En la exhortación apostólica ‘Gaudete et Exsutalte’, el Papa Francisco ha recordado la llamada a la santidad y señalado el modo de acogerla en el mundo actual. Ahora bien, ¿cómo ha de proponerse ese objetivo?
Hoy la santidad debe presentarse en relación con la vida ordinaria, en el marco de la vida eclesial, como vocación-misión en Cristo, como algo esencialmente abierto a Dios y a los demás.
La perfección a la que nos aproximamos, obra progresiva de la gracia en nosotros con nuestra colaboración, es la perfección del amor de Dios, y no la de un perfeccionismo centrado en los propios esfuerzos.
A la luz de ese documento, el profesor Ramiro Pellitero examina las claves para una propuesta pastoral de la santidad.
Una lectura atenta de la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (19-III-2018, GE) permite extraer algunas claves para la propuesta pastoral sobre la santidad en el mundo actual.
Un primer elemento es el objetivo que se propone. El Papa declara que no es “un tratado sobre la santidad” (n. 2), sino que humildemente pretende “hacer resonar una vez más la llamada a la santidad”, lo que tiene que ver más bien con una catequesis (hacerse eco de la fe cristiana). Y una indicación sobre el modo o la forma: “procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades”, lo que corresponde al género de una teología pastoral o evangelizadora.
—Qué es la santidad
Vayamos al mensaje: la santidad. La santidad se presenta aquí de muchas formas: como llamada (lo que figura en el título) o vocación, como camino (término que aparece más de 40 veces en el documento, con frecuencia unido al de santidad) y como acción del Espíritu Santo (que ilumina y guía, da vida e impulsa, enciende y fortalece con su gracia especialmente a los cristianos) en la Iglesia y en el mundo.
La santidad aparece también e inseparablemente como misión y palabra o mensaje que el cristiano pronuncia en el mundo con su vida en unión con Cristo (cfr. 20).
La santidad (cfr. Lumen gentium, 11) es también una propiedad característica y fundamental de la Iglesia, propiedad que puede manifestarse en diversos modos también fuera de sus márgenes visibles. Más aún, “la santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (9). Un rostro que ni siquiera nuestras faltas y pecados, que ciertamente lo afean, pueden destruir (cfr. 15). En todo caso la santidad no se puede buscar de un modo individualista sino “en comunidad” (140ss.), pues tiene, en efecto, lo que podríamos llamar una dimensión social, familiar y eclesial.
¿Cuál es el contenido preciso de la santidad? Podría expresarse con un binomio: Cristo y la caridad. Cristo es el centro de la santidad: la santidad es imitación o mejor identificación con Cristo, con su entrega y su misión (es “misión en Cristo”), participación de su vida resucitada, seguimiento y testimonio de Cristo, empeño por anunciar su mensaje y por edificar su reino de amor, justicia y paz. La santidad es participar, en unión con Cristo, de los misterios de Su vida, que son misterios de revelación, de redención y de recapitulación (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 515ss.).
—“Cristo amando en nosotros”
En ese contexto (nuestra vida participando la de Cristo) la santidad es designio de Dios Padre que desea que amemos con el amor de Cristo. Y por eso, el contenido de la santidad es la caridad: “En último término, es Cristo amando en nosotros, porque ‘la santidad no es sino la caridad plenamente vivida’ [Benedicto XVI]” (GE, 21).
Y esto no tiene nada de romanticismo popular; pues la santidad pide, a partir del encuentro y de la contemplación de Cristo, “tocar la carne sufriente de Cristo en los otros” (37). También por eso se equivocan los que interpretan la vida cristiana buscando “un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo” (37).
El santo −el que busca la santidad− ha de reflejar a Cristo. “Un santo no es alguien raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus resentimientos” (93). Al contrario, el santo procura vivir según la humildad y la paz señaladas por las Bienaventuranzas, que reflejan precisamente el rostro de Cristo y, por eso, son, en cierto sentido, el corazón vivo de la santidad.
