Antonin-Dalmace Sertillanges (1863-1948) fue un gran estudioso de Santo Tomás y un testigo atento de la situación del pensamiento contemporáneo. Dejó una obra amplia y consistente, y un maravilloso libro sobre la vida intelectual
Sertillanges, ilustre dominico, murió con 84 años el 26 de julio de 1948. Ni la fecha, al inicio del verano, ni las circunstancias, ni siquiera el año eran los mejores para morirse. Se enteró poca gente. Y apenas se escribieron necrológicas ni recuerdos personales, fuera de los de su compañero de orden que le hacía de secretario, Marie Dominique Moos, de quien procede casi todo lo que sabemos de él. Nació en Clermont-Ferrand (1863), frente a la casa de Pascal (sobre quien escribió un ensayo), en una familia muy practicante. En el bachillerato, fue un alumno al mismo tiempo despierto y distraído. Contaba a Moos que le gustaba hacer poesía durante las clases de matemáticas y resolver problemas durante las clases de literatura. Pero ya destacó como orador. Sería una de sus grandes vocaciones, junto a la vida intelectual, la docencia y la vida religiosa en la que todo confluiría.
En 1883 ingresó en el noviciado de los dominicos y se fue a Belmonte (Cuenca), donde se habían instalado al ser expulsados de Francia en 1880. En 1885, pasó a Corbara, en Córcega. Allí hizo sus estudios de teología, se ordenó (1888) y comenzó a dar clases (1890-1893). En 1893, fue destinado a París, como primer secretario de la recién fundada Revue Thomiste.
Comenzó entonces a escribir artículos de manera sistemática (más de 700 en toda su vida). Desde 1900 hasta 1922 se encargó de la cátedra de moral filosófica del lnstituto Católico de París. Esto dio origen a numerosos cursos, conferencias y ensayos, y a muchas publicaciones.
Dejó una obra inmensa, especializada en el pensamiento de santo Tomás de Aquino, pero con muchas ramificaciones. En un famoso comentario francés de la Suma (La Revue des Jeunes) se ocupó de las cuestiones sobre Dios y sobre la moral. Esto le daría la base para varios ensayos: uno, sobre Dios y el pensamiento moderno; otro, sobre la moral de Santo Tomás; y un último y voluminoso ensayo sobre el problema del mal. Además, hay que mencionar, entre otros, sus dos volúmenes sobre el pensamiento de santo Tomás de Aquino, otros dos sobre El cristianismo y las filosofías; y por supuesto, La vida intelectual, un auténtico clásico.
Aunque no escapa del todo al tono apologético de la época, tenía una seria preocupación por dialogar con el pensamiento, la cultura y la ciencia moderna, y estaba muy bien informado (y tenía una memoria prodigiosa). Eso le hace original y profundo.
Las vidas tienen, a veces, momentos de tremenda intensidad. En 1917 Francia estaba en guerra con Alemania y Austria (1914-1918). La población francesa estaba indignada ante lo que juzgaba una nueva agresión de sus incómodos vecinos, y quería acabar de una vez para siempre. El 1 de agosto de 1917, el Papa Benedicto XV (1914-1922) hizo pública una carta a los gobiernos para que se terminara esa inútil masacre, llegando a acuerdos. Era una propuesta valiente y sabia, pero en los encendimientos del momento fue mal recibida. Especialmente en Francia, por el gobierno laicista, pero también por muchos patriotas católicos.
En esas circunstancias, le pidieron a Sertillanges que hablara. A sus 53 años, era un orador habitual en los foros parisinos. Sertillanges, que antes había defendido al pontífice, hizo un matizado discurso en la Madelaine de París, donde venía a decir al Papa que sus hijos franceses solo pensaban en “la paz francesa” (título del sermón), es decir en la victoria. Y también de paso aventuraba que se trataba de un tema político y, por tanto, opinable. Cayó bien al gobierno y fue felicitado (en privado) por varios obispos.
