La identidad cristiana de una universidad confiere al trabajo académico una dimensión de aventura épica. En un momento en el que algunos centros de estudios superiores optan por el camuflaje, el repliegue o el formalismo, hay que reivindicar la idea de que profesores y alumnos pueden trabajar juntos para descubrir la verdad de su propia vida y luchar por ese ideal
La idea cristiana de universidad está en el origen mismo de los centros de educación superior[1]. Las primeras universitas magistrorum et scholarium, o comunidades de profesores y estudiantes, surgieron en los siglos XII y XIII como una evolución natural de la tarea educativa que desarrollaban las escuelas catedralicias y monásticas. Las universidades aportaron tres novedades fundamentales: la idea del estudio −la investigación, diríamos ahora− como requisito necesario para avanzar en el descubrimiento de la verdad, la libertad académica y el otorgamiento de grados. Las enseñanzas eran impartidas por las facultades de Artes −o Filosofía−, Derecho −canónico y civil−, Medicina y Teología.
Las universidades nacieron en Europa, con el propósito prioritario de «buscar la verdad divina y promover la enseñanza»[2]. Luego, en el siglo XVI, llegaron a América y más tarde se expandieron por todo el mundo. A lo largo de ochocientos años han sido capaces de reinventarse sin perder la fidelidad a su idea original. Precisamente, en este equilibrio entre adaptación y respeto a su misión radica la vitalidad y el prestigio de la universidad como institución.
Los centros de educación superior compartían al principio un mismo modelo, con leves variantes: Bolonia, Oxford, París, Coimbra o Salamanca impartían grados similares, coincidían en su inspiración cristiana y fueron el espejo en el que se miraron las universidades fundadas en las décadas siguientes. Siglos más tarde, la diversidad de planteamientos y de ofertas educativas creció de manera extraordinaria: surgieron universidades omnicomprensivas y otras, en cambio, eligieron un foco temático, como las politécnicas; unas pusieron más énfasis en los grados y otras en los posgrados; los centros procedían de iniciativas públicas o privadas; unos tenían ánimo de lucro y otros no; se consolidaron universidades de tamaño muy variado; y más recientemente, a la enseñanza presencial se han añadido las ofertas online o los modelos mixtos.
También existe ahora una gran pluralidad en los principios configuradores de estas instituciones. A las universidades de inspiración cristiana se han sumado otras que asumen una fe diferente −por ejemplo, el judaísmo o el islam− o que se basan en un ideario no religioso.
Este fugaz repaso de la evolución de las instituciones de educación superior nos lleva −de manera casi inevitable− a plantear una pregunta de particular interés: ¿no será la identidad cristiana un rasgo propio de la universidad del pasado? O, al menos, ¿no deberá moderarse o suavizarse para conseguir una mayor sintonía con la cultura contemporánea?
De hecho, en las últimas décadas no pocas universidades han renunciado a sus raíces cristianas o estas se han convertido en un conjunto de tradiciones o símbolos de carácter meramente ornamental[3]. Podemos constatar, por tanto, que no todo el mundo está dispuesto a caminar contra la corriente. A fin de cuentas, pensarán muchos, los buenos negociantes no se empeñan en vender lo que el público no está dispuesto a comprar.
Me parece que viene al caso un recuerdo personal. En 1994 llegué a un acuerdo con la Universidad de Navarra para reincorporarme a su claustro de profesores. En Pamplona había obtenido los grados de licenciado y doctor. Luego me fui a trabajar a otros lugares, primero a la Universidad del País Vasco y más tarde a la Manchester University. Transcurridos siete años consideré que había acumulado cierta experiencia y que había llegado el momento de regresar a mi alma mater.
La ilusión del retorno no escondía una preocupación de fondo. Yo venía de dos buenas universidades públicas, cuyo ideario en ningún caso cuestionaba los valores laicos hoy dominantes. En cambio, reiniciaba mi andadura en una institución que no contemplaba la idea de atemperar o esconder su identidad cristiana, ni siquiera en sus planes a largo plazo. Por esa razón, me planteé si estaba volviendo a un lugar con poco futuro.
