La conciencia es, según el Diccionario, el conocimiento del bien y del mal que permite a las personas juzgar los actos, especialmente los propios
El cardenal Newman dejó expuesta la primacía de la conciencia personal en su libro "Carta al duque de Norfolk", en el que respondía ante las críticas del exprimer ministro Gladstone a los católicos.
La voz conciencia trae inmediatamente aparejado el nombre del converso inglés John Henry Newman (1801-1890), cardenal en los últimos años de su vida y elevado a los altares recientemente por la Iglesia católica. Un conocimiento superficial de su obra explica lo instantáneo de la asociación. Pocos autores han hablado tanto de la conciencia. Menos biografías aún se han dejado conformar tan dócil, transparente y apasionantemente a través de muchas dificultades por la luz de su conciencia.
Hay que hacerse, sin embargo, más preguntas. Si Newman básicamente sostiene una conciencia equiparable a la definición que de ella da el Diccionario de la Real Academia («Conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios»), ¿cuál es la singularidad y la relevancia de su pensamiento para nuestro mundo actual? Más en concreto, ¿estamos ante un precursor de la prevalencia del individualismo o, más bien, ante un oportuno corrector de estas tendencias subjetivistas? El propósito de este artículo es demostrar que estamos ante ambos casos. Newman cumple los dos papeles (precursor, corrector) a un tiempo, del todo y sin contradicción, complementariamente. Lo que otorga una inusitada fuerza a su obra.
No es una etapa histórica superada de la reflexión sobre la conciencia. Nos interpela aquí y ahora; y tanto que entenderle y atenderle se convierte en una cuestión de la máxima urgencia.
La concepción de la conciencia de J. H. Newman se ve mejor al trasluz de su peripecia vital, y quizá sea conveniente hacerlo de un modo cronológicamente inverso. Empecemos por su punto álgido. Ya célebre sacerdote católico de 74 años, en la Carta al duque de Norfolk (1875), declara: «En caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa −desde luego, no parece cosa muy probable−, beberé “¡Por el Papa!” con mucho gusto. Pero primero “¡Por la Conciencia!”, después “¡Por el Papa!”».
Se ha citado hasta la saciedad y, a veces, como prueba de que la conciencia es la única luz de las personas íntegras, sin injerencias externas. Hay que entender el contexto de estas palabras. Están hacia el final de un pequeño libro (la ya citada Carta al duque de Norfolk) en el que Newman responde a las acusaciones del exprimer ministro inglés William Gladstone. Este, caballero de enorme prestigio, hombre religioso, que había impulsado desde su protestantismo estricto medidas para paliar la discriminación política y civil de los católicos británicos, estaba escandalizado, sin embargo, por la declaración de la infalibilidad papal y otros documentos del Concilio Vaticano I. En un artículo titulado «Ritualismo y ritual» publicado en Contemporany Review, sostuvo que en la práctica el catolicismo implicaba la renuncia a la libertad ética e intelectual y el abandono de la lealtad nacional. No eran ideas originales. Reavivaban un antiguo prejuicio inglés: la doble obediencia de los católicos, al Papa y a la Reina de Inglaterra, les hacía súbditos sospechosos, ciudadanos extranjeros infiltrados en el cuerpo social, cuando no dobles agentes.
La diligencia y la severidad de la respuesta de J. H. Newman replica a ese prejuicio, que había hundido sus raíces en la mentalidad anglicana desde los tiempos del Cisma de Inglaterra y justificado seculares discriminaciones, martirios y ajusticiamientos. Siendo el rey la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, se confundían el orden temporal y el espiritual. A menudo se acusó a los católicos (llamados «papistas») de traidores a la patria.
Ya un eje de la defensa de sir Tomás Moro fueron sus protestas de fidelidad a la Corona. Declaró desde el cadalso adonde llegaba por católico pero acusado de «alta traición»: «I die the king’s faithful servant, but God’s first», esto es, «Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios». Un desconocido Robert Peckham cinceló para siempre el drama del catolicismo inglés. En el epitafio de su tumba en la iglesia de San Gregorio de Roma, consta: «Aquí yace Robert Peckham, inglés y católico, quien, tras la ruptura de Inglaterra con la Iglesia, dejó Inglaterra, no siendo capaz de vivir sin la fe y quien, llegado a Roma, murió, no siendo capaz de vivir sin su patria».
Este es el auténtico mar de fondo al que se enfrenta Newman cuando Gladstone lanza las viejas acusaciones. La réplica de nuestro escritor es remitir a la conciencia como instancia superior que unifica el yo de cada católico en una única lealtad insobornable. A partir de ahí, como ni la patria ni la santa madre Iglesia pueden obligar a nada que vaya en contra de la conciencia de las personas, esa secular oposición política que han querido ver los poderes del mundo, se disuelve como un azucarillo.
