La actitud que se adopte sobre la licitud de la eutanasia depende de la posición que se mantenga acerca del valor y la dignidad de la vida humana terminal
Los debates morales en nuestro tiempo adolecen de una anomalía derivada de la falta de posiciones básicas compartidas por los que intervienen en ellos. Sin embargo, no es imposible, aunque sí difícil, mantenerlos. Sobre la dignidad de la vida humana disputan, al menos, dos actitudes. Para una, la dignidad de la vida depende del mantenimiento de alguna cualidad decisiva, como la autonomía, la autodeterminación o la ausencia de sufrimientos intensos. Para otra, la dignidad, inherente a la persona desde su nacimiento hasta su muerte, no depende de ninguna cualidad o propiedad. Para ella, el sufrimiento no constituye una negación de la dignidad de la vida. Esta última resulta filosóficamente más correcta. En cualquier caso, no debe dejarse de lado la distinción entre la moral y el derecho.
El objeto de este trabajo es la consideración acerca del valor y dignidad de la vida humana terminal. Su perspectiva es, pues, filosófica. Desde luego, no trata de imponer lo que uno debe o no hacer ni juzgar, ni menos condenar a nadie. Sólo aspira a un poco de claridad y, si acaso, a proponer lo que su autor considera mejor o menos malo. Cualquier decisión ante el sufrimiento humano previo a la muerte, ya sea de quien lo sufre, de sus familiares o de los profesionales de la sanidad que lo atienden, tendrían, en cualquier caso, atenuantes morales. Quien trata de evitar un mal y obra de buena fe puede, sin duda, equivocarse, pero no merece una condena incondicional. Si se participa en un debate hay que presuponer la buena fe en los intervinientes y, si no fuera el caso, lo mejor es abstenerse. Tampoco es buen principio la descalificación o el insulto.
Aunque no trato de entrar en los debates sobre la eutanasia y sólo permanecer en los preámbulos filosóficos sobre la dignidad de la vida humana en su etapa terminal, convendrá, quizá, hacer una mínima precisión conceptual. La eutanasia consiste en poner fin, intencionadamente, por acción o por omisión de medios ordinarios de mantenimiento, a la vida del paciente. Cabe hablar de eutanasia activa o pasiva. Pero evitar el encarnizamiento terapéutico o la utilización de procedimientos extraordinarios no tiene nada que ver con la eutanasia, ni activa ni pasiva, sino con la ortotanasia[1].
Los debates morales en nuestro tiempo padecen, como afirma Alasdair MacIntyre, una profunda anomalía. Nuestras discrepancias son radicales, pero lo más grave es que, con frecuencia, ignoramos la naturaleza de nuestras discrepancias. Utilizamos los mismos términos, pero les otorgamos sentidos diferentes y, en ocasiones, antagónicos. Según él, la crisis moral de nuestro tiempo se manifiesta en la inconmensurabilidad de las posiciones morales de quienes intervienen en los debates. Este hecho conduce a la imposibilidad de justificar las elecciones morales de cada persona frente a su interlocutor. Los debates morales contemporáneos serían, por esta razón, arbitrarios. No existen criterios comunes que permitan ordenar racionalmente las discusiones. La primacía la tiene, de hecho, el emotivismo (relativista), aunque los argumentos de (casi) todos los intervinientes apelen a la existencia de criterios objetivos. Según MacIntyre, las ex-presiones morales que utilizamos conservan la huella de una época anterior en la que sí existían pautas y criterios objetivos. Realiza un sugestivo análisis del proceso que ha conducido a que la cultura moderna haya llegado a ser emotivista, una cultura moderna cuyos personajes más expresivos son el esteta, el gerente y el terapeuta. El emotivismo es la consecuencia del fracaso del ideal ilustrado a la hora de justificar racionalmente la moral. El liberalismo contemporáneo no sería sino una manifestación, un síntoma más, de la moderna enfermedad emotivista.
La explicación se encuentra en el olvido y declive del aristotelismo, en la muerte de la teleología. Los preceptos de la moralidad sólo tienen sentido cuando se admite la idea de una naturaleza humana no educada y la idea de un telos o fin inherente a ella, que ésta deba alcanzar o cumplir. Pero al eliminar la modernidad la idea de un fin propio del hombre, todo el edificio moral clásico de raíz aristotélica se viene abajo.
“Los filósofos morales del siglo XVIII se enzarzaron en lo que era un proyecto destinado inevitablemente al fracaso. Por ello intentaron encontrar una base racional para sus creencias morales en un modo peculiar de entender la naturaleza humana, dado que, de una parte, eran herederos de un conjunto de mandatos morales, y, de otra, heredaban un concepto de naturaleza humana, lo uno y lo otro expresamente diseñados para que discrepasen entre sí. Sus creencias revisadas acerca de la naturaleza humana no alteraron esta discrepancia. Heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban”[2].