Conocía aspectos positivos de la Universidad de Navarra que me atraían y me impulsaban a volver, como la sintonía de sus profesores con el proyecto educativo, el espíritu de equipo, la calidad de sus alumnos o la fortaleza de sus centros de investigación. Sin embargo, no podía obviar los aspectos más problemáticos. Me preguntaba, por ejemplo, si estudiantes de otras culturas desearían formarse en una universidad de inspiración cristiana. Tampoco sabía si otras instituciones de gran prestigio querrían firmar acuerdos de colaboración, o si los empleadores decidirían contratar graduados que libremente asumiesen las grandes propuestas del pensamiento cristiano.
Finalmente, me incorporé a la Universidad de Navarra y comencé a trabajar en su Facultad de Comunicación. Veinticinco años más tarde puedo aclarar públicamente que aquellos temores eran infundados: la Universidad recibe varios miles de solicitudes de admisión cada año; los alumnos internacionales se acercan ya al 30 por ciento del total; la satisfacción de los estudiantes −que medimos todos los años− es muy alta y no ha dejado de crecer; los rankings internacionales más prestigiosos nos ubican entre las cincuenta mejores universidades del mundo en empleabilidad y el Times Higher Education nos sitúa como la tercera mejor de Europa en docencia.
Mi conclusión es que, para una universidad, la identidad cristiana constituye una extraordinaria ventaja competitiva porque los valores cristianos son tan atractivos como respetuosos con las opiniones ajenas. No es preciso recibir el don de la fe para tener en gran estima ideales como el espíritu de servicio, la honradez profesional, la protección de la vida −sobre todo la de los más débiles−, la solidaridad con los que sufren, la veracidad o la protección de la naturaleza.
El mensaje cristiano favorece que la universidad esté centrada en los alumnos y ayuda a que los profesores se conviertan en maestros dedicados a motivar y guiar, con una exigencia alentadora[4]. Así, cada estudiante aprovecha al máximo sus capacidades, aprende a saltar obstáculos y descubre que solo será feliz si procura que otras muchas personas también lo sean. Los verdaderos maestros no se conforman con poner medios razonables para conseguir sus objetivos formativos, sino que están comprometidos con el resultado: no dejan de idear nuevas fórmulas para lograr que sus alumnos valoren el extraordinario impacto de su trabajo cuando está planteado como una eficaz palanca al servicio de los demás.
Esa misma idea de servicio fortalece la apuesta por la investigación interdisciplinar e internacional, en la que todos ponen sus conocimientos, métodos y perspectivas a disposición de sus colegas; el fin prioritario no consiste en construir el propio prestigio, sino en lograr hallazgos intelectuales que sean de utilidad para otras personas. De este modo, fácilmente la búsqueda en solitario deja paso al trabajo en equipo, para que la universidad se ubique en la frontera de la ciencia y esté en el origen de los cambios sociales y culturales[5]. De hecho, avanzar con rigor en cualquier ámbito del saber constituye otro modo, aunque no sea tan inmediato, de ayudar a los más desfavorecidos.
Muchas universidades de inspiración cristiana están promovidas por la Iglesia católica. En ambos casos, como afirma san Juan Pablo II en la constitución apostólica Ex Corde Ecclesiae (1990, §14), «los ideales, las actitudes y los principios católicos penetran y conforman las actividades universitarias según la naturaleza y la autonomía propia de tales actividades»; es decir, la fe se hace cultura y el mensaje cristiano está presente de modo vital.
En mi opinión, la doble identidad −universidad y católica− establece una relación entre los dos términos, que puede ser de yuxtaposición, subordinación o integración[6]. La yuxtaposición implicaría reconocer la existencia de dos realidades independientes, sin que una influya en la otra; en ese caso, lo católico podría concretarse en una oferta de actividades pastorales, añadidas y a la vez ajenas, a la propia vida de la universidad.
La relación de subordinación supondría que uno de los dos términos está al servicio del otro. Por ejemplo, lo universitario se somete a lo católico si la docencia y la investigación se entienden solo como un medio para la evangelización; y sucede lo contrario cuando los objetivos académicos debilitan la vitalidad católica de la institución.
La relación de integración, en cambio, potencia a la vez la cultura institucional y los aspectos académicos, porque las dos identidades conducen al mismo fin: la búsqueda de la verdad. En la práctica, la impronta católica promueve el interés por la verdad sobrenatural y su relación con las verdades naturales; genera una motivación trascendente, que favorece la búsqueda desinteresada del saber; y, en ese proceso intelectual, refuerza la primacía de lo ético sobre lo técnico y de las personas sobre las cosas.
