‘Catolicismo’ es quizá el libro más emblemático de la teología del siglo XX. Dio a conocer a De Lubac como experto en teología patrística, iluminó la Eclesiología cuando comenzaba a formarse el tratado, e influyó en lo que se hizo después, incluyendo la ‘Lumen Gentium’ (1964)
Hay muchas maneras de abordar este libro. Se puede leer lo que el propio autor nos cuenta en la introducción del libro, en el inicio de su trabajo teológico (1938). Se puede acudir a su Memoria con ocasión de mis escritos, que compuso en el ocaso de su vida (1981-1991), cuando acumula recuerdos y puntualiza contextos sobre el sentido de sus obras. Nos pueden iluminar Von Balthasar en la síntesis que trazó sobre Henri de Lubac. La obra orgánica de una vida (1976) y las opiniones de tantos que se han acercado a esta obra ya clásica. Por supuesto, nada sustituye la lectura directa, que siempre es la mejor relación con un autor y, mucho más, con un libro. Pero no hace inútiles otras lecturas, porque otros ven lo que uno no ve, y algunos que le eran próximos proporcionan valiosos contextos.
Catolicismo es un libro largo y erudito, con sus 12 capítulos y su amplio anexo de 55 textos escogidos. Contiene muchísimas y apretadas notas a pie de página de fuentes patrísticas, tomadas generalmente del Migne; también cita muchas monografías y artículos especializados.
Prueba clara de un inmenso y cuidadoso trabajo. “Si las citas se acumulan −a riesgo de fatigar al lector− es porque hemos deseado proceder del modo más impersonal, espigando sobre todo en el tesoro muy poco explorado de los Padres de la Iglesia”. Esto declara en la introducción. Quería dejar claro que el mensaje central del libro no era opinión suya.
Al mismo tiempo esas citas, espléndidas y “novedosas”, ayudarían a redescubrir la fuerza teológica de los Padres. Y mostraron la dimensión mistérica de la Iglesia cuando solo se manejaba generalmente una descripción institucional e histórica. El carácter simbólico del misterio de la Iglesia, redescubierto en la patrística, sería un elemento fundamental en la construcción del tratado a lo largo del siglo XX.
La breve introducción, escrita en Lyon en 1937, comienza con un texto del novelista francés Jean Giono, que se queja del cristiano que pasa por este mundo pensando en el más allá y como si no le afectaran los dramas de la historia, ocupado como está en una gozosa relación privada con Dios. Y comenta Giono: “Mi dicha solo permanecerá si es la dicha de todos. No quiero atravesar las batallas con una rosa en la mano”.
Esta y otras citas que añade de otros autores hieren la sensibilidad cristiana de De Lubac, convencido ya, también por inspiración de Blondel, de que el mensaje cristiano es la clave para todas las aspiraciones humanas. Y de que la Iglesia es salvación para todos los pueblos y para toda la historia. Nada menos desencarnado que este mensaje, hecho carne en la Iglesia, en medio de la humanidad, con una misión universal e incluso cósmica. Esa es la inspiración del subtítulo: Aspectos sociales del dogma. Un poco modesto, en realidad, porque no quiere decir que el cristianismo tenga algunos “aspectos sociales” o sociológicos, sino que es esencialmente social. No es un “-ismo”, una teoría o una praxis espiritual, sino una realidad social y visible, fermento del Reino de Dios en la historia. Pero esto no resultaba tan patente entonces.
Y no es que los tiempos resultaran más propicios. La Iglesia había padecido en Francia desde hacía 150 años un trasiego de expulsiones, expropiaciones y prohibiciones, recrudecidas a comienzo del siglo (1905). El propio De Lubac había tenido que estudiar fuera de Francia, porque habían expulsado, una vez más, a los jesuitas. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) había pacificado los ánimos y fortalecido la unidad. Habían llegado nuevas vocaciones, con grandes proyectos intelectuales y apostólicos, entre ellos la colección de textos patrísticos Sources Chrétiennes. Todo en vísperas de la II Guerra Mundial (1939-1944).
