El Papa Francisco tiene un ‘estilo’ propio. De eso se ha dado cuenta hasta el observador más despistado: se nota en sus palabras, se nota en sus gestos, se nota en el modo en que se mueve por el mundo
Lo que no tanta gente ha descubierto es que ese ‘estilo’ se manifiesta también en su modo de rezar −es más, ‘nace’ de su oración. En estas páginas, vamos a acercarnos a ella para aprender a rezar como reza el Papa.
Cobel Ediciones ha editado Rezar como el papa Francisco del que, con autorización de su Autor, incluimos los Capítulos 1 al 5.
«¿Cómo nació la Jornada Mundial de la Juventud?» Se lo preguntaron a San Juan Pablo II, que es quien las empezó. Y contestó: «Inicialmente, con ocasión del Año Jubilar de la Redención y luego con el Año Internacional de la Juventud, convocado por la Organización de las Naciones Unidas (1985), los jóvenes fueron invitados a Roma. Y éste fue el comienzo. Nadie ha inventado las jornadas mundiales de los jóvenes. Fueron ellos quienes las crearon»[1]. Los jóvenes, que siguen al Papa por el mundo, porque saben lo que el Papa piensa de ellos: «Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. ¡Vosotros sois mi esperanza!»[2].
La de Juan Pablo II no es una voz aislada en la Iglesia. Mientras el mundo nos dice «¡piensa en ti!», «¡disfruta al máximo con tus cosas!», «¡no mires al futuro!», el Papa nos sigue diciendo, ahora con acento argentino: «¡el mundo con vos puede ser distinto!»[3]. Ese ha sido el mensaje continuo del sucesor de Pedro. Benedicto XVI lo señalaba poco después de ser elegido: «no es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer... ¡No es verdad que sea materialista y egoísta! Es verdad lo contrario: ¡los jóvenes quieren cosas grandes! Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas. Por eso, los jóvenes −vosotros lo sois− están de nuevo totalmente abiertos a Cristo»[4].
El corazón de un joven es una fuerza llena de futuro. Los viejos dicen: «Esto no tiene arreglo…»; mientras los jóvenes miran adelante y se ponen manos a la obra. No ven la magnitud de las dificultades, porque piensan que es mayor el amor que colma su corazón. El mundo paganizado −como los viejos− afirma irónico: «¿Futuro? ¡Vive el presente!». Sin embargo, el corazón joven no deja de estar inquieto, porque para un joven no hay presente que no esté en tensión hacia un futuro mejor, por el que vale la pena dar la vida.
El Papa cree en los jóvenes. Por eso nos invita este año a Cracovia. Es la tierra de san Juan Pablo II y de santa Faustina. Una tierra que ha visto el mal en su manifestación más cruenta y absurda −¡Auschwitz!−, y ha visto también la respuesta de Dios a ese mal: la revelación de la Divina Misericordia. Allá nos invita el Papa para confiarnos de nuevo, con Jesucristo, el futuro del mundo.
Nosotros queremos preparar ese viaje… a fondo. Y para eso, te proponemos esta selección de textos del Papa Francisco, junto con los que nos dirigió en la última Jornada Mundial de la Juventud. Podrás rezar una vez más con esas palabras y dejar que tu corazón vibre desde ya mismo con los horizontes que el Santo Padre nos abre.
Hemos querido añadir un artículo que nos ayude a entrar en profunda sintonía con el Papa. No queremos solo rezar con él, sino que pretendemos rezar como él. De ese modo, seremos capaces de ver —como él— lo que el Señor quiere decirnos en este preciso instante de la historia.
El Papa Francisco tiene un estilo propio. De eso se ha dado cuenta hasta el observador más despistado: se nota en sus palabras, se nota en sus gestos, se nota en el modo en que se mueve por el mundo. Lo que no tanta gente ha descubierto es que ese estilo se manifiesta también en su modo de rezar −es más, nace de su oración. En estas páginas, vamos a acercarnos a ella para aprender a rezar como reza el Papa.
Orar es hablar con Dios. Hasta ahí llegamos. Ahora bien, antes de hablar con alguien es muy importante saber quién es ese alguien. Eso no significa solo conocer su identidad (nombre y apellidos), sino quién es para nosotros. Por ejemplo, mi modo de hablar con Juan Pérez será muy distinto si ese Juan Pérez es mi profesor de Química, mi mejor amigo o simplemente el tipo que está sentado a mi lado en el metro. Por eso, antes de ver cómo es la oración del Papa tenemos que hacernos dos preguntas fundamentales: «¿Quién es Dios para Francisco?»; y, por otra parte: «¿Cómo se ve él ante Dios?».
Comencemos por la primera. En ocasiones, tenemos una imagen de Dios como nuestro Jefe: alguien que manda, que dice lo que hay que hacer… y que nos castiga si no lo hacemos. Frente a esa imagen, la que tiene el Papa es muy distinta. Una entrevista aparecida en 2010, cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires, narra brevemente el momento en que, siendo muy joven, decidió entregar su vida a Dios. Corría el año 1953:
«Era 21 de septiembre y, al igual que muchos jóvenes, Jorge Bergoglio −que rondaba los 17 años− se preparaba para salir a festejar el Día del Estudiante con sus compañeros. Pero decidió arrancar la jornada visitando su parroquia. Era un católico practicante que frecuentaba la iglesia porteña de San José de Flores.
