el misterio personal es parte de él. Es un camino que supera, tanto el racionalismo que busca solo un modo de conocer dominador, cuanto el emotivismo que no consigue que las personas se abran al enriquecimiento que procede del otro y que se produce, sobre todo, en una comunicación de amor.
En cambio, Karol Wojtyła tuvo siempre muy presente los “círculos de diálogo” que expuso Pablo VI y que tanto influyeron en el desarrollo del Concilio[87]. Su interpretación está relacionada con el imperativo de conversión que el Papa Montini aclaró en Evangelii nuntiandi para mostrar mejor el contexto real del diálogo cristiano[88]. Nace del deseo del corazón de Cristo que tiene en sí una luz de salvación. Su fundamento es hermoso, la verdad de la correlación entre palabra y amor como explica Ferdinand Ebner: “No habría conocimiento de la vida del espíritu, si ésta consistiera solamente en el amor y no también en la palabra. La palabra es el fundamento de todo conocimiento en general. Pero si el hombre hiciera consistir su vida sólo en la palabra y no también en el amor, se quedaría sin garantía e interna certeza de su realidad”[89].
Los círculos a los que se refiere son: todo lo humano, el diálogo interreligioso y el ecuménico, para acabar con el diálogo interno de la Iglesia[90]. Los tres primeros ámbitos son dimensiones que siempre tuvo presentes en su vida y a las que dedicó grandes esfuerzos. En todas ellas mostró el deseo de abrir caminos nuevos, con el interés de que se pudieran encontrar luces que ayudaran a profundizar en un diálogo que busca la unión de los corazones. Nunca pretendió resultados inmediatos, porque no se trata de una negociación. Por eso, aquí no nos interesa mostrar una lista de éxitos del Papa, sino más bien su búsqueda en seguir un camino largo en el que el cristiano no puede dejar de estar presente. Así podemos comprender su deseo de una Iglesia dialogante, pero desde la propia identidad que le ha dado Dios para que el diálogo sea auténtico y dirigido a la conversión del corazón.
En el diálogo ecuménico sus esfuerzos han sido reconocidos, ya sea con su especial sensibilidad eslava respecto de la ortodoxia[91], como, sobre todo, por la declaración conjunta católico-luterana sobre la justificación de 1999[92], que ha sido el último hito en la línea de acuerdos doctrinales. Más compleja ha sido la cuestión del diálogo interreligioso, por la cuestión de un aparente indiferentismo, siempre en relación con el encuentro de Asís (27-X-1986) que ha sido un referente mundial permanente[93]. Se ve que quiso abrir un camino en un diálogo todavía muy amplio que encauzar el valor de signo que, para él, servía para llamar la atención de que el diálogo entre los hombres se basa en un diálogo con Dios, más profundo en la oración, que no se puede olvidar.
Lo que me parece más relevante, por la novedad eclesial que encierra, es la clave de la familia como el principal en el diálogo social[94]. Se ha hecho evidente la extensión de las dificultades de comprensión sobre el tema en el mundo entero y que en tiempos de San Juan Pablo II centró la atención en torno a las Conferencias Internacionales del Cairo (1994) y Pekín (1995)[95], donde el papel de la Santa Sede fue especialmente relevante. Por encima de estos debates, sí podemos aprender la intención real que correspondía a nuestro Papa: él sabía muy bien el papel real de la familia en las relaciones humanas, por encima de las ideologías[96]. Se trata de entender que la valoración real de la familia es muy grande en la sociedad; mientras que, por una corrección política de fuerte carga ideológica, culturalmente está penalizado hablar de familia. Desde esta perspectiva, la familia no es un problema del que es mejor no hablar, sino un verdadero recurso por el que la Iglesia se hace presente en el mundo[97]. Son las familias cristianas las que dialogan con otras familias sobre las grandes cuestiones de la vida, en un acompañamiento verdadero que es tan consolador. Por medio de la familia, se experimenta la misericordia de Dios con los más débiles, porque no estamos solos[98]. Dios nos ha confiado a cada uno al cuidado de una familia, que recibe la misión de cultivar al hombre. La realidad de la comunión vivida de la familia fue para Karol Wojtyla el lugar de aprendizaje del cuidado de lo humanum.