En su Memoria, al comienzo del capítulo 2, recuerda: “Mi primer libro fue Catolicismo (1938). Está hecho de piezas y de trozos, al principio independientes. [...] Debo la publicación del libro al Padre Yves Congar O.P. que acababa de lanzar [...] la colección Unam sanctam [sobre la Iglesia]. Me dio la idea y me arrancó por así decir la realización durante una visita que hizo a Fourvière [Lyon] en 1935 o 1936”. Y añade: “La obra estuvo a punto de ser enterrada antes de ver la luz. Había enviado el manuscrito al buen P. Duchamp, mi rector en Fourvière [...]. Este, de naturaleza tímida, no se atrevió a mandarlo para revisión al Padre Provincial, y lo guardó en su armario” (25). Al pasar el tiempo sin saber nada, preguntó y se resolvió todo sin problemas.
“A grandes rasgos, se puede decir que esta obra quiere mostrar el carácter a la vez social, histórico e interior del cristianismo” (25). Esto se corresponde, más o menos, con sus tres partes. Comenta Von Balthasar: “De sus diferentes capítulos van a nacer, como de un tronco, las ramas que constituyen las obras principales publicadas en lo sucesivo” (31). Esto es normal y lógico en la vida de autores con inquietud intelectual. Las cuestiones esbozadas al principio sirven de base. Y las preguntas, las dudas y los hilos argumentales que se han observado impulsan los desarrollos posteriores.
En sus Memorias, De Lubac recuerda algunos malentendidos e incluso algunas “broncas” (como la que le metió un profesor de seminario durante una visita). Unos se confundieron con el título, Catolicismo, porque esperaban una descripción de la posición católica, como había hecho Schmaus, en La esencia del Catolicismo. Otros entendieron que se trataba de un esbozo de eclesiología y echaban de menos temas, cuando solo trataba de ilustrar un aspecto: la dimensión universal de la Iglesia. Poco a poco la obra caló, y el encanto de sus muchos textos y sus muchas sugerencias dieron fruto. Lo reforzaría, además, con su Corpus Mysticum y su Meditación sobre la Iglesia.
“Una primera parte”, dice en la introducción, “mostrará una visión de conjunto, cómo toda nuestra religión presenta un carácter eminentemente social, que sería imposible desconocer sin falsearla” (19). Esta parte subraya la apertura universal de la Iglesia, para todos los hombres y para todo lo que es el hombre. Y la solidaridad de todo el género humano realizada en la Iglesia. Nada queda fuera, pese a los límites reales, geográficos e históricos en los que se implanta la Iglesia visible.
Primero trata del Dogma (capítulo 1), confesión común de la fe, a la que cada cristiano se adhiere, y que la misma Iglesia protege frente a las interpretaciones divergentes y heréticas, es decir desunidas.
Después, el capítulo segundo, quizá el más hermoso, parte de la estupenda cita de Bossuet, y trata de la Iglesia “que es Jesucristo extendido y comunicado”. Iglesia que abarca a todos los hombres y a todo lo que hay en el hombre. Cristo “sabe lo que hay en el hombre” (p. 38), subraya con frase que encontrará eco en san Juan Pablo II. Y, con san Agustín, recuerda: “El coro de Cristo ya es todo el mundo” y “suena al unísono desde el Oriente al Occidente” (p. 39).
El tercero está dedicado a los sacramentos, y comienza con esta sabrosa frase: “Al ser los sacramentos los medios de salvación, deben ser comprendidos como instrumentos de unidad. Realizando, restableciendo o reforzando la unión del hombre con Cristo, realizan, restablecen y refuerzan a su vez, su unión con la comunidad cristiana” (p. 61). Tema que recuerda el futuro número 1 de Lumen Gentium sobre la sacramentalidad de la Iglesia. Y especialmente en la Eucaristía: “Del mismo modo que descendió una vez sobre los Apóstoles, no para unirlos en un grupo cerrado sino para alumbrar en ellos el fuego de la caridad universal, así hace todavía el Espíritu de Cristo, cada vez que Cristo de nuevo se entrega” (80).
