En el siglo XX, se da una intensa vuelta a los Padres de la Iglesia, que inspira mucho a la teología. El movimiento obedece a varias causas y se traduce en varias corrientes
El nuevo impulso al estudio de los Padres se debe a tres fenómenos concatenados: primero, crecen las ediciones y colecciones de textos patrísticos; en segundo lugar, aparecen, desde los años veinte, estudios de calidad sobre algunos Padres (Ireneo y después Gregorio de Nisa y Orígenes), donde se aprecia la fuerza y actualidad de sus ideas; y tercero, se comprende el interés ecuménico de los Padres, porque es patrimonio común, y, por tanto, vínculo de unidad especialmente con el Oriente cristiano.
Esta influencia de los Padres en la teología, que hemos justificado por las nuevas ediciones, como por los importantes estudios que aparecieron, y su dimensión ecuménica cada vez más presente, es determinante en al menos cinco campos de la reflexión contemporánea: en la renovación litúrgica; en la inspiración del nuevo tratado de Eclesiología; en una idea más amplia y viva de la contemplación, que da un tono místico a toda la vida cristiana, teológica y litúrgica; en la recuperación (aunque no universal) de la forma de usar la Escritura propia de los Padres (Tipológica y alegórica); en el conocimiento de la mente cristiana oriental, que es una base imprescindible para el diálogo ecuménico. Además, hay una presencia mucho mayor del pensamiento de los Padres en todos los tratados teológicos.
En paralelo, desde finales del XIX se consolida la asignatura de Patrología o Teología patrística, con buenos estudios y manuales (Altaner, Cayré, Bardy, Quasten). Y también la historia de los dogmas, empezando por el de la Trinidad, con estupendos textos (Lebreton, Tixeront, y más tarde, Schmaus).
De entrada hay que valorar el inmenso volumen del patrimonio escrito del cristianismo. No ha habido ninguna religión y ninguna institución del pasado que haya generado y conservado tantísima documentación y reflexión propia, empezando por los mismos Evangelios. Y se requería mucho esfuerzo para conservarla. Hasta la lenta introducción del papel en Europa a partir del siglo XI, se escribía en papiro, que se deshace en unas decenas de años. Y también se usaba, aunque es mucho más caro, el pergamino. Hasta que se generalizó la imprenta en el siglo XVI, los textos se copiaban a mano uno a uno, mejor o peor. O se leían a grupos de copistas en talleres, haciendo ediciones de cuatro, cinco o seis ejemplares.
Nos ha llegado lo que ha sobrevivido a las ratas y parásitos, incendios, inundaciones, guerras, robos, expropiaciones y reventas de materiales para hacer fuego. O, en el caso de los pergaminos, para rascarlos y reutilizarlos. Por eso es tan meritoria, y debemos tanto a la edición de materiales antiguos, a veces perdidos y reencontrados, principalmente en las bibliotecas de los antiguos monasterios o en los fondos expropiados que han ido a parar a las bibliotecas públicas, especialmente en el siglo XIX. Las bibliotecas de los monasterios medievales podían tener unas docenas o unos pocos cientos de textos y se ocupaban de recopilarlos cuando estaban muy deteriorados y enviaban copistas para copiar libros de otros monasterios o hacer resúmenes. A través de ese hilo tan tenue ha sobrevivido una parte considerable de nuestro pasado, aunque otra se ha perdido.
La llegada de la imprenta coincidió con los intereses de los humanistas del XVI, con la recuperación del griego y el esfuerzo por hacer mejores ediciones de los textos más importantes buscando y comparando manuscritos. Era una labor selecta de eruditos y esta tradición se prolongaría hasta el XIX, y es muy de agradecer teniendo en cuenta las dificultades grandes de edición y venta.
En esta venerable empresa tiene un mérito difícil de exagerar el sacerdote francés Jacques-Paul Migne (1800-1875). Supone un salto de calidad y una nueva dimensión de las ediciones. Después de una breve experiencia como editor de un periódico religioso, fundó una editorial con su imprenta con el empeño de difundir la cultura cristiana, a un precio asequible. Y así empezó una sucesión de proyectos, cada vez más ambiciosos, que solo terminaron cuando todo se incendió en 1868. Publicó un curso bíblico, un curso de teología, una colección de oradores sagrados y una enciclopedia teológica. Con buenos índices, porque le preocupaba que las obras fueran útiles y se pudieran consultar. Finalmente, se decidió a afrontar la publicación de los autores cristianos de la antigüedad. Dando lugar a las famosas series de la Patrología latina (217 tomos) (1844-1855) y la Patrología griega, con dos líneas, la edición bilingüe (161 tomos) y la edición latina (81 tomos (1855-1866). Para la búsqueda y comparación de manuscritos contó con la ayuda inestimable de Dom Guéranger, refundador de Solesmes, que le puso en contacto con la amplia red de bibliotecas benedictinas.
Con esto consiguió que las obras de los Padres estuvieran presentes y accesibles en muchas universidades, casas religiosas y particulares. Y que el conjunto de la patrística griega se pudiera leer en latín, entonces lengua común de los estudios eclesiásticos. Claro es que las ediciones tuvieron defectos y erratas, y que no siempre se consiguieron los mejores manuscritos. Esto despertaría después un amplio movimiento de mejora.
Las Academias entonces imperiales de Viena y Berlín se comprometieron a hacer grandes series de ediciones críticas de los textos latinos y griegos, respectivamente. La de Viena, Corpus Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL) empezó en 1864, llegando a más de cien volúmenes y un tercio de la obra de Migne. Además, desde 1903, la Universidad de Lovaina con la Católica de Washington emprendió el Corpus Scriptorum Christianorum Orientalium, con sus series (siria, etiópica, arábica, armenia). Y, desde 1945, Eligius Dekkers, benedictino de Steenbrugge, comenzó a reeditar todos los autores latinos desde Tertuliano a San Beda el venerable, en el Corpus Christianorum; el proyecto se expandió después en numerosas series (latina, griega, medieval, apócrifos) y es mantenido por la editorial Brepols.
En esta estela, tiene una importancia particular la colección Sources Chrétiennes iniciada por Henri de Lubac y Jean Daniélou en 1942. Y no se debe tanto al esfuerzo de edición crítica, como a su dimensión teológica. Cada texto lleva una poderosa introducción que aporta el contexto histórico y teológico.
Posteriormente, en la labor de difusión de los Padres en italiano y castellano se debe destacar la labor de Ciudad Nueva. Y en castellano, también la de la Biblioteca de Autores cristianos (BAC), que es más antigua.
Algunos teólogos occidentales habían sido sensibles al estudio de los Padres. Es conocido el caso de Petavio (1652) y, en el XIX, por un lado, de Johan Adam Möhler, que además de escribir su gran ensayo sobre la unidad de la Iglesia, tiene una patrología. Y por otro, de Mathias Scheeben, que enriquece con los Padres su exposición sobre los misterios cristianos y la vida de la gracia. También Newman estudia a los Padres para comprender los fundamentos de la Iglesia y la respuesta a las primeras herejías.
De todas formas, se trata más bien de excepciones de gente bien documentada y leída. En su conjunto la escolástica, que es la teología dominante en Italia, Francia y España, al tener un método tan riguroso, trata a los Padres sobre todo como testimonio de fe de la antigüedad y testigos de la Tradición. A partir del XVII interesan textos escogidos que sirven para demostrar una tesis teológica (siguiendo la inspiración de los Loci Theologici, de Melchor Cano). Eso da lugar a florilegios de pensamientos de los Padres, del que es un ejemplo tardío el Enchiridion Patristicum de Roüet de Journel: dividido por materias teológicas y con buenos índices. Estos florilegios tenían una tradición muy antigua y el propio Santo Tomás de Aquino publicó su Catena aurea. Había sido una manera de supervivencia teológica de los Padres. Pero tenía sus límites.
Para la teología manualística de comienzos del XX, acostumbrada a las exigencias lógicas del método escolástico, las obras de los Padres no parecían sistemáticas ni argumentaban rigurosamente, y resultaban más cercanas a la homilética o a la reflexión piadosa. Es sintomático el enorme artículo de René Arnou, Le platonisme des Péres, en el Dictionnaire de Théologie Catholique, del año 1935. Además de notar una quizá excesiva dependencia platónica, percibe como imperfectas e insatisfactorias las formulaciones de la Trinidad o de la Cristología, superadas por la teología posterior: incluso algunas le suenan a subordinacionismo. Lee a los Padres no en su contexto, sino por comparación con la escolástica posterior.
