En los últimos decenios se ha formalizado el tratado sobre el Espíritu Santo. Se ha enriquecido con muchas aportaciones, además de entroncar con inquietudes ecuménicas y un despertar carismático
La teología católica ha dependido mucho del reparto de tratados, ya que un tratado mantiene vivo y orgánico un tema en la enseñanza y en la reflexión común de la Iglesia. En gran parte, la distribución de los actuales tratados teológicos procede del reparto de la Suma Teológica en secciones. Al no existir en la Suma una sección larga y compacta sobre el Espíritu Santo, no se creó ese tratado, lo mismo que no se creó un tratado sobre la Iglesia. Esto ha provocado una cierta deficiencia de pensamiento orgánico sobre el Espíritu Santo.
Muchos temas confluyen en el estudio del Espíritu Santo: su lugar en la Trinidad, su misión en la historia de la salvación (“que habló por los profetas”: la inspiración bíblica), su relación con la misión de Cristo (Encarnación, Bautismo, Resurrección, Reino), y su doble misión santificadora en la Iglesia (Magisterio, Liturgia, carismas) y en cada cristiano (inhabitación, gracia y dones).
A eso hay que añadir la conciencia de que el movimiento ecuménico solo puede progresar guiado por el Espíritu Santo; un ahondamiento de la teología oriental en sus raíces patrísticas; y una floración, primero en el universo protestante y después en el católico, de los movimientos pentecostales y carismáticos. En un contexto donde el cristianismo sociológico de los viejos países cristianos parece agotarse, surgen multitud de pequeños grupos muy vivos animados por carismas cristianos. Hay que prestarles atención.
La teología protestante siempre se ha fijado en el espíritu profético como justificación de su posición histórica. En contraste, la tradición católica ha destacado más el papel del Espíritu Santo en la asistencia al Magisterio.
También hay una devoción católica por el Espíritu Santo que se extiende y suscita una literatura espiritual, con implicaciones teológicas, especialmente sobre la inhabitación del Espíritu Santo en las almas y sobre los dones del Espíritu Santo. Los dos temas son bien tratados en las obras de Scheeben, Los misterios del cristianismo y Naturaleza y gracia ̧ con atención a la patrística.
En esa perspectiva, se sitúa la notable (y breve) encíclica de León XIII Divinum illud munus (1897): “Cuando nos sentimos cerca ya del fin de nuestra mortal carrera, place consagrar toda nuestra obra, cualquiera que ella haya sido, al Espíritu Santo, queremos hablaros de la admirable presencia y poder del mismo Espíritu; es decir, sobre la acción que Él ejerce en la Iglesia y en las almas”. En esa misma encíclica, el Papa pidió que se introdujera un novenario antes de la fiesta de Pentecostés.
Hay que decir que en 1886 el dominico M. J. Friaque publicó un largo ensayo sobre Le Saint-Esprit, sa grâce, ses figures, ses dons, ses fruits et ses beatitudes. Y Msr. Gaume un Tratado sobre el Espíritu Santo (1884), en dos gruesos volúmenes, bastante curioso. Y el cardenal Manning (todo un personaje en Inglaterra) dos obritas notables sobre la inhabitación en las almas y la asistencia del Espíritu a la Iglesia.
En los años treinta del siglo XX, habría mucho que citar y sobre todo notar algunas obras muy eruditas, tanto de teología espiritual como patrística, sobre el papel santificador del Espíritu Santo (Galtier, Gardeil). En esos años también le presta atención la literatura protestante (Barth, Brunner).
Después, la temática se enriqueció con varias inspiraciones: principalmente la consideración teológica de la Iglesia como misterio, unida a la renovación de una Teología de la Liturgia; después, el movimiento ecuménico, y, finalmente, el impacto de los movimientos carismáticos. Además, se ha producido una reenfoque del tratado clásico sobre la gracia. Vamos a verlo. Empezaremos por el último punto.
Parecería que la doctrina sobre la gracia (lo mismo que sobre la Iglesia) debería haber sido un lugar privilegiado para hablar del Espíritu Santo, pero lamentablemente no ha sido así. Incluso ha producido cierto ocultamiento o sustitución del Espíritu. Frecuentemente se ha dicho que la gracia nos santifica. Pero no es la gracia quien nos santifica, sino el Espíritu Santo: la gracia no es un sujeto activo (una cosa) sino el efecto en nosotros de la acción del Espíritu. Ha habido tratados enteros de la gracia donde no se menciona al Espíritu Santo. O se hace solo al final, para preguntarse si con la gracia inhabita el Espíritu Santo.
