Tras un brevísimo Juan Pablo I, sereno, sencillo y jovial, pero consciente de la seriedad de los problemas y falto de salud, llegó Juan Pablo II, sano y deportista, con buen humor y aplomo, mucha fe y una piedad que le salía natural
La sensación de que todo en la Iglesia tenía que ir para abajo fue lo primero que quebró aquella frase del discurso inaugural del Pontificado: “No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo” (22-X-1978). La llamada no fue muy advertida ni comprendida entonces, pero resultó un punto de inflexión en la tendencia a la baja de la época posconciliar y abrió un horizonte de esperanza y juventud, que se desarrollaría en los siguientes 26 años de pontificado. La frase se convertiría en el lema del pontificado, como subraya el himno Non abbiate paura, que Marco Frisina compuso para la beatificación.
Con esas palabras, un tanto solemnes y poéticas, como a él le gustaba, Juan Pablo II se dirigía, en primer lugar, a los sistemas políticos y económicos, especialmente a las sociedades marxistas, pero también a las liberales, para pedirles que acogieran el mensaje de Cristo. Era el programa del pontificado: no tener miedo a proponer la salvación de Cristo, el Evangelio, a todos los hombres. Tener claro cuál es su valor y, por tanto, cuál es la misión de la Iglesia, su punto fuerte y su justificación en el mundo moderno. También era la justificación de su propia misión en el mundo, la del Papa, que no es solo un resto venerable de épocas pretéritas que atrae el turismo a Roma, lo mismo que los Museos vaticanos o el Foro romano. Juan Pablo II se sentía depositario de una misión, la de la Iglesia con su mensaje para todos los pueblos, y con la renovación y la urgencia que le había dado el Concilio Vaticano II. Le acompañaba entonces una convicción y una salud que subrayaban su propuesta. Después, fue perdiendo salud, pero no perdió convicción.
Juan Pablo II fue elegido Papa el 15 de octubre de 1978, con 58 años. Estaba en plenitud de facultades, fuerte, simpático y decidido. Venía de una Polonia que estaba entonces muy separada del resto de Europa por el telón de acero, y bajo un claro y severo dominio comunista. Quizá por eso no estaba en la lista de “papables”. Recuerdo que, cuando el cardenal Felici pronunció su nombre en la plaza de San Pedro, nadie sabía quién era y su foto no estaba en los periódicos. Además, como intentó pronunciar Wojtyła con acento polaco, con la “l” barrada que es una “u”, no se podía reconocer el nombre en las listas. A mi lado, alguien comentó que debía ser swahili y buscó entre los cardenales africanos. La elección fue una sorpresa total y cada paso posterior una nueva sorpresa: los gestos, los temas, el estilo, las propuestas. En casi 26 años no paró y no dejó parar.
Aunque no estaba entre los favoritos, era conocido por los cardenales electores y algunos se habían fijado en él. Había brillado en el reciente sínodo sobre la evangelización y catequesis. Había ayudado a redactar la encíclica Humanae vitae, del Papa Pablo VI (1968), y la había defendido en distintas conferencias por todo el mundo. Y había predicado los ejercicios espirituales a Pablo VI poco antes (1975). Se habla de la promoción que le hizo el entonces cardenal de Viena, Franz König.
Sin duda, tenía un perfil interesante. Había participado en la confección de Gaudium et spes del Concilio Vaticano II (1962-1964), a pesar de ser uno de los obispos más jóvenes. Tenía una fuerte formación e inclinación intelectual, por ser profesor de ética en Lublin, y haber promovido varias revistas de pensamiento cristiano y personalista. Pero también era pastor en una situación difícil y había impulsado la pastoral de Cracovia, en medio de un régimen comunista. Los más enterados conocían su intervención en cuestiones difíciles de la Iglesia en Roma. Se sabía mover en público. No era nada tímido. Además, se le veían dotes naturales de simpatía, decisión y capacidad de diálogo. Tenía una asombrosa capacidad para los idiomas. Podía dialogar en francés, inglés, alemán, español e italiano, además de su polaco natal. Y le encantaba.