El análisis es inteligente y sugestivo, aunque acaso no haya que renunciar a seguir entablando debates, ya que aunque en ocasiones se diría que los intervinientes viven en mundos extraños e incomunicados, al fin no dejan de pertenecer a una misma tradición filosófica, aunque sus caminos se hayan separado hasta llegar a tener dificultad para encontrase y entenderse. Las discrepancias radicales no son lo mismo que un diálogo de sordos. Tal vez podamos comprobarlo a propósito de la eutanasia. Quizá quepa la posibilidad de encontrar argumentos comprensibles, e incluso, atendibles para las dos partes.
Es cierto que el contenido de los derechos humanos depende de la posición que se adopte sobre su fundamento (o, en su caso, sobre su falta de fundamento). No pueden coincidir en cuanto al contenido del derecho a la vida quienes, por ejemplo, entienden la vida como un don de Dios, indisponible para el hombre, que quienes la consideran como una propiedad de ciertos seres llamados vivos, debida al azar y, por ello, disponible para el hombre. Ello da lugar a posiciones divergentes en asuntos como el aborto o la eutanasia. Como ha expuesto José María Rodríguez Paniagua, el consenso acerca de los derechos humanos se sustenta bajo dos condiciones: la omisión de la cuestión de su fundamento y la eliminación del problema de la determinación del contenido.
Por mucho que se intente ocultar, la teoría de los derechos, que dista de ser el fruto de la modernidad sino que tiene raíces medievales, obtiene su fundamento genuino de una determinada concepción metafísica que sustenta una idea teleológica de la naturaleza humana. Los intentos de fundamentarlos en concepciones sociológicas, historicistas y positivistas fracasan. Una cosa es la explicación histórica del surgimiento de un valor o idea, y otra la cuestión del fundamento. No se debe confundir el problema de la genealogía con el del fundamento. Por otra parte, si sólo se trata de convicciones jurídicas o morales compartidas, basta con que algunos no las compartan para que se vengan abajo. Además, esta concepción omite que la verdadera cuestión moral no consiste en que algo, una acción, un principio, un valor, sean compartidos de hecho, sino en que deban ser compartidos. La cuestión del deber es la cuestión moral por excelencia. La claridad y coherencia de la concepción clásica de los derechos humanos, que los fundamenta en una concepción −religiosa o metafísica− teleológica de la naturaleza humana contrasta con la oscuridad y confusión actuales.
Como ha escrito Rodríguez Paniagua, “sólo Dios, en la concepción religiosa, sólo la moralidad, en la concepción subrogada o paralela, pueden contar como puntos de referencia definitiva para determinar lo que corresponde al hombre en cuanto hombre, al margen y por encima del Estado o de cualquier otra instancia”[3]. Los verdaderos fundamentos de la dignidad de la persona y de sus derechos son Dios o la metafísica. El resto, como la mayoría social, la lucha contra el dolor, la autodeterminación o la autoconsciencia, inevitablemente fracasan.
El valor y la dignidad de la vida humana terminal dependerán de la idea que se tenga acerca del sentido de la vida en general, de su valor y dignidad y, con ellas, la idea de la moralidad[4]. No me referiré, al menos en principio, a la concepción religiosa en general o cristiana en particular. Kant y el utilitarismo gozan de elevado prestigio entre algunos de los más admirados filósofos contemporáneos, como Rawls y Habermas y, por lo tanto, entre la mayoría de quienes intervienen en los debates morales y jurídicos actuales. Pero Kant y los utilitaristas pueden llegar a conclusiones opuestas acerca de la licitud moral de la eutanasia. Jeremy Bentham afirmó que el criterio de la moralidad, de lo que está bien o mal en el orden moral, reside en el principio de utilidad, y ésta debe ser entendida como la tendencia “a producir un beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad”, o a prevenir un daño, dolor, mal o desgracia”[5]. De esta manera asume, siguiendo la tradición hedonista del epicureísmo, la identificación entre el bien moral y el placer, y entre el mal moral y el dolor. A quien acepte esta premisa, no le será difícil argumentar en favor de la eutanasia. Suprimir el dolor, eliminando la vida sufriente y terminal, podría calificarse como un bien moral. En definitiva, dos son los argumentos principales que se esgrimen: la autonomía y la piedad[6].
