Aquel pozo a las afueras de Sicar será el escenario elegido por el Señor para hacer con aquella mujer pecadora su catequesis particular sobre la gracia
«La samaritana ha entendido mejor que muchos la sed de Cristo. Por eso corrió a la ciudad, para traerle almas a los suyos. Ha entendido al Señor −la generosidad abre luces al entendimiento− mejor que los doctores de la Ley; mejor, incluso, que Nicodemo, famoso maestro de Israel. Por eso, de extraviada, vulgar, no judía y frívola, se convierte en celosa por las almas, emocionada, dócil y pregonera del Señor»[1].
Tras la persecución que surge por el apresamiento de Juan el Bautista, Jesús decide subir al norte, yendo de Judea a Galilea, pues en Jerusalén había comenzado a aparecer la hostilidad de los fariseos contra Él y en Galilea la influencia de los fariseos era menor. Con ello evita que le den muerte antes del tiempo señalado por Dios Padre. Con ese gesto nos enseña Jesús que la providencia divina no exime al creyente de ejercer la inteligencia y poner los medios a su alcance, a imitación de Cristo, para descubrir con prudencia lo que Dios quiere de él. Es el ejemplo también de san José con la Sagrada Familia. Y tantos otros.
Volver a Galilea… “En la vida del cristiano, después del bautismo, hay también una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con misericordia, me pidió de seguirlo; recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me hizo sentir que me amaba”[2]. Cuando sintamos cualquier tipo de temor o estemos desorientados, volvamos a Galilea, esto es, volvamos a traer al corazón el núcleo, la esencia, del mensaje cristiano: el Amor de Dios por cada uno de nosotros.
Había dos caminos usuales para ir de Judea a Galilea. El más corto pasaba por la ciudad de Samaría. El otro, junto al Jordán, era más largo. Jesús recorre el de Samaría, que según Flavio Josefo era el más habitual. Al aproximarse a esta ciudad, cerca de Sicar −la actual Askar− al pie del monte Ebal, tendrá lugar el encuentro de Jesús con la mujer samaritana. Por un lado Jesús no necesitaba pasar por allí; pero por otro… Jesús tenía que hacerlo. Algo influiría en su decisión la longitud del trayecto; como algo también las dificultades del camino −incluyendo el buen o mal recibimiento que tuviera−. Pero el motivo principal por el que actúa Jesús siempre son las personas, especialmente las más necesitadas. Y en este caso, ¡cuánto pesaría en su decisión de tomar ese camino la situación de aquella samaritana! Su encuentro no es un corolario del trayecto; es el trayecto el que se “programa” en función de ese encuentro.
Aquel pozo a las afueras de Sicar era conocido por ser el pozo de Jacob, el único a muchos kilómetros a la redonda. Ese será el escenario elegido por el Señor para hacer con aquella mujer pecadora su catequesis particular sobre la gracia. Si el pozo de Jacob era capaz de saciar la sed de tantas personas, ¡cuánto más el agua de la gracia puede calmar la sed de todo el que se acerque al manantial inagotable que es Dios!
Sicar era famosa por aquel pozo. Pero desde aquel día la fama le vendrá de aquella mujer que nadie pensaba entonces desde luego que pudiera llegar a ser la paisana más relevante en toda la Historia de Sicar. El encuentro con Jesús, su paso por un lugar y en cada momento, cambia la identidad de todo lo que toca. Él no cambia nada, pero lo llena de sentido y trascendencia.
Ser pozo o ser fuente; es la alternativa. Beber y vivir de nosotros, o de Dios. Si es de nosotros, por más que fueran nuestras cualidades, llegaría un momento −temprano antes que tarde− que nos vendríamos abajo y se agotarían las reservas. Sólo es abismal el manantial que surge de Dios: “Sacaréis aguas con gozo de la fuente de la salvación” (Isaias, 12,3). Todo lo demás… cisternas agrietadas. Es un descubrimiento que todas las almas hemos de hacer en algún momento de nuestra vida: la insondable presencia de Dios dentro de nosotros. Machado lo describe como fuente, dulzura, luz…
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes hasta mí,
manantial de nueva vida
de donde nunca bebí?
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas
blanca cera y dulce miel.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.