Como es bien sabido, la victoria final (“francesa”) salió carísima para todos y dejó a Europa en una situación desastrosa. A Sertillanges, el discurso (y su mucha valía) le valió en 1918 ser el primer eclesiástico nombrado miembro del Instituto de Francia (Academia de Ciencias Morales). Pero la Santa Sede mostró su pesar a la orden dominica, y, durante el pontificado de Pío XI (1922-1939) fue retirado de la docencia pública. Pasó un año en Jerusalén, otro en Holanda y el resto en el nuevo convento de Le Saulchoir en Bélgica, donde dio clases por ejemplo a Congar (1930-1932). Llevó con obediencia y elegancia su situación, que se prolongaba, y escribió mucho. En 1939, Pío XII le levantó las sanciones y volvió a París, el año que comenzaba la segunda guerra mundial. Después, siguió enseñando en el Instituto católico, y escribiendo hasta el final.
La obra de Sertillanges tiene interés como expositor autorizado del pensamiento de santo Tomás. También en las cuestiones fronterizas de la verdad cristiana, como el tema el mal o del alma, en un medio cultural cada vez más materialista. Hizo una notable crítica de algunos planteamientos médicos, con gran sentido y apertura de mente, que todavía es valiosa. Y trató con Bergson, y escribió unos ensayos y unas conversaciones con él.
Además, como tenía una enorme cultura, fue configurando una idea general de la posición histórica del pensamiento cristiano en el conjunto de la filosofía occidental. Era perfectamente consciente de las aportaciones de la revelación, y del antes y después que supone en la historia del pensamiento. Todo esto es lo que se tendrá en cuenta en el debate sobre “la filosofía cristiana”, que tuvo amplio eco en la Francia de los años treinta y después.
El cristianismo y las filosofías es una obra de madurez y una síntesis valiosa, en dos volúmenes. En el primero repasa la historia del pensamiento cristiano, con el orden que promete el subtítulo: el fermento evangélico, la elaboración en los siglos, la síntesis tomista.
Comienza advirtiendo que el cristianismo no es una filosofía en el sentido moderno de una síntesis abstracta, sino una forma de vida, y, en ese sentido, una sabiduría. Describe sus características y sus novedades, sobre Dios, la creación, la estructura del ser huma-no, las características de la persona, y de la vida moral y social. Después, trata de la “recuperación del pasado”, que es la absorción de principios judíos y de filosofía griega. Recorre la “nueva elaboración” que hacen los Padres de la Iglesia sobre ese material. Y concluye en “La síntesis tomista”, que es una inteligente visión de conjunto, incluyendo al final las inevitables “lagunas del sistema”, sobre todo en relación con los cambios en la concepción del mundo, que exigen desarrollos coherentes.
El segundo tomo es un repaso por la historia posterior de la filosofía occidental. Sertillanges defiende (al principio del primer volumen) que lo más valioso de la filosofía moderna se debe a la fecundación cristiana, que también ha recuperado lo mejor de la filosofía antigua. Pese a esta posición tan clara, trata con benevolencia y discernimiento, primero, la decadencia escolástica y la “revolución cartesiana”, con su posteridad. Estudia el empirismo inglés y francés (Hobbes, Locke, Hume, Condillac), a Kant y a sus sucesores (idealismo alemán). Se detiene en la renovación espiritualista de Francia (Ravaison, Boutroux, Gratry, Blondel, Bergson), uno de los capítulos más interesantes. Y también dedica un capítulo al “neoespiritualismo alemán”, donde repasa, entre otros, a Husserl, Heidegger y Scheler.
Tiene el interés de ser una historia con un sentido de juicio ponderado, constructivo y cristiano, y que, como recomienda en su libro sobre la vida intelectual, más que enfrentarse prefiere sumar lo valioso, sin dejar de presentar las objeciones que le parecen oportunas. Concluye en lo que cree que se necesita para una reviviscencia tomista.
Lo primero es distinguir bien metódicamente la filosofía de la teología; el pensador cristiano debe probar hasta dónde llega el pensamiento con sus propias fuerzas, sin mezclar los campos; solo así puede dialogar. Lo segundo es rechazar el logicismo que ha sido la enfermedad de la escolástica. Lo tercero, tener una cultura científica y un sentido histórico porque, aunque la verdad es intemporal, tiene expresión y contexto temporal, y también una historia de cómo se logra, que es muy útil conocer. “Hay una condición, dice al final, para esa fecundidad, [...] y es que el estudio se haga con un espíritu de interioridad doctrinal y no con un espíritu meramente documental o anecdótico. El historiador puro tiende a vaciar el sistema de todo interés propiamente filosófico. El filósofo puro tiende a fijarlo e inmovilizarlo [...]. El filósofo-historiador respeta la vida, se introduce en ella y la fomenta. Invita al sistema a tener nuevas floraciones y frutos”. Y espera así un renacimiento de la síntesis cristiana.