Kant, por el contrario, no asume una ética consecuencialista, como la del utilitarismo, sino que entiende que el criterio de la moralidad se encuentra no en la acción ni en sus consecuencias ni en la intención o fin que se espera conseguir, no se encuentra en nada empírico, porque nada empírico puede proporcionar un imperativo categórico, es decir, absoluto e incondicionado, que pueda fundamentar el deber moral, sino en la actitud o disposición de ánimo de quien obra. Y piensa que quitarse la vida nunca puede ser conforme al deber y que quien, pese a no tener ya apego a la vida o incluso desea quitársela, si no lo hace y sólo por deber, entonces su máxima (el principio subjetivo del obrar) sí tiene un contenido moral[7]. Más adelante, examina Kant algunos ejemplos de deberes. Uno de ellos se refiere a la licitud del suicidio en el caso de padecer desgracias lindantes con la desesperación y niega toda posibilidad de que una máxima tal pueda ser conforme al deber, ya que “sería contradictoria y no podría subsistir como naturaleza”[8]. La idea del suicidio tampoco puede compadecerse con la idea de la “humanidad como fin en sí”.
“Si, para escapar a una situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle”[9]
Sobre la inmoralidad del suicidio basada en la indisponibilidad de la vida humana argumenta santo Tomás de Aquino así:
“Pues en las cosas que no son del dominio de la voluntad, como las naturales y los bienes espirituales, es mayor pecado inferirse a sí mismo un daño: pues se peca más gravemente el que se mata a sí mismo que el que mata a otro”[10].
Peter Bieri entiende la dignidad humana bajo distintos aspectos, como encuentro, respeto, veracidad, autoestima, integridad moral, sentido de lo importante, reconocimiento de la finitud, para él, pero, sobre todo, como autonomía[11]. En realidad, el verdadero fundamento de la dignidad del hombre se encuentra en su autonomía. Siguiendo a Epicuro, afirma que “si la muerte es el final de todas las vivencias, no debemos temerla, pues solo se puede temer lo que se puede vivir”[12]. En el mismo sentido, escribió Wittgenstein: “Al igual que en la muerte el mundo no cambia sino que cesa. La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte”[13].
En su último capítulo, se ocupa Bieri de la dignidad ante la muerte y ofrece un posible diálogo entre las dos posiciones, favorable y opuesta a la eutanasia. Aunque su posición se acerca, probablemente, más a la primera, no queda del todo claro ya que crea cuatro personajes: un enfermo terminal, su mujer y dos médicos. En realidad, lo fundamental de la argumentación a favor consiste en la defensa de la autonomía y la autodeterminación y, en definitiva, a la idea de que la pérdida de las capacidades y el sufrimiento socavan la dignidad. El breve debate entre los cuatro interlocutores es claro e instructivo. En cualquier caso, el autor apunta una posible paradoja:
“He comenzado el libro con el pensamiento: la dignidad de un ser humano es su autonomía como sujeto, su capacidad de decidir él mismo sobre su propia vida. Respetar su dignidad es respetar esta capacidad. El morir es el acontecer en cuyo trascurso se pierde la autonomía de un ser humano. ¿En qué sentido podemos, a pesar de ello, decidir nosotros mismos sobre este acontecer? ¿No es contradictorio hablar de una pérdida autónoma de la autonomía, de querer decidir nosotros mismos sobre la pérdida de la autodeterminación?”[14].
No puedo compartir su premisa de que el fundamento de la dignidad se encuentre en la autonomía y autodeterminación sin más. Por un lado, esa pretensión entrañaría la negación de la dignidad de todas las personas que carecen de autonomía, y no sólo de los enfermos terminales. Por otra, cabría invocar aquí la distinción kantiana entre libertad y arbitrio. La dignidad del hombre reside, para Kant, en su libertad, pero la libertad no es la pura indeterminación de la voluntad o el arbitrio sino la posibilidad de obrar confirme al deber, conforme a la ley moral. Desde luego, pienso que aunque alguien no pudiera ya hacer uso de su libertad, no perdería por ello su dignidad. ¿Dónde reside ésta, pues?
En el diálogo entre las cuatro personas antes mencionadas se reflejan las posiciones enfrentadas, fundamentalmente dos. Para una, la dignidad reside en la autodeterminación y la autonomía y obliga a respetar la voluntad del enfermo terminal por dos motivos: porque una vida sin autodeterminación es indigna y porque hay que respetar, ante todo, la voluntad del paciente. Con estas palabras lo expresa Sarah, la mujer del paciente:
“El bien supremo, inviolable, es la dignidad de un ser humano. El núcleo de esta dignidad no es la protección de la vida sino la autodeterminación. Usted pretende escatimar a mi marido el proceso de la muerte natural, que él deseaba para la situación actual”[15].
Para otra, la dignidad no depende del estado de la persona y al médico o enfermero no le está permitido acabar con la vida del paciente. En suma, aparecen dos concepciones divergentes de la dignidad. El médico que se opone a quitarle la vida afirma que “nuestra tarea es proteger la vida y no ponerle fin” y que “para mí, que he hecho el juramento hipocrático, el bien supremo es la protección de la vida”[16].
La vida humana terrena empieza en la concepción y termina con la muerte. Por lo tanto, la dignidad de la persona comienza en la concepción y concluye con la muerte, con independencia de la continuidad de la vida personal y su dignidad más allá de la muerte. Y no hay vidas más o menos dignas de ser vividas. No hay ninguna vida indigna ni carente de sentido.