Es verdad que de los dos caminos posibles (el que rodeaba el Jordán y este, que cruza Samaría), Jesús con sus discípulos toma el más corto. Pero era también el más duro. Por eso, y aunque salen al amanecer para evitar el fuerte calor, no deja de ser un gran esfuerzo: horas de camino y sin comer. Cansado y lleno de polvo… sudoroso… el cuerpo encorvado… cuando llega a aquel lugar al mediodía Jesús no puede ni tan siquiera acompañar a sus discípulos a ir al pueblo para comprar. Y es que Él lleva además un peso que los demás no llevan; que nunca nadie ha llevado.
“Y al llegar la hora sexta toda la tierra se oscureció hasta la hora nona” (Mc 15,33). El sitio (“Tengo sed”) que exclama en la Cruz en aquella hora tiene aquí resonancias. Toda la vida de Cristo se mueve al impulso de esa sed. Jesús sediento; sed de agua, pero más de sed de almas. Y ese es su mayor resorte para levantarse de nuevo.
Y es Jesús, perfecto hombre. Pero cansado, agotado, frágil… Porque toda humanidad, hasta la humanidad de Cristo, debe luchar: “Los evangelios, y en especial el de San Juan, narran a veces detalles que pueden parecer irrelevantes, pero no lo son. Jesús, como nosotros, se fatiga realmente (Jn 4,6), necesita reponer fuerzas, siente hambre y sed; pero aun en medio del cansancio no desaprovecha ocasión para hacer el bien a las almas. «Recoged los ojos del alma y revivid despacio la escena: Jesucristo, perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Atanasiano) está fatigado por el camino y por el trabajo apostólico. Como quizá os ha sucedido alguna vez a vosotros, que acabáis rendidos, porque no aguantáis más. Es conmovedor observar al Maestro agotado. Además, tiene hambre: los discípulos han ido al pueblo vecino para buscar algo de comer. Y tiene sed (...). Pero más que la fatiga del cuerpo, le consume la sed de almas. Por esto, al llegar la samaritana, aquella mujer pecadora, el corazón sacerdotal de Cristo se vuelca, diligente, para recuperar la oveja perdida: olvidando el cansancio, el hambre y la sed»… Cuando nos cansemos −en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica−, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor! ¡Cómo te haces querer! Te nos muestras como nosotros, en todo menos en el pecado: para que palpemos que contigo podremos vencer nuestras malas inclinaciones, nuestras culpas. Porque no importan ni el cansancio, ni el hambre, ni la sed, ni las lágrimas... Cristo se cansó, pasó hambre, estuvo sediento, lloró. Lo que importa es la lucha −una contienda amable, porque el Señor permanece siempre a nuestro lado− para cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos»[3]. Por eso, decir de alguien −como con frecuencia se escucha, a guisa de elogio− que es “incansable”, en el fondo no es sino una distorsión.
Es ahora cuando tiene lugar el primer encuentro de Jesús con una mujer pecadora, y además de gran personalidad. Como en el caso reciente de Nicodemo, también a solas, aunque esta vez sin nocturnidad (prudencia; delicadezas de Jesús). A mediodía nunca se ve a nadie por aquel lugar: es la hora de la samaritana, de los que buscan pasar desapercibidos por su condición. La hora de Dios, que es en realidad el que pasará siempre más desapercibido por el mundo siendo al mismo tiempo −justo en esa misma medida− el más presente. Es la hora del encuentro íntimo. Donde sólo está Dios, donde Dios está solo.
Un día más, un día corriente… haciendo la misma tarea, acostumbrada a ello, una tarea mecánica. ¡Es tan fácil acomodarse a un ritmo, es tan fácil acostumbrarse! ¿Qué iría pensando? Casi mejor no pensarlo… Sólo sabemos que “abril ya no estaba en sus ojos”. Seguro que nunca podría pensar, por más que se lo hubieran dicho mil veces, que ese día su vida iba a cambiar radicalmente. Vino a sacar agua… y salió sobreabundante de gracia. Salió de allí transubstanciada. Ahí, en las tareas ordinarias, nos busca Dios, para transubstanciarlo todo. Pero para eso hay que acercarse al brocal, para dejar a los pies del Señor el peso del cántaro vacío.
Vino a sacar agua. Al final de la escena comprobaremos que no se la llevó. Ni siquiera se llevó el cántaro. Pero se fue rebosante de gracia… la que era hasta ese momento −literalmente− una pobre desgraciada. Se fue con las manos vacías pero con el corazón, por fin, lleno. Y de un modo inmerecido, porque así es la gracia. Toda gracia es don. Y ella aún no sabía de la importancia de vivir en la lógica del don, del don recibido, para comprender poco a poco y con el tiempo que… “todo es gracia”. Sólo es necesario un corazón que no sea duro. Y un corazón duro no es el que no sabe amar, sino el que no sabe recibir, el que no es “amable”. Y ella tendría pecados; pero tenía también un corazón bueno. Ahí es donde acude precisamente Dios.