Desde el principio, fue una sorpresa de estilo y de iniciativas. El estilo le salía de dentro. Los Papas cambian su nombre para expresar la nueva condición que adquieren. Karol Wojtyla cambió de nombre, pero asumió su misión, sin dejar de ser él mismo. Al contrario, estaba seguro -lo escribió- de que había sido elegido para que desarrollara lo que llevaba dentro. ¿Qué Papa se hubiera animado a escribir libros tan personales sobre su vida y pensamiento como: Cruzando el umbral de la esperanza; Don y misterio; Levantaos, vamos; y Memoria e identidad, además de las poesías?
No eran ocurrencias personales. Le había tocado vivir en su carne muchas encrucijadas de la Iglesia en la historia. Le había tocado vivir bajo los regímenes totalitarios nazi y comunista, le había tocado explicar a los jóvenes la moral de la Iglesia, especialmente la moral sexual, y le había tocado buscar caminos de la conciencia personal en su enseñanza universitaria de ética y moral. Además, le había tocado defender Humanae vitae, de una manera que implicaba luna idea de la sexualidad y del ser humano, una antropología cristiana.
Su aplomo, basado en fuertes convicciones y experiencias de fe, resultó inmensamente valioso en un momento de incertidumbres. Entró a todas las cuestiones difíciles, una tras otra, con una paciencia y una tenacidad verdaderamente asombrosas y propias de su carácter. Y, al mismo tiempo, con una característica holgura. No era un hombre tenso. Se daba tiempo para estudiar y hacer estudiar los asuntos y le gustaba dialogarlos. Esto podía dilatarlos, pero llegaron a puerto uno tras otro. Basta pensar en el Catecismo de la Iglesia Católica. Cuando se propuso, muchos pensaron que era una tarea imposible.
No tenía miedo a las cuestiones espinosas. Se enfrentó con muchas de ellas, muy consciente de su misión. Reunió a los obispos de países que atravesaban momentos difíciles o a las congregaciones con problemas. Intervino en las grandes cuestiones internacionales y multiplicó la actividad diplomática del Vaticano en pro de la paz y los derechos humanos. Eso, en paralelo con una gran cantidad de iniciativas doctrinales, de constantes viajes y de visitas a las parroquias de Roma y a las diócesis italianas. Porque también ejercía de obispo de Roma y primado de Italia.
Fue un claro protagonista en la disolución del comunismo en el Este de Europa. Aquello fue tan milagroso como la caída de los muros de Jericó, aunque también supuso una consciente e intensa actividad diplomática y un apoyo moral decidido y explícito a sus connacionales del sindicado Solidaridad. Un apoyo que no era emocional y oportunista, sino basado en los principios de la justicia social y en la dignidad de las personas. Y le valió un atentado que le hizo claramente partícipe de la cruz.
Proclamó una y otra vez los principios morales y sus aplicaciones prácticas (defensa de la vida y la familia, doctrina social, prohibición de la guerra), fueran o no políticamente correctas. Se opuso decididamente a la guerra del Golfo. Dio la cara ante el régimen sandinista o el de Castro, y encauzó la teología de la liberación. Hizo investigar a fondo el caso Galileo. Para preparar el cambio de milenio, quiso purificar la memoria histórica y pidió perdón por los fallos de la Iglesia y los pecados de los cristianos. Quiso una mayor transparencia en los asuntos vaticanos. Impulsó desde el principio el diálogo ecuménico con los protestantes y ortodoxos. Y tuvo gestos inéditos con los judíos, a los que apreciaba sinceramente; y también con los representantes de otras religiones, a los que reunió para rezar juntos.