Es curioso cómo la aceptación social del aborto, uno de los dos peores errores morales del siglo XX, según Julián Marías, ha sido muy superior a la de la eutanasia, acaso por la mayor visibilidad de la persona a la que se suprime la vida, y a pesar de que en el caso del aborto no existe el consentimiento de la víctima. Todo lo que precisa del eufemismo, declara por ello su indigencia moral. Así, se prefiere hablar de “muerte digna” o de “interrupción voluntaria del embarazo”. La eutanasia goza de algunos argumentos aparentes y prejuicios a su favor. Se cobija bajo la protección de la libertad y la autonomía. Si un hombre no desea continuar viviendo, habría que respetar su voluntad. Seríamos absolutamente libres para hacer todo aquello que no entrañe ningún daño a otro. Además, no se impone nada a nadie. Todos permanecemos libres. Quien la quiera, la tendrá a su disposición, y quien no, a nada estará obligado. Perfecta libertad. Y acaso el más extendido argumento sea la piedad, el cese del sufrimiento, el supremo mal, al parecer en nuestro tiempo[17].
Pero la realidad no favorece a sus defensores. La aceptación de la eutanasia niega la condición personal del hombre, y entiende que la vida no vale en sí misma, sino que se acepta a beneficio de inventario. Cuando el balance es negativo, se repudia. El dolor es un mal, pero no todo en el dolor es un mal. Ni tampoco es el único ni el peor mal. Cuando todos los valores superiores se niegan, sólo quedan el placer y la supresión del dolor. Muchos contemporáneos pretenden que la vida sea una permanente noche de juerga o un eterno jardín de infancia.
No hay ninguna vida humana indigna, ni la del joven sano y fuerte, ni la que se extingue por la edad y la enfermedad. Si no de otras fuentes, al menos deberíamos aprender de los horrores del nazismo. Eutanasia y eugenesia suelen ir de la mano. Frente a la eutanasia, se levanta el precepto “no matarás”, nunca, ni siquiera por compasión. La idea de un médico o enfermero homicidas constituye, en sí misma, un sinsentido. El fin de las profesiones sanitarias es la curación y la supresión, hasta donde es posible, del dolor. Y esto último es, cada vez, más real. Lo que necesita la vida que se acaba es amor, compañía y cuidados paliativos, no la inyección letal.
Estamos ante otro episodio de la equivocada relación entre medios y fines. La legalización de la eutanasia pretende que el fin de suprimir el dolor justifica el medio de acabar con la vida. Pero sabemos que esto no es así. Gregorio Marañón afirmó que ser liberal consiste en negar que el fin justifique los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin[18]. Y aquí, el medio es matar. Algo parecido podría decirse sobre la pena de muerte o la tortura. No es posible que el bien surja del mal.
En la valoración de la vida, no caben medias tintas. Nietzsche dijo: “¿Era esto la vida? Bien, que venga otra vez”. Sí a la vida, a toda vida, también a la vida terminal.
La dignidad pertenece a la persona, no a las especiales condiciones de su vida. Es legítimo buscar uno o varios elementos que definen la especificidad del hombre, ya sea la racionalidad, el lenguaje, la libertad, la auto-consciencia, el saberse mortal, la sociabilidad o la risa.
Decimos que el hombre es una realidad personal, que es persona. ¿Qué significa ser persona? ¿En qué consiste la personalidad? La idea de persona entraña la de la posesión de una especial dignidad. El hombre sería el único ser del mundo consistente en realidad personal. El resto de los animales y de los demás seres no son personas. Se trata de una realidad difícil de definir. Entre sus características fundamentales podemos mencionar la individualidad, la unidad, la intimidad, la apertura a la realidad social, la dimensión cultural e histórica, el conocimiento de sí misma, la vocación, el perfeccionamiento y la búsqueda y realización del ideal, la exigencia de autenticidad, la apertura a la trascendencia, la autonomía, la libertad y la responsabilidad.
La personalidad está vinculada a la inmortalidad, al destino eterno del hombre. La persona aspira a la vida perdurable y es ininteligible sin ella. A esta cuestión dedica Julián Marías los últimos capítulos de su libro La felicidad humana[19].
Sobre la persona son fundamentales las investigaciones de la fenomenología, y especialmente de Max Scheler, en obras como El puesto del hombre en el cosmos o De lo eterno en el hombre. El filósofo alemán considera al hombre como ens amans. Este aspecto de su obra lo ha analizado, con profundidad y acierto, Marta Albert[20].
Una persona puede haber perdido la mayoría de estos rasgos, pero nunca perderá su condición personal. Otra cosa conduciría a posiciones nihilistas y antihumanistas[21].