Jesús toma la iniciativa pidiéndole de beber: es frecuente que el primer paso, para la conversión de un alma, sea precisamente pedirle un favor. Dios se presenta vulnerable. El primer “varón de deseos” es Él. Todos somos “seres deseantes”, porque el Dios a cuya imagen y semejanza hemos sido creados, es Deseo. Toda su vida se mueve en función de un ardiente deseo: comer la Pascua con nosotros.
Al llegar la samaritana al pozo, tras una brevísima mirada de soslayo al hombre que ahí se encontraba, reconoció en él, por sus vestidos y apariencia, un judío sentado en el brocal. Ella no sabía quién era; Él sí lo sabía. La estaba esperando. Dios siempre está esperando cuando nosotros pensamos que llegamos los primeros. Dios nos primerea. Dios sabe de nuestra vida y sabe cuándo debe pasar por ella, y cómo debe hacerlo. Lo hace con extrema delicadeza; pero lo hace. La samaritana aprenderá ese día que lo más importante no es lo que ella elige, según sus gustos y placeres, sino la elección de Dios. Todo aquello que no elegimos, es precisamente lo que más nos define.
Dios mismo ha puesto en todas las almas esa misma sed de eternidad… “Todo el mundo lo que quiere es ser feliz” (Aristóteles). Un ejemplo puede ser el de Miguel de Unamuno. Frente al terror a la nada, Unamuno siente la llamada de Dios en su retiro de Alcalá de 1897, donde siente a un Jesús cercano, entrañable, capaz de darle de beber, como a la samaritana, de esa agua que le quitara de manera definitiva su sed de eternidad, de ser siempre, eternamente: “¡Qué hermosa la fe de la samaritana! Como ella nuestra alma va a sacar agua al pozo tradicional, al tesoro de la ciencia y del consuelo humanos, al estudio. Y un día nos encontramos al borde del pozo al dulce Jesús, reposando cansado del camino, a la hora de la sexta, al mediodía, en la mitad de los afanes de nuestra vida [...]. Quiere que le demos nuestro amor, que le estudiemos, pero con amor [...]. Y entonces le decimos: ¿cómo tú; el de los simples, pides que te dé mi amor yo? Y entonces él como a la samaritana nos dice: si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber tú pedirías de él y él te daría agua viva [...]. Y aún resistimos diciendo que no tiene de donde sacarla, porque el pozo de nuestra razón es hondo, y no cabe ya que creamos después de haber pasado por el análisis [...]. Y Jesús nos dice que cualquiera que bebiese del agua de la sabiduría volverá a tener sed, porque es agua que cuanta más se bebe más sed da, más el que bebiere del agua de la fe no tendrá ya sed, porque esa es agua que salta para vida eterna. Y como la samaritana le decimos: Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed” (Unamuno, 1986: 192-194). La fe cristiana, nunca irracional, pero siempre yendo más allá de lo que la razón por sí sola pueda alcanzar. Pero “fides ex auditu”; y Unamuno habló mucho con Dios, pero nunca le escuchó.
En efecto, los samaritanos tenían mala fama (“El agua de los samaritanos es más impura que la sangre del puerco”, decían los rabinos judíos), pero Jesús sin embargo los trata muy bien, en general. De hecho la parábola del samaritano, junto con la del hijo pródigo, ha pasado a ser el modelo de la caridad que hemos de vivir con tantas personas que están lejos de Dios o no le encuentran. Jamás un fariseo habría recorrido Samaría, pues para los judíos los samaritanos eran cismáticos y herejes. Sin embargo, Jesús, que era también judío, no tiene miedo ni valora ese tipo de prejuicios. Valora más el alma de aquella mujer y de aquel pueblo. Lo que para otros era un problema y un motivo para no pasar por ahí, para Él es un motivo para hacerlo y una oportunidad.
Hoy, más que nunca, hay sed de Dios. Por eso también hoy, más que nunca, y aunque la samaritana no lo comprenda, Dios se hace presente en forma de sed: «Tenía sed... Pero al decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor... Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!»[4].