Cuando llegó, se encontró con un sacerdote que no conocía y que le transmitió una gran espiritualidad, por lo que decidió confesarse con él. Grande fue su sorpresa al comprobar que no había sido una confesión más, sino una confesión que despabiló su fe. Que le permitió descubrir su vocación religiosa, al punto que resolvió no ir a la estación de tren a encontrarse con sus amigos y volver a su casa con una firme convicción: quería… tenía que ser sacerdote.
“En esa confesión me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con la guardia baja”, evoca más de medio siglo después. En verdad, Bergoglio tiene hoy su interpretación de aquella perplejidad: “Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta −dice− de que me estaban esperando. Eso es la experiencia religiosa: el estupor de encontrarse con alguien que te está esperando. Desde ese momento para mí, Dios es el que te ‘primerea’. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero. Uno quiere encontrarlo, pero Él nos encuentra primero”»[5].
¿Quién es Dios para el Papa? ¿Un Jefe? ¿Un Poder? Más bien, un Amor que te precede, que se te adelanta: llega antes y está esperando a que te des cuenta.
En la vida de Jorge Mario Bergoglio, aquel encuentro con Jesús en 1953 es una experiencia fundamental. Ha vuelto sobre ella infinidad de veces, pues le cambió la vida. Una de esas ocasiones fue precisamente el 22 de septiembre de 2013, siendo ya Papa, en un encuentro con los jóvenes de Cerdeña. Allí había ido para venerar a la patrona de la isla, la Virgen de Bonaria. Entre bromas y veras, comentando la escena de la pesca milagrosa y el mandato de echar las redes a la derecha, expuso en breves trazos quién es Dios para él, y cuál es el secreto de su relación con Él. El texto es un poco largo, pero vale la pena leerlo entero… y con calma:
«Quiero contaros una experiencia personal. Ayer cumplí el sexagésimo aniversario del día en que sentí la voz de Jesús en mi corazón. Pero esto lo digo no para que hagáis una tarta aquí; no, no lo digo por eso. Pero es un recuerdo: sesenta años desde aquel día. No lo olvido nunca. El Señor me hizo sentir con fuerza que debía ir por ese camino. Tenía diecisiete años.
Pasaron algunos años antes de que esta decisión, esta invitación, llegase a ser concreta y definitiva. Después pasaron muchos años con algunos acontecimientos de alegría, pero muchos años de fracasos, de fragilidad, de pecado... sesenta años por el camino del Señor, siguiéndole a Él, junto a Él, siempre con Él. Sólo os digo esto: ¡no me he arrepentido! ¡No me he arrepentido! ¿Por qué? ¿Porque me siento Tarzán y soy fuerte para seguir adelante? No. No me he arrepentido porque siempre, incluso en los momentos más oscuros, en los momentos del pecado, en los momentos de la fragilidad, en los momentos del fracaso, he mirado a Jesús y me he fiado de Él, y Él no me ha dejado solo.
Fiaos de Jesús: Él siempre va adelante, Él va con nosotros. Pero, escuchad, Él no desilusiona nunca. Él es fiel, es un compañero fiel. Pensad, este es mi testimonio: estoy feliz por estos sesenta años con el Señor. Una cosa más: ¡seguid adelante!»[6].
Junto a su buen humor, queda claro en estas dos intervenciones quién es Dios para el Papa Francisco: el Amor que nos precede, el Amor que nos busca, el Amor que nos espera. Un Amor que siempre se adelanta, que primerea. ¿Por qué usa ese término tan extraño: primerea? Porque, según explica él mismo, es como el almendro, que florece el primero. En pleno mes de febrero, los árboles están desnudos. Todos… excepto los almendros, que lucen ya sus flores blancas. Así es también nuestro Dios. Como señala el apóstol Juan: «En esto consiste el Amor, en que Dios nos amó primero» (1Jn 4,10). Y no sólo primerea, sino que luego nos acompaña siempre, también en los momentos de pecado, de debilidad, de fracaso.
El 21 de septiembre de 1953, la vida del joven Jorge Mario cambió decisivamente. Lo que le removió no fue una «idea religiosa», ni siquiera un propósito tajante, sino un encuentro personal, con alguien vivo: «Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le buscamos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es el primero que nos encuentra»[7]. Encontrar a Dios es la única manera de vivir en serio nuestra fe. Como escribía el Papa: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Lo escribía el Papa Benedicto… y Francisco lo ha citado a menudo[8].
* * *
Ahora bien, junto a la sorpresa de encontrar a Jesús, vivo, en aquella confesión (lo que él llama el «estupor del encuentro»), fue definitivo para el Papa Francisco «el modo misericordioso con el que Dios lo interpeló»[9]. Lo pudimos oír aquel primer domingo en que se asomó a la Plaza de san Pedro para rezar el Ángelus. La plaza estaba repleta… como lo estaba la de Pío XII… y la via della Conciliazione… Las televisiones de todo el mundo retransmitían en directo. Ante semejante platea, ¿qué iba a decir el Papa? Todos escuchábamos atentos, y él «se limitó» a comentar el Evangelio de la Misa, el de la mujer sorprendida en adulterio a la que los escribas y fariseos proponen apedrear (Jn 8,1-11). Tras resolver con sencillez la situación, Jesús dice a la mujer: Vete y desde ahora no peques más. El Papa «se limitó» a comentarlo así:
«No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón.
No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos»[10].
