La comunión espiritual ha pasado de manera inesperada al primer plano de la actualidad, debido a algunas propuestas presentadas en el contexto del Sínodo de la familia. Pero son imprescindibles algunas precisiones
Entre los tres parágrafos de la relación final del sínodo que no obtuvieron la aprobación de los dos tercios de los padres sinodales está el que se refiere a la comunión espiritual para los divorciados que se han vuelto a casar civilmente. Es el parágrafo 53, que dice textualmente: “Algunos padres sostuvieron que las personas divorciadas y vueltas a casar o convivientes pueden recurrir provechosamente a la comunión espiritual. Otros padres se preguntaron por qué entonces no pueden acceder a la comunión sacramental. Se requiere, por tanto, una profundización de la temática que haga emerger la peculiaridad de las dos formas y su conexión con la teología del matrimonio”. Para este parágrafo, los placet fueron 112 y los non placet, 64.
Asumiendo este reto, algunos autores han profundizado en la naturaleza de la comunión espiritual y las condiciones para recibirla.
Trento había recordado que la comunión eucarística no es solo espiritual (c. 8: D 1648): no se trata solo de una manducatio spiritalis −como algunos reformados habían reprochado a los católicos−, sino también oralis. Por eso según los protestantes debían comulgar todos los asistentes a la Cena. El concilio entendió que la Eucaristía no solo era para ver, adorar y contemplar; sino también para comerla y recibirla en la sagrada comunión. Recuerda sin embargo que algunos la reciben “solo sacramentalmente”, como los gravemente pecadores, quienes no reciben los frutos espirituales; otros la reciben solo espiritualmente, como los que, con el deseo del Pan celestial, con fe viva “a través del amor” (Ga 5, 6), gozan de sus frutos y se benefician de ella; en fin, un tercer grupo la recibiría tanto sacramentalmente como espiritualmente (c. 8): son los que se preparan antes para acercarse a la Mesa divina, vestidos con las vestiduras nupciales (cf. Mt 22, 11ss.) y la reciben fructuosamente en la sagrada comunión.
También el Catecismo y el Código de Derecho Canónico emanados tras el Vaticano II abordan la cuestión. Recordemos en primer lugar que las condiciones que se requieren para acceder a la comunión sacramental son las siguientes:
1) bautismo y comunión eclesial, pues el bautismo se ordena a la Eucaristía, y solo en plenitud de comunión con Cristo puede ser recibida. La comunión en la fe es requisito para recibir la comunión eucarística; es decir, es necesario: a) pertenecer no solo al cuerpo de Cristo sino estar en su corazón (cf. Lumen Gentium 14), es decir, encontrarse en estado de gracia; b) estar libre de censuras eclesiásticas, y c) no ser ni parecer un pecador público, para evitar todo escándalo (cf. CIC 912, 915);
2) edad y uso de razón: se requiere un conocimiento adecuado sobre lo que se va a recibir, que sin embargo no es siempre necesario en las Iglesias orientales, como cuando −tras el bautismo y la confirmación− se administra la Eucaristía a los neonatos (cf. CIC 913).
La Eucaristía sería pues un sacramento de vivos porque: a) no se puede recibir válidamente la Eucaristía sin el bautismo (y la penitencia, como segundo bautismo), pues este sacramento es el que abre al alma a la vida de la gracia. Además, b) se requiere la ausencia de pecado grave en la conciencia del que recibe el cuerpo de Cristo; por lo tanto, c) un no bautizado o alguien sin las disposiciones adecuadas que se acercara al sacramento de la Eucaristía recibiría solo materialmente el cuerpo de Cristo, sin ningún fruto espiritual ex opere operato. Es más, “quien recibiera indignamente el cuerpo de Cristo, recibiría su propia condenación” (1Co 11,27).
Como consecuencia, las disposiciones para una comunión fructuosa son las siguientes: 1) estado de gracia, aunque la Eucaristía borra los pecados veniales y previene y preserva de los mortales: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya oportunidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (CIC 916; cf. CCE 1385); 2) ayuno eucarístico, con las condiciones modificadas por Pío XII en la Constitución apostólica Christus Dominus (1953): “Quien vaya a recibir la santísima Eucaristía, ha de abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción solo del agua y de las medicinas” (CIC 919).
Cuando no se reúnen todas estas condiciones, siempre puede recibirse el sacramento de modo espiritual.