El valor concreto de la familia en este campo es en el Papa polaco una advertencia frente a los sistemas formales que hacen del diálogo un procedimiento para acuerdos; sin una reflexión más profunda de cómo eso configura el sujeto humano, y más en especial el cristiano, siempre necesitado de una comunión de referencia. En particular, quisiera referirme a una de estas propuestas que está impregnando cada vez más el entramado social: me refiero a John Rawls con su Teoría de la justicia99[99]. Era la respuesta procedimental que el autor podía proponer en los años 70 para afrontar la nueva cuestión de la marginación social que emergía de nuevo tras la caída del sistema de economía keynesiano. A partir de la aprobación que despertaba la superación social de las diversas marginaciones: sexo, raza, cultura, y la coincidencia en la bondad de una sociedad capaz de hacer crecer una igualdad entre todos, propuso unas reglas y presupuestos para poder llevar a cabo un crecimiento en una justicia real para todos[100]. El procedimiento consiste fundamentalmente en dos puntos: 1º que nadie esté excluido de la toma de decisiones; 2º que se tome en cuenta como punto de partida la posición del más débil. Aunque nunca se ha aplicado en las cuestiones económicas, en cambio, se ha generalizado en nuestra sociedad mediante los principios de inclusión y de debilidad. Son sensibilidades nuevas que hay que tener en cuenta y que se han mitificado en el presente con una cierta “dictadura de las minorías”. Un grupo social reducido, que pueda presentarse como marginado, adquiere una relevancia social enorme, desproporcionada a su realidad. Juan Pablo II, por tomar en serio el diálogo, era muy sensible a todo aquello que se pusiese entre paréntesis en la comunicación entre los hombres. Lo consideraba un modo silencioso de reducir la experiencia fundamental que da contenido y riqueza al diálogo y vacíar así el corazón humano. En el caso de Rawls, esta reducción se produce en la experiencia del “bien”, que, para que no sea un obstáculo en el procedimiento debe ser “fina”[101], con un contenido débil de conveniencia social. De aquí que, en el fondo, produzca acuerdos aparentes, pero que no hacen crecer en el bien ni superar las propias debilidades[102]. Hemos de ser bien conscientes de este vaciamiento en la experiencia moral que está produciendo en nuestra sociedad la asunción acrítica de esos principios y la ambigüedad que se extiende detrás de algunas afirmaciones sobre la integración y la consideración de la debilidad de las personas, que nunca miran a ayudar a la persona a tener una vida plena.
La voz de nuestro Papa apuntaba a un diálogo diferente, capaz de acompañar a cada uno en el camino de bien que es el que promete un futuro al hombre. Su proclamación fue clara desde el inicio y el desarrollo de la historia no hizo sino confirmarlo: “¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!”[103]. Esta institución es el principio del diálogo y el crecimiento; quien la ignore estará empobreciendo la sociedad. Hemos de añadir que el punto primero donde esto se produce es la trasmisión de la fe. Donde existe una familia cristiana la fe se trasmite[104]. La Iglesia tiene que aprender de la familia para poder realizar una evangelización incisiva.
En San Juan Pablo II percibimos un enorme empeño pastoral, sin el cual son incomprensibles sus acciones, sus gestos y el camino que emprendió. Tantas de sus iniciativas han sido directamente pastorales con un grado grande de renovación eclesial. Su actividad pastoral de sacerdote, obispo, cardenal y Papa ha tenido una gran continuidad con una enorme originalidad en la forma de plantearse cómo realizar su propia misión como pastor[105]. Porque esta es la que centró siempre su vida, de aquí la posición de privilegio que tuvo para él desde sus inicios la pastoral familiar. Así lo refleja en uno de sus primeros discursos ya en el año 1979: “Haced todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar. Atended a campo tan prioritario con la certeza de que la evangelización en el futuro depende en gran parte de la «Iglesia doméstica». Es la escuela del amor, del conocimiento de Dios, del respeto a la vida, a la dignidad del hombre. Es esta pastoral tanto más importante cuanto la familia es objeto de tantas amenazas. Pensad en las campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto, que destruyen la sociedad”[106].
Una característica de su forma de ser pastor era su capacidad de reflexión. Ha sido un sacerdote y obispo lleno de iniciativas novedosas, porque no se ceñía a probar actividades, sino porque pensaba. Era una consecuencia de su participación en el Concilio, cuya convocatoria respondía a un interés predominantemente pastoral y cuya profundización teológica admiró a todos los que intervinieron en él. Así lo vivió con especial intensidad en la redacción de la constitución pastoral Gaudium et spes, que pedía una antropología teológica de base, con fuertes fundamentos[107]. Como es lógico, antes de actuar es necesario pensar, esto es muy luminoso si se trata de una lógica dirigida a la acción, no a la sola formulación de principios. Por eso, todos aquellos que nos hemos acercado a la impronta pastoral de San Juan Pablo II hemos comprendido que su herencia pasaba en primer lugar por una auténtica “conversión intelectual”, tendente a comprender el corazón del hombre y la vocación que recibe. Este presupuesto puede configurar lo que se ha de denominar una “pastoral adecuada”[108].
La posibilidad de unir su pensamiento con la pastoral se basaba en su epistemología de la experiencia que nos habla siempre del corazón del hombre[109]. No parte de lo abstracto, nunca pierde el contacto con lo concreto, de aquí que mueva desde dentro la intimidad humana. Es al corazón como habla Dios y donde el hombre le responde. Para tener corazón de pastor, hay que saber lo que mueve al hombre y le hace vivir. La cuestión fundamental pasa a ser la “vida abundante” (cfr. Jn 10, 10), no un programa de acciones exteriores. De forma natural, el pensamiento así concebido ilumina las acciones humanas en su sentido profundo. Se separa tanto de cualquier visión simplemente aplicativa de los principios, cuanto de una falsa “praxis creativa” que diera lugar a una verdad que el hombre creara de la nada, en el sentido que le dio Marx y que ha entrado en algunas concepciones pastorales[110].