Son las dos columnas portantes del mensaje de Francisco a la Iglesia: el estupor del encuentro con Dios y el descubrimiento de su Misericordia, que nos lleva a tratar a los demás con idéntico Amor. Y eso, que él vivió hace ya tantos años, es lo que quiere que vivamos tú y yo. Por eso ha querido celebrar un Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Y por eso nos invita ahora a Cracovia.
Esas dos ideas han sido su mensaje continuo desde que fue elegido Papa. Al escribir su primer documento largo, las recogía en modo personalísimo, fundidas en una invitación que dirige a cada uno −a ti y a mí− y que quizá es momento de acoger. Hay sin duda un pedazo de la oración del Santo Padre en este texto:
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”[11]. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar “setenta veces siete” (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!»[12].
Nos hemos asomado a un primer aspecto: ¿quién es Dios para el Papa Francisco? Ahora hay que seguir adelante, con una segunda pregunta.
En verano de 2013, el Santo Padre concedió una extensa entrevista a Antonio Spadaro. Comienza precisamente así: «Tengo una pregunta preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y la formulo un poco a quemarropa: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”».
Según cuenta Spadaro, el Papa se le quedó mirando en silencio. «Le pregunto si es lícito hacerle esta pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: “No sé cuál puede ser la respuesta exacta…”». Tras un silencio, que cada uno puede imaginar más o menos prolongado, llegó la respuesta de Francisco:
«“Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador”.
El Papa sigue reflexionando, concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla más. “Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo, soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos”. Y repite: “Soy alguien que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, Miserando atque eligendo, es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero”»[13].
No es la primera vez que comenta su lema episcopal −ese que cada obispo elige antes de su consagración, en el que procura resumir su ministerio. El de Juan Pablo II se dirigía a María: Totus Tuus (Todo Tuyo); el de Benedicto XVI resumía su propio programa de vida: Cooperatores Veritatis (Cooperadores de la Verdad). El de Francisco proviene de un texto de san Beda el Venerable en que comenta la vocación de san Mateo. Tal como explicaba, siendo cardenal, a Sergio Rubin:
«A mí siempre me impresionó una lectura del breviario que dice que Jesús lo miró a Mateo en una actitud que, traducida, sería algo así como “misericordiando y eligiendo”. Ésa fue, precisamente, la manera en que yo sentí que Dios me miró durante aquella confesión. Y ésa es la manera con la que Él me pide que siempre mire a los demás: con mucha misericordia y como si estuviera eligiéndolos para Él; no excluyendo a nadie, porque todos son elegidos para el amor de Dios. “Misericordiándolo y eligiéndolo” fue el lema de mi consagración como obispo y es uno de los pivotes de mi experiencia religiosa: el servicio para la misericordia y la elección de las personas en base a una propuesta. Propuesta que podría sintetizarse coloquialmente así: “Mirá, a vos te quieren por tu nombre, a vos te eligieron y lo único que te piden es que te dejes querer”. Ésa es la propuesta que yo recibí»[14].
De nuevo, el Papa vuelve sobre aquel suceso del 21 de septiembre de 1953. Dios le estaba proponiendo lo mismo que a san Mateo, cuya fiesta se celebra precisamente en ese día: «Déjate perdonar, déjate querer por mí… y deja que Yo te elija para querer a los demás con ese mismo Amor».
Así pues, ¿quién es el Papa Francisco ante Dios? Un pecador que ha merecido la Misericordia de Dios, hasta el punto de ser elegido por Dios. ¿Elegido para qué? Para ser amado por Él, y para amar a los demás.
En sus viajes a Roma, siendo obispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio solía hospedarse en una residencia sacerdotal que hay en la via della Scrofa. Le gustaba ir a rezar a la iglesia de San Luis de los franceses, a escasos cincuenta metros. Ahí se encuentra un extraordinario cuadro de Caravaggio: La vocación de san Mateo. A la izquierda, un sorprendido Mateo, agarrado aún al dinero que recaudaba, no puede creer lo que ve. Jesús, a la derecha, le señala con un gesto fuerte, creador, y le dice: ¡Sígueme! ¡Cuántas veces rezó el Papa ante ese cuadro, identificándose con el publicano que era elegido para ser apóstol! Lo reconocía en una entrevista: «Ese dedo de Jesús, apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo. (…) Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada…Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice. [Y murmura:] Peccator sum, sed super misericordia et infinita patientia Domini nostri Jesu Christi confisus et in spiritu paenitentiae accepto»[15].
El punto de partida de la oración del Papa es un modo de ver a Dios, y un modo de verse ante Dios. Reconocerse pecador −¿quién no lo es?− y descubrir que, mucho mayor que nuestro pecado, es el Amor de Dios que viene a buscarnos.
Como hemos visto, la vida del Papa Francisco se apoya en la doble experiencia de un Dios que primerea y que se acerca misericordiándonos para elegirnos. Hay quien se queja de estos términos un poco extraños, pero tienen toda la fuerza de un lenguaje que brota de la vida misma. Uno y otro trazan el camino por el que se ha desarrollado la vida de Jorge Mario Bergoglio y, ahora, el ministerio del Papa Francisco. ¿Qué hay en esos abrazos a los enfermos en la plaza de san Pedro?, ¿qué, tras las llamadas a una joven madre que le escribe angustiada, a un joven que le pide oraciones, a unas religiosas que celebran la Navidad?, ¿qué hay, sino el deseo de hacer presente ese Amor que se adelanta siempre, que está siempre esperándonos, que se alegra infinitamente de encontrarnos y que nos acoge en todo momento con una misericordia infinita? Todos sus gestos nacen del encuentro personal con Cristo.