Tampoco el sufrimiento extremo y la desesperanza hacen perder al hombre su condición personal. Por el contrario, la capacidad de soportar el dolor y hacerle frente aumenta la dignidad de una vida. Lo que la hace menguar es, por el contrario, la cobardía.
La dignidad procede de la condición personal y, por ello, es igual para todas las personas. Todas poseen la misma dignidad. Lo que establece rangos y jerarquías es la forma en que cada uno vive. Hay formas más o menos valiosas de vida, pero no personas más o menos dignas que otras. Es preciso distinguir entre la dignidad de la vida y la dignidad de la persona[22].
La persona es digna porque es un fin en sí y nunca un medio. En este sentido, la eutanasia podría entrañar una despersonalización y deshumanización.
Existen dos concepciones sobre la dignidad. Para una, es algo condicionado por alguna circunstancia, como la salud o la autonomía. Para la otra, es absoluta e incondicionada y no puede perderse nunca.
¿Puede el sufrimiento anular la dignidad de la vida? ¿Es indigna una vida extremadamente sufriente?
El dolor es una de las más profundas y misteriosas experiencias humanas. Ante el dolor, físico o espiritual, levantamos la vista hacia Dios. Y solo esto ya otorga un gran valor al sufrimiento humano. Sin embargo, es frecuente referirse al silencio de Dios ante el dolor de los inocentes, ante los campos de exterminio, ante la muerte de los niños, ante la enfermedad, la tortura y el hambre. ¿Por qué calló? ¿Por qué permitió? ¿Por qué calla? ¿Por qué permite? ¿Puede ser ese un Dios omnipotente y, a la vez, absolutamente bueno? Dolor humano y silencio de Dios.
Tal vez la primera observación que quepa hacer consista en negar que todo sea malo en el sufrimiento. Miguel de Unamuno decía que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. Y Beethoven, creo que en la partitura de la Novena, escribió: A la alegría por el dolor. Al final de la Barcarola de los cuentos de Hoffmann, de Offenbach, se canta: “El amor nos hace grandes, y el llanto aún más”. La verdad nos hace libres, y el dolor grandes. Nadie ha sido más grande que Jesús abandonado en Getsemaní y luego clavado en lo alto del Gólgota.
El dolor ajeno nos mueve a la compasión, nos conmueve. El propio nos modela. El dolor es la forja del alma. No se puede esculpir sin dar golpes con el cincel. Cabría decir, parafraseando a Nietzsche, que un hombre vale en la medida de la cantidad de dolor que es capaz de soportar. Nada de esto significa que debamos buscar el dolor. No. Debemos evitarlo. Es un mal, pero repleto de cosas buenas. El dolor es un mal, pero sus consecuencias son casi siempre beneficiosas.
En este sentido, debe leerse el excelente ensayo El problema del dolor de C. S. Lewis, si estoy en lo cierto, uno de los más grandes escritores del siglo XX. Su tesis central es que Dios nos grita en el dolor. Dios no calla mientras sufrimos. Habla, incluso grita, precisamente a través de nuestro dolor. Lo que nos duele es la voz aguda de Dios que nos llama. Y nosotros, ignorantes, soberbios y sordos, aún hablamos de silencio de Dios... El dolor es el grito de Dios. Y habría que decirle a Él: Gracias, Dios mío, por el dolor que me envías, pues con él me has salvado. Él nos salvó con su dolor y nos continúa salvando con el nuestro.
El bien del hombre consiste en entregarse a Dios. Pero esto resulta extraordinariamente difícil. Sólo el bien puede proporcionar la felicidad. Por eso la desgra-cia es tan frecuente. Los felices son siempre pocos, pues pocos son los capaces de entregarse totalmente a Dios. Escribe Lewis: “No somos meras criaturas imperfectas que deban ser enmendadas. Somos, como ha señala-do Newman, rebeldes que deben deponer las armas. La primera respuesta a la pregunta de por qué nuestra curación debe ir acompañada necesariamente de dolor es, pues, que someter la voluntad reclamada durante tanto tiempo como propia entraña, no importa dónde ni cómo se haga, un dolor desgarrador”.
El primer principio de la educación consiste en “quebrar la voluntad del niño”. Esto se puede hacer bien o mal, con suave firmeza o con sórdida crueldad. Pero debe hacerse, pues sin ello no hay educación. El hombre no se ve obligado a quebrar su voluntad para entregarla a Dios mientras las cosas le van bien. El error moral viaja enmascarado y muchas veces no lo advertimos. El dolor, por el contrario, es transparente, nos asalta sin careta, nunca engaña. Nada apresa nuestra atención y absorbe nuestra conciencia como el dolor; ni siquiera el amor.