En particular, aquí se evidencia la relevancia que tiene para nuestro autor “la verdad del amor”[111], con sus implicaciones eclesiológicas que le condujeron a proponer una “eclesiología de comunion”[112], que incide precisamente en la correlación entre la Iglesia y la familia en el sentido sapiencial que nos dejó dicho: “Entre los numerosos caminos [para la Iglesia], la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano”[113].
La vocación al amor pasa a ser la luz primera de cualquier pastoral en la Iglesia: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”[114]. Desde luego que, con ello, no estaba expresando un principio teórico, sino la síntesis verdadera de su experiencia pastoral dirigida de modo directo a “enseñar a amar”: “Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Éste es uno de los temas fundamentales sobre el que centré mi sacerdocio, mi ministerio desde el púlpito, en el confesionario, y también a través de la palabra escrita. Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso»”[115].
Se ofrece así una idea novedosa de pastoral que tiene con el corazón del pastor: “es un deber de amor apacentar la grey del Señor”[116]. De aquí que ha de iluminar el corazón de las personas en la llamada al amor, porque es allí donde Dios habla a las personas y les abre el camino de salvación. No se trata de solucionar problemas, que es casi siempre una perspectiva miope que no mira el futuro, es cuestión más bien de guiar a las personas en el camino que Dios les abre. Que puedan reconocer ellas mismas el plan de Dios en sus vidas.
Como corresponde al buen pastor, se preocupa de que la grey se alimente de los buenos pastos del Evangelio y se aparte de aquellos que evitan la puerta que es Cristo (cfr. Jn 10, 7) Por ello, San Juan Pablo II llamaba la atención contra “las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa”[117]. Sabía bien ya entonces que ese “espacio creativo” supuestamente vacío de doctrina, es lo que algunos atribuían falsamente a la pastoral: como si en lo concreto se pudiera ir en contra de una norma moral enseñada en lo universal de forma prohibitiva. La perspectiva del amor sí que evita cualquier mal, es una luz que abre un camino donde las promesas de Dios son las que nos guían hacia un futuro de gloria y que nunca es la sola obra de nuestras manos. La pretensión creativa de la pastoral al modo ortopráxico marxista olvida la caridad como principio que siempre es respuesta a un amor que nos precede[118]. En vez de engendrar vida, pretende una autosalvación prometeica, que no abre a un futuro prometedor. La perspectiva del amor es bien diferente: “todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo”[119].
Pocas personas tenían fija la mirada al futuro más que Juan Pablo II. Precisamente por la fuerte concepción histórica que tenía, creía en la providencia con mucha fuerza, pero no era un visionario. De ningún modo quiso transmitir sueños vagos de lo que podía devenir. Su intención fue más bien disponerse para algo nuevo, que no conocía muy bien; pero que, sin duda, sabía presente entre nosotros. Podría repetir las palabras del profeta Isaías: “Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, ¿no lo reconocéis?” (Is 43, 19).
La auténtica novedad no se vislumbra en una civilización cuyas instituciones y su misma cultura ofrecen signos evidentes de decadencia. Que el cristianismo los asumiera sería una especie de suicidio cultural. En vez de ser un revulsivo para generar vida, la Iglesia sería una especie de canto fúnebre de algo que pasó. Se hace evidente en la marginación cultural absoluta de las confesiones protestantes que no plantean ninguna novedad al mundo; sino que van detrás de él repitiendo sus proclamas. Se convierten así en una voz irrelevante que no aporta nada, solo pone una vana esperanza en cambios exteriores para los de dentro, en una lógica de adaptación que es decididamentre regresiva. El hombre es un ser que tiene una capacidad enorme de adaptación a distintos entornos, pero lo hace siempre creativamente; transformándolo. Combate el frío con un iglú, lo edifica con hielo, porque el agua helada es un aislante térmico muy grande, conserva muy bien el calor. Una pura adaptación exterior, sin nuevas aportaciones, no engendra futuro.
La perspectiva de San Juan Pablo II tiene la fuerza de la novedad que nace de dentro y que es capaz de “inventar” ante las nuevas situaciones. Su experiencia Conciliar había sido decisiva en ese punto y le hacía ver que debía “volver a las fuentes”[120] como principio permanente de renovación. Quedarse en los cambios aparentes es no encontrar la vida que da la verdadera novedad y, tantas veces, perder el horizonte auténtico del camino abierto al futuro.
Su visión no era de solución de problemas, por lo que se alejaba decididamente del moralismo de pedir un mero cambio de actitudes, porque de esa pura reacción voluntarista no se saca nada. Su intención partía de entender que cada época tiene una propia comprensión por la que el hombre aprende a situarse en el mundo, que la sucesión entre las épocas se ha producido en la medida en que se presentaba una novedad con la fuerza suficiente de generar una cultura nueva. De aquí la importancia que tenía para él el ejemplo de Europa que nació del fin de una cultura decadente como fue la romana. Benedicto XVI, con una compresión semejante, lo presentaba mediante la figura de San Benito que, en medio de una sociedad decadente y mortecina, por la búsqueda de Dios fue capaz de generar nuevas claves culturales. Son estas las que extendieron el cristianismo, primero en las amplias capas campesinas romanas y, después, en los pueblos bárbaros de Gran Bretaña que serán, posteriormente, los evangelizadores del resto de Europa[121].