Ahora bien, en todo esto, ¿qué papel juega la oración? ¿Qué tiene que ver con todo esto? Tiene todo que ver. Para el Papa, aquel encuentro con el Dios que primerea no es algo que sucedió una vez −corría el año 1953− y no se ha repetido más, sino algo que procura renovar a diario. En su opinión, toda experiencia religiosa debe tener esa dosis de estupor, la sorpresa de descubrir a Alguien −Alguien real− que es Amor y que nos antecede. El Papa habla de toda experiencia religiosa: desde una conversión fulminante hasta la oración de todos los días.
Desde luego, no es tarea fácil. Como apunta él mismo, «vivir hoy esa trascendencia es difícil por el ritmo vertiginoso de la vida, la rapidez de los cambios y la falta de una mirada de largo plazo». No es fácil, pero, por eso precisamente, «son importantes los remansos»[16]. Como en los torrentes de montaña, cuando el agua se detiene en un pequeño tramo, formando una poza más o menos profunda en la cual surge la vida, a la cual se acercan las bestias para beber, en torno a la cual crecen los árboles y la hierba. Un «remanso de paz», como se suele decir. Y bien, ¿qué son esos remansos en nuestro día, sino los tiempos que dedicamos exclusivamente a la oración?
Quienes viven en una gran ciudad saben lo difícil que resulta encontrar un «hueco»: un tiempo sin horarios ni entregas, sin coches ni bocinazos, sin llamadas, mails ni whatsapps. Lo difícil que es, en una palabra, encontrar ese silencio interior, que es la puerta de la oración. Con todo, aunque a veces la relegamos por falta de tiempo, hemos de reconocer que, otras muchas, dejamos la oración por falta de interés. Así de simple: falta-de-interés. Así de cutre. Así de simple. Así es la vida.
Así… hasta que pasa algo, o, como dice gráficamente el Papa, «hasta que uno pisa una cáscara de banana y se cae sentado. Que una enfermedad, que una crisis, que una desilusión, que algo que yo tenía planeado desde mi exitismo y no funcionó…»[17]. Entonces sí, nos paramos de golpe, frenados por un batacazo más o menos bestial. El problema es que, si no estamos habituados a los remansos, si habitualmente no hacemos más que deslizarnos como el agua por las torrenteras, ¿seremos capaces de manejarnos cuando de improviso se corte nuestro ritmo? ¿No nos quedaremos perplejos, paralizados y quejosos? ¡Cuántas vidas cristianas truncadas por el sufrimiento! ¡Cuántas crisis de fe por esos golpes que nos frenan en seco! Ciertamente, no es fácil descubrir en el dolor el Amor de Dios. No es fácil, sobre todo, si uno no ha procurado antes descubrirlo en sus manifestaciones más luminosas, si no ha procurado remansar las aguas de su alma en los tiempos dedicados a orar. Por eso, necesitamos esos remansos, necesitamos pararnos cada día a rezar.
¿Qué significa rezar para el Papa? Antonio Spadaro le hizo una pregunta parecida: «¿Cuál es su modo preferido de orar?». Y él contestó con sencillez: «Rezo el Oficio todas las mañanas. Me gusta rezar con los Salmos. Después, inmediatamente, celebro la misa. Rezo el Rosario». Según él mismo reconocía, le impresionó vivamente el modo en que Juan Pablo II rezaba a la Virgen el Santo Rosario, se dio cuenta de la seriedad que implicaba y comenzó a rezar a diario los quince misterios. Y sigue: «lo que verdaderamente prefiero es la Adoración vespertina (…). Por la tarde, entre las siete y las ocho, estoy ante el Santísimo en una hora de adoración»[18]. Ese es su modo preferido de orar: la adoración ante el Señor.
Ahora bien, ¿en qué consiste eso que llama adoración? En otra ocasión la definió como «una experiencia de claudicación, de entrega, donde todo nuestro ser entre en la presencia de Dios. Es allí donde se producirá el diálogo, la escucha, la transformación. Mirar a Dios, pero sobre todo sentirse mirado por Él». Y apuntaba, de nuevo: «cuando más vivo la experiencia religiosa es en el momento en que me pongo, a tiempo indefinido, delante del sagrario. A veces, me duermo sentado dejándome mirar. Siento como si estuviera en manos de otro, como si Dios me estuviese tomando la mano. Creo que hay que llegar a la alteridad trascendente del Señor, que es Señor de todo, pero que respeta siempre nuestra libertad»[19]. La oración es, entonces, en primer lugar, descubrir que estamos con Dios: Alguien vivo, real, que no soy yo mismo; Otro, más allá de mí mismo (eso significa alteridad trascendente). En definitiva, sentarnos y descubrir que Dios está ahí es ya orar.
