Resumen de la transcripción de la conferencia del Autor, durante los Diálogos de Teología en la Biblioteca sacerdotal Sentiles. Astorga, 2 de marzo de 2020
Antes de hablar de las virtudes teologales, hacemos en primer lugar unas consideraciones previas. Hablar de las virtudes cristianas sólo puede hacerse a partir de la gracia. Las palabras gracia y sobrenatural hoy apenas se dicen, y claro, si estas palabras desparecen de nuestro lenguaje, entonces hemos quitado el meollo del cristianismo. No se trata de algo accidental. Para que pueda ir al Cielo, Dios me tiene que transformar por dentro, dándome eso que llamamos la gracia santificante y las virtudes, si no, no hay manera. Presento el plan general sobre las virtudes y la gracia como lo hace santo Tomás.
Pedro Lombardo decía que la Caridad es el Espíritu Santo, y que no es una virtud, sino que es la misma Persona del Espíritu Santo, y eso los teólogos posteriores, como santo Tomás y san Buenaventura, y todos, eso no lo aceptan, y dan dos razones: la primera, dicen, es que entonces sería el Espíritu Santo quien cree, quien ama y quien espera, ya no sería el hombre; y quien ha de creer, esperar y amar es el hombre. Para que el hombre crea (el Espíritu Santo, que efectivamente se nos da), tiene que haber en nosotros la gracia creada, es decir, una cualidad que me hace ser partícipe de la propia naturaleza divina, por lo tanto que me connaturaliza con Dios (esta palabra la utiliza mucho santo Tomás). Entones tengo algo dentro de mí que hace que sea yo, movido por el Espíritu Santo, quien cree, quien ama y quien espera. Si no, sería una simple marioneta.
Santo Tomás pone una segunda razón. El destino hacia el cuál Dios nos llama, nos lleva, es sobrenatural. Es sobrenatural porque es participar de su propia Vida, de su propia Felicidad. Esto por definición es único y exclusivo de Dios, la vida eterna. Por lo tanto nosotros, si llegamos a adquirirla, solamente puede ser por regalo de Dios; de ahí brota el concepto de sobrenatural. Sobrenatural: yo no puedo conseguirlo con mis propias fuerzas, ni merecerlo, ni se me es debido de ninguna manera, solamente puede ser gratuito. Es sobrenatural, porque es lo propio y exclusivo de Dios sólo.
Es importante aquello que estudiábamos, de que para ir al Cielo son necesarios los actos salutare, en latín. Por contraposición, están los actos honestitatis, meramente buenos, a nivel natural, pero que no merecen el Cielo, no me llevan al Cielo. Y esta distinción, de la que ahora no se habla, pienso que sigue siendo necesaria. La mentalidad de hoy es que si yo hago obras buenas me dan el Cielo. Y no basta con hacer obras buenas, esas obras deben ser saludables, es decir, sobrenaturales, y son sobrenaturales porque para hacerlas necesito la gracia. Todo esto lo digo para poder entender lo que diré sobre las virtudes, son como unos pre-requisitos.
El plan de Santo Tomás en la Suma es que todo brota de Dios y va a Dios. En la Creación estaba Dios ya pensando en Cristo, y en unos seres dotados de inteligencia y voluntad a los cuales poder comunicarles su propia vida. Por eso nos crea, para poder llevarnos luego a Él y así poder plenificarnos totalmente. Para eso es Dios mismo quien nos tiene que llevar, porque si es Dios mismo el camino, si son sobrenaturales los actos, no podemos hacerlos sólo desde nosotros mismos, sólo con nuestras fuerzas. Por eso nos da la gracia, que es una cualidad que afecta al alma, y luego tenemos unas potencias, porque el alma no es el principio inmediato, operativo, de los actos que hacemos.