Todo el impulso de la providencia para comenzar el milenio el año 2000 en donde, con una exquisita perspectiva pastoral, organizó una preparación intensa y esperanzada, es el ejemplo más manifiesto de su forma de mirar el futuro como una misión que pide de nosotros lo mejor, también como reflexión. Su intención era abrirnos a un mar sin orillas, lleno de las promesas de Dios: “remad mar adentro” (Lc 5, 4)[122]
No es una tarea por realizar a modo de una empresa humana. Él se movía como un profeta que responde a Dios[123]. En particular, era bien consciente de ser “signo de contradicción” (cfr. Lc 2, 34). Es lo propio de cualquier llamada a la conversión que pide una negación de sí mismo. Es así como los profetas anunciaban la realidad de una acción de Dios capaz de renovar todas las cosas. Es la nueva temporalidad de las promesas divinas que pide “guardar la memoria” en referencia a la Alianza. Nuestro Santo, precisamente por su tensión al futuro, insistió en la “purificación de la memoria”[124] que, dentro de la fidelidad a una tradición, pide la fuerza de la misericordia y el perdón para poder renovar las personas. El objeto de la misericordia no son las ideas o los programas, sino la persona humana amada por Dios. Es posible un futuro cuando se crea un “corazón nuevo” un sujeto cristiano renovado y convertido. Es un cristiano que mira el futuro con esperanza, consciente de la continuidad con una historia de salvación de la que participa. Comprende la falsedad de la pretensión de ser creadores de esa historia como si pudiéramos empezar de cero.
En nuestro tiempo han resurgido muchos temores que paralizan. El principal es el temor ante un cambio de un mundo que no sabe a dónde va. Un cierto sentido apocalíptico que se apodera de las personas, con el débil apoyo de confiar en que el futuro será irremediablemente mejor. La crisis del coronavirus ha hecho tambalear de nuevo esa pretendida imagen de fortaleza y nos ha puesto ante los ojos la posibilidad de un retroceso grave que afecte a todos. El futuro mismo parece puesto en cuestión y vacilante.
El Papa Juan Pablo II, con su llamada, daba una seguridad esperanzada. Él la ponía en un camino de santidad que es el testimonio creíble de la presencia transformadora del Evangelio en el mundo: “Ese temor de Dios es la fuerza del Evangelio. Es temor creador, nunca destructivo. Genera hombres que se dejan guiar por la responsabilidad, por el amor responsable. Genera hombres santos, es decir, a quienes pertenece en definitiva el futuro del mundo. Ciertamente André Malraux tenía razón cuando decía que el siglo XXI será el siglo de la religión o no será en absoluto”[125].
Juan José Pérez-Soba
Fuente: personayfamilia.es.
[1] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 215. Hace una reflexión sobre la expresión en: ibidem, 28-30; 213-222. Es decir, al inicio y al fin del libro.
[2] FRANCISCO, Homilía en la canonización de los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, (27-IV-2014). Cfr. L.MELINA –C.A.ANDERSON (a cura di), San Giovanni Paolo II: il Papa della famiglia, Cantagalli, Siena 2014.
[3] Así lo anticipa tras consultar los archivos secretos comunistas: G. WEIGEL, Juan Pablo II: el final y el principio. La biografía más esperada del Papa que cambió el curso de la historia, Planeta, Barcelona 2014.
[4] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 1: “El Redentor del hombre Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia”.
[5] Cfr. G. WEIGEL, Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1999, 349.
[6] Es la enseñanza central de los dos textos principales en los que Juan Pablo II explica la parábola del hijo pródigo: cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Dives in misericordia, nn. 5-6; e ID., Ex.Ap. Reconciliatio et paenitentia, nn. 5-6.
[7] Cfr. J.L’HOUR, La morale de l’Alliance, Cerf, Paris 1985.
[8] JUAN PABLO II, Homilía en el comienzo del Pontificado, (22-X-1978).
[9] E. MOUNIER, Manifeste au service du personnalisme, en Œuvres, I, Éditions du Seuil, Paris 1961, 531: “Contre le monde sans profondeur des rationalismes, la Personne est la protestation du mystère”.
[10] JUAN PABLO II, C. Enc. Fides et ratio, n. 102.
[11] BENEDICTO XVI, “Se me ha hecho cada vez más claro que Juan Pablo II era un santo”, en W. REDZIOCH (ed.), Junto a Juan Pablo II Sus amigos y colaboradores nos hablan de él, BAC, Madrid 2014, 14. El Papa Raztinger lo expresa precisamente a partir de su intención de que (ib., 15): “no debía intentar imitarle, pero he tratado de seguir llevando adelante su herencia”.
