Ser “almas de criterio” significa ser capaces de discernir, seguros en la fe, generosos en la caridad, capacitados por el amor a la verdad y por la disposición de servicio, para ofrecer a quienes nos rodean un diálogo de luz, de amor
Narra San Lucas que Jesús «convocó a los doce y les dio poder y potestad sobre todos los demonios, y para curar enfermedades. Los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos» (Lc 9, 1-2). Su corazón desea que el mensaje de salvación llegue cuanto antes «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 6). Y, conociendo a los suyos −su celo, pero también su falta de experiencia y su escasa formación−, se preocupa por instruirles: no quiere mandarles sin asegurar su fe, su rectitud de intención, sin ponerles ejemplos concretos sobre las virtudes que deben practicar, y cómo deben actuar en las diversas circunstancias. De sus labios divinos oirán enseñanzas llenas de sentido sobrenatural, y también de sentido común: «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas. En cualquier casa que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos» (Lc 9, 3-5). Los discípulos volverán al cabo del tiempo felices, y se apiñarán alrededor del Maestro para contarle sus correrías apostólicas, los milagros que han salido de sus manos y las conversiones que han visto.
Pero Jesús sabe que ese entusiasmo no basta, y que tampoco son suficientes las palabras que les dirigió en esa ocasión. Por eso no pierde oportunidad para formarles con sus palabras y acciones. Poco a poco, graba en sus almas ideas madre que les permitirán ser capaces de actuar según lo que requieran las circunstancias. Así, en la multiplicación de los panes, les enseña a tener iniciativa y a fiarse de la generosidad divina (cfr. Lc 9, 13-17); en diversas ocasiones les explica el significado de la vida cristiana, inseparable de la cruz, que es la puerta que abre la gloria del cielo (cfr. Lc 9, 23). Y corrige con energía a Santiago y Juan cuando estos −por un equivocado ardor− quieren destruir un poblado de samaritanos (cfr. Lc 9, 51-55).
Jesús sabe que los apóstoles, y todos los que le seguirán a través de los siglos, atravesarán momentos difíciles: que su fe será puesta a prueba, que se enfrentarán a ambientes hostiles. Y, si bien no habrán de tener miedo −Él les acompañará «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)−, deberán estar prevenidos ante las insidias, interiores y exteriores, que les acecharán; así podrán superarlas con éxito, y ayudarán a otros a vencer los obstáculos.
Hoy también los discípulos de Cristo han sido llamados a revestirse con las armas de la luz (cfr. Rm 13, 12), a crecer en virtudes y a pedir al Espíritu Santo sus dones, para llegar a ser personas que sepan moverse en el mundo con naturalidad y desenvoltura, y aprendan a discernir qué espera Dios en cada momento. Personas que realicen en la propia vida lo que san Josemaría ambicionaba para el lector de Camino: «No te contaré nada nuevo. Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio»[1].
Actualmente, la palabra “criterio” quizá pueda resultar ambigua para algunos, pues puede evocar algo que se impone a la conciencia desde fuera, o que exige una especie de “obediencia ciega” que se limita a la ejecución material de lo mandado... Esto está en las antípodas de la enseñanza y del ejemplo del Señor, que obraba excediéndose, y ponía todo su corazón, su voluntad y su inventiva en lo que hacía. Así, en la Última Cena, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y mientras celebraban la cena, (...) tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos» (Jn 13, 1-2.4-5). Si quienes perseguían al Señor hubieran visto tal modo de proceder, quizá habrían pensado que se trataba de algo fuera de lugar o teatral. Una falta de “criterio”, en definitiva, porque ¿dónde se ha visto que un maestro se rebaje de esa manera? Pero el Señor, con su ejemplo, nos muestra que debemos tener «peso y medida en todo... menos en el Amor»[2].
Quien “tiene criterio” dispone de un marco de referencia firme para actuar cristianamente en las diversas situaciones de la vida. El criterio es norma para reconocer la verdad. Por eso, ser “almas de criterio” significa ser capaces de discernir, seguros en la fe, generosos en la caridad, capacitados por el amor a la verdad y por la disposición de servicio, para ofrecer a quienes nos rodean un diálogo de luz, de amor. El “criterio” capacita llegar a más, ser más libre, más apostólico, más apto para la entrega. No en vano el término se relaciona con el verbo griego krineo, separar, cribar: separar el grano de la paja; distinguir, quedarse con lo bueno y huir de lo malo. En definitiva, tener juicio, vida interior, saber discernir y conducirse con cordura.
Los jóvenes sienten particularmente la necesidad de conocer la diferencia entre lo que es justo y lo que no lo es. Frente a las propuestas de falsas libertades, de conductas confusas o poco ejemplares, desean formarse un sano espíritu crítico, que les ayude a realizar con autenticidad las elecciones más oportunas. En definitiva, desean ser personas de criterio, porque «el criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad»[3].
El cristiano que día tras día va formando su criterio, busca la unidad de vida. Cada persona edifica su santidad cuando se dirige paso a paso coherentemente hacia el bien, superando indecisiones o titubeos. Se va formando así una “ley interior”, un criterio íntimo que es la meta hacia la que el director espiritual intenta acompañar. No sorprende, por tanto, que san Josemaría afirme que el fin de la dirección espiritual sea precisamente formar personas de criterio[4].
El trabajo de formación requiere paciencia, esfuerzo... y, sobre todo, oración y cariño. La vida cristiana de muchos −y, con ella, su felicidad− depende también de la santidad de quienes están a su lado y de su capacidad para ser verdaderamente ejemplares: de que vivan aquello que predican y de que busquen crecer en las virtudes que enseñan. No es fácil formar personas de criterio si no se comienza por uno mismo: «Alma de apóstol: primero, tú. (...) No suceda −dice San Pablo− que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado»[5].
Quien tiene la misión de formar debe, sobre todo, abrir camino a los demás. No puede contentarse con hacerse oír; ha sido llamado a ser un ejemplo vivo de amistad, rectitud, sinceridad, lealtad, laboriosidad, alegría. Las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales, pues permiten practicarlas más acabadamente. Quien se esfuerza por vivirlas termina siendo, quizá sin pretenderlo, un punto de referencia, un amigo del que cabe fiarse, que mantiene la palabra, que está disponible cuando se necesita. Alguien que sabe compatibilizar la verdad y la justicia con la comprensión y el amor. En definitiva, una persona “de una pieza”.
Pero, sobre todo, a través de su vida y sus palabras se adivina su fe, pues cualquier circunstancia atestigua su relación de cercanía con Dios. El cristiano «ha de manifestarse auténtico, veraz, sincero en todas sus obras. Su conducta debe transparentar un espíritu: el de Cristo»[6]. Con esta fe que se expresa en obras, enciende a su alrededor afanes de santidad, poniendo espontáneamente a los demás frente a la imagen de Jesús, de modo que correspondan a su amor.
Fe y visión sobrenatural; y también mucho realismo, sentido común y comprensión. La formación humana no es un aspecto secundario en el camino hacia la santidad. La vida interior y la madurez humana se entrelazan: es preciso formar personas que puedan y quieran ser santas, no “santos de pastaflora” que se rompan apenas encuentran dificultades en la vida. Por eso, es fundamental tratar a nuestros amigos con lealtad, corrigiéndoles cuando sea necesario: «la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna», dice el Santo Padre; y un poco más adelante, en el mismo mensaje, añade: «es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cfr. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros»[7].
A veces, la tentación de callar por temor a ofender es fuerte. «Nunca quieres “agotar la verdad”», dice san Josemaría; y a continuación da una lista de excusas: «–Unas veces, por corrección. Otras −las más−, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio»[8]. Corregir cuesta. Sin embargo, es indispensable, por el bien de esa persona, decirle las cosas claras tantas veces como sea necesario, «viviendo la verdad con caridad» (Ef 4, 15). San Josemaría, cuando hablaba de la necesidad de ser siempre sinceros, ponía frecuentemente el ejemplo de quien va a un médico y calla o disimula los síntomas: un comportamiento imprudente. Pero aún sería peor si el médico no quisiera recetar los medicamentos oportunos al enfermo para evitarle el mal rato de tomarlos. La tarea de formación requiere confianza mutua, prudencia y fortaleza: quien forma ha de ser claro, sin brusquedades; quien escucha, ha de acoger con agradecimiento los consejos, manifestando con sencillez sus dificultades, consciente de que lo que se le dice es para su bien.
Benedicto XVI, cuando habla a los jóvenes, les anima a aspirar a ideales altos: «Espero que, entre quienes me escucháis hoy, esté alguno de los futuros santos del siglo XXI. (...) Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo, pero, por sí mismo, no es suficiente para haceros felices»[9]. Muchos, continuaba el Papa, buscan la felicidad en lugares y momentos equivocados. Están desorientados. No obstante, la clave de la felicidad es sencilla: «se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Solo Él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón»[10].
Es este el criterio último que da sentido a la vida de cada hombre: la sabiduría del corazón −don de Dios− que, a partir de la fe, lleva a la comunión con el Señor y permite al hombre discernir el sentido y valor de las diferentes situaciones de su vida. Acompañar hacia esta meta a alguien que desea seguir de cerca a Jesucristo significa ayudarle a madurar, a crecer en libertad y capacidad de amar.
A. Capucci – C. De Marchi – J.M. Martín
Fuente: collationes.org.
[1] San Josemaría, Camino, Al lector.
[2] San Josemaría, Camino, n. 427.
[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 93.
[4] Cfr. Ibídem, n. 93.
[5] San Josemaría, Camino, n. 930.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 141.
[7] Benedicto XVI, Mensaje para la cuaresma 2012, 3-XI-2011, n. 1.
[8] San Josemaría, Camino, n. 33.
[9] Benedicto XVI, Saludo a los alumnos en el Colegio Universitario Santa María de Twickenham, 17-IX-2010.
[10] Ibídem.
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