Por supuesto, en las palabras del Papa hay algo más que llama la atención a quienes intentamos rezar todos los días: «a tiempo indefinido». Sí, quizá esto nos sorprenda. Otras veces, ha reconocido, «después de la misa de medianoche [en Navidad], he pasado algunas horas solo, en la capilla, antes de celebrar la Misa de la aurora»[20]. Pasar la noche en oración, rezar a tiempo indefinido… Nos sorprende, tal vez, porque imaginamos al Papa rezando como solemos hacer nosotros: con un libro entre las manos, leyendo algo en que procuramos ahondar, para aplicarlo a nuestra vida y concretarlo en propósitos de mejora y resoluciones… Imaginamos eso… ¡¡¡a tiempo indefinido??? ¡¡¡Debe ser agotador!!! Nos cuesta imaginar que alguien sea capaz de tamaño esfuerzo… y nos cuesta todavía más pensar que nosotros vayamos a serlo.
Pienso que el problema es que confundimos lo que nosotros hacemos −que en sentido estricto habría que llamar meditación−, con la oración de la que habla el Papa. Y no: la oración está un paso más allá de la meditación… o un paso más acá. No se trata de dar vueltas a un asunto, o intentar leer un libro más o menos abstruso, interesante o ameno. Eso es meditar. En cambio, orar consiste en el diálogo tú a tú, cara a cara con Dios, al que aspira la meditación; pero es también el diálogo, tú a tú, que a veces se nos da (porque es siempre un don de Dios) antes de empezar a meditar.
Hay días en que no tenemos fuerzas para nada: no podemos ni tomar un libro, ni hilvanar ideas… Días en que perdemos el tiempo de oración «pajareando», o en que sencillamente cerramos el libro y nos decimos: «para estar así, mejor ponerse a hacer otra cosa». Nos parece que, si no meditamos, da igual lo que hagamos. Y no es cierto. El Papa nos está abriendo su corazón al recordarnos: «¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva!»[21]. Ser ante sus ojos, basta con eso. Y es algo que está al alcance de cualquiera: por cansados que estemos, por espesos, por obtusos… ser es algo que no nos cuesta —habitualmente— ningún esfuerzo.
Sin embargo, tenemos que reconocer que, en realidad, sí nos cuesta, y nos cuesta horrores. En un mundo lleno de noticias, de fotos colgadas en Facebook e Instagram, de exclusivas futbolísticas en Marca.com hemos perdido la capacidad de ser, sin más. En los pueblos pequeños todavía es frecuente contemplar a tres o cuatro paisanos sentados en un banco. Pueden pasar ahí horas. No hablan apenas (no hay mucho de qué hablar). No miran nada (no hay nada que ver). ¿Qué hacen ahí sentados? Nada. Se limitan a ser. Simplemente ser. Quizá es algo que hemos de aprender de nuevo.
En efecto, para dejarnos mirar por Dios, lo primero es pararnos. Dejar el móvil en otra habitación; no pensar en lo que tengo que hacer, en el mensaje que tengo que mandar, en el plan que hay que ajustar… Dejar todo eso en manos de Dios y entrar en su silencio. Entonces, solo entonces, podremos seguir adelante.
Y no es cuestión de fervor: no hay que sentir nada especial para sentarse delante de Dios. Es más, apunta el Papa que, precisamente cuando nos sentimos más fríos, «necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: “Cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1,48)»[22]. No hay que hacer nada. Se trata sencillamente de respirar con calma, aparcar por un momento las mil cosas que tenemos que hacer y dejarse mirar, dejarse querer. Redescubrimos, así, el Amor de ese Dios que nos espera y nos sigue acompañando… también cuando falta el sentimiento, cuando pesa la debilidad, cuando hemos caído en el pecado.
Este estilo de oración no es particularmente original, a no ser porque se encuentra en el origen de la oración cristiana. Es la oración de Moisés, con quien Dios hablaba «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33,11), y es la oración de Cristo, que tantas veces «pasó toda la noche en oración a Dios» (Lc 6,12). Es la oración de tantos santos a lo largo de la historia: la oración de los Padres; la oración de santa Catalina, que oyó a Jesús decir: «piensa en Mí, que Yo pienso en ti»; la oración de san Felipe Neri, que pasaba las noches rezando en las catacumbas romanas; la oración de santa Teresa, que definía como un estar «muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»; la oración de aquel campesino de Ars que respondió a su santo párroco cuando le preguntaba qué hacía ante el sagrario: «yo le miro y Él me mira»; la oración de san Josemaría, para quien «el diálogo, a veces, no es más que mirarse». Esos largos diálogos de silencio, que solo los enamorados entienden. En definitiva, es la oración que contempla la maravilla de Dios, y adora en silencio.
No es, pues, original, pero en la vida del Papa Francisco adquiere una cierta prioridad, tal vez por la relevancia que ha tenido aquella experiencia de Dios: la misma de hace sesenta años, que le sigue transformando cada día. Cada día. Y no es una exageración, ni una hermosa teoría: es la vida misma. Durante la primera reunión en Roma de los cardenales que están estudiando la reforma de la Curia (cardenales que vienen de los cinco continentes), el Servicio de Información del Vaticano anunciaba: «Sobre el trabajo del Consejo de los Cardenales, el Padre Lombardi [director de la Oficina de Prensa] ha informado que ayer el papa estuvo presente en las sesiones de la tarde, desde las 16.00 a las 19.00. “El Santo Padre va a rezar a la Capilla a las 19.00; este es el final de su participación, aunque los Cardenales pueden proseguir la reunión, si lo consideran oportuno”». No sé si lo consideran oportuno, o se suman a la oración del Papa. En todo caso, hay que convenir en que, por llena que tengamos la agenda, difícilmente encontraremos nosotros algo más urgente que una comisión de cardenales encargada de reformar la Curia...
