Este tema, con raíces en el siglo XIX, produce en el siglo XX enriquecimiento y tensión. Se enriquecen las nociones de teología, de dogma y de misterio. Y se plantea una cierta tensión sobre el trabajo teológico: ¿se centra en dogmas o en misterios?
Evidentemente, la teología se dedica a las dos cosas, porque no puede prescindir de ninguna de ellas: los misterios son la realidad de Dios tal como se nos presenta; los dogmas, lo que sobre esa realidad misteriosa conoce y expresa la tradición cristiana. Pero los matices de esta reflexión son muy interesantes y ayudan a profundizar.
A Mathias J. Scheeben (1835-1888), profesor de teología en Colonia, le debemos un gran manual de teología (1865, edición renovada) con el título, entonces novedoso, de Los misterios del cristianismo; donde reivindica que el núcleo del cristianismo es un gran misterio y que por eso la teología es “la ciencia de los misterios de Dios” (capítulo XI y último). A Heinrich Joseph Denzinger (1819-1883) le debemos un Enchiridion (1854) o recopilación de textos del Magisterio católico, con lo más significativo de su historia.
Heinrich Joseph Denzinger enseñó teología dogmática en Würzburg, su diócesis, desde 1848 hasta su muerte en 1883. Y se especializó en la historia de la teología dogmática, siguiendo los pasos del gran teólogo de Tubinga, Johann Adam Möhler (1796-1838).
Compuso en 1854 su Enchiridion Symbolorum et Definitionum (Compendio de los símbolos −credos− y definiciones), conocido hasta el día de hoy como “el Denzinger”. Era una feliz concreción, sistematización y popularización del dogma, porque también recogía fuentes poco accesibles. Pronto se convirtió en un recurso primario y, con las mejoras, insustituible del trabajo teológico.
En el prólogo de la primera edición, se lamentaba de lo poco conocidos que eran los documentos oficiales de la Iglesia y lo necesarios que resultan para hacer teología. En un sonoro latín advertía: “Medita, hombre de Dios, en […] estas cosas, guarda la forma de las sagradas palabras. No deformes los antiguos términos que poseyeron nuestros Padres. Evita las novedades terminológicas profanas y las críticas de la falsa ciencia. Custodia el depósito y guarda la fe para que recibas la corona de la justicia”.
El profesor Saranyana editó (con Joseph Schumacher) un detallado estudio con la historia de este libro (Sobre la actualidad del enchiridion Symbolorum, online). Allí se puede saber que Denzinger se cuidó de las cinco primeras ediciones, que el jesuita Bannwart preparó la décima (1908) con mejoras importantes de estructura, citas, índices y paralelos. El libro era ya tan conocido que bastaba citar su numeración (Dz 345, por ejemplo). Umberg dirigió la obra desde la 14ª edición (1922) con notables enriquecimientos, y Karl Rahner, desde 1952 a 1958 (28ª a 31ª edición). Adolf Schönmetzer (DzS) haría la 32ª, mejorando introducciones y variando la selección. En 2017, la editorial Herder ofrecía la 45ª edición, dirigida por Hünermann (desde varias anteriores), con nuevos cambios y más de 1800 páginas. El profesor Saranyana subraya que el perfil de cada época se manifiesta en la selección de textos de las sucesivas ediciones.
De alguna manera el Denzinger simbolizaba la voz del Magisterio eclesiástico en la teología. De esa forma entró en los debates de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, sobre la manera de hacer la teología.
Dejando de lado las polémicas más centrífugas sobre el valor del Magisterio eclesiástico, y el tema, interesantísimo, de la evolución del dogma, se plantearon dos cuestiones, que afectan a los textos. La primera procedía de la lingüística y era la dificultad de conseguir fórmulas inmutables, si se tiene presente el carácter histórico y variable del lenguaje.
Evidentemente, el lenguaje es una realidad histórica que evoluciona con el tiempo. En abstracto parece una objeción incontestable y definitiva. En la práctica, sin embargo, no es así. El lenguaje varía e introduce dificultades y necesidades de interpretación. Pero basta recordar la capacidad que tenemos hoy para entender textos primitivos, como el código de Hammurabi, para entender que la dificultad no es insalvable. El código de Hammurabi pertenece a una cultura muy distinta de la nuestra, pero mantenemos con los que lo escribieron una continuidad humana: son como nosotros. En el caso del dogma cristiano la continuidad es mucho más fuerte, porque el dogma se mantiene en el seno de una sociedad viva, que conserva vivo, también con la ayuda divina, el sentido de lo que cree. Una persona de cultura china o india, ajena al cristianismo, puede no entender algunas expresiones del Padrenuestro, como el “Cielo”, el “Reino” o la “tentación”; y podría confundirse con la antigua expresión “perdona nuestras deudas”. En cambio, los cristianos de habla castellana han repetido este hebraísmo durante siglos, sabiendo perfectamente que no se refiere a la economía sino a los pecados.
La segunda objeción afecta más directamente al Denzinger. Si nos acercamos al conocido Manual de Teología dogmática (1957) del teólogo medievalista alemán Ludwig Ott, nos daremos cuenta de cuántas cosas han cambiado en el estilo y forma de concebir la teología.
Ludwig Ott (1906-1985) fue discípulo de Martin Grabmann y profesor de Eichstätt. Su manual tuvo un gran éxito por evidentes valores didácticos de orden, síntesis, claridad y seguridad en lo que decía. Pero, visto desde hoy, resulta poco atractivo.
Es un ejemplo del efecto pendular que se produce en la vida del espíritu, cuando una exageración produce casi inevitablemente el desplazamiento hacia el pico contrario. Pero el mismo Ott era el pico más alto de un efecto pendular porque, partiendo del notable caos en la enseñanza eclesiástica del XIX, se consiguió pasar a una colección de compendios sencillos, esquemáticos y seguros, basados en las enseñanzas del Magisterio.
Ya hemos hablado en estas páginas de las insuficiencias de la teología manualística. Entre ellas del pobre tratamiento de las fuentes de la teología, de la escasa presencia de la Escritura, de la fragmentación de la patrística y del uso casi exclusivo del Magisterio, por ser la fuente más clara y segura. Y éste se tomaba, generalmente, del Denzinger. De manera que el famoso Enchiridion vino a simbolizar esas deficiencias. Incluso se habló, un tanto despectivamente, de una “teología del Denzinger”, de la que el famoso libro de Ott era una de sus expresiones más claras, por ser también más exageradas.
La solución venía dada en su mismo planteamiento: había que tratar mucho mejor las fuentes. Esto ha provocado que los nuevos manuales sean mucho más ricos, pero también más gruesos y opinables, bastante desproporcionados para las capacidades de los alumnos. Lo que está provocando un nuevo movimiento pendular hacia una sencillez, quizá también excesiva.
El libro de Ott nos resulta extraño por otro aspecto que afecta más a fondo al método teológico. Está lleno de definiciones y procura establecer en todos los tratados afirmaciones bien probadas (tesis), recurriendo (pobremente) a las distintas fuentes de la teología o “lugares teológicos” (Melchor Cano). Además, califica el grado de certeza que tiene cada afirmación con notas y censuras teológicas. A esto se le llamó “teología de las conclusiones”.
Detrás está la convicción escolástica y aristotélica de que la verdad se da en las proposiciones. Es una cuestión básica de la lógica clásica, que afecta a todas las áreas del conocimiento y también a la teología. Un conocimiento verdadero (una ciencia o un saber) se compone, al final, de un conjunto de afirmaciones bien probadas. Y solo posee ese saber quien las conoce, y es capaz de relacionarlas y probarlas, siendo consciente del grado en que las ha probado.
Lo raro y antipático de la terminología de notas y censuras teológicas, tan lejana a una amable narrativa, provocó su desaparición de la teología. Pero ha jugado un papel importante en la definición de muchos conceptos teológicos, desde las famosas “sentencias” de Pedro Lombardo. No es posible prescindir de la precisión y prueba de las afirmaciones teológicas. La misma noción de “dogma” significa una proposición segura que mantiene la fe cristiana.