El brindis no es más que un corolario a todo el argumento expuesto en la Carta. El verdadero meollo está un poco antes: «Si el Papa o la Reina pidieran de mí una “Obediencia absoluta”, él o ella estarían traspasando las leyes de la sociedad humana. A ninguno de los dos rindo Obediencia absoluta. Es más, si alguna vez esta doble lealtad me empujara en direcciones contrarias —lo que no creo que ocurra jamás—, entonces decidiré según ese caso concreto que está más allá de toda regla y debe ser resuelto según sus propias características».
Como advierten José Morales y Víctor García Ruiz en el prólogo de su traducción de la Carta (Rialp, 2017): «Newman tenía el don de convertir escritos dictados por las circunstancias del momento en obras de valor perenne». La primacía de la conciencia personal queda expuesta, gracias a la oportuna provocación de Gladstone, con tal claridad meridiana que ha sido recogida en la encíclica Veritatis Splendor, en otros documentos del Magisterio y en declaraciones pontificias. Resuelve, además, el dilema secular que había sido echado en cara a los católicos ingleses por sus gobernantes desde hacía mucho.
Por supuesto, esta resolución no es el fruto de una ocurrencia repentina, sino de una doctrina que se ha decantado a lo largo de toda la vida de John Henry Newman. Cuando en su juventud, durante un viaje por Sicilia enfermó tan gravemente como para temer por su vida, se repetía en su delirio: «Nunca he pecado contra la luz». Se refería a que había actuado siempre conforme a los dictados de su conciencia.
Más tarde, como cuenta Ignacio Peyró, en Pompa y circunstancia (Fórcola ediciones, 2014), «Newman abandona la Iglesia de Inglaterra por la de Roma sin más seducción que el cumplir con un deber de la verdad». En la carta del 24 de noviembre de 1844 que escribe a su hermana Jemima, explica hasta qué punto fue su conciencia la que le instó a dar ese paso para el que solo sentía reticencias: «Una convicción clara de la sustancial identidad entre cristianismo y sistema romano ocupa mi mente desde hace tres años. Hace más de cinco que tal idea se insinuó, aunque luché contra ella y de momento la vencí. Pienso que todos mis sentimientos y deseos están en contra de efectuar cambios. Nada accidental me atrae hacia fuera de donde me hallo. Apenas he asistido a cultos romanos; no conozco a católicos en el extranjero. No me atraen como grupo. Me dispongo, sin embargo, a dejarlo todo».
Es un seguimiento sin excusas de lo que considera correcto, contra las propias apetencias y conveniencias. Es lo que le permitirá, muchos años después, invocar a la conciencia como la piedra de toque de que la persona que la sigue no se encontrará a merced de lealtades encontradas o contradictorias.
Una concepción tan centrada en la conciencia personal podría confundirse, explica el padre Enrique Santayana C. O., experto en la obra de Newman, «con el sentimiento o con las conclusiones de una razón cerrada sobre sí misma. Casi cualquiera de nuestras bisabuelas sabía mejor que nosotros lo que la conciencia es, aunque no supiera explicarlo. La mía nos hablaba a mi hermana y a mí de “la voz de la conciencia”, dándole un realismo, una autonomía con respecto al propio “yo” que ahora me asombra tremendamente». Ese recuerdo de infancia de Santayana encierra una gran finura psicológica. Una copla popular, con la visión de los sencillos, apunta en el mismo sentido:
Tú sabes lo que está bien.
Tú sabes lo que está mal.
No se ciegue tu conciencia…
El bien está donde está.
La conciencia consiste en oír y en ver algo exterior a sí misma. En cambio, continúa el padre Santayana, «al hablar de conciencia, los modernos hablamos de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, de nuestras decisiones, de nuestros principios, de nuestros sentimientos. En el mejor de los casos, creemos que un hombre de conciencia es lo mismo que un hombre coherente, pero no es la misma cosa. Ser coherente con el propio pensamiento y con los propios valores no es poca cosa, es una gran cosa, siempre que esos principios sean buenos. Lo fundamental es que la coherencia hace referencia al propio yo, el hombre vuelve sobre sí para afirmarse a sí mismo».
Dejar claro que Newman no avala esa concepción de la conciencia resulta de vital importancia, puesto que el ataque moderno a la conciencia consiste en confundirla con el propio yo. Se trata de un golpe a traición, de un ataque por la espalda, de una eficacia letal que supera con creces a los clásicos intentos de vulnerar la conciencia de frente con el poder o la coacción.