Esta es la última pregunta que quisiera lanzar: ¿de qué está llena la oración del Papa? Hemos visto que la suya es una oración eminentemente adoradora y contemplativa. Pero no sólo. A fin de cuentas, la contemplación es un don, que no tenemos por qué recibir; y entretanto, ¿qué hace el Papa?
Sin ánimo de ser exhaustivo −a fin de cuentas, ¿quién puede saberlo?−, he encontrado alguna respuesta en distintas intervenciones del Romano Pontífice.
1. Recordar. En una ocasión, comentó: «La oración es para mí siempre una oración memoriosa, llena de memoria, de recuerdos, incluso de memoria de mi historia o de lo que el Señor ha hecho en su Iglesia o en una parroquia concreta. Para mí, se trata de la memoria de que habla san Ignacio en la primera Semana de los Ejercicios, en el encuentro misericordioso con Cristo Crucificado. Y me pregunto: “¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?”. Es la memoria de la que habla también Ignacio en la Contemplación para alcanzar amor, cuando nos pide que traigamos a la memoria los beneficios recibidos»[23].
¿Qué hacer, pues, en nuestra oración? Primero, recordar todas las cosas que Dios ha hecho por nosotros. ¡Qué distinta nuestra oración! A menudo, nos detenemos demasiado en lo que nos ha dolido, en lo que nos hace sufrir, o en nuestros pecados y flaquezas: en todo aquello que no funciona como debería en nuestra vida (o en la de las personas que nos rodean). Vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas a lo que va mal, a las heridas, a los fracasos. Olvidamos que «Él nos ha amado primero», y que el amor −¡ese Amor!− «cubre la multitud de los pecados» (1P 4,8). Por eso, la memoria del bien debe tener prioridad en la oración.
Esa memoria tiene que ver, en primer lugar, con el encuentro con Cristo crucificado. Así han comenzado a rezar muchos santos y santas, como santa Teresa, o san Ignacio: recordar la Cruz, ponernos delante de ella. Jesús está ahí. Y es Dios. Por eso, durante aquellas tres largas horas, mientras seguía vivo, podía pensar en cada una y en cada uno de nosotros. Veía nuestras caídas, nuestras debilidades, nuestras traiciones; veía todo el mal que iba a haber en el mundo. ¡El demonio se encargaba de recordárselo, para hacerle ver lo absurdo que era morir por alguien como tú o como yo…! Sin embargo, Jesús no cedió a la tentación. Permaneció clavado en la Cruz hasta que pudo decir: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Recordar a Cristo crucificado es dejar que nos mire y nos diga: «Te conozco perfectamente, he visto todos y cada uno de tus pecados… y, conociéndote tan bien, creo que vale la pena seguir aquí, en esta Cruz, y dar mi vida por ti. ¡Qué maravilla que existas! ¡Qué contento estoy de haberte creado y de sufrir esta muerte por ti!». Por este cauce discurre la oración del Papa. En el mensaje que ha escrito para preparar la JMJ, nos pregunta:
«Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?»[24].
El día que las entendamos a fondo, ¿quién podrá robarnos la esperanza? De ella nacerán la fuerza y los deseos de corresponder a ese Amor.
La oración memoriosa parte de la Cruz y alcanza, en segundo lugar, la Resurrección. El Papa ha comentado en varias ocasiones el mensaje del ángel a las santas mujeres que se habían acercado al sepulcro: «Jesús ha resucitado... Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea» (Lc 24,6.8). Y ellas «recordaron sus palabras». Igualmente, nosotros podemos hacer memoria de lo que el Señor nos ha dicho: en otros ratos de oración, o leyendo un libro; escuchando una homilía o hablando con un sacerdote, con un amigo…
Pero hay algo más: «Es −comenta el Papa− la invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús»[25]. En efecto, Él mismo se aparecerá a las mujeres y les encargará: «id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán (Mt 28,10)». Galilea es el lugar donde Cristo había salido a su encuentro, donde vivieron los momentos más intensos con Él: el lugar de sus enseñanzas junto a lago y en el monte; de los milagros y de los largos ratos de oración; de la llamada y de la convivencia diaria…
Volver a Galilea significa recordar todas las cosas buenas que hemos vivido junto al Señor, los momentos en que le hemos sentido más cerca, en que hemos palpado su Amor. De eso nos anima el Papa a llenar nuestra oración: «hacer memoria de lo que Dios ha hecho por mí, por nosotros, hacer memoria del camino recorrido; y esto abre el corazón de par en par a la esperanza para el futuro. Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas»[26].
Pero el Santo Padre no se queda en su propia memoria, sino que da todavía un paso más: «sobre todo, sé que el Señor me tiene en su memoria. Yo puedo olvidarme de Él, pero sé que Él jamás se olvida de mí»[27]. De nuevo, es algo hondamente radicado en la Escritura. Frente a los hombres, que tan a menudo claman a Dios por haberles dejado de lado, se alza la voz del Señor: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49,15).
Se trata de una memoria fundamental, que nos permite ir adelante cuando nuestra debilidad y nuestros fracasos se hacen más evidentes. Es la roca segura sobre la que apoyarnos, la verdad de que, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, somos hijos de Dios. Responde a aquella propuesta inicial de Dios: Él nos ha elegido por nuestro nombre, basta que nos dejemos querer. Sí, concluye el Papa: «es la memoria que me hace hijo y que me hace también ser padre»[28].