[12] BENEDICTO XVI, “Se me ha hecho cada vez más claro que Juan Pablo II era un santo”, cit., 8.
[13] Cfr. R. GUARDINI, El ocaso de la Edad Moderna, Guadarrama, Madrid 1958, primera edición alemana en 1950.
[14] J.-F. LYOTARD, La condition postmoderne: rapport sur le savoir, Éditions le Minuit, Paris 1979.
[15] Como lo dice explícitamente: G.VATTIMO –P.A.ROVATTI, El pensamiento débil, Cátedra, Madrid 1988.
[16] Como lo explica: A.MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry: Encyclopaedia, Genealogy and Tradition, Duckworth, London 1990.
[17] Cfr. JUAN PABLO II, C. Enc. Fides et ratio, n. 83: “Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental”. Contra la desconfianza en la razón: ibid., 55 y 61.
[18] Cfr. Z. BAUMAN, Liquid Love: On the Frailty of Human Bonds, Cambridge, Polity Press 2003.
[19] Cfr. A.LÓPEZ QUINTÁS, Vértigo y éxtasis, Rialp, Madrid 2006.
[20] Cfr. CH.TAYLOR, La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994, 46.
[21] Cfr. J. GRANADOS, “«Trajo toda la novedad, al traerse a sí mismo»: apuntes para una teología de lo nuevo”, en J.J.PÉREZ-SOBA –E.STEFANYAN (a cura di), L’azione, fonte di novità. Teoria dell’azione e compimento della persona: ermeneutiche a confronto, Cantagalli, Siena 2010, 285-303.
[22] Ya la tiene en cuenta al distinguir como modelos éticos contrapuestos, el pagano, el cristiano y el secular: G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1996, 217-236.
[23] Cfr. I. DE LA POTTERIE, La vérité dans saint Jean, Biblical Institute Press, Roma 1977.
[24] JUAN PABLO II, C. Enc. Fides et ratio, n. 102.
[25] Cfr. G. BARDY, La conversión au christianisme durant les premiers siècles, Aubier, Paris 1949.
[26] “Post-truth is an adjective defined as ‘relating to or denoting circumstances in which objective facts are less influential in shaping public opinion than appeals to emotion and personal belief’”.
[27] Ya sucede con: D. HUME, A Treatise of Human Nature, Book I, part IV, sec I, Penguin, London 1984, 232: “the all our reasonings concerning causes and effects are deriv’d form nothing but custom; and that belief is more properly an act of the sensitive, than of the cogitative part of our nature”.
[28] Cfr. de nuevo: D. HUME, A Treatise of Human Nature, Book II, Part III, Sec. III, cit., 462: “Reason is, and ought only to be the slave of the passions, and can never pretend to any other office than to serve and obey them”.
[29] Cfr. P.RICOEUR, Hermenéutica y psicoanálisis, Ediciones la Aurora, Buenos Aires 21984, 60.
[30] Cfr. P. DOMÍNGUEZ PRIETO, La analogía teológica: su posibilidad metalógica y sus consecuencias físicas, metafísicas y antropológicas, Publicaciones “San Dámaso”, Madrid 2009.
[31] Cfr. GUILLERMO DE OCKHAM, Quaestiones in librum secundum sententiarum, q. 4 e 5, H.
[32] Cfr. L. VEREECKE, Da Guglielmo d’Ockham a sant’Alfonso de Liguori. Saggi di storia della teologia morale moderna 1300-1787, Ed. Paoline, Milano 1990, 56.
[33] Cfr. G. LAGARDE, Naissance de l’ésprit laïque au déclin du Moyen Âge, 6 vol., Éd. Béatrice, Wien 1934-1946.
[34] Cfr. BENEDICTO XVI, Ex.Ap. Verbum Domini, n. 53: “en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cfr. Heb 4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar”.
[35] Cfr. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, Biblia y moral, n. 5: “En el corazón de la Primera Alianza el «camino» designa contemporáneamente un recorrido de éxodo (el acontecimiento liberador primordial) y un contenido didáctico, la Torah”.
[36] JUAN PABLO II, C. Enc. Redemptor hominis, n. 12. Cfr. ID., C. Enc. Veritatis splendor, n. 34.
[37] L. CARROLL, Alicia en el país de las maravillas, c. VI, Millenium, Madrid 1999, 62.
[38] “Sapientis est ordinare”, con esa frase comienza el libro de: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, l. 1, c. 1 (n. 2); es una cita de: ARISTÓTELES, Metafísica, l. 1, c. 2 (982a18).
[39] Cfr. L.MELINA, “¿Moralizar o des-moralizar la experiencia cristiana?”, en L.MELINA – J.NORIEGA – J.J.PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Palabra, Madrid 2006, 49-67.
[40] Cfr. C. GRANADOS GARCÍA, El camino de la ley del Antiguo al Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2011.
[41] P. EVDOKIMOV, Sacramento dell’amore, Edizioni C.E.N.S., Sotto il Monte, Bergamo 31987, 121.
[42] BENEDICTO XVI, Discurso a los profesores universitarios jóvenes, El Escorial (España) (19-VIII-2011).