Escribe Lewis: “El dolor no es sólo un mal inmediatamente reconocible, sino una ignominia imposible de ignorar. Podemos descansar satisfechos en nuestros pecados y estupideces; cualquiera que haya observado a un glotón engullendo los manjares más exquisitos como si no apreciara realmente lo que come, deberá admitir la capacidad humana de ignorar incluso el placer. Pero el dolor, en cambio, reclama insistentemente nuestra atención. Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: es su megáfono para despertar a un mundo sordo. El hombre malo y feliz no tiene la menor sospecha de que sus acciones no “responden”, de que no están en armonía con las leyes del universo”.
El dolor puede ser también el despertador de la fe. Dice un personaje del Cuento de invierno de Shakespeare: “Es necesario que despiertes tu fe. Entonces todo queda en calma”. En el fondo, la posibilidad de perfeccionarse a través de las tribulaciones forma parte de la vieja doctrina cristiana.
Es cierto, como reconoce Lewis, que el dolor como megáfono de Dios puede ser algo terrible y conducir a la rebelión definitiva y a la desesperación, pero también puede ser la única oportunidad del malvado para en-mendarse y, por lo tanto, salvarse. San Agustín nos enseñó que el alma sólo puede ser feliz cuando descansa en Dios, porque Él nos ha hecho para sí. En eso consiste ser criatura. Dice también san Agustín que Dios nos quiere dar cosas pero no podemos tomarlas porque tenemos las manos llenas de otras cosas. En este sentido el dolor es el manotazo que nos arrebata lo que más queremos, pero para que podamos recibir lo único que puede hacernos felices: la entrega total a Dios. Y esta entrega total no es posible sin el dolor. Así, tenía razón Beethoven: A la alegría, por el dolor. Y si alguien piensa que todo esto es una apología del dolor y del masoquismo, sólo le pediría que pensara un poco más.
Por otra parte, imaginémonos un mundo sin dolor. Un mundo así se vería privado de la mayor parte de las cosas buenas. Para empezar sería un mundo sin compasión y sin heroísmo, probablemente un mundo sin mérito moral. Pensemos en acciones realmente ejemplares. ¿Cuántas de ellas se habrían realizado en un mundo sin dolor? Como afirma Lewis, “el dolor proporciona una oportunidad para el heroísmo que es aprovechada con asombrosa frecuencia”.
El dolor no testimonia en contra de la bondad divina. A veces podemos tener la impresión de que a Dios se le ha ido la mano y de que tal vez hubiera bastado con una terapia más suave, pero para que tengamos las manos vacías debe quitarnos todo o, al menos, lo que más amamos. Una vez cumplida su función terapéutica, Dios nos puede devolver algo o mucho de lo que teníamos, incluso todo. Pero entonces ya lo poseeremos de otra manera, a la manera de la criatura, a la manera feliz. La ilusión de la autosuficiencia humana sólo puede quebrarse mediante el sufrimiento. El dolor es el último recurso de Dios para hacernos verdaderamente felices, es decir, buenos y sabios, y salvarnos. El dolor es el grito de Dios[23].
En absoluto, es correcto identificar el dolor con el sufrimiento físico. “Hay dolor verdadero cuando lo que el hombre experimenta es la presencia auténtica del mal, y los restantes dolores y sufrimientos y molestias son sólo signos, ecos o preámbulos del dolor”[24]. El dolor es el sentimiento de la presencia del mal.
Al final, se trata de elegir lo mejor, no tanto de juzgar y condenar. La moral consistiría así en la búsqueda del ideal, de lo mejor. Según Brentano, la respuesta a cuál es el fin justo consiste en elegir “lo mejor entre lo accesible”. Pero se trata de una respuesta oscura, pues hay que preguntar ¿qué significa eso de “lo mejor”?[25]. Entre nosotros, Julián Marías ha insistido en la relevancia moral del concepto de “lo mejor”[26].
No entraré en el debate jurídico, pero sí haré una brevísima referencia a él. Una evaluación moral negativa de la eutanasia, derivada de la aceptación de la tesis de la dignidad incondicionada de toda vida humana con independencia de sus condiciones concretas, no entrañaría necesariamente la exigencia de su tipificación como delito. El ámbito de la moral no coincide con el jurídico. No todo lo inmoral ha de ser prohibido por el derecho.
El derecho ha de tener en cuenta la moral dominante, la llamada moral social. Cuando la opinión pública está dividida, el derecho ha de buscar, si es posible un término medio. El caso del aborto ha sido, en este sentido paradigmático. Para unos, es un crimen; para otros, un derecho. Las leyes deberían buscar, quizá, una vía media. Tal vez, suceda algo parecido con la eutanasia. Pero no hay que olvidar que cuando se trata de bienes jurídicos fundamentales, como la protección de la vida humana, la solución correcta parece clara.