Y el cuarto mira a la Jerusalén celestial y a la realización de la plenitud de la comunión de los santos. El género humano nació unido en Adán, y ha sido reasumido y congregado en Cristo, hasta constituir su Cuerpo, donde se realiza eminentemente la comunión de los santos. Por eso la Eucaristía es anticipo y también conato o fermento de realización.
“Sacará de este carácter social algunas consecuencias, relativas al papel que el cristianismo reconoce a la historia” (19). La religión cristiana, insertada en el tronco judío, es eminentemente histórica, hasta un punto que no encuentra parecido en la historia de las religiones. Se basa en la narración de la historia de la salvación y es prolongación de esa misma historia, que afecta a todos los hombres y, en realidad a toda la evolución del cosmos, que anhela “la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19). Esto se aborda en el capítulo 5, primero de esta parte, El cristianismo y la historia.
Esta dimensión histórica da el argumento y el ritmo de la Sagrada Escritura y es esencial en su interpretación, como ilustra el capítulo siguiente (el sexto). Hay un balanceo entre Antiguo y Nuevo Testamento, entre promesa y cumplimiento, entre figura y realidad. Con este ritmo se ha producido la revelación y debe ser leída así. Y no se puede olvidar que el centro de esa revelación histórica es la cruz de Cristo y su resurrección gloriosa. “Si todo el Antiguo Testamento aparece habitualmente en los Padres como una vasta Profecía, el objeto de esa Profecía no es otro que el Misterio de Cristo, que no sería completo si no incorporase el Misterio de la Iglesia” (129).
Esta realización histórica, tan real y concreta, está sin embargo abierta al conjunto de la humanidad. Es el objeto del capítulo 7, La salvación por la Iglesia. Es camino de salvación es para todos. Se ilustra con toda su fuerza esta tesis cósmica y a continuación se plantea la cuestión “histórica” y concreta de cómo realmente puede llegar la salvación a todos los hombres, por medio del Espíritu de Cristo.
El capítulo 8 es como una prolongación del tema y recoge una reflexión patrística bastante común: ¿por qué tardó tanto en manifestarse la salvación? ¿Qué sentido tienen estos tiempos marcados por Dios para su revelación y salvación? Y en la misma línea, el capítulo 9 piensa la tarea de la misión cristiana, de las misiones destinadas a realizar en la espacio y en el tiempo el designio “católico” y universal de la Iglesia, que tiene que dar forma al mundo, transformándolo como Dios quiere.
En su Memoria, recuerda: “La tercera parte del libro de aliento más espiritual y más ‘personalista’ me había parecido necesaria para el equilibrio del conjunto” (25). Y en la Introducción al libro aclara: “En una tercera parte más breve después de haber señalado algunos rasgos de la situación teológica presente (cap. 10), querríamos contribuir a disipar algunos malentendidos, examinando cómo el catolicismo exalta los valores personales (cap. 11) y cómo su doble carácter histórico y social no se ha de comprender en un sentido puramente personal y terreno (cap. 12)”.
Todo subraya que el cristianismo, el cristiano o la Iglesia, no pueden concebirse como algo cerrado, pequeño y volcado sobre sí. Nada que ver con una piedad encerrada en sí misma. Y nada tampoco con un grupo que resiste o marca fronteras, tampoco con una institución que viene a combatir o competir en el mismo plano que otras realizaciones humanas. Tiene la vocación de integrar, purificar y llevar a su plenitud todo lo humano. Y es siempre abierto, universal y verdaderamente “católico”.
La exposición se cierra con una referencia al Mysterium crucis y le sirve de colofón una expresiva cita de san Ireneo: “Por el madero de la cruz, se ha manifestado a todos la obra del Verbo de Dios: sus manos extendidas están para acoger a todos los hombres. Dos manos extendidas, pues dos son los pueblos dispersos sobre la tierra. Una sola Cabeza en el centro, pues hay un solo dios por encima de todos, en medio de todos y en todos” (Adv. Haer., 5, 17, 4) (259).
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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