[43] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2. Citada en: JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 42. La encíclica se refiere al Salmo 4 desde esta visión en: prol. y n. 2.
[44] JUAN PABLO II, C. Enc. Veritatis splendor, n. 42.
[45] Cfr. I.DE LA POTTERIE, “Je suis la Voie, la Verité et la Vie (Jn 14,6)”, en Nouvelle Revue Théologique 88 (1966) 916-930.
[46] Cfr. P.DOMÍNGUEZ PRIETO, “La verdad que nos libera”, en J.J.PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL –A.GARCÍA DE LA CUERDA –A.CASTAÑO FÉLIX (eds.), En la escuela del Logos. A Pablo Domínguez in memoriam, I: P.DOMÍNGUEZ, La sabiduría de una enseñanza (textos filosóficos), Publicaciones “San Dámaso”, Madrid 2010, 75-95.
[47] JUAN PABLO II, C. Enc. Veritatis splendor, n. 2. Es el mismo argumento que siguen: BENEDICTO XVI, Discurso al Consejo Pontificio “Cor Unum” (23-I-2006): “se muestra, por una parte, la continuidad entre la fe cristiana en Dios y la búsqueda realizada por la razón y por el mundo de las religiones; pero, al mismo tiempo, destaca también la novedad que supera toda búsqueda humana, la novedad que sólo Dios mismo podía revelarnos; la novedad de un amor que ha impulsado a Dios a asumir un rostro humano, más aún a asumir carne y sangre, el ser humano entero” y FRANCISCO, C.Enc. Lumen fidei, n. 29: “El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido”.
[48] Cfr. J.J.PÉREZ-SOBA, “L’epopea moderna dell’amore romantico”, en AA.VV., Maschio e femmina li creò, Glossa, Milano 2008, 233-261.
[49] Como hace: D.GOLEMAN, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 1996.
[50] Cfr. M.C. NUSSBAUM, Love’s Knowledge. Essays on Philosophy and Literature, Oxford University Press, New York, Oxford 1990, 335-364.
[51] Cfr. J. H. NEWMAN, An Essay in Aid of A Grammar of Assent, University of Notre Dame Press, Notre Dame –London ³1986, original de 1870.
[52] Como lo quiso mostrar: A. VON HARNACK, Das Wesen des Christentums, Christian Keiser Verlag, Gütersloh 1999, original de 1900.
[53] Cfr. F.D.E. SCHLEIERMACHER, Sulla religione. Discorsi alle persone colte che la disprezzano, en ID., Scritti Filosofici, Unione Tipografico-Editrice Torinese, Torino 1998, 111: “In questo modo, per acquistare il possesso della sua proprietà, la religione rinuncia a tutti i diritti su qualunche cosa appartenga alla morale e alla metafisica, e restituisce tutto ciò che le è stato imposto. (...) La sua essenza non è né pensiero né agire, ma intuizione e sentimento”.
[54] Condenado por la encíclica Pascendi (8-IX-1907) de San Pío X.
[55] Cfr. J.H.NEWMAN, Consulta a los fieles en materia doctrinal, Cátedra Newman - Centro de estudios Orientales y Ecuménicos “Juan XXIII”, Salamanca 2001, original de 1859.
[56] Lo destaca: P. SEQUERI, Sensibili allo Spirito. Umanesimo religioso e ordine degli affetti, Glossa, Milano 2001. Desde el punto de vista del amor y la revelación: G.LORIZIO, Le frontiere dell’amore. Saggi di teologia fondamentale, Lateran University Press, Roma 2009.
[57] Cfr. J. MOUROUX, Je crois en toi. Structure personnelle de la foi, Du Cerf, Paris 21961.
[58] En K.WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 91-124.
[59] Cfr. V.SOLOVIEV, La justification du bien. Essai de Philosophie Morale, Aubier, Paris 1939.
[60] Cfr. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000; C.A.ANDERSON –J.GRANADOS, Called to Love: Approaching John Paul II’s Theology of the Body, Doubleday, New York 2009.
[61] Cfr. F.BOTTURI –C.VIGNA (eds.), Affetti e legami, Vita e Pensiero, Milano 2004.
[62] Cfr. P. GOMARASCA, La ragione negli affetti. Radice comune di logos e pathos, Vita e Pensiero, Milano 2007, 121-138.
[63] Cfr. F.J.CORTES BLASCO, El esplendor del amor esponsal y la communio personarum. La doctrina de la castidad en las Catequesis de San Juan Pablo II sobre El amor humano en el Plan Divino, Cantagalli, Siena 2018.
[64] Cfr. D.GRANADA CAÑADA, El alma de toda virtud. “Virtus dependet aliqualiter ab amore”: una relectura de la relación amor y virtud en Santo Tomás, Cantagalli, Siena 2016.
[65] JUAN PABLO II, C. Enc. Veritatis splendor, n. 48. Cfr. L.MELINA –J.J.PÉREZ-SOBA (a cura di), La soggettività morale del corpo (VS 48), Cantagalli, Siena 2012.