La santidad requiere abrir la puerta del corazón a Cristo, que golpea y llama (cfr. 136), que nos pide salir de nosotros mismos, abandonar la autorreferencialidad, el bienestar y la “modorra”, liberarnos de la inercia (cfr. 137).
Por esos motivos la santidad necesita del trato personal con Cristo en la oración (cfr. 151). El encuentro con Jesús en las Escrituras y en la oración se alimenta especialmente de la comunión eucarística y necesita el sacramento de la Reconciliación (cf. 157). Así vamos participando de la libertad de Cristo. Esto no nos saca de la realidad, sino al contrario, nos pide continuamente el combate espiritual y el discernimiento para actuar conforme a esa libertad (cfr. 168).
Y todo ello, añade el Papa, no solo en momentos extraordinarios, sino continuamente en todo lo que miramos, valoramos y decidimos. Un momento personal del discernimiento es el “examen de conciencia”. Francisco aconseja que se haga diariamente, en diálogo sincero con el Señor, para reconocer los medios concretos que Él nos proporciona en el camino hacia la santidad, y para no quedarnos solo en “buenas intenciones”.
—Malinterpretar a Cristo: neo-gnosticismo y neo-pelagianismo
La centralidad de Cristo en la santidad −que es vocación y misión en Cristo− es también la clave para comprender las enseñanzas del Papa argentino acerca de dos errores que afectan profundamente a la vivencia y a la interpretación de la vida cristiana. Se trata del pelagianismo y del gnosticismo en sus formas actuales.
Un documento reciente de la Congregación para la Doctrina de la Fe señala precisamente el núcleo de la cuestión, al advertir que estos errores desconocen el auténtico sentido del misterio de Cristo y de su Encarnación en relación con la vida cristiana: “Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal” (Carta Placuit Deo, sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, 1-III-2018, 4).
Ya en 1989, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Ratzinger, publicó la carta Orationis formas, donde advertía del riesgo de confundir la oración cristiana con algunos métodos de meditación transcendental, y aludía a los gnósticos de los primeros siglos. En todas las épocas y con múltiples variantes, el gnosticismo viene proponiendo una salvación por medio de un conocimiento reservado solo a algunos (cfr. GE, 37).
La mentalidad gnóstica prescinde de la Encarnación, y, por tanto, tiende a infravalorar la materia y las condiciones concretas de las personas. Van por este camino los que pretenderían agotar con sus explicaciones toda la fe y todo el Evangelio (cfr. 39). Se trata de una espiritualidad desencarnada que intenta “domesticar el misterio”: el misterio de Dios, de la gracia y de la vida cristiana. Con su actitud de quien tiene “respuestas a todas las preguntas”, manipulan la religión para el propio beneficio.
En efecto, esto supone desconocer las limitaciones de la razón (concretamente de la razón llamada moderna, cerrada en sus dimensiones empíricas, como explicó muy bien Benedicto XVI), así como desconocer también la pluralidad de posibles interpretaciones (dentro de la tradición cristiana) de la realidad y de la fe, y la necesidad de permanecer abiertos a los problemas de las personas.
Pero además la actitud gnóstica tiene consecuencias morales en forma de soberbia intelectual y afán de dominio sobre los demás. El creerse “perfectos” y mejores que la “masa ignorante” (en la que se encuentran muchas personas sencillas con auténtica fe y caridad) está suficientemente perfilado en las críticas que Jesús dirige a los fariseos en los Evangelios. La perfección que busca la santidad está en las antípodas de esta actitud ideológica.
Si el gnosticismo cifra la salvación en los meros conocimientos o en las ideas, por elevadas que parezcan, el pelagianismo pone la salvación en la voluntad y en el “hacer”. Surgido posteriormente, en el siglo IV, contra él tuvo que luchar San Agustín.