La conciencia de las limitaciones de nuestro lenguaje (y la fealdad de los excesos lógicos) hizo recordar, como efecto pendular, la propuesta de Scheeben: la teología es ciencia de los misterios de Dios. Así se pasó de una “teología de las proposiciones” a una “teología de los misterios”. No hay oposición, pero la mirada se centra primero en los misterios de Dios y después en lo que podemos decir de ellos. Resulta más coherente y así la teología se vuelve, o más respetuosa y contemplativa, también más bella, si consigue reflejar el misterio y no se reduce a verborrea.
Es notable que el libro de Scheeben, Los misterios del cristianismo, a pesar de ser casi cien años más viejo y mucho más largo, resulta más actual que el de Ott. Tiene un notable tratamiento de las fuentes, un poderoso esquema y un fondo que le convierten en una de las grandes obras de la teología.
Scheeben entiende “misterio” en un sentido principalmente gnoseológico: lo que está oculto porque es profundo. Hay un sentido trivial de lo misterioso, como oculto o desconocido (como en las novelas de “misterio”). En el cristianismo hay misterios porque estamos delante del Dios trascendente, con toda la distancia entre lo natural y lo sobrenatural y de la creatura ante el Creador. Lo conocemos porque se revela, y eso quiere decir que se comunica realmente con nosotros (consideración importante para confirmar el valor de nuestro lenguaje religioso). Se desvela, pero al mismo tiempo nos trasciende.
Ese sentido del misterio resultó enriquecido en varias etapas, con contribuciones diversas. En primer lugar, por la fenomenología de la religión (Otto) que, al estudiar las expresiones religiosas, identificó la sensación de lo “tremendo” o “numinoso”: la poderosa presencia de lo divino que el hombre religioso presiente, por ejemplo, ante las manifestaciones más espectaculares de la naturaleza. Aquí “Misterio” no expresa solo la dificultad de comprender o abarcar, sino también el fuerte sentimiento de presencia de un poder oculto que nos afecta íntimamente. También los misterios cristianos hacen presente a Dios, pero ¿cómo operan?
Hay que recordar otras etapas. Durante el siglo XX, las ciencias de la religión revalorizaron el carácter simbólico del lenguaje religioso y comprendieron mejor el funcionamiento del mito, que a través de acciones simbólicas hace presentes y operativas las grandes fuerzas y ciclos de la realidad. Desde el punto de vista cristiano, hay algo de esto en la relación entre el Creador y lo creado, entre la eternidad de Dios y el tiempo del universo.
Por su parte, los estudios patrísticos pusieron de manifiesto la antigua correspondencia entre misterio y sacramento, y el carácter profundamente simbólico y operativo de las acciones sacramentales. Odo Casel, en primer lugar; Louis Bouyer, más tarde, y, en contexto muy distinto, C.S. Lewis (hablando del “mito verdadero”), subrayaron las conexiones que todo esto tiene con la revelación cristiana, hecha “con hechos y palabras”.
Y con la salvación cristiana, realizada en el Misterio Pascual. La muerte y resurrección de Cristo siendo un hecho real en la historia, es, al mismo tiempo, símbolo eficaz y permanente del paso de la muerte a la vida: todas las personas y las cosas están llamadas a pasar por su muerte para resucitar en Él. Toda la economía sacramental cristiana consiste en eso.
Volvemos a lo dicho al principio, tras un largo recorrido, pero enriquecidos. La revelación cristiana nos pone ante los misterios de Dios, en parte desvelados, también con palabras, para que podamos contemplarlos, vivirlos y transmitirlos. La teología es principalmente ciencia de los misterios, como quería Scheeben, pero también intenta formularlos hasta donde es posible, y cuida las palabras recibidas, como quería Denzinger. Nos queda el reto, entre un movimiento pendular y el siguiente, de construir esos manuales sintéticos y legibles que introduzcan piadosamente en los misterios cristianos y los expresen con afirmaciones bien probadas, sabiendo, al mismo tiempo, que son pobres en relación a los misterios de Dios, pero luminosas. Esa mezcla de luz y oscuridad es propia del misterio cristiano, único verdadero misterio.
Juan Luis Lorda, en Revista Palabra.
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