Tanto como su ánimo, llamaba la atención su desenvoltura. Cualquier autoridad consciente siente el peso de su oficio. Por eso, necesita también guardar distancias. Juan Pablo II no descansaba de su oficio. Lo llevaba siempre puesto. Lo ejerció día a día, delante de todo el mundo. De manera habitual, tuvo invitados a su Misa matutina y a su mesa, desayuno, comida y cena, además de múltiples audiencias. Buscó constantemente encontrarse con la gente y con frecuencia se saltaba el protocolo, con toda naturalidad. No era un hombre de curia y no le atraía el papeleo. Esto lo confiaba a sus subordinados. Y por allí, quizá, se le escaparon algunas cosas.
Estaba convencido de que su misión era transmitir el Evangelio como lo que es, un testimonio personal, y de que debía hacerlo unido a toda la Iglesia. De ahí, la importancia de los viajes y convocatorias, que, al principio, parecían una anécdota y, sin embargo, constituyen una de las claves del pontificado. Reunió millones de personas para rezar, para escuchar el Evangelio o para celebrar la Eucaristía. Algunas concentraciones fueron las mayores registradas en la historia humana. Pero lo más importante es que esto fue un ejercicio privilegiado de su ministerio papal y produjo un visible impacto de unidad y renovación en toda la Iglesia en una época difícil.
Se cumplió ante todos los ojos el principio de que la Eucaristía construye la Iglesia. Tras tantas divisiones e incertidumbres, la Iglesia se reunió en todos los continentes, alrededor del sucesor de Pedro para manifestar su fe, celebrar el misterio de Cristo y aumentar su unidad en la caridad. Muchísimos obispos y sacerdotes recuperaron allí la esperanza, la alegría y las ganas de trabajar. Hay testimonios son innumerables, además de suscitar una oleada de vocaciones sacerdotales.
Dio un testimonio constante y natural de piedad y de fe. Todos le vieron hablar con fe en la doctrina de la Iglesia, con fe también en los documentos del Concilio, en los que veía el camino de la Iglesia que él tenía que seguir. Tenía una doctrina que había madurado a fondo, con su mente de intelectual preocupado, desde que era profesor de universidad, por establecer un diálogo evangelizador con el mundo moderno. Y también una experiencia pastoral y una clara preocupación por los jóvenes y sus inquietudes. Desde allí desarrolló concienzudamente la doctrina matrimonial y social cristiana. Y las relaciones entre la fe y la razón.
Se le vio rezar, continuamente, año tras año. Lo comprobaron especialmente, los que vivían cerca de él, en las distintas etapas de su vida, que dejaron un testimonio unánime y un sinfín de anécdotas. Cuando tantas veces lo vieron en la capilla en las noches de aquellos viajes agotadores. Antes que nada, el Papa Juan Pablo II gobernó la Iglesia rezando. No fue un gestor de los asuntos eclesiásticos. No buscó la eficacia en el despacho, sino en la capilla. Se le vio celebrar con intensidad y concentración la Eucaristía en Roma, en privado y en público. Le vieron millones de creyentes en sus viajes y por la televisión. Especialmente, en sus gozosos encuentros con cientos de miles de jóvenes de todo el mundo.
Se le vio también acudir personalmente con su característico aplomo y conciencia de fe a los foros internacionales y también al diálogo con las grandes autoridades del mundo, para proponer la fe de Jesucristo, con la convicción de que es salvadora para todos los hombres y todas las culturas. Se le vio oponerse a todas las guerras y a todas las violencias, y defender la vida humana del inicio al fin, y la dignidad humana en todas las circunstancias. Todo esto ha sido historia, y se hizo a la vista de todos.
Dejó una notable cantidad de documentos, que cubren todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Dejó un Catecismo, que es una piedra miliar en su historia. Y el Código de Derecho Canónico renovado. Dejó muchos escritos personales luminosos. Y, sobre todo, la impronta personal de un hombre de fe y de oración. Y cumplió la misión que él mismo creía haber asumido, con su conciencia providencial, de entrar con la Iglesia en el tercer milenio, “cruzando el umbral de la esperanza”.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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