La encíclica ‘Ut unum sint’ fue la primera sobre el ecumenismo en la historia de la Iglesia
Este mes de mayo celebramos su 25 aniversario. En ella, Juan Pablo II señalaba la centralidad de la tarea ecuménica con estas palabras: “El movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es un mero ‘apéndice’ que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción” (UUS 20).
En la presente sociedad multicultural e interreligiosa, constituye una de las prioridades de todo cristiano el recuperar la unidad perdida en la Iglesia de Cristo, teniendo en cuenta que esta “subsiste en” la Iglesia católica (cfr. LG 8). “No se debe olvidar” −recordaba Juan Pablo II− “que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión” (UUS 23). La división contradice la voluntad de Cristo y constituye una seria dificultad para la evangelización del “mundo entero” (Mc 16, 15). En concreto, “la falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia, no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, 6-8-2000, n. 17).
Como su antecesor san Juan Pablo II, Benedicto XVI quiso también recordar la importancia de esta dimensión esencial de la vida de la Iglesia: “Renuevo [...] mi firme voluntad, manifestada al principio de mi pontificado, de asumir como compromiso prioritario el trabajar, sin ahorrar energías, en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo” (Discurso a la Comisión preparatoria de la III Asamblea Ecuménica Europea, 26-1-2006). La misión de la Iglesia es edificar la unidad de fe y de comunión entre todos los hombres y mujeres que forman parte de ella. El Papa Francisco no ha hecho más que intensificar el paso en esta misma dirección.
En estas líneas, recorreremos el texto de la encíclica de Juan Pablo II Ut unum sint (1995), para ver la perfecta continuidad con el decreto conciliar Unitatis redintegratio (1964). Seguimos pues los títulos de los diferentes capítulos de éste.
Como se sabe, el Concilio no quiso hablar de un “ecumenismo católico”, sino de unos “principios católicos del ecumenismo”. “Al indicar los principios católicos del ecumenismo” −escribía Juan Pablo II−, “el decreto Unitatis redintegratio enlaza ante todo con la enseñanza sobre la Iglesia de la Constitución Lumen gentium, en el capítulo que trata sobre el pueblo de Dios. Al mismo tiempo, tiene presente lo que se afirma en la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa” (UUS 8). Establecidas estas premisas eclesiológicas y antropológicas, procede a recordar los principales principios católicos.
Como premisa estaba la “unidad y unicidad de la Iglesia de Cristo”, junto con el origen sobrenatural de la Iglesia. El fundador y el fundamento son divinos, por lo que la Iglesia no es una mera agrupación humana con una dimensión meramente horizontal. Los vínculos que unen a unos cristianos con otros son también sobrenaturales. “En efecto” −dice en el número 9−, “la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica”. Y en el número 10: “Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El, en su comunión con el Padre: ‘Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo’ (1 Jn 1, 3)” (UUS 9).
El capítulo segundo de la Unitatis redintegratio versa sobre la dimensión práctica del ecumenismo. Allí habla de un ecumenismo “institucional” (n. 6), un ecumenismo “espiritual” (nn. 7-8) y un ecumenismo “teológico” (nn. 9-11), de los que surge una “colaboración ecuménica” (n. 12). Son los llamados ecumenismos “de la cabeza, del corazón y de las manos”, complementarios entre sí e igualmente necesarios.
Como condición previa, ha de darse una renovación de la Iglesia en cuanto institución también terrena y humana. Pero no se trata sin más de una purificación de la memoria colectiva, sino de una reforma interior de cada cristiano: de una verdadera conversión personal, seguía diciendo Juan Pablo II. “El Espíritu los invita a un serio examen de conciencia, continúa más adelante. La Iglesia católica debe entrar en lo que se podría llamar ‘diálogo de conversión’, en donde tiene su fundamento interior el diálogo ecuménico. En ese diálogo, que se realiza ante Dios, cada uno debe reconocer las propias faltas, confesar sus culpas, y ponerse de nuevo en las manos de Aquel que es el Intercesor ante el Padre, Jesucristo” (UUS 82).
La centralidad de la conversión auspiciada por el Vaticano II es recordada de modo insistente en la primera encíclica sobre el ecumenismo en la historia de la Iglesia. “Esto se refiere, de modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí. ‘No hay verdadero ecumenismo sin conversión interior’” (UUS 15), concluye citando el n. 7 de la UR. De allí surgirá una reconciliación institucional, no al revés. “El ‘diálogo de conversión’ de cada comunidad con el Padre, sin indulgencias misma, es el fundamento de unas relaciones fraternas diversas de un mero entendimiento cordial o de una convivencia sólo exterior” (UUS 82). La reconciliación con Dios puede llevar a la reconciliación con los demás. El Concilio llama así tanto a la conversión personal como comunitaria.
“Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada” (UUS 15). Por aquí empezará la conversión de cada comunidad, tal como se expresaba UR 6. La “conversión del corazón” constituye pues una premisa en toda acción ecuménica. Así, junto a una valoración necesariamente positiva del movimiento ecuménico entendido según estos principios católicos, Juan Pablo II invitaba a todos los cristianos a una “necesaria purificación de la memoria histórica” y a “reconsiderar juntos su doloroso pasado” para “reconocer juntos, con sincera y total objetividad, los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones” (UUS 2). Sin embargo, los cristianos que nacen en estos momentos en esas Iglesias y comunidades –como subrayó el decreto Unitatis redintegratio (n. 3)– no tienen culpa de la separación pasada y son amados por la Iglesia y reconocidos como hermanos.
Sí que pudo haberla en sus orígenes, por tanto, y esto requerirá un necesario proceso de purificación. Con esto hemos entrado de lleno en el “ecumenismo espiritual”, el llamado “ecumenismo de la oración” o “del corazón”. En el n. 8 de la UR se habla de “la oración en común”. Juan Pablo II no se olvida del “alma del ecumenismo”, como afirma el decreto conciliar (UR 8). En el n. 21 habla de la “primacía de la oración”, citando así de nuevo el n. 8 de UR; tras esto, añade: “Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. [...] El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad. Este amor halla su expresión más plena en la oración común”. La oración con otros cristianos puede llevar a crecer en comunión en toda la Iglesia.
Pero también la oración lleva a ver las cosas de un modo distinto. “La comunión en la oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo”, concluye dos números después. Tras referirse al Octavario por la unidad de los cristianos, aludía también san Juan Pablo II por ejemplo a distintos encuentros de oración con el arzobispo de Canterbury, con obispos luteranos y en la sede del Consejo ecuménico de las Iglesias, en Ginebra. Con el Patriarca ecuménico de Constantinopla, se refiere sin embargo a “mi participación en la liturgia eucarística”, lo cual denota un tono distinto en el modo de oración. Siguen por tanto vigentes los principios sobre la communicatio in sacris, expuestos en UR 8 y 15, y recordados explícitamente en UUS 46. “Ciertamente, a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración” (UUS 45).
Como señala en fin la UR en su epígrafe sobre la “santidad individual y comunitaria” (n. 4, § 6), Juan Pablo II recordaba también la necesidad de la santidad de las personas, comunidades e instituciones como secreto del movimiento ecuménico. En primer lugar, está el llamado “ecumenismo de los mártires”, “más numerosos de lo que se piensa”. Estas situaciones han sido siempre fecundas en frutos ecuménicos. “Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión, imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial” (UUS 84). Pero será sobre todo el testimonio de la santidad lo que mueve a esa unidad querida por Cristo y obrada por su Espíritu. “En la irradiación que emana del ‘patrimonio de los santos’ pertenecientes a todas las Comunidades, el ‘diálogo de conversión’ hacia la unidad plena y visible aparece entonces bajo una luz de esperanza” (ibíd.). Los santos son también los mejores ecumenistas, quienes buscan siempre la unidad en la única Iglesia de Jesucristo.
Por último y como consecuencia de todo lo anterior (conversión y oración), surgirá la necesaria “colaboración práctica”, que ya auguraba la UR 12. Es lo que llamábamos “ecumenismo de las manos”. Tras la conversión y la contemplación, viene la acción. “Además, la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico hacia la unidad. [...] A los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y otros” (UUS 40).
El testimonio cristiano común, ofrecido por medio de la solidaridad y la cooperación, puede ser un privilegiado agente evangelizador. Eso sí, hace falta que estas iniciativas en común estén uniformadas por el verdadero espíritu cristiano. “Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía del mismo Cristo” (ibíd.).
En cuanto al “ecumenismo teológico” o “de la cabeza”, Juan Pablo II recordaba la “importancia fundamental de la doctrina”. Hemos de ver qué nos une y qué nos separa en nuestra fe, buscando así juntos la plenitud de la verdad revelada.
“No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es ‘camino, verdad y vida’ (Jn 14, 6), ¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad?” (UUS 18).
La verdad, junto con el amor, constituyen las claves del éxito en el diálogo ecuménico. “Sin embargo” −añade un número después−, “la doctrina debe ser presentada de un modo que sea comprensible para aquellos a quienes Dios la destina”. La presentación de la doctrina cristiana en su integridad ha de ser clara, pero no por eso polémica. A su vez, ha de ser también asequible a los cristianos que tengan unos ciertos presupuestos doctrinales, sin traicionar por esto la integridad de la doctrina. Así nacerá el necesario diálogo. “Si la oración es el ‘alma’ de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio define como ‘diálogo’” (UUS 28). Este diálogo girará en torno a los conceptos de verdad y amor, que se presentarán inseparables en todo diálogo ecuménico (cfr. UUS 29).