Ni el gnosticismo ni el pelagianismo son un tema nuevo en las enseñanzas de Francisco, que recoge y amplía las enseñanzas de su predecesor. Ya hemos recordado la carta Orationis formas en su época de Prefecto de la Congregación de la fe, en relación con algunas tendencias gnósticas. Tres años antes (1986), en unos ejercicios espirituales cuyo texto se publicó luego con el título Mirar a Cristo, el mismo cardenal se refería al pelagianismo en una doble modalidad: “pelagianismo burgués” de los que pretenden no necesitar de Dios, y “pelagianismo de los piadosos” que cultivan una falsa oración carente de humildad y que estarían, estos últimos, representados por los fariseos del Evangelio.
Francisco expresa así el núcleo común a ambos errores, gnosticismo y pelagianismo en sus versiones actuales: uno y otro se corresponden con un “inmanentismo antropocéntrico disfrazado de verdad católica” (35), que nos pueden afectar y nos afectan ad intra. Esto intenta compaginarse con la fe cristiana, pero es precisamente el vivir la fe impregnada de esa óptica lo que impide que Cristo pueda vivir y verse en ella.
No se trata, por tanto, de los grandes errores fuera de la fe (materialismo individualista, relativismo, nihilismo, etc.), tan extendidos en nuestra sociedad. Al Papa le preocupa sobre todo un hecho de experiencia: que, entre los cristianos y más concretamente los católicos, el hombre puede cerrarse en sí mismo, negándose a un apertura auténtica hacia Dios y a los demás, aferrándose a sus seguridades materiales (cfr. 108: consumismo hedonista despreocupado por los más pobres y necesitados), morales (más bien habría que decir moralistas, en el sentido ratzingeriano de voluntaristas, o incluso espirituales (cfr. 165 lo que aquí se llama “corrupción espiritual”, y, en otros lugares de la predicación de Francisco, “mundanización espiritual”).
Las formas actuales de pelagianismo y gnosticismo suponen, pues, errores (o tipos generales de errores) que olvidan la primacía de Dios, de su gracia y de su amor, pero que no llevan a las personas a oponerse a la fe y a la vida cristiana o abandonarlas; sino que esos cristianos a menudo son poco conscientes de sus actitudes, permanecen dentro de la Iglesia y actúan en ella con buena intención. Pero las buenas intenciones no bastan. De ahí la importancia de detectarlos y contrarrestarlos con una adecuada formación y un sabio acompañamiento espiritual y eclesial, que harán posible una participación eficaz en la misión evangelizadora de la Iglesia.
Como en otras ocasiones, el Papa Francisco utiliza aquí, flexiblemente, el método teológico-práctico del discernimiento. Es decir, el método propio de la fe cuando entra en diálogo con la razón práctica a la hora de actuar. Las etapas de este método (que cabe realizar de un modo flexible y de formas diversas) pueden sintetizarse así: 1) mirada a la realidad desde la fe; 2) valoración y juicio sobre la situación volviendo siempre a la mirada de la fe; 3) decisión y actuación siempre de acuerdo con la fe, con la vocación a la santidad y con la misión de cada uno en la Iglesia y en el mundo. Aunque el Papa solo habla del discernimiento en el último capítulo, puede verse cómo él mismo lo emplea a lo largo de todo el documento.
—Discernir la realidad desde la fe
Esto se puede analizar en una mirada retrospectiva a la estructura del texto. Comienza (capítulo primero) por la mirada a la realidad desde la fe. Ahí descubre que hoy la santidad debe presentarse en relación con la vida ordinaria, en el marco de la vida eclesial, como vocación-misión en Cristo, como algo esencialmente abierto (nos abre a Dios y a los demás; nos hace “más vivos, más humanos”, más felices y alegres).
Ciertamente, se trata de aspectos que están desde el principio en el Evangelio, que vivieron ejemplarmente los primeros cristianos y que los Padres de la Iglesia pusieron claramente de relieve. Pero que en gran parte quedaron olvidados hasta el siglo XX. Todavía hoy, el diccionario del castellano dice que “santo” significa “perfecto y libre de toda culpa”; lo cual, por cierto, es propio solo de Dios. Pero entonces se puede olvidar que cuando Jesús dijo “sed perfectos como mi Padre celestial” (Mt 5, 48), lo que antecede es: “Mi Padre […], que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos; porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? […] Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?” (vv. 45-47). La perfección a la que nos aproximamos, obra progresiva de la gracia en nosotros con nuestra colaboración, es la perfección del amor de Dios, y no la de un perfeccionismo centrado en los propios conocimientos o capacidades, realizaciones y esfuerzos.
En esa línea debe entenderse lo que San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: “Ya que [… Dios Padre]) en Él [Cristo] nos eligió ante de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor” (Ef 1, 4).
Por tanto, es lógico que en el siguiente capítulo (segundo), el Papa se centre en valorar como errores u obstáculos las malas interpretaciones que desea destacar, precisamente para contrarrestar una falsa idea o una falsa búsqueda de la santidad: el neopelagianismo y el neognosticismo.
Vuelve después, como en espiral, a lo central de las enseñanzas de Jesús según los Evangelios: las Bienaventuranzas y el “gran protocolo” (la parábola del juicio final en Mt 25) (tercer capítulo). Enseñanzas que, hay que reconocer, con frecuencia no han ocupado, en los últimos siglos, el lugar que merecen en relación con la santidad de todos los bautizados.
Luego Francisco propone algunas manifestaciones de la santidad (“notas”: alegría, paciencia y humildad, audacia y fervor evangelizador), incluyendo la oración y la vida eclesial (capítulo cuarto). Termina, también en línea de proposición, explicando la necesidad, para colaborar con la acción del Espíritu Santo en la propia santidad, del combate espiritual y del discernimiento (quinto).
—Proponer (y buscar) la santidad aquí y ahora
¿Qué propuesta pastoral sobre la santidad se deduce de todo ello? Además de los análisis y valoraciones en los que nos hemos detenido −que forman parte de esa propuesta−, quizá lo más interesante sea, precisamente, tanto para los educadores como para los demás, la proposición del discernimiento a la hora de plantear o plantearse la santidad. Esto significa hacerlo “aquí y ahora”, teniendo en cuenta la cultura que nos rodea y las personas que nos escuchan.
Respecto al discernimiento, el Papa destaca algunos puntos decisivos: 1) el discernimiento es hoy, para todos, también para los jóvenes, una “necesidad imperiosa” (hay que enseñar a vivirlo); 2) debe realizarse siempre a “la luz del Señor” (necesita una vida de oración y de fe); 3) es un “don sobrenatural” sobre la base de la sabiduría humana (la razón y la prudencia o sabiduría práctica) y de las sabias normas de la Iglesia (hay que pedirlo y precisa de la reflexión, del diálogo y del acompañamiento espiritual); 4) requiere una “disposición para escuchar” a Dios, a los demás, a la realidad; de modo que se haga posible superar nuestra visión parcial e insuficiente, nuestros esquemas tal vez cómodos y rígidos ante la novedad que viene con la vida del Resucitado; 5) ha de seguir “la lógica del don y de la cruz”, por lo que pide generosidad, no dejarse anestesiar la conciencia y vencer el miedo.
Concluye Francisco −y esto vale, insisto, tanto para los formadores como para los jóvenes−: “El discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos” (175).
En definitiva, como claves de esta propuesta de la santidad en el mundo actual cabría señalar: 1) una adecuada comprensión de la santidad, enfocada no desde la “perfección” ni la autosalvación, sino desde la iniciativa de la gracia y la centralidad de Cristo; 2) un crecimiento en la santidad buscando la coherencia humana y cristiana, por medio de las virtudes, la oración y los sacramentos; 3) un adecuado acompañamiento en el combate espiritual contra las tentaciones y un sabio discernimiento espiritual y eclesial.
Ramiro Pellitero, en Revista Palabra.
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