El humanismo cristiano impulsa en cualquier institución la cohesión hacia dentro y la coherencia hacia fuera[7]. Internamente hace posible que la fuerza del proyecto compartido sea mayor que las pequeñas controversias cotidianas, tan propias de la vida académica. La identidad evita también las conductas erráticas: los cambios de liderazgo no implican golpes de timón, sino que añaden nuevas ideas y perspectivas a unos ideales permanentes. Y, en el ámbito externo, muchas personas −graduados, familias de alumnos, colegas, etcétera− pueden confiar y ayudar a las universidades en las que hay una garantía moral de continuidad.
Asumir libremente una identidad cristiana implica también algunas desventajas, como sucede con todas las decisiones relevantes en la vida de las personas y de las instituciones. Elegir siempre exige renunciar. Y cuando preferimos una opción a cualquier otra es imposible contentar a todo el mundo. Los valores cristianos pueden generar prevención o rechazo en potenciales alumnos, empleadores, e, incluso, en instituciones públicas y privadas, aunque la experiencia muestra que muchos de esos prejuicios desaparecen cuando mejora la información, existe un diálogo sincero y se genera un clima de respeto[8]. Mi experiencia me dice, además, que la visita a los campus y el contacto directo con profesionales o alumnos de estos centros ayuda a superar posibles percepciones negativas.
Expresado de otro modo, las universidades de inspiración cristiana deben obtener la máxima ventaja de esa identidad, a la vez que intentan neutralizar los posibles inconvenientes o efectos no deseados[9]. En este terreno hay, al menos, tres maneras de equivocarse.
La primera es la estrategia formalista, que consiste en establecer unos mecanismos o garantías fijos que en teoría garantizarían la presencia de los valores cristianos.
Un modo clásico de concretar ese modelo consiste en exigir a los empleados −y de modo particular a los profesores− la firma de un documento en el que hacen suyo el ideario de la universidad. La debilidad de este planteamiento proviene de que no siempre se vive lo que se firma, sobre todo si el compromiso asumido garantiza un puesto de trabajo. Existen versiones de mayor contundencia: por ejemplo, en algunos lugares se establece que un porcentaje de profesores de su claustro deben estar bautizados. Sin embargo, acudiendo a un ejemplo extremo, un decano podría ofrecer empleo a un católico que sea un criminal confeso para llegar a ese porcentaje. Y a nadie se le ocurre que contratar a un ladrón que presente su partida de bautismo sea un buen modo de garantizar la identidad cristiana de una institución.
El segundo error se podría denominar la estrategia de repliegue. En este caso, los directivos detectan la distancia entre el propio ideario y los valores dominantes de la sociedad y deciden articular una propuesta atractiva solo para las personas que comparten una misma fe. Por tanto, la docencia se dirige a quienes quieren formarse de acuerdo con los principios cristianos; el resto de actividades académicas −investigación, transferencia, relaciones institucionales− se convierten en encuentros entre cristianos, que no necesitan justificar su modo de pensar porque no hay espacio para el pluralismo y el desacuerdo en los valores fundamentales.
Sin embargo, la estrategia de repliegue es en sí misma contradictoria, porque una parte esencial del mensaje cristiano se refiere a la necesidad de la apertura a los demás, con una propuesta universal realizada para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. En el fondo, ese repliegue supondría minusvalorar la fuerza y la belleza de la verdad, como advertía hace ya dos décadas san Juan Pablo II (10)[10]; implicaría ausentarse de un debate intelectual por miedo, pereza o irresponsabilidad.
Finalmente, el tercer peligro se puede calificar como la estrategia del camuflaje. Esta opción supone establecer una política de mínimos que, por una parte, garanticen una cierta presencia de la tradición cristiana en la universidad, pero que, a la vez, no molesten a nadie. Se trataría, por tanto, de arrinconar lo que compromete y de mantener algunos signos −por ejemplo, actos o ceremonias en momentos singulares− que se limiten a recordar los orígenes institucionales.
La estrategia del camuflaje acaba convirtiéndose en un elegante modo de claudicar: la universidad renuncia a intentar que el espíritu cristiano vivifique la actividad académica y busca una coartada para que parezca que no ha traicionado sus principios.
En cambio, sí es legítimo que una universidad de inspiración cristiana elija el momento y el lugar de las batallas que desea afrontar, porque cada debate intelectual tiene su contexto y su lugar propio: a veces, lo que conviene hablar en una conversación entre un profesor y un alumno no debe ser sujeto de controversia pública, porque el diálogo útil exige una actitud de apertura y respeto por parte de los interlocutores. También en este caso, el coraje debe ser compatible con la prudencia.
La identidad se manifiesta, sobre todo, en el comportamiento, el estilo de trabajo, el espíritu de servicio, la relación entre profesores y estudiantes y la idea de comunidad que comparte proyectos e inquietudes. En este sentido, me parecen inspiradoras las palabras pronunciadas por san Josemaría Escrivá[11] en el Aula Magna de la Universidad de Navarra en 1972. «La universidad −afirmaba nuestro primer Gran Canciller− no puede vivir de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa».
En efecto, la identidad cristiana confiere al trabajo universitario una dimensión de aventura épica. Profesores y alumnos buscan un ideal que nunca se alcanza del todo: se trata de que cada uno descubra la verdad de su propia vida y decida poner en marcha ese proyecto personal, sin excusas ni retrasos. La tarea puede parecer ardua porque necesariamente implica que los gustos e intereses de cada uno se supeditan al empeño por servir a los demás[12]. Sin embargo, no conozco un enfoque vital más apasionante.
En la universidad, el influjo del humanismo cristiano está vinculado a principios esenciales como la caridad, el servicio, el respeto o la libertad. Con todo, quizás el signo distintivo más evidente de que una institución de educación superior está vivificada por la identidad cristiana sea el clima de esperanza y optimismo. La mirada positiva hacia el futuro es compatible con la experiencia de la injusticia y del sufrimiento en el mundo. La esperanza no procede de la desinformación ni de la ingenuidad, sino de la capacidad de vislumbrar el sentido de esos problemas. También surge y se fortalece al comprender que nuestra generosidad y la de otras muchas personas que comparten los mismos ideales impulsa cambios sociales y culturales tan maravillosos como sorprendentes[13]. De este modo, como señalaba Chesterton[14], el gran maestro de la paradoja, «la alegría, que era la pequeña apariencia del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano».
La magnanimidad es otro indicador relevante de la presencia del humanismo cristiano en la universidad. Para ilustrar esta idea recurriré a otro recuerdo personal, referido a mi maestro, Alfonso Nieto, con quien he compartido el itinerario académico, pues él fue antes que yo catedrático de Empresa Informativa, decano de la Facultad de Comunicación y rector de la Universidad de Navarra. Quienes trabajábamos con él sabíamos que era un inconformista permanente: lo que le planteábamos siempre era insuficiente, considerado poco ambicioso. Él procuraba levantar nuestra mirada, nos impulsaba a llegar más lejos, a buscar nuevos horizontes.
En 2012, a punto de cumplir ochenta años, el profesor Nieto se encontraba en la fase final de un cáncer. Cuando estaba ya muy enfermo, fui a visitarle con la idea −como así sucedió− de que esa sería nuestra despedida. Mi ventaja era que, en esa ocasión, iba con un proyecto grande, que quizás estuviese a la altura de sus expectativas. Le conté que al día siguiente viajaba a Shanghái y Hong Kong para firmar convenios con algunas de las mejores universidades asiáticas. Él me miró con sus ojos claros y brillantes y me contestó con su habitual aire de misterio: «Bien, tocayo, pero no te olvides de Manchuria». Y no añadió nada más.
Tengo la certeza de que lo que Alfonso Nieto quería decir es que nunca hay que dejar de explorar nuevas opciones, que es preciso anticiparse, ir a donde otros todavía no han llegado. Desde entonces, la frase «No te olvides de Manchuria» se ha convertido como en un grito de guerra en el departamento de Empresa que él dirigió: significa que la mediocridad y el conformismo no se conciben en nuestro vocabulario. «No te olvides de Manchuria» es una llamada que nos recuerda que cada día podemos descubrir nuevos modos de mejorar la formación de los estudiantes, nuevas iniciativas para impulsar una investigación de vanguardia, nuevas ideas para servir de manera más eficaz a la sociedad.