Los samaritanos no conocían al Mesías, sino una imagen distorsionada. Y por eso obstaculizaban a los que iban a Jerusalén: para un judío el nombre “samaritano” era un verdadero insulto (Jn 8, 48). Y ellos dificultaban sistemáticamente cualquier asunto en el que figuraran los judíos (Lc 9, 53.54). Jesús los compara con los paganos, al recomendar a sus discípulos, durante su misión provisional en vida del Maestro, que no prediquen en las aldeas samaritanas (Mt 10,5). Sin embargo, repetimos, la valoración que en los evangelios se da a los samaritanos es en conjunto muy positiva, quizá para fustigar el orgullo de los judíos ortodoxos (Lc 17, 11-19; 10, 30-37). Jesús actúa como si no se hubiera enterado de esas peleas y rencores. A nosotros nos ayuda a descubrir la imagen de Dios en cada una de las personas.
Jesús no tiene mucho tiempo −siempre es poco el tiempo para quien vive en función de la eternidad− y saca provecho de las circunstancias inmediatas; pasa admirablemente de lo natural a lo sobrenatural: don de Dios, agua viva… Si conocieras quién es el que te dice… Tenemos “el deber y el derecho” de meternos en la vida de las personas[5].
Un pozo nos recuerda siempre a un reflejo en el agua, y nuestra imagen reflejada ahí. Y nos puede ocurrir lo que a Narciso… Pero también se puede ver en ella el reflejo de la imagen de Cristo.
“Dame de beber” es como indicarle: “deja de pensar en ti…” Buena sugerencia ahora que hay tanta gente que está “cansada de vivir”, porque sólo piensan en ellos. Jesús pasa rápidamente “al ataque”. Después del “dame de beber” que rompe el anonimato e interpela, ahora pasa a hablar al corazón. “Dame para vivir”, parece decirle, pedirle. Es otro modo de decir: “Conoce cristiano tu dignidad”. Salir de sí, pues el enemigo mayor que tenemos somos tantas veces nosotros mismos. Olvídate de tu aparente esterilidad, confía en ti, que puedes aún dar tanto fruto. No pierdas la esperanza: “Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena». En otros países, la resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza». En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!”[6]
Impresiona el doble plano en el que se mueve la escena. Lo natural y lo sobrenatural. El tiempo y la eternidad. Y cómo Jesús “bajó tan bajo, tan bajo…” que le dio a la caza alcance. No le importa hacerlo. Jesús no se ofende. Lo que le importa es mantener el diálogo, así podrá seguir diciéndole cosas que le sirvan como luces en sus tinieblas. No le importa tampoco decirle cosas bellas y sublimes, aunque ella se ría de Él. “Hay que hacerse todo para todos. No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesita, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar −hoja a hoja− un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia; que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad”[7].
El agua viva: la doctrina de la gracia. La gracia no es algo, sino Alguien. La gracia es Dios. Hay que volver a “nacer de la gracia y del espíritu”, acababa de decirle a Nicodemo la noche anterior. A la samaritana se lo enseña con una imagen. “El Dios al que se llega y el camino por el que se llega es el mismo y único Dios. A Dios se llega sólo por medio de Dios” (José Mateos). “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn 7, 37-9).
Primacía de la gracia: el agua viva, que es el agua corriente de los manantiales, en oposición a las aguas de las cisternas (así en Gn 26,19; Lv 14,5; Jr 2,13; Za 14, 8… Jn 7, 37-39). “Señor, dame de esa agua, para que no tenga yo más sed, ni haya de venir aquí a sacarla”. Qué preciosa oración acaba de hacer la Samaritana, para repetirla. ¡La samaritana ha empezado a hacer oración!
Hasta aquí se ha ido fraguando la amistad. Es ahora cuando comienza la confidencia, forzando la conversación. Pone el dedo en la llaga, con delicadeza. “Este me dice la verdad; se interesa por mí, me quiere”, llega a pensar sin llegar a decirlo. No hace falta tantas veces más terreno de amistad que el conocimiento de las almas que puede venir en pocos instantes. ¿Violencia? ¿Falta de libertad? ¡Amor! “Basta para la perfección del amor que se ame la cosa según se aprende en sí misma. De aquí proviene el que a nunca cosa se la ame más que se la conoce, porque puede ser amada perfectamente aunque no se la conozca bien”[8]. Confiar en las personas. La Samaritana no es ciertamente una mujer de conducta ejemplar, pero hay en su alma una inquietud religiosa sincera.