[66] Que ya destacó en 1914 Sigmund Freud con su libro Introducción al narcisismo.
[67] Cfr. F. CIARAMELLI, La distruzione del desiderio. Il narcisismo nell’epoca del consumo di massa, Dedalo, Bari 2000.
[68] Cfr. C. LASCH, La cultura del narcisismo. L’individuo in fuga dal sociale in un’età di disillusioni collettive, Bompiani, Milano ³1988.
[69] Cfr. PABLO VI, C.Enc. Populoru progrssio, n. 17. Se refiere de forma directa a la descolonización: ibid., nn. 7-8.
[70] BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 19.
[71] Que ya explicaron: M. MCLUHAN –B.R.POWERS, La aldea global. Transformaciones en la vida y los medios de comunicación mundiales en el siglo XXI, Gedisa, Barcelona ³1995.
[72] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la UNESCO, (2-VI-1980): “Cultura es aquello por lo que el hombre llega a ser más hombre, «es» más, accede más al ser”. Lo estudia: L.NEGRI, L’uomo e la cultura nel magistero di Giovanni Paolo II, Jaca Book, Milano 1988.
[73] FRANCISCO, Ex.Ap. Evangelii gaudium, n. 67.
[74] FRANCISCO, Ex.Ap. Evangelii gaudium, n. 62. Cfr. FRANCISCO, C. Enc. Laudato si’, n. 144: “La visión consumista del ser humano, alentada por los engranajes de la actual economía globalizada, tiende a homogeneizar las culturas y a debilitar la inmensa variedad cultural, que es un tesoro de la humanidad”.
[75] Cfr. F. BOTTURI, “Etica degli affetti?”, en F.BOTTURI –C.VIGNA (eds.), Affetti e legami, Vita e Pensiero, Milano 2004, 37-64.
[76] Cfr. S.GRYGIEL, Extra comunionem personarum nulla Philosophia, Lateran University Press, Roma 2002.
[77] Cfr. L.PÉREZ ADÁN, “Apunte sobre el concepto de alienación”, en Pensamiento 49 (1993) 309-319.
[78] FRANCISCO, Discurso en el encuentro con las familias, Manila (16-I-2015): “Estemos atentos a las nuevas colonizaciones ideológicas. Existen colonizaciones ideológicas que buscan destruir la familia. No nacen del sueño, de la oración, del encuentro con Dios, de la misión que Dios nos da. Vienen de afuera, por eso digo que son colonizaciones. No perdamos la libertad de la misión que Dios nos da, la misión de la familia”.
[79] JUAN PABLO II, C.Enc. Centesimus annus, n. 46.
[80] Cfr. J. LACROIX, Le personnalisme comme anti-idéologie, Presses Universitaires de France, Paris 1972.
[81] Cfr. E. MOUNIER, Qu’est-ce que le personnalisme?, Editions du Seuil, Paris 1946, 87: “Ainsi, l’attitude personnaliste se réduit parfois à une sorte d’éloquence sacrée. «Défendre la personne»”.
[82] Como lo percibió ya Chesterton cuando escribió: G.K.CHESTERTON, What’s wrong with the World, Feather Trail Press, New York 2009, cuya primera consideración es: “the homelessness of man”: ibidem, 8-27.
[83] Cfr. L.MELINA (a cura di), Il criterio della natura e il futuro della famiglia, Cantagalli, Siena 2011.
[84] Cfr. J. HABERMAS, Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid 2000.
[85] En: F.ROSENZWEIG, La estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997.
[86] Cfr. S. HABIB, Lévinas et Rosenzweig. Philosophies de la Révélation, PUF, Paris 2005.
[87] Cfr. PABLO VI, C. Enc. Ecclesiam suam, n. 35: “creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado”.
[88] Cfr. PABLO VI, Ex.Ap. Evangelii nuntiandi, n. 10: “un total cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metánoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón”.
[89] Cfr. F. EBNER, La Palabra y las Realidades Espirituales. Fragmentos pneumatológicos, Caparrós, Esprit, Madrid 1995, 61.
[90] Cfr. PABLO VI, C.Enc. Ecclesiam suam, nn. 36-41.
[91] Sobre todo, en su encíclica Salvorum apostoli de 1985 sobre los santos Cirilo y Metodio.
[92] Cfr. P.BLANCO SARTO, “La Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación veinte años después”, en Teología y vida 60/2 (2019) 243-264.
[93] Cfr. G. WEIGEL, Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza, cit., 647-688.
[94] J.J.PÉREZ-SOBA (a cura di), La famiglia: chiave del dialogo Chiesa-mondo nel 50º della Gaudium et spes, Cantagalli, Siena 2016.
[95] Cfr. G. WEIGEL, Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza, cit., 950-955 y 1017-1024.
[96] Cfr. S. GRYGIEL –P. KWIATKOWSKI, L’amore e la sua regola. Karol Wojtyła e l’esperienza dell’«Ambiente» di Cracovia, Siena, Cantagalli 2009.