En la Carta al duque de Norfolk, Newman ya describe lo que ha venido a convertirse en moneda corriente: «Cuando los hombres invocan los derechos de la conciencia no quieren decir para nada los derechos del Creador ni los deberes de la criatura para con Él. Lo que quieren decir es el derecho de pensar, escribir, hablar y actuar de acuerdo con su juicio, su temple o su capricho, sin pensamiento alguno de Dios en absoluto… En estos tiempos, para la gran parte de la gente, el más genuino derecho y libertad de la conciencia consiste en hacer caso omiso de la conciencia […] La conciencia es un consejero exigente, que en este siglo ha sido desbancado por un adversario de quien los dieciocho siglos anteriores no habían tenido noticia −si hubieran oído hablar de él, tampoco lo hubieran confundido con ella−. Ese adversario es el derecho del espíritu propio, la autonomía absoluta de la voluntad individual». La concepción actual de la conciencia no hubiese cogido desapercibido a Newman.
Quizá la suya, en cambio, sí sorprenda y hasta escandalice un tanto a nuestra época: «La conciencia es la voz de Dios, mientras que hoy día está muy de moda considerarla, de un modo u otro, como una creación del hombre […] La regla y medida del deber no es ni la utilidad, ni la conveniencia personal, ni la felicidad de la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni el bienestar, ni el orden y pulchrum. La conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino vicario de Cristo».
Esta concepción sagrada hace posible el famoso brindis de Newman. La conciencia se antepone a cualquier obligación externa, por muy venerable que sea, porque su fortaleza emana del Dios al que escucha, que no puede contradecirse y al que el Papa y el Estado (o la Reina, por mantener la terminología utilizada en la Carta) tienen idéntico deber de oír.
Desde el momento en que John Henry Newman define la conciencia como «la voz de Dios», es legítimo preguntarse si su doctrina puede interpelar a todos los hombres o queda circunscrita a los cristianos o, como mucho, a los creyentes. Newman habla para los cristianos, sin duda, porque en primer término habla sobre todo de sí mismo. No tiene interés en engañar a nadie o en «vender su producto», como ahora se dice. Su conciencia no lo permitiría.
Además, está convencido de que la conciencia se basa, en última instancia, en la existencia de Dios y que el reconocimiento de la conciencia aboca a la fe del mismo modo que su negación al ateísmo. Con su espléndida prosa expone: «Si no fuera por esa voz que habla tan claramente a mi conciencia y a mi corazón, yo sería ateo, panteísta o politeísta al mirar el mundo».
Tiene su lógica: «La existencia de una ley implica que hay un legislador, y un mandato implica la existencia de alguien que manda. Así que el ser humano es inmediatamente lanzado fuera de sí mismo por la misma voz que habla dentro de él, y que al tiempo gobierna su corazón y su conducta según ese sentido interior de lo bueno y lo malo». Sin embargo, por la propia dinámica del proceso, Newman reconoce en múltiples ocasiones que se puede obedecer la voz de la conciencia sin reconocer aún la fuente de la que emana y a la que tiende.
En su novela Calixta (1855), la protagonista, una joven pagana, confiesa a su interlocutor: «Tú dirás que ese dictado [el de la conciencia] no es más que una ley de mi naturaleza como llorar o reír. Pues yo eso no lo entiendo. No; es el eco de alguien que me habla a mí. Estoy absolutamente convencida de que en realidad procede de una persona externa a mí. Y trae consigo la prueba de su origen divino. Mi ser va hacia ella como hacia una persona. Cuando obedezco a ese eco, a esa voz, siento satisfacción. Cuando no, siento dolor, amargura, pena; la misma alegría o el mismo dolor que siento cuando agrado u ofendo a algún amigo entrañable. […] Tú dirás: «¿Y quién es? ¿Te ha dicho algo él acerca de sí mismo?». ¡Pues, no! Y esa es mi desgracia. […] Si hay un eco, es que hay una voz, y alguien que habla».
La conciencia, por tanto, no exige el reconocimiento actual de la voz divina ni una creencia definida. Exige que no se la confunda con uno mismo ni con el subjetivismo. La misión del individuo no es crearla, sino escucharla y obedecerla Al revés: es el hombre el creado por su conciencia. La persona, gracias a ella, se pone, recalca Newman, «ante una decisión que va a definirla». Si el hombre no resulta escindido, deshabitado o pulverizado entre obediencias políticas, pulsiones, deseos, impulsos y exigencias momentáneas, se debe a su disposición a responder en todo caso a la voz de la conciencia. Cumplir con ella es un «núcleo moral (moral center), a partir del cual se define y crece la persona».