Las posiciones divergentes sobre la eutanasia derivan de actitudes antagónicas sobre el hombre y la vida. No pueden coincidir quienes, por ejemplo, conciben la vida como un don de Dios, indisponible, por tanto, para el hombre, que quienes la consideran una mera propiedad inherente a ciertos seres. Si hay un derecho a la vida, no puede haber un deber de matar. Entre una concepción religiosa o metafísica y otra materialista o hedonista, es muy difícil encontrar un acuerdo. ¿Existe una vía media conciliadora? No parece que lo sea dejar la solución en manos de médicos, familiares y pacientes. En cualquier caso, los médicos no son meros servidores de la arbitrariedad del cliente o de un familiar en quien, eventualmente, haya podido delegar. Los médicos tienen obligaciones derivadas de la moral general y de la deontología profesional, incompatibles con la idea mercantil de que el cliente, es decir, el paciente, siempre tiene razón.
Otra cosa es que el Derecho deba tener en cuenta la moral social y atenerse a las convicciones dominantes. Pero la solución no es fácil cuando la opinión pública se encuentra radicalmente escindida. La clave se encuentra, como siempre, en la educación, y en la ejemplaridad de quienes poseen la autoridad espiritual, si es que hoy queda algún residuo de tal cosa. Pero nada tiene que ver la oposición a la eutanasia con la defensa del llamado encarnizamiento terapéutico, ni con la adopción de medidas excepcionales para mantener a toda costa la vida que se apaga.
El declive actual de la protección jurídica de la vida tiene mucho que ver con la propagación de una actitud antihumanista y, por tanto, antipersonalista. Lo que está en crisis no es ya la dignidad de la persona, sino la condición personal del hombre. Caminamos, tal vez y como mínimo, hacia una eutanasia sibilina y vergonzante. Y puede que este diagnóstico sea optimista. La crisis intelectual y moral, en suma, espiritual, de nuestro tiempo parece evidente. Pero no sólo de éste. Un personaje de Pérez Galdós, en La corte de Carlos IV, afirma: “la elevación de los tontos, ruines y ordinarios no es, como algunos creen, desdicha peculiar de los modernos tiempos”. Cuando luchan la verdad y la mentira, el bien y el mal, la belleza y la fealdad, lo justo no se encuentra en el término medio. No deberíamos olvidar nunca, y menos en estos tiempos extraviados, pero no desesperanzados, la vieja enseñanza de Antístenes: las ciudades sucumben cuando dejan de distinguir entre el bien y el mal.
La eutanasia entraña la asunción del principio de que hay vidas que no merecen ser vividas, que son, por ello, indignas. La eutanasia voluntaria conduce lógicamente a la eutanasia forzosa. ¿Es compatible la eutanasia, aun la voluntaria, con la dignidad de la vida terminal?
Si el hombre es cosa sagrada para el hombre, el hombre no puede matar al hombre ni cooperar a su suicidio, aunque se trate de un enfermo terminal.
De las dos concepciones acerca de la dignidad de la vida humana, una que la hace depender de ciertas condiciones o propiedades como la autonomía, la autodeterminación o la ausencia de intensos sufrimientos y otra que la estima absoluta e incondicionada, desde el nacimiento hasta la muerte, hay que preferir esta última. Ni el dolor ni la ausencia de ninguna otra cualidad inherente a la persona anulan su dignidad. Las vidas humanas y las personas pueden ser más o menos valiosas, pero todas poseen la misma dignidad. Estas consideraciones constituyen los prolegómenos filosóficos a toda teoría, moral y jurídica, sobre la eutanasia. La dignidad de la persona es incompatible con la licitud de la eutanasia.
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Wittgenstein, L. Tractatus logico-philosophicus, Routledge&Kegan Paul Ltd., Londres-Nueva York, 2000.
Ignacio Sánchez Cámara
Universidad Rey Juan Carlos
Madrid, España
Fuente: aebioetica.org.
[1] Serrano Ruiz-Calderón, J. M., La eutanasia, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2007, capítulo II. Ollero, A., Bioderecho. Entre la vida y la muerte. Thomson Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2006, p. 141 s. Ballesteros, J., “Ortotanasia. El carácter inalienable del derecho a la vida”, en F. J. ANSUÁTEGUI (coord..), Problemas de la eutanasia, Dykinson, Madrid, 1999, p. 49. Marcos del Cano, A. M. La eutanasia. Estudio filosófico-jurídico. Marcial Pons, Madrid, 1999, p.46 s.
[2] Macintyre, A., After Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1981. Traducción española de Valcárcel A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, 79.
[3] Rodríguez Paniagua, J. M., “Los derechos humanos del individualismo a la ética de la responsabilidad”, Anuario de Filosofía del Derecho, Nueva Época, Tomo XV, (1998), Ministerio de Justicia-B.O.E., Madrid, 111-122.
[4] Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Penalfa, Oviedo, 1996, 200 s.
[5] Bentham, J., An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, edición de J. H. Burns y H. L. A. Hart, The Atholon Press, Londres, 1970,11 s.