En realidad, es todo al revés. El tratado debería empezar con la unción del Espíritu santificador y mostrar el efecto que produce en nosotros, que la tradición católica llama gracia santificante (estado de gracia) y gracias actuales. Es mérito de Gerard Philips, aunque no solo de él, haberlo estudiado en sus hermosos libros Inhabitación trinitaria y gracia, y La unión personal con Cristo vivo. Ensayo sobre el origen y sentido de la gracia creada. Sin olvidar que el homenaje académico a Philips se llama: Ecclesia a Spiritu Sancto edocta, con muchos artículos interesantes.
Pero si se hubiera dividido mejor la Suma, hubiera bastado: antes que las cuestiones 109 a 114 de la Prima Secundae, donde Santo Tomás trata directamente de la necesidad y naturaleza de la gracia, habla del Espíritu Santo como “Ley nueva” puesta por Dios en los corazones. Hubiera sido un hermoso comienzo del tratado, además de enraizarlo en el gran tema bíblico de la historia de la Alianza.
El movimiento litúrgico aportó una “Teología de la Liturgia”. Se recuperó la esencia simbólica y mistérica de la liturgia como acción divina en que está interesado todo el cosmos (Gueranguer, Guardini). Y así se superó una enseñanza de la liturgia centrada en la historia y significado de las rúbricas, y de una sacramentaria ocupada solo en la ontología de los sacramentos (materia y forma). También se reforzó la conciencia de que la liturgia, en lo que tiene de misterio, es obra del Espíritu Santo. De ahí la renovada importancia de la epíclesis.
Pero el lugar donde más se iba a aportar era, evidentemente, la Eclesiología. La renovación de este tratado, en conjunción con la renovación litúrgica, recuperó el enfoque simbólico de la teología de los Padres y el papel del Espíritu Santo. Lo mostraron, en primer lugar, los libros de De Lubac, Catolicismo y Meditación sobre la Iglesia. La recuperación de la imagen de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo” (Mersch, Mystici Corporis), también potenció la del Espíritu como “alma de la Iglesia”. Y más tarde, con el Concilio Vaticano II, la triple imagen de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
Pero ha sido, sobre todo, Yves Congar el gran inspirador del tratado. Esto se debe a la riqueza de sus fuentes y a su preocupación de recoger y recensionar todo lo relevante que se publicaba. Sus estudios históricos, sus múltiples artículos y su participación activa en el Concilio Vaticano II le convirtieron en un referente muy principal. De su Eclesiología nacieron muchos temas pneuma-tológicos que recopiló en los tres libros que formarían El Espíritu Santo (Je crois en l’Esprit Saint) (1979-1980), además de otros ensayos.
El volumen recoge artículos, esbozos y apuntes. Tiene algo de inacabado, como es frecuente en la obra de este autor, siempre con tantos trabajos en marcha, pero se ha convertido en una fuente imprescindible. El libro tiene cierto sesgo, ya que, a lo largo de su vida, Congar, movido muy tempranamente por un espíritu ecuménico, se sentía inclinado a equilibrar un tratamiento de la Iglesia y del Espíritu Santo demasiado centrado en la función del Magisterio. En eso es un tanto recurrente.
Motivador, interesante y algo peculiar resultó también el ensayo, y después el conjunto de la obra, de Heribert Mühlen sobre Una mística persona (1967), referido a la Iglesia. Es el título en alemán, y está inspirado en una expresión de Santo Tomás de Aquino. En castellano (y en francés) se publicó como El Espíritu Santo en la Iglesia. Mühlen, con cierta inspiración personalista, se fija en la acción unificadora del Espíritu en la Iglesia, reflejo de su papel en la Trinidad como comunión de Personas. También le interesa dar cuenta del movimiento carismático, en el que estaba involucrado.
Louis Bouyer contribuiría con El Consolador (1980), parte de una trilogía dedicada a las Personas divinas. El ensayo comienza con el acercamiento al conjunto de las religiones, tema muy presente en la teología de Bouyer, especialmente en sus ensayos litúrgicos. También von Balthasar le dedica el tercer volumen de su Theologica. Y me gustaría mencionar a Jean Galot, Espíritu Santo, persona de comunión, entre otros muchos.