En concreto, la encíclica de Juan Pablo II recuerda los principios eclesiológicos sobre “Iglesias y Comunidades eclesiales” expuestos en el capítulo tercero de la UR. En primer lugar se habla del diálogo con otras Iglesias y Comunidades eclesiales en Occidente (cfr. nn. 64-70). Tras aludir a las convergencias y las divergencias con ellas (cfr. UR 9), establece un diagnóstico realista de la situación: “El Concilio Vaticano II no pretende hacer la ‘descripción’ del cristianismo posterior a la Reforma, ya que ‘estas Iglesias y Comunidades eclesiales difieren mucho, no sólo de nosotros, sino también entre sí’, y esto ‘por la diversidad de su origen, doctrina y vida espiritual’. Además, el mismo Decreto observa cómo el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no ha penetrado aún en todas partes” (UUS 66; cfr. UR 19). El diálogo ecuménico se presenta así con sus matices y complejidad.
Así, tras referirse al tesoro común del Bautismo y del amor a la Escritura −si bien con una comprensión distinta en la relación de esta con la Iglesia− (cfr. UR 21-22, UUS 66), Juan Pablo II recuerda también que “han surgido divergencias doctrinales e históricas del tiempo de la Reforma a propósito de la Iglesia, de los sacramentos y del ministerio ordenado” (UUS 67). Recuerda así la doctrina del defectus ordinis expuesta en UR 22, por la que estas Comunidades eclesiales carecerían de la sucesión apostólica, del verdadero ministerio y, por tanto, de la mayoría de los sacramentos.
Queda sin embargo en común el Bautismo y la palabra de Dios, por lo que se podría decir que la unidad está incoada, pero no ha llegado a la plenitud. “En esta amplia materia” −concluye− “hay un gran espacio de diálogo sobre los principios morales del Evangelio y sus aplicaciones” (USS 68). Quedan además por resolver unos cuantos problemas teológicos: el Bautismo (en aquellas comunidades que lo hayan perdido también), la Eucaristía, el ministerio ordenado, la sacramentalidad y la autoridad de la Iglesia, la sucesión apostólica. En fin, termina apelando una vez más al “ecumenismo espiritual” y a la necesidad de la oración como fundamento de cualquier ecumenismo posible.
De la misma manera UUS recuerda que las comunidades surgidas a partir de las primeras disputas cristológicas y del Cisma de Oriente (las llamadas antiguas Iglesias orientales), al conservar la sucesión apostólica, deben ser consideradas como verdaderas Iglesias particulares. Tras mencionar distintos acuerdos ecuménicos alcanzados en los últimos años (Patriarcado copto ortodoxo, Patriarcado de la Iglesia de Antioquía, Patriarcado asirio de Oriente, Patriarcado ecuménico de Constantinopla: cfr. UUS 50-54, 62), alude a la necesidad de mantener el principio del primado petrino como ministerio para la unidad y el amor. “La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial –en el designio de Dios– para la comunión plena y visible” (UUS 97). De esta plena comunión se desprende también la plena eficacia en el cumplimiento de la misión encomendada por Cristo a su Iglesia (cfr. UUS 98).
A la vez que clamaba para que Europa y el mundo entero respiraran con los “dos pulmones” de Oriente y Occidente (cfr. UUS 54), Juan Pablo II insistía en la importancia del “ministerio de unidad” del Obispo de Roma (cfr. LG 23). Tras constatar que este podría ser en algún caso “una dificultad para la mayoría de los demás cristianos” (UUS 88), propone un estudio detenido de la función del sucesor de Pedro en la comunión de la Iglesia, en los niveles escriturístico y teológico (cfr. UUS 90-96); y la encíclica sobre el ecumenismo trae a la memoria que “todas las Iglesias están en comunión plena y visible porque todos los pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo. El obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias” (UUS 94). Ubi Petrus, ibi plena Ecclesia. El ministerio petrino se constituye de este modo en garantía de plena comunión en la Iglesia de Cristo.
En lo que se refiere a la relación con los demás cristianos, cabe considerar otra tarea, que es −con palabras de Unitatis redintegratio− “el trabajo de preparación y de reconciliación de las personas singulares que desean la plena comunión católica” (UR 4), es decir, la atención a aquellos cristianos de otras confesiones que desean ser católicos.
Es necesario distinguir, como hace el decreto conciliar, la actividad ecuménica y la atención a estas situaciones particulares. La primera –el ecumenismo– se orienta a la unión plena y visible de las Iglesias y comunidades eclesiales como tales. En segundo lugar, hay también personas concretas que, en conciencia, se plantean libremente la posibilidad de hacerse católicas. Las dos tareas se fundamentan en el deseo de colaborar con el designio de Dios y, lejos de oponerse, están íntimamente compenetradas (cfr. ibid.). De esta forma, el ecumenismo seguiría siendo perfectamente compatible con la incorporación plena de otros cristianos a la Iglesia católica (cfr. UR 22, UUS 66).
Pablo Blanco Sarto
Universidad de Navarra
Fuente: Revista Palabra.
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