[97] Cfr. G.ROSSI, “Famiglia e trasmissione della fede”, en J.J.PÉREZ-SOBA (a cura di), La famiglia, luce di Dio in una società senza Dio. Nuova evangelizzazione e famiglia, Cantagalli, Siena 2014, 35-83.
[98] Cfr. P. BORDEYNE, “Il matrimonio, sacramento della misericordia divina”, en J.J.PÉREZ-SOBA (a cura di), Misericordia, verità pastorale, Cantagalli, Siena 2014, 123-140.
[99] Cfr. J. RAWLS, A Theory of Justice, Oxford University Press, New York, Oxford 1972.
[100] Para su propuesta: cfr. G.ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1966, 104-129.
[101] Cfr. J.RAWLS, Justice as Fairness: a restatement, Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge-London 2001.
[102] Cfr. B. DE FILIPPIS, Il problema della giustizia in Rawls, Edizioni Scientifiche Italiane, Roma 1992.
[103] Cfr. JUAN PABLO II, Ex.Ap. Familiaris consortio, n. 86.
[104] Cfr. M. EBERSTADT, How the West Really Lost God: A New Theory of Secularization, Templeton Press, West Conshohocken 2013.
[105] Cfr. L.MELINA –S.GRYGIEL (eds.), Amar el amor humano. El legado de Juan Pablo II sobre el Matrimonio y la Familia, Edicep, Valencia 2008.
[106] JUAN PABLO II, Discurso en la inauguración de la III Asamblea ordinaria del CELAM, Puebla (28-I-1979), IV, 1, a. Citado en: ID., Ex.Ap. Familiaris consortio, nn. 52 y 65.
[107] Cfr. G. TURBANTI, Un Concilio per il mondo moderno. La redazione della costituzione pastorale “Gaudium et spes” del Vaticano II, Il Mulino, Bologna 2000. Ver también:G.RICHI ALBERTI, Karol Wojtyła: un estilo conciliar. Las intervenciones de K. Wojtyła en el Concilio Vaticano II, Publicaciones San Dámaso, Madrid 2010.
[108] Cfr. L. GRYGIEL, “La pastorale adeguata di Karol Wojtyła, «amico della famiglia»”, en L. MELINA –C.A.ANDERSON (a cura di), San Giovanni Paolo II: il Papa della famiglia, cit., 13-24.
[109] Han reflexionado sobre ello: A.SCOLA, La experiencia humana elemental. La veta profunda del magistero de Juan Pablo II, Encuentro, Madrid 2005; J. M. BURGOS, La experiencia integral. Un método para el personalismo, Palabra, Madrid 2015.
[110] Cfr. el concepto de praxis de: I. ELLACURÍA –J. SOBRINO, Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, II, Trotta, Madrid 1990, 580: “K. Marx y Fr. Engels le dieron el cuño definitivo, de forma que el concepto marxista es el punto de referencia necesario”. Es uno de los sentidos que presenta C. FLORISTÁN, “Acción Pastoral”, en C.FLORISTÁN –J.J.TAMAYO (Coor. y Dir.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, 21-36.
[111] Cfr. L. MELINA, Imparare ad amare. Alla scuola di Giovanni Paolo II e di Benedetto XVI, Cantagalli, Siena Madrid 2009, 41-47.
[112] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, (28-V-1992).
[113] JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 2.
[114] JUAN PABLO II, C.Enc. Redemptor hominis, n. 10. Cfr. M. T.CID VAZQUEZ, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009.
[115] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, cit., 133.
[116] SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5 (CCL36,678): “Sit amoris officium pascere dominicum gregem”; citado en:JUAN PABLO II, Ex.Ap. Pastores dabo vobis, n. 24.
[117] JUAN PABLO II, C. Enc. Veritatis splendor, n. 56.
[118] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Ins. Libertatis nuntius, X, 3: “En esta perspectiva, se substituye la ortodoxia como recta regla de la fe, por la idea de orto praxis como criterio de verdad”.
[119] BENEDICTO XVI, C. Enc. Caritas in veritate, n. 2.
[120] Así en: K.WOJTYŁA, La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1982; ID., Il rinnovamento della Chiesa e del mondo. Riflessioni sul Vaticano II: 1962-1966, G.MARENGO –A.DOBRZYŃSKI (edd.), Lateran University Press, Città del Vaticano 2014.
[121] Cfr. BENEDICTO XVI, Discurso con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardens, (12-IX-2008).
[122] Con esa frase inicia su carta: JUAN PABLO II, C.Ap. Novo millenio ineunte, n. 1.
[123] Cfr. P. BOVATI, «Così parla il Signore». Studi sul profetismo biblico, EDB, Bologna 2008.
[124] Cfr. JUAN PABLO II, C.Ap. Novo millenio ineunte, n. 6.
[125] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 221-222. Por lo que concluye: ibid., 222: “El Papa, que comenzó su pontificado con las palabras «¡No tengáis miedo!», procura ser plenamente fiel a tal exhortación, y está siempre dispuesto a servir al hombre, a las naciones, y a la humanidad entera en el espíritu de esta verdad evangélica”.
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