Es preciso destacar la encíclica de Juan Pablo II Dominum et vivificantem (1986), que trata ampliamente todos los temas relevantes de la pneumatología. Y quedó reforzada por la catequesis que el mismo Papa dedicó al Espíritu Santo en la explicación del Credo (1989-1991), y por la preparación del Jubileo del 2000, con un año dedicado al Espíritu Santo (1998).
Mención aparte merece el Catecismo de la Iglesia Católica. Además de tratar del Espíritu Santo en la tercera parte del Credo (693-746), le dedica amplia atención en la introducción a la celebración del misterio cristiano (1091-1112); y en la parte IV sobre la oración cristiana. Un repaso por los índices ayuda también a ver la múltiple acción santificadora del Espíritu.
El interés por la acción del Espíritu Santo siempre ha estado presente en la tradición espiritual, con algunas obras notables, como el famoso Decenario al Espiritu Santo (1932) de Francisca Javiera del Valle. Además, han surgido algunos movimientos religiosos orientados por la devoción al Espíritu Santo, como los espiritanos que inspiraron las Fraternités du Saint Esprit. Alexis Riaud, autor de varias obras de espiritualidad sobre el Espíritu Santo, fue director de estas fraternidades. Los espiritanos promovieron también unos conocidos “encuentros de Chambery”.
Más tarde en la Iglesia católica se recibió la influencia de los movimientos pentecostales protestantes americanos y, en una segunda oleada, de los movimientos carismáticos. Han suscitado mucha literatura. Destacan los trabajos de Rainiero Cantalamessa, como El Espíritu Santo en la vida de Jesús: el misterio del Bautismo de Cristo (1994), y Ven, espíritu creador: meditaciones sobre el ‘Veni Creator’ (2003).
Como en todos los campos de la teología, también en éste un mejor estudio de la Escritura aportó muchas cosas. Primero, sobre el uso de la palabra “Espíritu”.
Pero es muy distinto si el acercamiento es puramente filológico o teológico. Todavía se puede leer en algún diccionario, e incluso en manuales de Pneumatología, que el Antiguo Testamento apenas tiene una doctrina sobre el Espíritu Santo. Sin embargo, si la Escritura Santa se lee con un criterio teológico, es decir sobre la base de la historia de la salvación o historia de la Alianza, la unción con el Espíritu Santo entronca con el argumento central de la Biblia: el Reino de Dios se espera a través del Mesías, ungido con el Espíritu Santo, y con una Nueva Alianza y un nuevo pueblo, ungido con el Espíritu de Dios. Es decir, no solo es “un” tema del Antiguo Testamento, sino que es “el” tema del Antiguo Testamento, y lo que hace que sea “Testamento” o Alianza.
Un escrúpulo exegético ha hecho también que desaparezca de muchos diccionarios teológicos, de moral y de espiritualidad, el tema de los siete “Dones del Espíritu Santo”. Es sabido que hay un error al contar siete, ya que el texto de Is 11,3 (la unción mesiánica), de donde procede, solo menciona seis (sabiduría, inteligencia, consejo, ciencia, fortaleza, piedad o veneración) y que el último (veneración), que aparece repetido, al traducirlo al griego de los LXX se desdobló en piedad y temor de Dios. Pero es una exégesis espiritual legítima y venerable, que ya está en Orígenes, en el siglo II, atraviesa toda la teología (santo Tomás, san Buenaventura, Juan de Santo Tomás, entre otros) y llega hasta el Papa Francisco. Y tiene un fundamento teológico muy sólido, ya que todo cristiano está llamado a participar de la plenitud de la unción mesiánica de Cristo, como se expresa, por ejemplo, en el bautismo. Por eso, recibe dones carismáticos del Espíritu.
El número 7 expresa la plenitud del Espíritu que Cristo tiene y es un eco de los siete candeleros y siete ángeles del Apocalipsis. Además, el contenido que la tradición espiritual ve en cada don (un tanto variable) no se ha obtenido del estudio del término en la Biblia, sino de la rica experiencia de la vida de los santos. Ese es su valor y su justificación.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra
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