La identidad cristiana no la hacen las normas o los procedimientos, sino las personas. Por tanto, para que el ideario no sea una aspiración imposible o una formalidad retórica, resulta esencial que el equipo directivo comparta esa misión y se plantee cómo conseguir que el mensaje cristiano vivifique de modo siempre nuevo la tarea universitaria. Después, es preciso que les suceda lo mismo a quienes se incorporen al claustro y a los demás empleados de la universidad. Ellos serán quienes encuentren respuestas adecuadas a los desafíos y dificultades, que nunca faltarán. Además, hay que disfrutar en ese proceso de búsqueda, con poco miedo a fallar y mucha ilusión de acertar.
Conviene distinguir qué aspectos son permanentes, porque obedecen a principios innegociables, y qué cuestiones deben evolucionar, porque corresponden a un contexto cultural determinado. Por ejemplo, los cambios sociales no requieren modificar la fe que se profesa, pero sí el modo de transmitirla. Como advertía la profesora Jutta Burggraf[15], «la fe no solo se comunica con la palabra, sino también con los gestos y con el ambiente de sincero interés por cada alumno. En esta tarea, la autenticidad es imprescindible: […] solo resulta convincente una fe que se transmite desde la propia experiencia de la relación con Cristo». Más sucintamente lo expresa el papa Francisco (16)[16]: «Una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie».
He tenido la suerte de visitar bastantes campus con proyectos educativos inspirados en los principios cristianos. Quienes llegan por primera vez a esas universidades suelen preguntar: ¿aquí, qué pasa? En el fondo, esa interrogación esconde otra más articulada y compleja, que podría formularse así: ¿por qué aquí la gente sonríe, vive con esperanza, trabaja con pasión y respeto, y tiene afán de servicio? La respuesta es sencilla: esos lugares están iluminados por un mensaje grandioso y cautivador, profundamente humano y abierto a un destino eterno.
Alfonso Sánchez-Tabernero, rector de la Universidad de Navarra
NOTA: Texto basado en la lección inaugural pronunciada en la Universidad de Piura (Perú) por Alfonso Sánchez-Tabernero el 27 de abril de 2019, en el marco del cincuenta aniversario del centro educativo.
Fuente: Nuestro Tiempo
[1] Scott, J. C. (2006). The mission of the university: Medieval to postmodern transformations. The Journal of Higher Education, 77(1), 1-39.
[2] Chaplin, M. (1977). Philosophies of higher education, historical and contemporary. International encyclopedia of higher education (Vol. 7, 3204-3220). San Francisco, Jossey-Bass.
[3] Boeve, L. (2006). The identity of a Catholic university in post-Christian European societies: Four models. Louvain Studies, 31(3/4), 238.
[4] Woodrow, J. (2006). Institutional mission: The soul of Christian higher education. Christian Higher Education, 5(4), 313-327.
[5] Lorda, J. L. (2016). La vida intelectual en la Universidad. Fundamentos, experiencias y libros. Pamplona, EUNSA.
[6] Sánchez-Tabernero, A., y Torralba, J. M. (2018). The University of Navarra’s Catholic-inspired education. International Studies in Catholic Education, 10(1), 15-29.
[7] Romera, L. (2015). Christian Humanism in the Context of Contemporary Culture. Humanism in Economics and Business. Springer, Dordrecht, 33-47.
[8] Mora, J.M. (2012). Universidades de inspiración cristiana: identidad, cultura, comunicación. Romana: Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, 54, 194-220.
[9] Torralba, J. M. (2015). La doble identidad de las universidades de inspiración cristiana según Ex Corde Ecclesiae. Rivista PATH (Pontificia Academia Theologica) 14, 131-150.
[10] Juan Pablo II (1998). Encíclica Fides et Ratio. Roma, 14.IX.1988.
[11] Escrivá, J. (1972). Discurso en la investidura de Doctores Honoris Causa en la Universidad de Navarra. Pamplona, 7.X.1967.
[12] Ocáriz, F. et al (2019). Homenaje a Monseñor Javier Echevarría. Pamplona, EUNSA.
[13] Benedicto XVI (2007). Encíclica Spe Salvi. Roma, 30.XI.2007.
[14] Chesterton, G. K. (2013). Ortodoxia. Barcelona, Acantilado.
[15] Burggraf, J. (2015). La trasmisión de la fe en la sociedad postmoderna. En AA.VV. La trasmisión de la fe en la sociedad postmoderna y otros escritos. Pamplona, Eunsa, 125-146.
[16] Francisco (2013). Exhortación apostólica Evangelii Gaudium. Roma, 24.XI.2013.
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