Aunque es difícil señalar una pista exacta en un universo tan vasto, los estudios del patrólogo jesuita D’Alés sobre San Ireneo, en los años veinte, hicieron pensar a muchos teólogos. Pone de relieve la importancia del “admirable intercambio”, venerable expresión cristológica: “El Hijo de Dios se hace hijo del hombre, para que el hijo del hombre pueda hacerse hijo de Dios”. Y también de la “rerecapitulación en Cristo”, expresión de origen paulino que ilustra cómo todo, también cada hombre, será unido, purificado y salvado en Cristo. Estas expresiones, además de haber influido en la teología de casi todos los Padres griegos, empiezan a influir de nuevo en la teología católica. Se descubre algo que era central en la teología antigua y no había sido recogido en la teología católica. Ya no se trata de poner solo citas a pie de página para demostrar una tesis escolástica.
Los trabajos que se hacen desde los años cuarenta en Sources Chrétiennes, aportan mucho en este sentido. Se puede hablar de una recuperación teológica de San Gregorio de Nisa y de Orígenes, debida a Daniélou. Además de editarlo, hace su tesis sobre la mística de San Gregorio y publica un hermoso ensayo sobre Orígenes en 1948. También Von Balthasar, además de editar a Gregorio de Nisa, hace su tesis doctoral sobre su filosofía religiosa (1942). No son trabajos de “arqueología teológica”, sino que tratan de inspirar con ellos la teología. Todo esto da lugar a una renovación teológica que puede llamarse verdaderamente “neopatrística”.
De una manera, me parece, indeliberada, tiene un notable efecto el libro de Henri de Lubac, Catolicismo (1938). Como reza el subtítulo, Aspectos sociales del dogma, la intención de De Lubac era mostrar que la fe cristiana se posee, se piensa, se vive y se celebra en comunión (como diríamos hoy) con la Iglesia. Para mostrarlo reúne tal cantidad de elocuentes textos patrísticos, que se ve que los Padres tienen una eclesiología (cuando la escolástica no la tenía). Por eso, contribuye a la confección de este tratado, además de haber inspirado algunos temas de la gran constitución dogmática del Concilio Vaticano II, Lumen gentium.
Por su parte, Daniélou, en un segundo momento, empieza a darse cuenta de que el conjunto de la patrística maneja de manera homogénea las grandes escenas de la historia de la salvación o de la historia de la alianza para explicar los sacramentos y la vida cristiana. No es la imaginación piadosa de un autor, sino la explicación común y en cierto modo canónica de los Padres, enraizada además en la manera de proceder de las Escrituras. No se puede olvidar que la Pascua cristiana está superpuesta e interpretada sobre el éxodo del pueblo de Israel que sale de la esclavitud de Egipto para ir hacia el encuentro con Dios en la tierra prometida. La interpretación tipológica de la Escritura resulta un elemento esencial de la tradición antigua, aunque haya sido olvidada por la escolástica y dejada de lado por la exégesis moderna. Daniélou lo presenta en tres importantes libros: Sacramentum futuri. Sobre los orígenes de la tipología bíblica (1950), Biblia y liturgia. La teología bíblica de los sacramentos y fiestas según los Padres (1951), La catequesis de los primeros siglos (1968).
Junto a esto emerge la profunda unidad que la teología antigua, menos profesoral, académica y especializada, tenía entre reflexión sobre la fe, liturgia y escritura. Porque no la trataban como materia de especulación teórica, sino como camino de vida. Querían vivir y enseñar a vivir como cristianos. Los más famosos teólogos franceses del siglo XX (De Lubac, Congar, Daniélou, Bouyer) pudieron relacionarse con esa teología viva al tratar a los pensadores y teólogos rusos que, expulsados por la revolución comunista del 17, se afincaron en París. Generalmente alrededor del Instituto Saint Serge, de teología ortodoxa. En la historia de la teología ha quedado como emblemático el libro de Vladimir Lossky, La teología mística de la Iglesia de Oriente (aunque no pertenecía a Saint Serge).
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra
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