La Magdalena es la amada del Señor, que nos enseña a buscar con perseverancia al Amor de nuestra alma
María Magdalena es la primera protagonista en el relato de las apariciones del cuarto Evangelio: pasado el sábado, muy de madrugada, fue ella al sepulcro, pero al ver la piedra quitada, regresa a toda prisa “adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el que Jesús amaba”. Les dice que se han llevado al Señor. Los discípulos acuden presurosos, y luego regresan. Pero María, fuera junto al sepulcro, sumida en la tristeza, no se rinde en su búsqueda, hasta que dos ángeles le interrogan sobre su llanto. Ella insiste en que quiere encontrar a su Señor pues no sabe dónde lo han puesto quienes se lo han llevado.
Luego se le aparece el propio Jesús, que le pregunta no solo por qué llora, sino a quién busca. Ella, tomándolo por el hortelano y presunto autor del robo, se muestra dispuesta a recoger el cuerpo del Señor. Jesús la vuelve a llamar, esta vez por su nombre y ella lo reconoce enseguida y se echa a sus pies, pero Jesús le ruega que la suelte porque todavía no ha subido al Padre, y le pide que vaya a anunciar eso mismo a sus “hermanos”.
El amor apasionado de la Magdalena por su Señor la hace merecedora de encarnar la figura de la amada en el Cantar de los Cantares: “En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma; lo buscaba, y no lo encontraba. ‘Me levantaré y rondaré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma’. Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los centinelas que hacen la ronda por la ciudad. −‘¿Habéis visto al amor de mi alma?’. En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma. Lo abracé y no lo solté” (Ct 3, 1-4).
Precisamente, en la misa de la fiesta litúrgica de Santa María Magdalena escuchamos estas palabras en la primera lectura, y de ese modo se nos invita a imitar a la santa en su afán por buscar, encontrar y no perder al Amor de nuestra alma. Esa actitud es reforzada por la expresión del salmo que sigue a esa lectura: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti” (Sal 63, 2).
Cuando Jesús le habla por segunda vez, llamándola por su nombre (“¡María!”, Jn 20, 16), ella reconoce enseguida a Jesús. Él es “pastor de las ovejas. A este le abre el portero y las ovejas atienden a su voz, llama a sus propias ovejas por su nombre y las conduce fuera […]. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen” (Jn 10, 2-3.14). Jesús se nos revela así como el amado del Padre, porque ha entregado la vida por todas las ovejas, y retoma de nuevo la vida, y quiere hacer de todos un solo rebaño (cfr. Jn 10, 16-17), tal como anunció el profeta Ezequiel: “Mi siervo David será rey sobre ellos y todos ellos tendrán un solo pastor” (Ez 37, 24).
María acoge esa voluntad de Jesús, que es a su vez la voluntad del Padre, y obedece enseguida al mandato de anunciar a los discípulos la gran noticia, convirtiéndose, según una antigua tradición oriental en isapóstolos, (“igual a los apóstoles”), o, en la tradición latina, apostola apostolorum (“apóstola de los apóstoles”). También la oración litúrgica manifiesta esta cualidad de María, y es mostrada como intercesora y ejemplo para la misión apostólica: “Oh Dios, tu Unigénito confío a María Magdalena, antes que nadie, el anuncio de la alegría pascual, concédenos, por su intercesión y ejemplo, proclamar a Cristo vivo y que le veamos reinando en su gloria” (Oración colecta, 22 julio, fiesta de Santa María Magdalena).
Contemplamos a la Magdalena que, al reconocer al Maestro, adorándole, se echa a sus pies y lo aferra para no perderlo. Sin embargo, Jesús le responde algo desconcertante: “No me retengas, que todavía no he subido al Padre” (20, 17). La expresión original griega (Μή μου ἅπτου), fue traducida inicialmente en la Vulgata quizá demasiado literalmente: noli me tangere (“no me toques”). En verdad, el verbo griego ἅπτω significa básicamente “tocar”. Pero hay motivos gramaticales para pensar que se trata de una acción más continuada en el tiempo. La Neovulgata de hecho modificó la traducción: iam noli me tenere, que se puede traducir por “no me retengas”, o más sencillamente “suéltame”.
Esa traducción hace algo más comprensible las siguientes palabras de Jesús: “que todavía no he subido al Padre”. De un modo muy llano, podríamos entender que Jesús tranquiliza a la Magdalena, pues tendrá ocasión todavía de verle antes de la ascensión.
Sin embargo, podemos ir más allá de esta lectura simplemente coyuntural, puesto que la expresión “subir al Padre” tiene un denso significado. Del casi centenar de veces en el que en el cuarto Evangelio Jesús menciona al Padre, expresando su íntima unión con Él, una decena de ellas es para expresar que Jesús “se va al Padre”, “pasa al Padre”, “vuelve a Él”, “sube donde estaba antes”, o que “el Padre lo glorifica”, hecho que está íntimamente unido al envío del Espíritu (cfr. Jn 7, 39: “Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado”; etc.). Es así como Jesús −san Juan ha sabido expresarlo en su Evangelio− anuncia que su pasión, muerte, resurrección y ascensión son un mismo misterio, el de la “hora” de su glorificación y exaltación junto al Padre, sin aludir a lo que luego será relatado: el prendimiento, la condena, la flagelación, coronación de espinas, carga de la cruz, crucifixión, muerte en la cruz, resurrección y apariciones. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 23-24). Para Jesús, morir es ser levantado (cf. Jn 12, 32.34), es “subir donde él estaba antes” (cfr. Jn 6, 62), para poder enviar al Espíritu.
Sin embargo, ¿por qué ese “todavía no he subido al Padre”? Es un modo de advertir a la Magdalena que está tratando a Jesús como si todavía estuviera en la tierra antes de su glorificación. Pero eso ya no es posible: ahora la relación con Jesús ha de ser a partir de su unión con el Padre, y gozando del don del Espíritu, “el Paráclito, que él enviará desde el Padre” (Jn 15, 26). Los discípulos se han convertido en “hermanos”, hijos de un mismo Padre: “Vete donde están mis hermanos” (Jn 20, 17), le dice Jesús a la Magdalena.
En este diálogo se muestran dos planos: el terrenal representado por la actitud de María y el eterno, al que nos quiere conducir Jesús ya en esta tierra: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15).
La Magdalena es la amada del Señor, que nos enseña a buscar con perseverancia al Amor de nuestra alma. Jesús es el buen pastor que conoce a sus ovejas y las llama por su nombre. Ella es también la primera en obedecer al mandato de anunciar la buena nueva de la resurrección. Jesús le enseña que con su glorificación, la relación de los discípulos de Jesús es nueva: “desde el Padre”, “con el Espíritu”, como “hermanos”, hijos de un mismo Padre.
Josep Boira
Fuente: Revista Palabra
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