Un aforismo de Al amparo de las sombras (Siltolá, 2019), último libro de Gregorio Luri, dice: «Extraña cosa la libertad. Cuando conoce la verdad, debe seguirla y cuando no la conoce, está desorientada». Sustituyendo la palabra libertad por la palabra conciencia, que a muchos efectos son sinónimas, tenemos una definición concisa y precisa de lo que John Henry Newman sostiene.
Junto a la objetividad de su contenido, se requiere el vislumbre de cierto personalismo en su origen. Basta, no obstante, reconocer la alteridad de un tú, quizá todavía entre la niebla, pero que ya nos configura como yo en el sentido dialógico del filósofo judío Martin Buber. Sale sola entonces la reminiscencia del daimonion socrático.
El personaje de Newman, Calixta, hace referencia al juicio de quienes nos aman o de nuestros antepasados: «Si al obrar mal, sentimos las mismas lágrimas y nos dominan el mismo dolor desgarrador que sentimos cuando hemos dado un disgusto a nuestra madre; si al obrar el bien nos alegramos con la misma soleada serenidad espiritual, el mismo gozo de satisfacción y de paz que sentimos ante la alabanza de nuestro propio padre». William Shakespeare, por su parte, personifica en Macbeth la conciencia del rey ilegítimo en un tú más etéreo aún: el fantasma de Banquo, el amigo al que asesinó y que se le aparece en sus delirios. Incluso valdría a estos efectos el noble propósito que expuso el colombiano Nicolás Gómez Dávila de no avergonzar en la madurez los ideales del adolescente que fuimos.
Reconociendo la objetividad, la alteridad y un mínimo personalismo básico, todos (y no solo los cristianos) pueden beneficiarse, por tanto, del análisis psicológico y moral de la conciencia que John Henry Newman nos legó con su reflexión y su ejemplo biográfico.
La conciencia tal y como la entiende J. H. Newman nos hace falta como una emergencia social. Solo siguiendo la actualidad política y social, se entiende; pero mucho mejor si leemos La emboscadura (1951) de Ernst Jünger. Allí explica el escritor alemán que el Estado moderno y las ideologías contemporáneas son tan intrusivos y han tomado partido con tanto vigor por una concepción muy positivista y utilitarista del ser humano que al hombre corriente solo le quedan dos posibilidades de salvaguardar su soberanía personal. La primera y más alta es ejercer la decisión moral autónoma. La segunda, es el crimen. Como recuerda Jünger: «Los existencialistas franceses han visto bien esto. El crimen no tiene nada que ver con el nihilismo; más aún, constituye un refugio frente al vacío creado por este». Así explica el desasosegante culto al crimen que reina en nuestro cine y en la literatura, «y no solo en sus modalidades inferiores».
No queremos perder la soberanía, pero tampoco, naturalmente, echarnos al hampa, por más prestigio literario y artístico del que goce. Por eso, la conciencia de Newman resulta tan imprescindible. Siendo capaz de brindar por encima del Estado y del Papa, reafirma la soberanía personal de cada ser humano de una manera tajante. Al ser noble de espíritu quien es dueño de sí mismo, no es una casualidad que John Henry Newman nos dejase la más atractiva definición del ideal del caballero aplicado a nuestro mundo, ni que él lo fuese a lo largo de toda su vida.
Sus dos dimensiones de la conciencia: una extrema obediencia a la voz interior y a la verdad de la que es testigo, por un lado; y por el otro una soberana independencia frente a las demandas del poder, de las modas o incluso del capricho momentáneo personal pueden parecer contradictorias, pero son complementarias y, en realidad, indisolubles. A Newman le gustaba recordar que el prefecto imperial reconoció, asombrado, a san Basilio: «Nunca antes hombre alguno me trató con semejante libertad».
También le habría gustado una frase del filósofo alemán Otto Marquard que resume el estado de la cuestión, según nos recordaba Juan Cla: «Vivimos en una época en que en lugar de tener una conciencia propia (que es difícil y exige de nosotros) preferimos ser la conciencia de otros (que está tirado y nos llena de satisfacción)».
Newman propone lo contrario y promete una libertad semejante a la de san Basilio. La necesitamos para hacer frente a tantos imperios de la opinión, la propaganda, lo políticamente correcto, la ley o las costumbres que se nos ponen por delante y, subrepticiamente, por encima. Debemos defender la objeción de conciencia, por supuesto, para tantos casos extremos, pero sin olvidar que, con anterioridad y por debajo, siempre, contra los sistemas totalitarios y las doctrinas invasivas de todo tipo, la conciencia es la objeción.
Enrique García-Máiquez
Fuente: nuevarevista.net.
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