Los actos en el hombre los hacen el entendimiento y la voluntad. Y en ellos y en las potencias sensitivas hay que poner las virtudes. Todo esto, dice santo Tomás citando el libro de la Sabiduría, es porque todo lo que Dios hace, y la manera de gobernar el mundo y de llevarlo hacia Él es suaviter. Para que Dios nos lleve así, con suavidad, no a trompicones tirando de nosotros, por eso nos da la gracia y pone en nosotros las virtudes, para que broten pronte, firmiter y delectabiliter. Prontamente, no tiene que haber lucha, nos atrae el bien, y entonces las virtudes, que son hábitos, no como las pasiones, sino que son actitudes que duran, son permanentes, dentro de la persona, y son delectabiliter, nos gusta hacer el bien, y ¿qué pasa entonces si algo nos cuesta e incluso nos resulta doloroso? Cuidado, ¡eh!, el dolor no está en contra de la alegría, y por lo tanto de hacer eso delectabiliter. Como en el caso de la madre, que está en un hospital junto al lecho de su hijo, al que ve sufrir, y ella también sufre mucho, pero está allí a gusto, acompañando a su hijo. Para ella sería un sufrimiento mucho mayor no poder acompañar a su hijo. A veces nos cuesta eso, pero ello no quiere decir que no sea delectabiliter.
En santo Tomás son siempre importantes los adverbios cuando habla de las virtudes. San Pablo por ejemplo les pide a los cristianos de una zona que ayuden económicamente a otros hilariter, gozosamente. Es tan importante la obra que se hace como el cómo se hace. Son adverbios de modo. Dice que el legislador divino no es como el humano; al legislador humano sólo le preocupa que se cumpla lo que él manda, es decir, la obra; pero al legislador divino le preocupa más el cómo se hace.
Sólo Dios puede ordenar actos internos; ninguna autoridad humana, ni civil ni eclesiástica puede mandar actos internos. También el demonio hace cosas buenas, pero no las hace bene, el adverbio.
El justo es el que hace cosas justas, pero no sólo esto, las tiene que hacer iuste. El casto no es solamente el que hace cosas castas, sino que las tiene que hace caste. Justo es el que hace cosas justas pero como las hace el justo. Las virtudes nos llevan a hacer eso a lo que conducen, pero para hacerlo como el virtuoso, es decir, para hacerlo bien, justamente, castamente, etc.
Todo lo que me lleve a la vida eterna tiene que ser sobrenatural. Para que pueda hacerlo sobrenaturalmente se me tiene que conceder de Dios una participación en su propia naturaleza, que es la gracia. Y tiene que concedérseme un principio interior que me haga apto y poder obrar así como Dios. Sabéis que en el Tratado de Gracia al hablar de en qué consiste la semejanza o la participación en la naturaleza divina, dice que conocemos participando del conocimiento de Dios, y actuamos y amamos participando en la misma vida de Dios. Todo esto es importante para lo que vamos a hablar acerca del edificio de las virtudes cristianas.
Para vivir sobrenaturalmente Dios me tiene que dar las virtudes. Y a las virtudes que Dios me da las llamamos infusas. Porque las da Él. Las virtudes que me da Dios, yo no las puedo adquirir. Solamente las puedo tener si Dios me las da. Las virtudes teologales son virtudes infusas, pero las virtudes morales también, pues todas las virtudes que me llevan al Cielo tienen que ser infusas. No lo olvidéis nunca.
Las virtudes morales adquiridas por repetición de actos, como ocurre con los actos honestos, no nos llevan al Cielo. Para llevarnos al Cielo tiene que llevarnos Dios, poniendo en marcha nuestra propia libertad, pero la pone Él, y somos nosotros los que tenemos que creer, amar, ser obedientes, justos, castos, etc.
Todas las virtudes tienen que llevarnos a Dios, pero las más importantes son las que tienen a Dios mismo por objeto, y estas son las virtudes teologales, por eso se llaman así. Tienen como objeto, tanto material como formal (hablando en el lenguaje escolástico) a Dios, me encaminan a Dios mismo. ¿Cuál es el motivo? que tiene que ser Dios mismo. No sólo que creo, espero y amo, sino que creo porque Él me ama, espero porque Él me lo ha prometido y me da los medios para llegar allí, y lo amo porque Él me ama primero y pone el amor en nuestros corazones. Ahí tenemos las virtudes teologales.
Pero ¿nos basta con las virtudes teologales para ir al Cielo? No, pues vivo en el mundo, y al vivir en el mundo con toda la gente tengo que ser justo, pensando en las virtudes cardinales; tendré que tener fortaleza cuando me encuentre en momentos en los que mi propia fe o mi manera de tener que actuar como cristiano me lo pide, o tengo que tener la virtud de la templanza en esos momentos en los que la carne parece que me avasalla. Si fallo en todo esto no voy a Dios, y por ello estas virtudes morales, para que me lleven a Dios tienen que ser infusas. La palabra moral puede llevar a confusión, pues viene de mos moris, costumbre, lo que repetimos. Para adquirir las virtudes morales cristianas, las que llevan a Dios, no las puedo adquirir por repetición de actos, tienen que serme dadas por Él, infusas.
Esto es maravilloso, Dios mismo. Por esto es tan importante la gracia y las virtudes, es Dios mismo quien me lleva, Dios no me deja sólo. Para ir por el camino que me lleva a la muerte puedo ir yo sólo, pero para ir por el camino que lleva a la Vida no. Tiene que darme Dios su gracia. En el Antiguo Testamento esto no se sabía todavía.
Para poder hacer el camino que nos lleva al Cielo tiene que sernos dado por Dios. Así san Pablo, san Agustín, y luego santo Tomás, hablan de la Ley antigua que desde fuera nos dice: 'Haz esto, no hagas aquello'. Para no hacer lo que está mal nos amenaza con castigos, y para hacer lo que está bien nos atrae con promesas temporales, pues aún no saben del Cielo y de la gracia, que aparecerá después. Por eso san Agustín y luego santo Tomás dicen que la Ley antigua es la ley del miedo, mientras que la Ley nueva, que es la del Espíritu Santo, es la Ley del amor. Dentro de nosotros mismos el Espíritu Santo la causa, y nunca estará en contra del Sinaí. 'El que ama cumple toda la Ley', dice san Pablo, luego si no la cumplimos es señal de que no amamos.
Es Dios quien nos lleva. Para que esto sea suaviter, no a trompicones, nos da la gracia, que va a la sustancia del alma, y nos da las virtudes, que van a las potencias, y suavemente nos llevan. Y Dios nos da más, nos da los dones del Espíritu Santo. Como dice santo Tomás con san Pablo, el Espíritu Santo nos guía, y los dones están puestos para que no ofrezcamos ninguna resistencia al Espíritu Santo para que nos lleve.
¿Veis lo grande de lo que estoy diciendo? Cuando nosotros nos empeñamos en 'tienes que ser tú', santo Tomás nos dice sobre la vida cristiana que todo viene como gracia, pero dada a nosotros para que seamos nosotros los que creemos, los que hacemos el bien, pero desde todas esas facilidades que Dios pone en nosotros.
Y ¿qué es lo propio de esas virtudes dentro de nosotros? Santo Tomás acude para explicar esto a lo que decían los filósofos griegos. Tanto la gracia como las virtudes ponen una cualidad en nosotros. Lo propio de esa cualidad es que lo que uno es, dentro de nosotros se convierte en una quasi naturaleza, y qué es lo propio de una naturaleza: la naturaleza sigue lo que es apropiado a esa naturaleza.
Pondus meum, amor meus, dice san Agustín. Mi peso, aquello que atrae, el peso que yo llevo dentro, hace que yo ame eso. Eso que yo llevo dentro es mi pondus, que Dios me ha puesto. Lo que sintoniza con ese pondus que Dios me ha puesto ahí, con la gracia y las virtudes teologales, es sólo Dios.
En las virtudes morales, en la justicia p.ej., ¿cuál es ese pondus que tengo dentro y luego me atrae? Lo justo, lo que es justo, por eso espontáneamente me lo pide el cuerpo, y esto es lo que vemos en los santos.
Come veis tenemos ese edificio maravilloso. Tenemos las tres virtudes teologales. Todo ello está tan maravillosamente ensamblado que hablando del crecimiento de las virtudes y también de los dones, pone el mismo ejemplo santo Tomás. ¿Crecerán más unas virtudes o dones que otros? ¿Podrán ir independientes? No, y pone el ejemplo de la mano y los dedos, al crecer crecen todos igualmente. Todo lo de la vida cristiana está tan ensamblado e imbricado que crece todo.
Hablando de la fe, la esperanza y la caridad, las ponemos en este orden. ¿Qué es antes, el huevo o la gallina? Como están tan imbricadas, ¿puedo tener fe sin amor? ¿puedo tener fe sin esperanza? Como dice santo Tomás la fe según él es una virtud que está en el entendimiento, es una virtud intelectual, y por los tanto tiene que ver solo con el conocimiento. ¿Creemos porque lo vemos? No, porque nos supera, nos trasciende. Como decía el padre Astete, fe es creer lo que no vemos, que es la definición que da santo Tomás. Por aquello de la carta a los Hebreos: sustancia sperandarum rerum argumentum non aparientium, que lo que no se ve, ni se ve por los ojos ni se ve con la luz de la razón; no podemos llegar a ello, tiene que sernos dado, por revelación, por Dios; dándonos la iluminación interior de la luz de la fe y la gracia para que lleguemos a creer.
Pero ¿basta con que yo veo, con toda luz de la gracia que queramos, la luz de la fe?, ¿basta eso para creer? No, porque nunca veo la evidencia interna de lo que creo: lo que es Dios, lo que es la presencia de Cristo en la Eucaristía, etc. Nuestra mente no lo ve, porque nos supera. Para asentir a esa verdad, tiene que intervenir la voluntad. Ahí santo Tomás cita a san Agustín: Nemo credens nisi volens. Para creer tiene que venir la voluntad y decirle al entendimiento: cree.
¿Por qué voy por este camino, si este otro me parece más claro? Pues tiene que ser la voluntad, pero para que esta actúe, ¿qué es lo que la mueve? solamente el bien. Luego resulta que para creer ya tienen que estar funcionando las virtudes teologales que tienen que ver con el bien: la esperanza y la caridad. La caridad como amor es siempre sobre un bien presente, mientras que la esperanza, como tal esperanza, es sobre un bien futuro. Y entonces ahí vuelve santo Tomás a la definición, que dice que es perfecta y completa, de la fe, que es ese texto que acabo de citar de la carta a los Hebreos sustancia sperandarum rerum. Uno de los epígrafes de la encíclica sobre la esperanza de Benedicto XVI dice 'la fe es esperanza'. No podemos por tanto tener fe sin esperanza, porque es la esperanza la que me hace creer.
O es el amor, que es el bien; no puedo creer si lo que se me presenta solo se me presenta con ese argumento: Dios ha hablado, y no puede ni engañarse ni engañarnos, luego todo lo que dice es verdadero, luego creo. No basta esto. Si no, la fe sería racional. No sería un meternos en el misterio de Dios, que mientras estamos aquí 'nadie puede ver y seguir viviendo'. Todo lo de Dios tiene que ser por definición misterioso. Una de las cualidades, cuando estudiábamos el tratado de la fe, es que es oscura. Es oscura por necesidad, es misteriosa, es razonable, es decir, tiene sentido, y el que cree lo percibe, como fruto de la gracia en nosotros. Antes se planteaba el analysis fide, aquello de cómo puede ser que Dios habla, me lo demuestra con un milagro, y sin embargo no lo acepto. Parece que lo lógico es que tendría que aceptarlo, y por eso se hablaba del motivo de credibilidad y el motivo de credentidad. El motivo de credibilidad es sí, porque Dios lo dice, pero además necesito: 'tienes que creer porque es bueno'. Solamente podemos creer porque es bueno el creer, porque es bueno lo que se nos presenta. Esto es muy bonito. Y esto deberíamos tenerlo en cuenta siempre que predicamos, pues la fe viene por la predicación.
Si vemos la fe en el Antiguo Testamento ¿de qué nos habla, en la fe de Abraham por ejemplo? La fe de Abraham se basa en una promesa que Dios le hace; no le dice 'Yo soy Trino…'; no es creer una serie de verdades, es esperar en una promesa. El fundamento de la fe neotestamentaria es la resurrección. Como dice san Pablo, si no aceptamos que los muertos resucitan, entonces tampoco Cristo resucitó. ¿Por qué acepto yo como verdad fundante que Cristo resucitó? Porque espero, basándome en Él, porque si no, no tendría sentido su resurrección, que todos nosotros vamos a resucitar. También estamos hablando de un bien futuro, la esperanza.
En el Tratado escolástico sobre la fe de santo Tomás, él se fija mucho en cómo funciona el entendimiento humano para acoger esas verdades. A pesar de que dice que yo no puedo creer si no es bajo el imperio de la voluntad, por lo tanto subspecie boni, bajo el aspecto de bien, solamente se fija en el aspecto intelectual, y por eso a nosotros nos resulta abstruso, aunque para mí muy bonito.
Santo Tomás también acepta esa triple división de la fe de la que habla san Agustín. Qué es fe: credere Deum, credere Deo, y credere in Deum.
Credere Deum primero, en acusativo, es creer las verdades de la fe: creer que Dios es Uno, que es Trino, creer que Cristo está en la Eucaristía, que ha resucitado, etc. Es creer verdades.
Credere Deo, ahí tenemos el motivo de la fe, es fiarse de Dios. Pero más importante que el credere Deum -lees ahí y a mí me llena de gozo-, es el credere Deo. Fijaos, que es la confianza. En el lenguaje de santo Tomás la confianza pertenece a la virtud de la esperanza. ¿Veis cómo la esperanza está implicada en la fe? Y por supuesto la fe en las demás. Si no se conoce tampoco se puede amar, ni se puede esperar.
Y el tercer aspecto es el credere in Deum. Es creer amando, es la fides formata caritatem, es la fe informada por el amor, es la fe que justifica, sólo este último aspecto de la fe es el que justifica; la fe que está cargada de amor, informada por el amor.
La forma es lo que hace que una cosa sea tal. Si no hay alma no tendremos hombre. ¿Cuál es la forma de todas las virtudes? la caridad. Luego si en la fe no hay caridad, dice santo Tomás, sería una virtud imperfecta, porque a pesar de todo, si no estoy en gracia y no tengo la caridad, sigo aceptando que Dios es Trino, que está en la Eucaristía, que se me perdonan los pecados a través del sacramento… pues si no, no podría ir a confesarme, si no lo creo. Es virtud, pero no es la virtud perfecta porque no tiene la forma.
¿Será perfecta la esperanza si no está informada por la caridad? No. ¿Serán perfectas la prudencia, la castidad o la obediencia si no están informadas por la caridad? Y aquí dice santo Tomás: ni siquiera son virtudes. De tal manera que infundiéndose en nosotros la caridad, se nos infunden todas la demás virtudes, todas, tanto las teologales como las morales. Se nos infunde todo.
¿Tenemos que esforzarnos mucho para adquirir las virtudes humanas sólo? Pues sí. Pero teniendo la caridad se me da también la virtud de la obediencia, y así podría ir recordando todas. Las virtudes morales infusas, materialmente, dice santo Tomás, coinciden con las virtudes morales adquiridas, pero no son igual, no me llevan al Cielo, no están al servicio de las virtudes teologales, que para hacer ese camino hacia el Cielo tengo que hacerlo pasando por los demás.
La esperanza de por sí es en algo futuro, y tiene que ver con Dios mismo, para poseerlo totalmente y plenamente. ¿Tenemos que esperar al Cielo para poseer a Dios? No. Lo tenemos ya en esta tierra. El Espíritu Santo habita en nosotros por la gracia. Como dice san Juan, al que me ama vendremos mi Padre y Yo y haremos morada en él. Se nos da ya la Trinidad en esta vida, lo tenemos ya, pero todavía no. Al dársenos el Espíritu Santo se ha derramado el amor de Dios en nuestros corazones, como se dice entes del Padrenuestro. Con el Espíritu Santo se nos da el amor. Y tenemos al Espíritu Santo en nosotros tal y como le podemos tener en esta vida. En plenitud es en la otra vida. Todo lo que vivimos aquí de la vida cristiana, tenemos que vivirlo en esperanza, incluso la fe. Hay que vivirlo en esperanza.
Nuestra fe siempre es imperfecta. Santo Tomás es metafísico, y claro, en metafísica las cosas son o no son, o sea, no hay historicidad. Y nosotros nos vamos haciendo a lo largo de una historia. San Ireneo, habla de cómo el Espíritu y el Verbo tienen que acostumbrarse a nosotros, y por ello no aparecen hasta el Nuevo Testamento, y cómo el hombre tiene que irse habituando a lo largo de la historia para poder ir llevando al Verbo y al Espíritu. Nos vamos haciendo, y también en las virtudes. Por eso hay que crecer en ellas, como Jesús crecía en edad, sabiduría, etc. Es un elemento indispensable del ser humano mientras estamos aquí.
Los hombres procedemos 'raciocinando'. A diferencia del hombre, el ángel, por ser una criatura intelectual, no racional, lo ve todo en un golpe del pensamiento, y por lo tanto en un solo acto de su existencia; totaliter et inmutabiliter está ya con Dios o contra Dios, y eso no se puede ya cambiar por toda la eternidad, ni tan siquiera Dios; no porque Dios no pueda sino porque el ángel no puede ser cambiado. En cambio el hombre, como tiene una naturaleza 'raciocinante', fácilmente se equivoca, pero puede cambiar. Somos pecadores, Dios nos puede cambiar mientras estamos aquí, después ya no, porque nos hacemos como el ángel y ya no podemos ser transformados. El inconveniente es que por muy buenos que seamos, podemos siempre caer, porque en los actos de nuestra libertad no podemos implicarnos totalmente, totaliter. El inconveniente es que podemos cambiar de buenos a malos, y la ventaja de que hasta el último momento podemos cambiar de malos a buenos. Por eso siempre hay que esperar.
Tenemos que esperar hasta el último momento, Dios siempre se puede hacer ahí presente, de tal manera que puedo acogerme a Él en el último momento y ser para siempre salvado o condenado. Si acojo la gracia que en ese momento esperamos, y tenemos que esperarlo por la virtud de la esperanza, o bien me niego porque mi libertad puede siempre llevarme a eso, y para siempre quedar condenado.
Hay dos pecados según santo Tomás y la tradición en contra de la esperanza, que son la presunción y la desesperación. La presunción es: haga lo que haga, como Dios es bueno me salvo, y la desesperación: es haga lo que haga yo me condeno, me veo tan mal que tiro la toalla y desespero. Joseph Pieper dice en su libro sobre las virtudes, basándose en santo Tomás, que el hombre adelanta el futuro, y el hombre no puede adelantar el futuro y decir 'yo ya estoy salvado' o 'yo ya estoy condenado'. Cuando caemos en desesperación o en presunción (todo el monte es orégano, todos nos salvamos), estamos haciendo una anticipación del futuro que a mí no me corresponde, y ya doy por hecho que ya estoy salvado o que estoy condenado.
Santo Tomás dice que es mucho menos malo el pecado de presunción que el pecado de desesperación, porque el pecado de presunción está en la línea de lo que es la esperanza, solo que nos pasamos unos cuantos pueblos, mientras que el de desesperación es lo más opuesto a la esperanza, es más dice él, es el pecado contra el Espíritu Santo, el que no se perdona, y ¿por qué?, porque si yo desespero, mientras desespero no puedo abrirme a Dios que me justifica, al Dios que me perdona, al Dios que me salva, por eso es el pecado contra el Espíritu Santo, que no se puede perdonar.
El gran principio de santo Tomás es este: Dios lo hace todo y lo hace de tal manera que hace que el hombre también lo haga todo. Entonces el hombre no puede añadirle nada a Dios, a lo que hace Dios. Los que de verdad han sido los doctores de la gracia esto lo repetirán constantemente, y ahora estoy pensando en san Agustín y en santo Tomás. Es todo lo contrario al semipelagianismo. Según el pelagiano todo lo hace el hombre; según el protestantismo todo lo hace y solamente lo hace Dios, porque el hombre no puede cooperar ni colaborar. Según el semipelagianismo, parte, la mayor de todo, lo hace Dios y un poquitito lo hace el hombre, y ese poquitito en el lenguaje semipelagiano es el initium fidei, pero esto fue condenado. Es muy fácil caer en esto, caemos como chinos.
En la doctrina católica todo todo lo hace Dios y todo todo lo hace el hombre, pero porque Dios hace que el hombre lo haga. Es genial que sea así.
¿Cómo crecemos en las virtudes entonces? La virtud crece en virtud de cómo se genera. Entonces una virtud que es adquirida -virtudes humanas, pero que no valen para la vida eterna-, por la repetición de actos, y tampoco, pero bueno, pero en las virtudes infusas, que son todas y no sólo las teologales, ¿quién puede hacer crecer la virtud? Solamente Dios.
Y aquí hay que volver a sacer el tema del semipelagianismo. Santo Tomás, sin saberlo, en las primeras obras, en el comentario a Pedro Lombardo, era semipelagiano, sin saberlo: por ese famoso principio: 'Al que pone lo que está de su parte, Dios no le niega la gracia'. Tal como se expresa ahí dicho, esto es semipelagiano: 'Primero hago lo que mí depende y entonces Dios me da la gracia'. Y no es así, como leemos en Concilio Arausicano, Orange, en contra de los semipelagianos: 'el que no dice que primero es Dios quien le dice que ore... sea anatema'.
Santo Tomás ya después se da cuenta y habla de pelagianos (la palabra semipelagiano es posterior), y dice por qué, y lo mismo sobre el crecimiento de la gracia: ¿las obras que hacemos no contribuyen a que crezcamos en la gracia? y dice: las obras predisponen, preparan, la dispositio propia de los escolásticos. Disponen pero no hacen crecer. Quien hace crecer es Dios. Simplemente disponen o bien merecen, pues con las obras merecemos no sólo el Cielo sino también el crecer en la gracia, esta es la doctrina normal. Sí, crezco por el mérito, pero es Dios quien me hace merecer. En definitiva, es de Dios.
El pone la palabra nisus, esfuerzo. ¿Por qué hay diferencia de gracia si toda viene de Dios y toda la regala Dios? ¿Por qué unos tienen más y otros menos, unos crecen más y otros menos? La respuesta es: como es gracia, Dios la da como quiere y no hay que pedirle explicaciones.
¿Pero no depende también de la capacidad que nosotros pongamos, del esfuerzo, nisus? Sí, claro, pero es que ese nisus lo da Dios. O sea que no es una cosa mía; es mía, totalmente mía, pero es mía porque Dios me lo da, me da hasta el nisus, me da el desearlo.
Otro principio de santo Tomás: Cuando Dios quiere que una cosa suceda necesariamente en este mundo, utiliza causas que obran necesariamente, por ejemplo las de la naturaleza, y cuando quiere que una cosa suceda libremente, utiliza causas segundas que sean acusas libres.
Es maravilloso. Podemos decir que no, porque dentro de eso cabe la posibilidad, pero otra cosa es que realmente digamos que sí o que no. Es decir, la infalibiliter, la infalibilidad, que es lo famoso de la gracia eficaz. La gracia eficaz infaliblemente produce el efecto, pero libremente.
Recibimos de Dios en la medida en que Cristo nos lo da, no en la medida en la que yo tenga de abierto, ni en lo que yo ponga, sino que se mide únicamente por lo que él me da. Todo es gracia. Dios crea la libertad, lo crea todo, nos lo da todo.
Todo esto que he expuesto, viendo lo que vemos, que las iglesias se vacían, cómo está la juventud, viendo las cosas que no nos agradan en la Iglesia… Viendo lo que vemos, ¿es para tener esperanza? Sí, porque viendo que las cosas son así, no sabemos lo que está en los planes de Dios, a Dios no le vemos. Entonces, hay que abrazar el Misterio, y no nos queda otro remedio, pero sabiendo, sabiéndolo con certeza, es decir, sin duda (certeza es lo contrario de duda; la gente confunde certeza con verdad), ciertamente sabiendo que esto no se hunde, no se va a hundir, y sabiendo que se va a producir, yo así espero y así lo creo, lo que dice san Pablo: Dios quiere que todos los hombres se salven, no cinco, ni diez. Sabéis que fue condenado lo de los jansenistas: Cristo murió sólo por los que se salvan. No, Cristo murió por todos. Si son las cosas así, en esto he de basar la esperanza, la esperanza no está en las obras que yo vea en mí, está en Dios, si no, no es esperanza teologal.
El mismo acoger lo pone Él. Como decían los semipelagianos, ¿quiénes se salvan? San Agustín tuvo que combatir a los pelagianos. Los semipelagianos son posteriores y decían: Quien salva es Dios, y ponían el ejemplo del médico y del enfermo, quien cura es el médico, y cura a quienes se dan cuenta de que están enfermos y acuden al médico para que los cure. En último término depende la salvación del que da el paso. Viendo la poca cosa que soy yo, eso me da esperanza, y no puedo ver sólo el cristianismo como una lucha, porque se me regala todo, se me da todo. Y entonces sabiendo que Dios tiene su ritmo para cada uno.
Decía san Juan XXIII en su Diario de un alma: 'No tengo que imitar a ningún santo, el Espíritu Santo me dará mi propio camino'. Pensemos en un naufragio y se tiran salvavidas; ¿Quiénes se salvan? Ah, los que se agarran a los salvavidas. Es que hasta para que se agarren eso lo da Dios. Es que la aceptación de la fe es don de Dios. Es el misterio mayor, la conciliación de gracia y libertad.
Es dogma de la Iglesia que el hombre no puede saber con certeza de fe, definido en contra de los protestantes, que está en gracia; solamente por conjeturas. Las suficientes como para acudir a la Eucaristía o a los sacramentos de vivos, pero no sabemos con certeza que estamos en gracia. Entonces, si no lo sabemos, que es lo más importante, pues como para saber lo anterior. ¿Puedo saber con certeza que estoy en pecado? Pues no, porque no se el grado de libertad que tengo, ni tampoco juzgar a los otros. Cuando me confieso reconozco los pecados a través del único camino que tengo, las obras; las mías y las de los otros, no tengo otro camino, pero esas son signo de lo que hay dentro de mí, y los signos manifiestan y también ocultan, pues no muestran la cosa misma. Esto nos tiene que llevar a la humildad; si ya me viera en gracia, me llevaría a tener una chulería impresionante, y es que tengo que estar confiando y abandonado totalmente.
Como santa Teresa de Lisieux, que el último periodo de su vida, tentada contra la fe, le decía al Señor: 'Házlo Tú'. Es que no hay otra salida.
Tenemos que estar confiando siempre, siempre. Mirad que la fe, dice el Concilio de Trento, es radix, raíz de la justificación. Como dicen los Salmos: 'El que tiene fe es como el árbol plantado al borde de la acequia'. La fe es la que chupa. La fe, el aspecto intelectual, lo propio del conocimiento es que lo que está fuera de nosotros entra, entra la imagen. Mientras que en el amor salimos de nosotros hacia los demás. La fe es coger, coger; es esa actitud de clavarse así en el agua y beber, o de acoger, acoger y acoger.
Comentaba el teólogo Olegario Ortiz de Cardenal las palabras de san Juan: 'Nosotros hemos conocido el Amor de Dios y hemos creído en él', y decía que para salvarse hay que dejarse querer. Y la gente puede decir, ¿sólo consiste en esto? ¡Qué fácil! Y es lo más difícil del mundo, porque no queremos ser salvados por gracia. Somos fariseos, pelagianos: 'me das lo que yo merezco', pensamos. Y ese malvado, ¿cómo se va a salvar? Y ese, si se ha salvado, se ha salvado por gracia, a pesar de las burradas que haya hecho, pero también santo Domingo Sabio se salvó, siendo un niño, por gracia, es así.
Muchas gracias!
Adolfo Rodríguez
Profesor emérito de Teología de la diócesis de Astorga
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