Plano inclinado (aunque sea bastante, como es el caso). Comprender que toda conversión necesita tiempo, que los hábitos de antes necesariamente han de seguir influyendo, quizá de modo inadvertido, en el alma que se despierta a la nueva esperanza. Plano que se debe inclinar en función de cada persona, en la medida en que nos familiarizamos con las preocupaciones inmediatas de los que pasan junto a nosotros o junto a nosotros se colocan. Hacerlas propias y sentirlas con ellos. El arte de escuchar, el arte de esperar.
La samaritana se siente envuelta en un entorno de misterio que no alcanza a comprender. Pero también se le nota en la cara que se siente completamente ganada por la bondad de la mirada y gestos de Jesús; especialmente de su mansedumbre, hecha de paciencia y de benevolencia, de respeto y de amistad, de indulgencia y de misericordia. Y es que sólo la mansedumbre es inteligente: penetra y alcanza para sí el secreto de las almas, que si no se cerrarían violentas. “La inteligencia es mansa, precisamente, porque hay que respetar el objeto para comprenderlo”[9]. La Omnipotencia de Dios es su mansedumbre, por eso la mansedumbre es la manera de ser de Cristo. Quien vive la mansedumbre respeta a Dios y a las cosas de Dios, y a las personas, y a su libertad. Pero el cristiano no conservará su mansedumbre de una manera eficaz si no está dispuesto a ceder frecuentemente en su derecho, a sufrir a diario y, en ocasiones, cruelmente.
Jesús le informa de dos cosas: que viene la hora en que el culto a Dios será universal y espiritual; y que Dios había dejado a los judíos el depósito de la Revelación. Habla con claridad. Qué importante es hablar con claridad de la Iglesia, de la verdad… Los samaritanos aceptan la Tora (el Pentateuco), de la cual poseen una versión propia, distinta del texto masorético. Tienen sus propios sacerdotes, sus cultos al aire libre sobre el Monte Garizín, así como una modesta tradición de interpretación bíblica. Tienen, como tantos, parte de la verdad. Pero no el depósito de ella. Es un pueblo cerrado sobre sí mismo, en el que se ha venido practicando la endogamia desde tiempo inmemorial, por lo que se han acentuado algunos caracteres “raciales” del grupo, se ha empobrecido genéticamente la población, y en la actualidad no subsisten más que unos quinientos individuos pertenecientes a él. Y es que así evoluciona todo cuerpo separado de la única cepa.
Los samaritanos ignoraban gran parte del plan divino porque prescindían de toda Revelación que no se hallase en la Ley de Moisés; los judíos, en cambio, estaban más cerca de la verdad sobre el Mesías al aceptar los libros de los Profetas y los Salmos. Pero unos y otros debían abrirse a la nueva Revelación de Jesucristo. Con la llegada del Mesías, a quien ambos pueblos esperaban, se inicia la nueva y definitiva Alianza, en la que Garizim, el monte donde adoraban los samaritanos, y Jerusalén, con su Templo, quedan superados: lo que agrada al Padre es que todos aceptemos al Mesías, su Hijo, el nuevo Templo de Dios (cfr Jn 2,21), y le rindamos un culto que brota del corazón del hombre (cfr 2 Tm 2,22) y que es suscitado por el mismo Espíritu de Dios (cfr Rm 8,15). Todos hemos de abrirnos cada vez más a esa Revelación. Todo pensamiento auténticamente cristiano es un pensamiento abierto.
En la mirada humilde de la Samaritana se podía leer una palabra que nunca pronunció: “Creo”. Se le nota incluso en el modo de referirse a Él. Si primero llamó “judío” y de “tú” a Jesús, luego le trata de “Señor” y de “Profeta”. Finalmente le llamará “Cristo” (“¿no será este el Mesías?”). Jesús se va desvelando en la medida en la que se le va conociendo.
La transformación que la gracia opera en esa mujer es maravillosa. El pensamiento de la samaritana se centra ahora solamente en Jesús y, olvidándose del motivo que le había llevado al pozo, deja su cántaro y se dirige al pueblo, deseando comunicar su descubrimiento. «Los Apóstoles, cuando fueron llamados, dejaron las redes; ésta deja su cántaro y anuncia el Evangelio, y no llama solamente a uno, sino que remueve toda la ciudad»[10].
La oración es la que nos permite “dejar el cántaro”. La mujer abandona todas sus cosas en el brocal, como si fueran cosas sin dueño. Ha cambiado su corazón y su interés. Pero lo primero ha sido tener que desprenderse de lo que traía…
Lo que sucede junto aquel pozo nos hace comprender también que la oración es el lugar principal de nuestro encuentro con Cristo: «La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (cfr S. Agustín, Quaest. 64,4)»[11]. En la oración se encuentran la sed de Dios y la sed del hombre.
A raíz de la conversión de la samaritana y del regreso de los discípulos aparece otro de los temas frecuentes en el cuarto evangelio: Jesús ha venido a cumplir la voluntad del Padre (Jn 4,34). Esa voluntad consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna, y pueda resucitar en el último día (cfr 6,39-40).
Agua viva. Humildad, obediencia… sed de Dios. Seguir la voluntad de Dios: “He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya”[12].
La voluntad de Dios es que seamos santos. Y la santidad no es otra cosa que hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. Ese día arrancó el itinerario de santidad de aquella mujer, que ya no se apartará más de Jesús. La tradición cristiana ha conservado el nombre de esta mujer que después de los Reyes Magos es una de las primicias del nuevo pueblo; se llamaba Fotina y dio su sangre por aquel que se le había dado a conocer junto al brocal del pozo de Jacob. La Iglesia honra cada año su memoria en el Martirologio romano, el 20 de marzo. Lo más importante del Apostolado es el Apóstol.
Donde otros ven las mieses del campo, Él ve las mieses de miles de almas. Su mirada es la misma y sin embargo bien distinta. Él ve más lejos.
Hemos perdido la referencia al campo, a la naturaleza. Sólo puede ser sobrenatural lo natural. “Salió el sembrador a sembrar, etc.” También hoy, como al principio, la sangre de los mártires, de los descartados, es semilla. La samaritana por ejemplo.
Pero Dios avisa de que además de sembrar ya ha llegado al mismo tiempo la hora de recoger: somos de la época de Cristo, no lo olvidemos. Somos cristianos. Ha pasado tanto el Viernes Santo como la Resurrección de Cristo. Es tiempo de una labor constante, sin solución de continuidad: Los segadores, en la época de la siega, duermen en el surco. Allí mismo donde la obscuridad de la noche y el relente húmedo que viene con ella permitieron cortar las últimas mieses. Duermen en el surco, para aprovechar las primeras luces de la mañana siguiente. No hay tiempo que perder.
Se ha reavivado la llama del sentido de la vida. Ha comenzado la revolución. Y la encendió la ternura de Cristo con aquella mujer. “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39)[13].
La conquista de un alma sola es un apostolado que nadie valora, que nadie ve. En el que es preciso emplear tiempo, mucho tiempo, que son jirones de nuestra vida. Pero un alma sola vale toda la sangre de Cristo.
El episodio presenta todo un proceso de evangelización que se inicia con el entusiasmo de la samaritana que contagia a su vez su entusiasmo allá por donde pasa. Hemos de entusiasmarnos para entusiasmar (san Josemaría). Proselitismo por atracción, por contagio (“contagio” será precisamente la palabra que emplee Plinio al emperador Trajano cuando este le pregunte cómo se extienden los cristianos en el Imperio). «Lo mismo sucede hoy a los que están fuera y no son cristianos: comienzan sus amigos cristianos por darles noticias de Cristo, como hizo aquella mujer, lo mismo que hace la Iglesia; luego vienen a Cristo, esto es, creen en Cristo por esta noticia y, finalmente, Jesús se queda con ellos dos días, y con esto creen mucho más y con más firmeza que Él es en verdad el Salvador del mundo»[14]. No es retórica, ni menos aún sofística, sino “nosotros mismos hemos oído y sabemos”. “Nosotros hemos conocido y hemos creído el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). “El Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom. 5,5).
Antonio Schlatter Navarro
[1] J.A. González Lobato, Junto al pozo, p. 102-3. Este libro me ha servido de inspiración para muchas de las reflexiones que se hacen a continuación.
[2] Papa Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 26 de marzo de 2016.
[3] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, nn. 176 y 201.
[4] Sta. Teresa de Lisieux, Historia de un alma, 9.
[5] Concilio Vaticano II, Decr Apostolicam Auctositatem, n.3.
[6] Papa Francisco, Evangelii Gaudium 85-6.
[7] San Josemaría, Carta 8 de agosto de 1956.
[8] Sto. Tomas, I, 2, q.27, a.2 ad.2.
[9] Un cartujo, La vida en Dios.
[10] San Juan Crisóstomo, In Ioannem 33.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2560.
[12] San Agustín, Enarrationes in psalmos, 31, 2, 26.
[13] Benedicto XVI, Enc. Spe Salvi, n.26.
[14] San Agustin, In Ioannis Evangelium 15, 33.
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