La idea de creación y sus reflejos en la filosofía (1945) es un hermoso ensayo y también una obra de madurez, síntesis de síntesis. Se completa con El universo y el alma (1965), publicación compuesta con varios escritos reunidos por su secretario.
Sertillanges es, quizá, menos brillante y sintético que otros (Gilson, Tresmontant) que han tratado de la novedad de la idea cristiana de la creación y de sus implicaciones en el pensamiento sobre el orden de los seres, y la idea de Dios mismo, separado del mundo, del tiempo y del espacio. Y de las relaciones de dependencia y autonomía entre el Creador y sus criaturas. Pero contiene análisis más detallados.
El ensayo empieza con un análisis sobre lo que significa un comienzo absoluto de las cosas y del tiempo. Explica cómo el origen en el tiempo, que hoy es postulado por la ciencia moderna, no se percibió en la antigua, pero que, estrictamente, sigue siendo indemostrable, al no poderse asegurar un comienzo absoluto (sin nada antes). Trata de la creación y la providencia. Y de la creación y la evolución. Y del milagro en la creación. Y del mal.
Especialmente, llama la atención la ponderación con la que trata el tema de la evolución, con análisis que siguen siendo válidos, porque tenía perfecta conciencia de los límites en que opera cada saber: la teología, la filosofía y las ciencias. “Cada nacimiento es un hecho biológico y al mismo tiempo un hecho de creación: no hay razón para que no suceda lo mismo con la especie. La única diferencia es que aquí en lugar de una repetición, hay una innovación, una invención [...]. Y el encuentro de estos dos hechos: una invención biológica que tiene el carácter de una espontaneidad natural y una actividad trascendente a la naturaleza con el nombre de creación, este encuentro, digo, responde a una ley providencial [...]. La unidad de la creación no es una palabra vana. Es una simbiosis, y ver esta simbiosis en la duración, tanto como en la extensión y en la permanencia, es aceptar la evolución” (cap. 8).
El prólogo a la cuarta edición francesa de La vida intelectual cuenta que Sertillanges escribió este clásico en una estancia de dos meses de verano en el campo (1920). Describe el régimen de vida intelectual que él mismo vivía. Se inspira en los consejos de santo Tomás de Aquino, y también en los del oratoriano Alphonse Gratry (1805-1872), gran pensador cristiano y autor de unos “consejos para la conducta del espíritu”, con el título de Las fuentes (Les sources), cuyo primer capítulo trata “sobre el silencio y el trabajo de la mañana”. Gratry influyó en bastantes temas sobre Sertillanges: las fuentes del conocimiento de Dios, el mal, el alma...
El ensayo de Sertillanges es más largo y completo. Abarca desde la organización general de la vida hasta la organización de la memoria y de los archivos de notas, con inolvidables consejos. Empieza describiendo la vocación intelectual y acaba con lo que es un trabajador cristiano y lo que supone el trabajo intelectual en la madurez humana.
El estilo no es solo una exigencia sintáctica o gramatical, es una exigencia de espíritu: la humildad y el amor ante la verdad, la caridad ante los demás, la pureza de intención, la superación del egoísmo, el esfuerzo de síntesis con ganas de sumar y no de dividir. “Buscar la aprobación del público es robar al público una fuerza con la que contaba [que no le digan lo que ya sabe] [...]. Busca la aprobación de Dios. Medita la verdad para ti y para los demás. [...] En nuestro escritorio y en aquella soledad en que Dios habla al corazón, deberemos escuchar como escucha el niño y escribir como el niño habla” (cap. VIII). “Sería de desear que nuestra vida fuese una llama sin humo, sin desperdicio y sin impureza. No es posible, pero lo que entra dentro de los límites de lo posible tiene también su belleza y sus frutos son bellos y sabrosos” (cap. IX).
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra
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