Como decíamos antes, Francisco mantiene viva en su oración la memoria de aquel encuentro primero con Dios, de aquel día en que descubrió que era Él quien le había estado buscando, y le esperaba, y le llevaba en el corazón. Eso es lo que le permite vivir —todavía hoy— como vive. Porque, en efecto, descubrir el Amor de Dios en concreto, personalmente, a mí, es lo que nos empuja a corresponder de todo corazón, amando a los demás: «Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo»[29]. Y tú, ¿has vivido alguna vez esa experiencia del Amor que Dios te tiene?
2. Escuchar. La oración del Santo Padre está llena también de una atenta escucha a la Palabra que Dios le dirige desde el Evangelio. Tal como él mismo señala, si abordamos el Evangelio «de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez»[30]. Desde luego, no es algo que suceda enseguida, o que podamos apresurar −de eso tenemos experiencia. Con el Evangelio hay que ir por partes y serenamente, sin prisa.
Primero es necesario comprender el texto en su sentido original, lo cual no siempre es sencillo, y exige, siempre, silencio, calma y atención. Los textos de la Escritura son antiguos, y en muchos aspectos se insertan en una cultura distinta de la nuestra. Muchos de los gestos y palabras de Jesús responden a esa cultura... y reciben en la nuestra una interpretación distinta de la original, como cuando se dirige a su madre llamándola «mujer» (Jn 2,4), o le recuerda a una cananea que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mt 15,26). De ahí la importancia de tener en casa una buena edición de la Biblia, con notas y explicaciones abundantes; de ahí la importancia también de la homilía dominical y de preguntar al sacerdote cuando el sentido de un texto se nos hace más oscuro. Además, existen abundantes recursos e iniciativas para conocer mejor la Escritura[31].
En todo caso, lo principal es la actitud con la que nos acercamos a ella. El Papa Francisco habla de una serena atención, sin prisas. Hay que hacer silencio −por dentro y por fuera−, y huir de toda precipitación o ansiedad. Es cuestión de amor: «uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1S 3,9)»[32].
Una vez más, se trata de pararse, sentirse vivo ante Jesucristo y escuchar su Palabra. Con esto llegamos al segundo momento de esta actitud: acercarse al Evangelio dejándonos herir por él, abriéndonos para que nos interpele no en la teoría, sino real y personalmente. Para eso, en la presencia de Dios, «es bueno preguntar, por ejemplo: “Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?”»[33].
No deja de ser significativo que el Papa termine siempre preguntando al Señor, dejando que sea Él quien hable. Lo veíamos antes, a propósito de la oración memoriosa; lo vemos ahora ante la Escritura. Es una tarea exigente: a menudo sí escuchamos la voz de Jesús que se dirige a nosotros en un pasaje del Evangelio, pero entonces nos cerramos y no queremos oír, o lo aplicamos a otros en lugar de a nosotros mismos, o encontramos excusas que nos permitan diluir o suavizar el mensaje de Jesús —esa palabra, esa frase que nos ha herido cuando leíamos en silencio. Por eso es tan importante renovar cada día nuestra disposición de dejarnos decir cualquier cosa, lo que Dios quiera, aunque nos duela. Disponernos como Samuel, pronunciando antes de abrir el Evangelio aquellas palabras: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3,9).
3. Interceder. La oración del Papa Francisco está también poblada por las vidas de tanta gente que acude a él. En la Evangelii gaudium dedica unos números preciosos a esta forma de orar que nos mueve a salir de nosotros mismos para servir y amar a quienes tenemos alrededor. Nuestra oración se llena entonces de los demás: preocupaciones y tristezas, alegrías e ilusiones. Así ha sido la oración de los grandes santos; la de San Pablo, por ejemplo, que escribe a su amada comunidad de Filipos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros (...) porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp1,4.7).
No se trata de «pasar lista», delante de Dios, de las personas que queremos, como intentando sacarle favores para cada uno… sino, más bien, de hablar de ellas con Dios. Despacio, amorosamente. Si lo hacemos así, nuestra oración se convertirá, en primer lugar, en agradecimiento por tantas cosas. Reconoceremos todo el bien que los demás encierran, todo el bien que hacen y todo el bien que están llamados a hacer. Jamás desesperaremos de un alma, mientras la amemos. Así se comporta Dios con nosotros y así aprendemos a comportarnos nosotros con los demás. Cuando intercedemos por ellos en la oración, nos metemos de algún modo en el corazón de Dios.
El modo en que el Papa vive esta intercesión salta a la vista en cualquiera de sus apariciones públicas, en las noticias que hemos tenido de su oración y de su interés por personas o comunidades concretas. Él mismo lo ha señalado: no es que logremos con nuestra oración “forzar” a Dios, sino que posibilitamos que su poder, su amor y su lealtad −que siempre se adelantan− «se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo»[34].
Los tres aspectos que hemos repasado en la oración del Papa van en realidad íntimamente unidos: recordar la continua cercanía de Dios, dejarse interpelar por Cristo, compartir la vida entera −amistades, familia, necesidades, ilusiones− con Él. Los tres responden a un estilo único, que se podría resumir en esto: la actitud contemplativa de quien, a diario, se deja mirar por Dios, y deja que Él le muestre la inmensa maravillosa tarea que tiene por delante, para encender el mundo en Amor. Por eso, hay un aspecto más, que sin duda tiene que ver especialmente con los jóvenes.
4. Soñar. Lo decía el Papa ante una Plaza de san Pedro llena de peregrinos: «La vida no se nos da para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que la donemos. Queridos jóvenes, ¡tened un ánimo grande! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!»[35]. Soñar esas cosas grandes que Dios quiere hacer en el mundo.
En otra ocasión, delante de una plaza abarrotada de gente joven, decía con su marcado acento argentino:
«Una palabra que cayó fuerte: soñar. Un escritor latinoamericano decía que las personas tenemos dos ojos, uno de carne y otro de vidrio. Con el ojo de carne vemos lo que miramos, con el ojo de vidrio vemos lo que soñamos. Está lindo, ¿eh?
En la objetividad de la vida tiene que entrar la capacidad de soñar. Y un joven que no es capaz de soñar, está clausurado en sí mismo, está cerrado en sí mismo.
Cada uno a veces sueña cosas que nunca van a suceder, pero soñálas, deseálas, buscá horizontes, abrite, abrite a cosas grandes. No sé si en Cuba se usa la palabra, pero los argentinos decimos: “No te arrugués”. No te arrugués, abrite. Abrite y soñá.
Soñá que el mundo con vos puede ser distinto. Soñá que si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto.
No se olviden, sueñen»[36].
Soñar con un mundo mejor, con un mundo en que reine el amor de Dios, el perdón, el servicio, la humildad, la sonrisa. A veces nos parece una cosa bonita… sencillamente imposible. Pero eso es porque no soñamos en la oración. Soñar en la oración es soñar con Dios, y, con Dios, nunca soñamos de más. Seguía el Papa ante aquel público:
«Por ahí se les va la mano y sueñan demasiado, y la vida les corta el camino. No importa: sueñen. Y cuenten sus sueños. Cuenten, hablen de las cosas grandes que desean, porque cuanto más grande es la capacidad de soñar, y la vida te deja a mitad camino, más camino has recorrido. Así que, primero, soñar»[37].
Cuando el Papa decía estas cosas, sabía a quién se dirigía. Eran los jóvenes de Cuba. Tal vez a nosotros nos parezca a veces difícil vivir como cristianos. Ciertamente, a veces no es fácil: en la universidad, con los amigos, en nuestra ciudad… Con todo, estoy seguro de que no tenemos ni la décima parte de las dificultades que tienen aquellos jóvenes cubanos. Y a ellos se dirigía el Papa con esa confianza. Soñar no es un esfuerzo vano, cuando lo hacemos con Dios. Con Él, «si vos ponés lo mejor de vos, vas a ayudar a que ese mundo sea distinto»; por eso, hemos de hablar con Él «de las cosas grandes» que deseamos, que llenan nuestro corazón, que nos gustaría poner por obra en este mundo nuestro.
El Papa Francisco nos invita a Cracovia para soñar juntos los sueños de Dios: encontrar a Jesucristo, descubrir personalmente cuánto nos ama, dejarnos interpelar con Él y soñar juntos un mundo mejor. El mundo que haremos tú y yo si vamos, con el sucesor de Pedro, hacia Jesús. Hacia Jesús, siempre de nuevo, de la mano de María.
Lucas Buch
[1] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 134.
[2] Idem, 135.
[3] Papa Francisco, Discurso en el encuentro con los jóvenes de Cuba, 20.9.15.
[4] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con los peregrinos alemanes, 25.4.2005.
[5] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio, Ediciones B, Barcelona 2013, 47-48. El subrayado es mío.
[6] Papa Francisco, Discurso en el encuentro con los jóvenes de Cerdeña, 22.9.2013.
[7] Papa Francisco, Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, § 2.
[8] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, 25.12.2005, n.1; cfr. Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, n. 7.
[9] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco, 48.
[10] Papa Francisco, Ángelus, 17.3.2013.
[11] Pablo VI, Ex. Ap. Gaudete in Domino, 9.5.75, n. 22.
[12] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, n. 3.
[13] Entrevista de A. Spadaro, s.j., publicada en «L'Osservatore Romano», edición semanal en lengua española, Año XLV, n. 39 (2.333) , 27.9.2013. El texto se puede encontrar en www.vatican.va.
[14] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco, 51.
[15] Entrevista de A. Spadaro, s.j., publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
[16] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco, 51.
[17] Ibid., 52.
[18] Entrevista de A. Spadaro, s.j., publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
[19] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa Francisco, 54.
[20] Entrevista de A. Tornielli publicada en «La Stampa», 15.12.2013.
[21] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, n. 264.
[22] Idem.
[23] Entrevista de A. Spadaro, s.j., publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
[24] Papa Francisco, Mensaje para la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, § 2.
[25] Papa Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 30.3.2013.
[26] Idem.
[27] Entrevista de A. Spadaro, s.j., publicada en «L'Osservatore Romano», 27.9.2013.
[28] Idem.
[29] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, 25.12.2005, n. 39.
[30] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, n. 264.
[31] Citaré, a modo de ejemplo, el estupendo libro de F. Varo, La Biblia para hipsters, Planeta, Barcelona 2015.
[32] Papa Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24.11.2013, n. 146.
[33] Ibid., n. 153.
[34] Ibid., n. 283.
[35] Papa Francisco, Audiencia General, 24.4.13.
[36] Papa Francisco, Discurso en el encuentro con los jóvenes de Cuba, 20.9.15.
[37] Idem.
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