En la comunión espiritual se obtienen los efectos in voto, como promesa. Según Tomás de Aquino, la comunión espiritual consiste en hacer un acto de fe sobre la presencia de Jesucristo Nuestro Señor en el Santísimo sacramento, tras un acto de amor y contrición por haberlo ofendido. Después el alma invita a Jesucristo a venir a ella y a que este la haga suya completamente; en fin, cada uno le da gracias como si lo hubiera recibido sacramentalmente. La comunión espiritual consiste así en “un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor Jesucristo sacramentalmente (STh IIIa, q 80). Es decir, sería equivalente, en cuanto a los frutos, a recibir directamente al Señor por la manducatio oralis. El sacerdote católico de origen anglicano Ronald Knox escribe: “Sabemos que una comunión espiritual hecha sinceramente puede producir los mismos efectos que la comunión sacramental”.
Los frutos son, pues, aquí sobre todo ex opere operantis, en virtud de las disposiciones del comulgante. Juan Pablo II añade además la siguiente recomendación: “Es conveniente cultivar en el ánimo, el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la comunión espiritual” (Ecclesia de Eucharistia, n. 34). En la exhortación apostólica Familiaris consortio (1981, n. 84) solicitaba a los divorciados en segundas nupcias civiles que se abran a la acción efectiva de la gracia, por ejemplo, escuchando las sagradas Escrituras, frecuentando la misa, rezando, escuchando la predicación, participando en la vida de la Iglesia, etc. Era así propuesta una pastoral de la espera y de la conversión, hasta que −por imperativos de la vida− ambos cónyuges convivieran uti frater et soror, y entonces estarían en perfectas condiciones para recibir la comunión sacramental.
Sin embargo, la comunión espiritual puede ser entendida en formas diferentes y, en consecuencia, puede prestarse a también graves equívocos. Como la comunión espiritual requiere el estado de gracia, y así como existe el bautismo de deseo para el que está impedido de recibirlo sacramentalmente, de la misma manera puede existir también la comunión de deseo (in voto). La “comunión de deseo” sería como una “comunión espiritual” para aquellos que no están en gracia. Esta parece precisamente adecuada para los que no están en estado de gracia y querrían salir de este estado, pero que −por diversos motivos− no pueden de modo inmediato. Por ejemplo, sería este el caso de los divorciados vueltos a casar, o de pecadores públicos que no podrían recibir de momento la comunión eucarística. La comunión espiritual “de deseo” es considerada como práctica habitual de la Iglesia católica y puede mover a la esperanza a estas personas con buenas disposiciones.
Prueba de ello es la contribución dada a la discusión sinodal por Carlo Buzzi, del Pontificio Instituto de las Misiones, en una carta desde Bangladesh publicada el pasado mes de mayo con el título: “¿Comunión a los divorciados vueltos a casar? Sí, de deseo”. Ahí afirma que puede existir también la “comunión de deseo”, que “parece precisamente adecuada para el que no está en estado de gracia y querría salir de este estado, pero que por varios motivos no puede”. Así, tuvo razón el Sínodo al solicitar “una profundización de la temática” desde aquí a la próxima sesión, prevista para octubre del 2015, aunque falta alguna referencia en las 47 preguntas del cuestionario distribuido a las Conferencias episcopales.
También Paul Jerome Keller, profesor del Athenaeum de Ohio (Cincinnati), ha publicado en el último número de la edición inglesa de Nova et Vetera un artículo sobre este tema titulado: “¿La comunión espiritual es para todos?” (t.o.: “Is Spiritual Communion for Everyone?”, Nova et Vetera 12/3 (2014): 631-655). “Lo que hoy llamamos comúnmente ‘comunión espiritual’” −afirmaba el dominico estadounidense− “es la que para santo Tomás de Aquino es una comunión de deseo (in voto). Es distinta de la recepción espiritual que es el efecto inherente a la recepción real de la santa comunión”. He aquí pues una distinción terminológica, en la línea de la propuesta por el Aquinate: “Solo una persona que está buscando remover el obstáculo que le impide la plena comunión con Cristo puede comenzar a estar en condiciones de realizar una comunión espiritual”, añadía Keller.
Recordando la distinción tomista entre la comunión espiritual como acto de alimentación espiritual (spiritualis manducatio) y como deseo espiritual (in voto), está claro que, para una persona que tiene algún obstáculo para la plena comunión con Cristo, no le es posible recibir la comunión ni hacer de modo pleno una comunión espiritual. Por eso resulta problemático emplear el mismo término −comunión espiritual− para referirse a dos situaciones morales distintas y a dos relaciones muy diferentes con la Eucaristía: “Debemos evitar” −continúa Keller− “el error de pensar que la comunión espiritual es el sustituto de la comunión sacramental para los divorciados que se han vuelto a casar y, en definitiva, para cualquiera que está impedido de recibir la Eucaristía a causa de un pecado mortal. El peligro pastoral presente en esta idea es inducir a pensar que el pecado que impide la comunión sacramental ‘no es tan malo’, porque de todos modos se puede tener a disposición la sustancia de la comunión”.