[6] Serrano Ruiz-Calderón, J. M., op. cit., 150 s.
[7] “En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral” (Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, edición de K. Vorländer, F. Meiner, Leipzig, 1906. Traducción española de García Morente, M., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa Calpe, Madrid, 1977, 34).
[8] Kant, I., op. cit., 73.
[9] Ibid., 85. Sobre la distinción entre valor y dignidad, afirma Robert Spaemann: “Cuando Kant dice que el hombre no tiene valor, sino dignidad, la palabra dignidad significa lo inconmensurable, lo sublime, lo que hay que respetar incondicionalmente. Esta condición absoluta, no relativa, se puede interpretar de dos modos; o bien desde la perspectiva de la inclinación instintiva, como algo que, careciendo en sí mismo de valor, adquiere significado exclusivamente por su relación con otra cosa igualmente insignificante, con lo que la conexión significativa en su conjunto queda privada de significación (ésta es la posición del nihilismo); o bien como descubrimiento del carácter radicalmente absoluto del sujeto finito, que le permite aparecer con un resplandor que no es el suyo”, Spaemann, R., Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid, 1991, 150.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, q. 73, art. 9, respuesta a la objeción 2. Traducción de Antonio Sanchis Quevedo, B.A.C., Madrid, 1993, Tomo II, 582.
[11] Bieri, P., Eine Art zu Leben. Über die Vielfalt menschlicher Würde, Carl Hanser Verlag, Múnich, 2013. Traducción española de F. Pereña Blasi, La dignidad humana. Una manera de vivir, Herder, Barcelona, 2017.
[12] Peter Bieri, op. cit., 332.
[13] Wittgenstein, L., Tractatus logico-philosophicus, edición de C. K. Ogden, Routledge&Kegan Paul Ltd, Londres y Nueva York, 2000. Traducción española de J. Muñoz e I. Reguera, Alianza, Madrid, 1987, 6.431 y 6.4311, 179.
[14] Bieri, P., op. cit., 350 s.
[15] Ibid., 359.
[16] Ibid, 358 s. Sobre dignidad y vida, Kass, L., Life, Liberty and the Defense of Dignity, Encounter Books, San Francisco, 2002; y Recuero, J.R., En defensa de la vida humana, Biblioteca Nueva, Madrid, 2011.
[17] Gilles Lipovetsky subtitula así su libro El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1994.
[18] Marañón, G., Ensayos liberales, Obras Completas, IX, Espasa-Calpe, Madrid, 1973, 197-269.
[19] Marías, J., La felicidad humana, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
[20] Albert, M., “Ordo amoris. Una gramática de los sentimientos”, en Díaz del Rey, M., Esteve, A. et altri, Reflexiones filosóficas sobre compasión y misericordia, Cuadernos Scio, Valencia, 2016, 83-102, especialmente 86 ss.
[21] En este sentido, es incorrecto atribuir dignidad a los animales y, con ella, derechos, como hace, entre otros, Peter Singer.
[22] En su intervención ante la Comisión del Senado el 26 de octubre de 1999, Eudaldo Forment afirma: “En este argumento que hemos leído y oído todos muchas veces hay una grave confusión entre la dignidad de la vida y la dignidad de la persona. La dignidad del hombre no está en su modo de vivir, sino en su ser personal. La persona tiene siempre la misma dignidad desde su inicio hasta su fin, esté en las condiciones que esté, de salud, de enfermedad, de riqueza, de raza, de pensamiento. La dignidad personal no se fundamenta nunca en aspectos, biológicos, éticos o de otro tipo. Podría dar una profunda explicación metafísica, siguiendo la definición clásica de un pensador romano, Boecio, que después asumió San Agustín y Santo Tomás (...) pero simplemente les voy a decir que desde una metafísica del ser, desde una metafísica de lo más profundo de la realidad, del último sentido de las cosas, la persona, a diferencia de todo lo demás, expresa directamente este núcleo esencial, este acto que explica racionalmente la realidad, por cierto misterioso, y que este ser propio de cada persona es lo que le da su carácter permanente. Siempre se es una persona actual, nunca se es persona en potencia, siempre en acto, además siempre se es persona en el mismo grado” (citado por Serrano Ruiz-Calderón, J. M., La eutanasia, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2007, 220 s.).
[23] Estos últimos párrafos sobre el dolor reproducen un artículo, titulado “El grito de Dios”, que publiqué en el diario ABC de Madrid en junio de 2014.
[24] García-Baró, M., Del dolor, la verdad y el bien, Sígueme, Salamanca, 2006, 41.
[25] Brentano, F., El origen del conocimiento moral, traducción española de García Morente, M., Tecnos, Madrid, 2002, 20.
[26] Marías, J., Tratado de lo mejor, Alianza, Madrid, 1995.
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