Es requerido por tanto el paso previo a la conversión: “Para poder recibir las gracias de la comunión con Cristo, tanto sacramental como espiritual, para todos en cualquier situación de la vida, es necesaria la conversión interior a Cristo y una manifestación de esta conversión en las acciones externas y en el modo de vivir”. Pero debemos evitar los equívocos: “No debemos oscurecer” −insistía− “la distinción entre el vivir en el estado de gracia y la gracia de ser movidos a la contrición”. En efecto, para acercarnos a la comunión sacramental, se requiere el estado de gracia que implica el previo arrepentimiento respecto a cualquier pecado y la absolución sacramental: “A partir de la revelación de Cristo y de la institución del sacramento de la Eucaristía, la única forma adecuada de adoración que se debe a Dios viene a través de Cristo y en Cristo, y se cumple en grado sumo en la celebración de la sagrada liturgia. Esto es verdad para todos los bautizados, que estén o no en condiciones de participar en la santa comunión”.
La asistencia a la celebración eucarística es ya un beneficio para todo fiel, de modo que “nadie de extraer beneficios de la participación en la Misa, es decir, de la celebración litúrgica. También la persona a la que le está impedida la más plena expresión del culto −la recepción de la santa comunión− está siempre en condiciones de recibir las gracias que provienen del arrepentimiento, así como también de las gracias efectivas que provienen de la adoración”. Además, podría encontrar la conversión y el arrepentimiento en la misma celebración eucarística, tal como se da de hecho con cierta frecuencia.
Y añade Keller al final de su artículo que “no es la Iglesia la que interpone el obstáculo a la plena comunión, sino el individuo que perpetúa la opción de violar un vínculo sacramental del matrimonio”. Es esa persona concreta la que debe remover los obstáculos que le separan de la Eucaristía, y la Iglesia −según Keller− debe mantenerse fiel a su misión.
“Si efectivamente la Iglesia se mantuviera pasiva y permitiera la santa comunión a quien no estuviera correctamente dispuesto, ella misma estaría sujeta a la condena, a causa de un tipo distinto de opresión: la incapacidad de contener a sus hijos frente a acciones ilícitas y al pecado, así como la incapacidad de custodiar fielmente y de dispensar los sacramentos”. Ante esto, la Iglesia no comete injusticia ni falta de misericordia: “No hay ninguna opresión de la persona que sufre, sea ella el divorciado que se ha vuelto a casar o el catecúmeno (quien también debe ser hecho justo sacramentalmente antes de recibir la santa comunión). Está solamente la mano extendida y dolorida del Crucificado y Resucitado, quien, a través de la Iglesia, ofrece la salvación a cada persona que elige dirigirse a Cristo, abrazando sólo a él también en las decisiones más difíciles de la vida”.
Este itinerario penitencial y sacramental ayudará a todo el que se acerca a la comunión eucarística a alcanzar la necesaria conversión (cf. Mc 1,15), a la vez que expresa de modo adecuado la dignidad del sacramento de la Eucaristía. Esta no es la mesa de los pecadores sin arrepentimiento, sino la de los elegidos, arrepentidos y reconciliados. No se trata, como es lógico, de expulsar a nadie de las iglesias, sino por el contrario de facilitarles la conversión y ese progresivo acceso a la comunión eucarística. Junto a las recomendaciones que hacía Juan Pablo II, tal vez podría resultar interesante la práctica ecuménica que se realiza en países con presencia interconfesional (como Escandinavia o Estados Unidos), con la que cristianos que no se encuentran en plena comunión con la Iglesia católica puedan acercarse a recibir la bendición, pero no la comunión: se aproximan al ministro en la fila de la comunión con la mano en el pecho, y reciben la bendición con el cuerpo de Cristo. Tal vez este gesto, dotado de gran belleza y fuerte simbolismo, podría ser también tenido en cuenta por el Sínodo. Podría propiciar la comunión de deseo y facilitar el progresivo acercamiento a la comunión plena con el cuerpo y la sangre de Cristo.
Pablo Blanco Sarto. Universidad de Navarra
Fuente: Revista Palabra
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |